El enigma de Cambises (18 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

BOOK: El enigma de Cambises
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—Déjalo, Tara. A mí me interesa tanto como a ti saber lo que contiene, pero no merece la pena. Créeme. Es mejor dejarlo correr.

Sin dejar de apuntarles, el individuo se acuclilló, alargó una mano y palpó en busca de la caja. Estaba ligeramente a su izquierda pero no acertaba. Desvió la mirada hacia abajo y sin pensárselo dos veces Tara tendió el brazo, lo agarró de la túnica y tiró de ella. El hombre gritó y cayó por el borde de la mastaba, de bruces en la arena entre Daniel y Tara, con el cuello torcido en un ángulo extraño.

Por un instante ninguno de ellos se movió. Luego, mirando a Tara, Daniel se arrodilló y comprobó el pulso del hombre.

—¿Está inconsciente? —musitó Tara.

—Está muerto —respondió Daniel.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella llevándose las manos a la cara—. ¡Dios mío!

Daniel se quedó mirando al cuerpo. Le retiró el turbante y vieron que tenía una cicatriz vertical en el entrecejo. Luego se irguió y cogió a Tara del brazo con cierta brusquedad.

—Debemos marcharnos de aquí enseguida —dijo.

Daniel tiró del brazo de Tara pero, apenas habían recorrido unos metros cuando ella se soltó, volvió hasta la mastaba y recogió la caja.

—¡Por el amor de Dios! —gritó Daniel, yendo tras ella y sujetándola por los hombros—. ¡Déjala! Esto está provocado... ¿Es que no le entiendes? Este tipo no es el único que... Debe de haber otros...

Tara se soltó de nuevo.

—¡Ellos mataron a mi padre! —gritó en tono desafiante—. ¡Tú haz lo que quieras, pero no voy a permitir que se queden con esta caja! ¿Lo has entendido? ¡No van a quedarse con ella!

Se miraron fijamente por unos instantes y por fin ella lo apartó con el brazo y se dirigió hacia la casa, metiendo la caja en su bolso. Daniel la siguió con la mirada, furioso, y luego fue tras ella protestando entre dientes.

Los disparos habían despertado al taxista, que en ese momento estaba de pie en medio del camino, mirando en dirección a la pareja.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al ver que se acercaban.

—Nada —le espetó Daniel—. Llévenos de vuelta a El Cairo.

—He oído disparos.

—¡Usted no se preocupe por eso y haga lo que le digo!

Se oyeron varios disparos más y vieron a dos individuos vestidos de negro corriendo por el sendero hacia ellos. Sonaron más disparos, esta vez a sus espaldas. Otros dos hombres corrían hacia ellos por el lado del desierto. El taxista gritó y se arrojó al suelo.

—¡Te advertí que ese tipo no estaba solo, Tara! —le gritó Daniel—. ¡A la casa! ¡Corre!

Daniel tiró del brazo de Tara y corrieron hacia la casa. Una bala pasó rozando sus cabezas, y otra se estrelló en el suelo y levantó una columna de polvo a dos palmos de sus pies. Llegaron a uno de los lados del edificio y saltaron a la terraza, que daba a una pendiente arenosa que llegaba hasta el pueblo, donde numerosas personas habían salido de sus viviendas y miraban hacia arriba, alarmadas por los disparos.

—¡Corre hacia el pueblo, Tara!

—¿Y tú?

—Ve tú delante. Yo bajaré enseguida.

—¡No pienso dejarte solo!

—¡Oh, Dios! —exclamó Daniel, exasperado.

Se oyeron pisadas. Alguien se acercaba corriendo. Daniel miró alrededor y vio una
touria
apoyada contra un banco. Cogió la azada, volvió a la casa y se apostó junto a una pared. Las pisadas se oían cada vez más cerca. Alzó la
touria
, respiró hondo y, en cuanto uno de sus perseguidores asomó por la esquina, le descargó un tremendo golpe en la cabeza. Se oyó un crujido sobrecogedor y el hombre, sin soltar su Heckler and Koch, cayó de espaldas sobre la maleza. Daniel se abalanzó sobre él y le arrebató el arma.

—¡Ahora, Tara! —gritó—. ¡Mientras tenemos ocasión!

Corrieron hasta el borde de la terraza y saltaron a la pendiente en medio de una polvareda. Había una franja de arena al pie de la pendiente y luego un sendero, paralelo a un palmeral, que llegaba hasta el pueblo. Un coche traqueteaba en dirección a ellos y Daniel corrió haciéndole señas de que se detuviera. El conductor aminoró la marcha al ver el arma y se detuvo.

Se oyeron disparos procedentes de lo alto de la pendiente. Daniel se volvió y contestó al fuego. Los lugareños gritaron y se dispersaron. Daniel siguió disparando hasta vaciar el cargador y corrió hacia el coche. El conductor había salido del vehículo, dejando las llaves en el contacto y el motor en marcha. Daniel saltó al volante.

—¡Sube! —le gritó a Tara—. ¡Sube enseguida!

Ella subió por el lado del acompañante y Daniel pisó el acelerador. Los neumáticos levantaron una lluvia de gravilla al acelerar el vehículo por el sendero. Una bala destrozó una de las ventanillas traseras y otra agujereó el capó. Pillaron un bache y el coche dio un bandazo. Por un momento pensaron que se estrellarían, pero Daniel logró dominar el vehículo y se alejaron sin dejar de oír disparos. Una gran polvareda envolvía la casa que había ocupado el padre de Tara.

—No sé qué demonios hay en esa puta caja tuya —dijo Daniel—, pero después de todo esto, espero que merezca la pena.

18

Luxor

Cuando Jalifa llegó a su casa a media tarde estaba tan agotado que a duras penas conseguía mantener los ojos abiertos. En cuanto entró por la puerta su hijo Alí saltó a su cuello.

—¡Papi! ¡Papi! ¿Me comprarás una trompeta para Abu Haggag?

Las fiestas de Abu el-Haggag empezarían dentro de un par de días. Hacía semanas que Alí y sus compañeros de escuela estaban decorando una balsa para la procesión de los niños, y el pequeño estaba muy nervioso esperando a que llegasen las fiestas.

—¿Me la comprarás? —gimoteó Alí tirando de la chaqueta de su padre—. Mustafá tiene una. Y Said.

Jalifa lo cogió en brazos y le alborotó el pelo.

—¡Claro que te la compraré!

Alí se agitaba entre sus brazos, exultante.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Papi dice que me comprará una trompeta para Abu Haggag!

Jalifa se cargó al pequeño al hombro y, rodeando los materiales de construcción para su inacabada fuente, fue hasta el salón.

Zainab estaba sentada en el sofá, con el bebé en brazos. A su lado se encontraba su hermana Sama y su cuñado Hosni. Jalifa gruñó para sus adentros.

—Hola, Sama; hola, Hosni —los saludó dejando a su hijo en el suelo.

Hosni se levantó y ambos se abrazaron. Alí fue a esconderse detrás del sofá.

—Acaban de llegar de El Cairo —explicó Zainab en un tono vagamente acusador.

Zainab no hacía más que pedirle a Jalifa que la llevase a El Cairo a pasar unos días, pero él no acababa de encontrar el momento. Aparte de que suponía un gasto considerable.

—Hemos venido en avión —alardeó Sama—. Es mucho más rápido que el tren.

—Por negocios —intervino Hosni—. Tenía que ver a un nuevo proveedor.

Hosni era un mayorista de aceite y rara vez hablaba de otra cosa que no fuese su negocio.

—Tenemos problemas para cubrir la demanda —prosiguió—. La gente tiene que comer, y para comer ha de cocinar con buen aceite. Es un mercado cautivo.

Jalifa procuró mostrarse interesado.

—No sé si Zainab te lo habrá dicho, pero estamos a punto de lanzar un nuevo aceite de semillas de sésamo —continuó Hosni—. Es un poco más caro que el aceite que gastáis vosotros, pero de calidad excepcional. Puedo enviaros un par de latas, si queréis.

—Gracias —dijo Jalifa—. Nos encantaría, ¿verdad, Zainab? —añadió mirando a su esposa, que dejó escapar una risita.

Se moría de risa por dentro al ver cómo su esposo fingía interesarse por el negocio de su cuñado.

—Vamos, Sama —dijo Zainab, levantándose—. Dejémoslos hablar de sus cosas. ¿Quieres un vaso de
karkaday
, Hosni?

—Sí, gracias.

—¿Y tú, Yusuf?

—Por favor.

Las hermanas fueron a la cocina y Jalifa y Hosni se sentaron evitando mirarse, algo incómodos. Permanecieron unos instantes en silencio.

—Bueno, ¿y qué tal van las cosas en la policía? —preguntó por fin Hosni—. ¿Has atrapado a algún asesino hoy? —añadió, aunque estaba menos interesado en el trabajo de Jalifa que éste en el suyo.

En realidad, Hosni miraba a su cuñado por encima del hombro. ¡Trabajar todo el día por un sueldo miserable! Zainab no había conseguido lo que se llama un buen partido. Aunque, claro, podría haber sido peor. Pero también podría haber encontrado a un hombre más en consonancia con el nivel económico a que estaba acostumbrada de soltera. Alguien que comerciase con aceite, por ejemplo. Ése era el futuro. Un mercado cautivo. Y con el nuevo aceite de sésamo, los beneficios se dispararían.

—No, hoy no —repuso Jalifa.

—¿Perdón?

—Que hoy no he detenido a ningún asesino.

—Ah, bien... Tanto mejor, ¿no? O peor —dijo Hosni, e hizo una pausa tratando de retomar el hilo de la conversación—. Tengo entendido que has pedido un ascenso. ¿Crees que te lo concederán?


Inshallah
, si Alá lo quiere —repuso Jalifa encogiéndose de hombros.

—¿No crees que se trata más bien de lo que quiera tu jefe? —dijo Hosni, y se echó a reír dando palmadas en el brazo del sofá—. ¡Sama! ¡Eh, Sama! Me dice Yusuf que lo ascenderán si Alá lo quiere, y yo le digo que será si quiere su jefe.

Se oyó una carcajada procedente de la cocina. Al parecer, a Sama la ocurrencia de su esposo le hacía tanta gracia como a él. Alí acababa de asomar por detrás del sillón y estaba a punto de atizarle a Hosni con un cojín, pero Jalifa lo fulminó con la mirada y el pequeño se esfumó al instante.

—¿Y qué tal va la fuente? —preguntó Hosni tras un largo silencio, por decir algo.

—Aún está a medio hacer. ¿Quieres echarle un vistazo?

—¿Por qué no?

Fueron al vestíbulo y pasaron entre sacos de cemento y botes de pintura, a ver el minúsculo estante donde Jalifa iba a instalar la fuente de la que pretendía que algún día manase agua.

—Me parece un poco pequeña —comentó Hosni.

—Habrá más espacio cuando quite todos los materiales.

—¿De dónde haces llegar el agua?

—De la cocina.

Hosni se rascó el mentón, muerto de risa por dentro.

—¿Y por qué no te limitas a...?

Lo interrumpió Alí, que eligió aquel momento para correr hacia ellos y, sin querer, volcó un bote lleno de aguarrás. Un líquido viscoso de un color blanco grisáceo se extendió sobre el cemento del suelo.

—¡Maldita sea, Alí! —exclamó Jalifa—. ¡Zainab! ¡Trae un trapo!

Su esposa se asomó y dijo:

—No voy a malgastar un trapo de cocina para fregar eso. Límpialo con papel de periódico.

—No tengo.

—Yo sí llevo uno, un ejemplar atrasado del
Al-Ahram
—dijo Hosni—. Espera...

Hosni fue a buscar el periódico al salón y empezó a cubrir el charco de aguarrás con hojas del mismo.

—¿Lo ves? Es un absorbente estupendo —dijo, y en el momento en que se disponía a colocar otra hoja, Jalifa le sujetó el brazo.

—Espera... —le dijo, arrodillándose—. ¿De qué fecha es este periódico?

—Pues...

—¿De qué fecha? —repitió Jalifa en tono apremiante.

—De ayer —contestó Hosni, desconcertado.

El inspector había apoyado una rodilla en el charco de aguarrás pero no pareció percatarse de ello. Estaba inclinado hacia delante, leyendo con sumo interés algo que aparecía en la parte inferior de una página, pasando el índice de la mano derecha por las líneas a medida que las leía. Alí se acercó a él y se arrodilló a su lado, pasando también el dedo por el papel, imitando a su padre.

—Ayer —musitó Jalifa cuando hubo terminado de leer el artículo—. Ayer. O sea, a Nayar lo mataron el viernes, y a éste..., con un día de diferencia. —Guardó silencio por unos segundos, pensativo, y luego exclamó—: ¡Joder! —Se irguió. Tenía una mancha en la rodilla izquierda—. ¡Joder!

—¡Joder! —repitió Alí, saltando tras él. Su padre lo fulminó con la mirada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hosni—. ¿Qué pasa?

Jalifa no le hizo caso y corrió a la cocina, olvidando su agotamiento.

—Debo irme, Zainab —informó a su esposa.

—¿Irte? ¿Adónde?

—A El Cairo.

—¡A El Cairo!

Por un momento pareció que su esposa iba a montar una escena, pero en lugar de ello se le acercó y lo besó en la frente.

—Espera, te traeré unos pantalones limpios.

En el pasillo Hosni leía el artículo que había sobresaltado a Jalifa. Aparecía una fotografía de un tipo malcarado con un parche en el ojo. El titular rezaba: «Anticuario de El Cairo brutalmente asesinado».

Hosni meneó la cabeza. En el mundo del aceite no ocurrían esas cosas, pensó.

19

El Cairo

Durante el trayecto de regreso a El Cairo apenas hablaron. Daniel iba concentrado en la conducción mirando nerviosamente por el espejo retrovisor para comprobar si los seguían. Tara no hacía más que mirar su bolso. Hasta que hubieron llegado a la carretera El Cairo-Gizeh y giraron a la derecha hacia el centro de la ciudad no rompió Daniel el silencio.

—Perdona, Tara, pero no creo que llegues a entender lo peligroso que es todo esto. Esos tipos... son seguidores de Saif al-Thar. ¿Te has fijado en la cicatriz vertical que tienen en el entrecejo? Es la marca que los identifica.

Tara estaba jugueteando distraídamente con la cremallera de su bolso.

—¿Quién es ese Saif al-Thar? —preguntó—. No hago más que oír su nombre.

—Un líder fundamentalista —respondió Daniel, que dio un ligero golpe de volante para esquivar a un ciclista que llevaba en la cabeza una bandeja de mimbre llena de pastas para el té—. Su nombre significa «la Espada Vengadora». Predica una mezcla de nacionalismo egipcio y extremismo islámico. No se sabe mucho acerca de él, salvo que apareció en el mundo del terrorismo en los años ochenta. Desde entonces no ha hecho sino organizar atentados mortales, casi siempre contra occidentales. Hace un par de años hizo estallar un coche bomba al paso del embajador estadounidense. El gobierno ofrece un millón de dólares de recompensa por su captura, vivo o muerto. —Ladeó ligeramente la cabeza sonriéndole con un rictus de amargura y añadió—: Te has cubierto de gloria, Tara. Acabas de crearte un enemigo que es el tipo más peligroso de Egipto. ¡Dios!

Tara guardó silencio. Siguieron a lo largo de un par de kilómetros, adentrándose cada vez más en la ciudad hasta llegar a un tramo sobreelevado donde había un atasco descomunal. Estuvieron parados durante cinco minutos y luego, maldiciendo entre dientes, Daniel giró a la izquierda y logró encontrar aparcamiento en un callejón lleno de basura.

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