El enemigo de Dios (58 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El enemigo de Dios
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—Y si no me presento —dijo en voz baja— seguirán reteniéndola. Y mientras ella esté en sus manos, Derfel, yo no puedo hacer nada.

—Tenéis una espada, señor, una lanza y un escudo. Nadie diría que no podéis hacer nada.

A nuestra espalda, Bors y sus hombres montaron en sus caballos y se alejaron. Nosotros permanecimos unos momentos contemplando el paisaje que se extendía al oeste de las murallas de Dun Ceinach. Era uno de los paisajes más bellos de Britania, una vista aérea al oeste del Severn, hasta la lejana Siluria. Dominábamos millas y millas con la mirada, y desde tan elevada situación todo parecía verde y hermoso, bañado en la luz del sol. Merecía la pena luchar por aquello.

Y faltaban seis noches para la luna llena.

—Siete noches —dijo Merlín.

—¿Estáis seguro? —preguntó Arturo.

—Seis, tal vez —admitió Merlín—. Espero que no me obligues a echar la cuenta, es una tarea tediosa. ¡Cuántas veces tuve que hacerla a requerimiento de Uther! ¡Y casi siempre me equivocaba! Seis o siete, suficientes, ocho incluso.

—Malaine lo calculará —dijo Cuneglas. Al volver de Dun Ceinach supimos que Cuneglas había llegado de Powys, y con él, Malaine, pues se había encontrado con el druida que acompañaba a Ceinwyn y al resto de las mujeres hacia el norte. El rey de Powys me abrazó y juró vengarse también de Dinas y Lavaine. Llevaba consigo sesenta lanceros y nos anunció que otros cien se habían puesto en marcha tras él. Y llegarían más, dijo, pues Cuneglas esperaba luchar y había puesto en movimiento generosamente a todos los guerreros que estaban a su servicio.

Los sesenta hombres que lo acompañaban se hallaban sentados alrededor de los muros del gran salón de Glevum mientras sus señores conversaban en el centro. Tan sólo faltaba Sagramor, que continuaba hostigando al ejército de Cerdic cerca de Corinium con los pocos lanceros que le quedaban. Meurig acudió también, y no fue capaz de ocultar su fastidio cuando Merlín ocupó el gran trono que encabezaba la mesa. Cuneglas y Arturo lo flanqueaban, Meurig se sentó frente a Merlín en el otro extremo y Culhwch y yo ocupamos los puestos vacantes. Culhwch había viajado a Glevum con Cuneglas y su llegada fue como una corriente de aire fresco en el salón lleno de humo. Ardía de impaciencia por comenzar la guerra. Declaró que, con la muerte de Mordred, el rey de Dumnonia era Arturo, y estaba dispuesto a hacer correr la sangre para proteger el trono de su primo. Cuneglas y yo estábamos de acuerdo con él y Meurig cacareó algo sobre la prudencia. Arturo no se pronunció y Merlín parecía dormido, cosa que puse en duda por la leve sonrisa que se dibujaba en su boca, pero mantenía los ojos cerrados como poniéndose felizmente al margen de cuanto se hablaba.

Culhwch se burló del mensaje de Bors. Insistió en que Lancelot jamás mataría a Ginebra y que lo único que Arturo tenía que hacer era viajar hacia el sur a la cabeza de sus hombres y el trono caería en sus manos.

—¡Mañana! —dijo Culhwch a Arturo—. Partiremos mañana. En dos días estará todo solucionado.

Cuneglas se mostró un poco más cauto; aconsejó a Arturo que aguardara la llegada de sus lanceros de Powys y añadió que, tan pronto como llegaran, deberíamos declarar la guerra y marchar hacia el sur.

—¿Con cuántos hombres cuenta el ejército de Lancelot? —preguntó. Arturo se encogió de hombros.

—¿Sin incluir a Cerdic? —dijo—. ¿Trescientos, quizás?

—¡Nada! —exclamó Culhwch—. ¡Estarán todos muertos antes del desayuno!

—Y muchos feroces cristianos —le recordó Arturo.

Culhwch manifestó una opinión a propósito de los cristianos que hizo estallar de indignación al cristiano Meurig. Arturo calmó al joven rey de Gwent.

—Olvidáis todos una cosa —dijo afablemente—, y es que nunca he deseado ser rey, ni lo deseo ahora.

Se hizo silencio en la mesa, aunque algunos guerreros de la sala protestaron en voz baja por las palabras de Arturo.

—Ya no importa lo que deséis —dijo Cuneglas rompiendo el silencio—. Al parecer, los dioses han tomado la decisión por vos.

—Si los dioses quisieran que fuera rey —replicó Arturo—, habrían procurado que mi madre se hubiera casado con Uther.

—Entonces, ¿qué es lo que deseáis? —preguntó Culhwch, desesperado.

—Quiero recuperar a Ginebra y a Gwydre —respondió Arturo en voz baja— y vencer a Cerdic —añadió, antes de bajar la vista hacia el deteriorado tablero de la mesa—. Quiero vivir —prosiguió— como un hombre común, con mi esposa y mi hijo, con una casa y unos campos que labrar. Quiero paz. —Por una vez, no se refería a toda Britania sino sólo a sí mismo—. No comprometerme con más juramentos, no quiero habérmelas toda la vida con la ambición de los hombres ni seguir siendo el arbitro de la felicidad de todos. Quiero hacer lo que ha hecho el rey Tewdric, un hogar en un verde paraje y vivir en paz.

—¿Y pudrirte? —le espetó Merlín, que dejó de fingir que dormía.

—Hay tanto que aprender, Merlín —contestó Arturo con una sonrisa—. ¿Por qué, si un hombre forja dos espadas del mismo metal y en la misma fragua, una resulta buena y la otra se dobla al primer envite? Hay tanto que averiguar...

—Ahora quiere ser fragüero —comentó Merlín a Culhwch.

—Lo que quiero es que me devuelvan a Ginebra y a Gwydre —declaró Arturo con firmeza.

—En tal caso, debéis jurar lealtad a Lancelot —sentenció Meurig.

—Si va a Caer Cadarn a prestar juramento —repliqué con rabia—, tendrá que enfrentarse con cien hombres y morirá despedazado como un perro.

—No si llevo reyes conmigo —dijo Arturo con suavidad.

Nos quedamos mirándolo todos y pareció asombrarse de que sus palabras nos hubieran dejado mudos.

—¿Reyes? —preguntó Culhwch sobreponiéndose antes que los demás.

—Si mi señor el rey Cuneglas —dijo Arturo sonriendo— y mi señor el rey Meurig quisieran cabalgar conmigo hasta Caer Cadarn, dudo que Lancelot se atreviera a matarme. Si se encuentra cara a cara con los reyes de Britania tendrá que hablar, y si habla llegaremos a un acuerdo. Me teme, pero si descubre que no hay nada que temer, me dejará vivir, y también a mi familia.

Digerimos su mensaje en silencio y, de pronto, Culhwch se manifestó en contra.

—¿Permitiréis que ese miserable de Lancelot sea rey? —Varios lanceros se sumaron al sentir de Culhwch.

—¡Ay, primo mío! —exclamó Arturo—. Lancelot no es miserable; es débil, creo, pero no miserable. No tiene planes ni sueños, sólo ojos ambiciosos y dedos largos. Atrapa las cosas tan pronto aparecen, las guarda y espera a que aparezca otra. Ahora desea mi muerte porque me teme, pero cuando descubra lo elevado que es el precio de mi vida, aceptará lo que se le ofrezca.

—Sólo aceptará vuestra muerte, ¡insensato! —Culhwch dio un puñetazo en la mesa—. Os mentirá mil veces, alardeará de su amistad con vos y os clavará la espada entre las costillas tan pronto como vuestros reyes vuelvan la espalda.

—Me mentirá —consintió Arturo plácidamente—. Todos los reyes mienten, ningún reino podría gobernarse sin mentiras, pues en las mentiras se basa nuestra reputación. Pagamos a los bardos para que conviertan nuestras magras victorias en grandes gestas, y a veces hasta creemos las mentiras que cantan sobre nosotros. Lancelot creería con gusto todas las canciones, pero en verdad es débil y necesita amigos fuertes como respirar. Ahora me teme porque cree que se ha ganado mi enemistad; si descubre que no soy enemigo, descubrirá también que me necesita. Necesitará hasta al último hombre del que pueda disponer, si es que quiere expulsar a Cerdic de Dumnonia.

—¿Quién invitó a Cerdic a Dumnonia? —preguntó Culhwch—. ¡Lancelot!

—Y no tardará en lamentarlo —añadió Arturo con calma—. Ha utilizado a Cerdic para hacerse con un trofeo, pero encontrará en Cerdic un aliado peligroso.

—¿Lucharíais por Lancelot? —pregunté horrorizado.

—Lucharé por Britania —declaró Arturo con convicción—. No puedo pedir a nadie que muera por hacer de mí algo que no quiero ser, pero sí que luchen por su hogar, por sus esposas e hijos. Y por eso mismo lucho yo. Por Ginebra. Y para derrotar a Cerdic, y tan pronto como sea derrotado, ¿qué importa que sea Lancelot el rey de Dumnonia? Alguien tiene que serlo, y me atrevo a decir que él hará mejor papel que Mordred. —Se hizo el silencio nuevamente. Un perro ladró en un rincón de la sala y un lancero estornudó. Arturo nos miró y vio que aún estábamos perplejos—. Si lucho contra Lancelot —prosiguió—, sería como retroceder a la Britania de antes de la batalla del valle del Lugg. Una Britania en la que nos enfrentábamos unos con otros en vez de unirnos contra los sajones. Sólo queda un principio aquí, y es el empeño eterno de Uther: evitar que los sajones llegaran al mar Severn. Y ahora —añadió vigorosamente—, están más cerca que nunca. Si lucho por un trono que no deseo, doy a Cerdic la posibilidad de tomar Coriniurn y después esta ciudad, y si se hiciera con Glevum, nos habría partido en dos. Si lucho contra Lancelot, los sajones habrán ganado todas las batallas. Se apoderarán de Dumnonia y de Gwent, y luego irán al norte, a Powys.

—Exactamente —dijo Meurig en tono elogioso.

—No estoy dispuesto a luchar por Lancelot —repliqué con furia, y Culhwch me aplaudió.

—Mi querido amigo Derfel —me contestó Arturo con una sonrisa—, no esperaba que lucharas por Lancelot, pero sí que tus hombres se enfrentaran con Cerdic. Y el precio de que ayudes a Lancelot a derrotar a Cerdic es entregarte a Dinas y Lavaine.

Me quedé mirándolo fijamente. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de cuan profundamente había reflexionado. Los demás no habíamos visto más que la traición de Lancelot, pero Arturo pensaba sólo en Britania y la imperiosa necesidad de mantener a los sajones lejos del mar Severn. Dejaría a un lado las hostilidades con Lancelot, lo obligaría a cumplir mi venganza y luego proseguiría con la tarea de derrotar a los sajones.

—¿Y los cristianos? —preguntó Culhwch con desdén—. ¿Creéis que os dejarán volver a Dumnonia? ¿Creéis que no levantarán una hoguera para vos?

Meurig lanzó otra protesta que Arturo acalló.

—El fervor cristiano se apagará solo —dijo—. Es una especie de locura y, en cuanto se consuma, volverán a casa a recoger los restos de sí mismos. En cuanto derrotemos a Cerdic, Lancelot puede pacificar Dumnonia, y yo viviré simplemente con los míos, que es todo lo que deseo.

Cuneglas permanecía sentado en la silla, apoyado hacia atrás en el respaldo contemplando los restos de pintura romana del techo del salón. En aquel momento se enderezó y miró a Arturo.

—Decidme otra vez lo que deseáis —le pidió con suavidad.

—Quiero que los britanos vivan en paz, quiero obligar a Cerdic a retirarse y quiero a mi familia.

Cuneglas miró a Merlín.

—¿Y bien, señor? —invitó al anciano a que emitiera su juicio.

Merlín jugueteaba con dos de sus trenzas, haciéndoles nudos; la pregunta pareció tomarlo por sorpresa y deshizo los nudos rápidamente.

—Dudo que los dioses quieran lo mismo que Arturo —dijo—. Todos os habéis olvidado de la olla.

—Esto no tiene nada que ver con la olla —dijo Arturo con aplomo—

—Todo tiene que ver —manifestó Merlín con una brusquedad repentina y sorprendente—, y la olla trae el caos. Deseas orden, Arturo, y crees que Lancelot escuchará tus razonamientos y que Cerdic se rendirá a tu espada, pero el orden razonable que ansias no funcionará en el futuro, como no funcionó en el pasado. ¿Crees que los hombres y mujeres agradecen la paz que les procuraste? ¡Ahitos quedaron de paz! Y crearon sus propios conflictos para librarse del aburrimiento. Los hombres no quieren paz, Arturo, quieren distraer el tedio, mientras que tú deseas el tedio como un sediento el hidromiel. ¿Crees que puedes retirarte a una casa solariega y jugar a ser herrero? No. —Merlín sonrió malignamente y cogió su larga vara—. En este mismo momento —prosiguió—, los dioses te buscan las cosquillas. —Señaló con el báculo hacia las puertas de la entrada—. ¡He ahí tus problemas, Arturo ap Uther!

Todos nos volvimos y vimos a Galahad de pie en el umbral. Llevaba puesta la armadura con la espada a un lado e iba salpicado de barro hasta la cintura. Y con él, un mísero tullido de nariz de patata, cara redonda, barba rala y cabeza de cepillo.

Mordred aún vivía.

El asombro impuso silencio. Mordred entró renqueando y sus pequeños ojos delataron su resentimiento por la fría acogida. Arturo miraba fijamente al rey al que había ofrecido su juramento y supe que estaba deshaciendo mentalmente los detallados planes que acababa de describirnos. Sería imposible proponer una paz razonable con Lancelot, pues su rey aún estaba vivo. Dumnonia aún tenía rey y no era Lancelot, sino Mordred, y Mordred tenía el juramento de Arturo.

Los hombres rodearon al rey y le preguntaron las noticias rompiendo el silencio. Galahad se hizo a un lado y me abrazó.

—Gracias a Dios que está vivo —me dijo de todo corazón.

—¿Esperas que te agradezca —le pregunté con una sonrisa— que hayas salvado a mi rey?

—Alguien tendría que agradecérmelo porque él no lo ha hecho aún. Es una bestezuela desagradecida —dijo Galahad—. Sólo Dios sabe por qué él vive mientras mueren tantos hombres buenos. Llywarch, Bedwyr, Dagonet, Blaise. Todos han muerto. —Eran los nombres de los guerreros de Arturo que habían caído en Durnovaria. De algunos ya tenía noticia, pero de otros nada sabía, aunque Galahad tenía conocimiento de las circunstancias en que habían muerto. Se hallaba en Durnovaria cuando los rumores de la muerte de Mordred impulsaron a los cristianos a la revuelta, pero Galahad juró que un re los sublevados había lanceros. Creía que los hombres de Lancelot se habían infiltrado en la ciudad disfrazados de peregrinos de camino a Ynys Wydryn y que ellos habían iniciado la matanza.

—Casi todos los hombres de Arturo estaban en las tabernas —dijo— y no tuvieron la menor oportunidad. Sobrevivieron unos pocos, pero Dios sabrá dónde están ahora. —Hizo la señal de la cruz—. Esto no es obra de Cristo, Derfel, te das cuenta, ¿verdad? Es obra del diablo. —Me miró apesadumbrado y temeroso—. ¿Es cierto lo de Dian?

—Es cierto —le confirmé. Galahad me abrazó sin decir una palabra. No había contraído matrimonio ni había tenido descendencia pero amaba tiernamente a mis hijas. En verdad, amaba tiernamente a todos los niños. —La mataron Dinas y Lavaine, y todavía respiran.

—Mi espada está a tu disposición —me dijo.

—Lo sé.

—Y si esto fuera obra de Cristo —dijo Galahad enervado— dinas y Lavaine no estarían al servicio de Lancelot.

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