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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (19 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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—Debemos salir cuanto antes de aquí —dijo Daniel en cuanto se hubo apeado—. Es demasiado peligroso. No creo que nos hayan seguido, pero nunca se sabe. Tienen gente por todas partes.

Echaron a andar hasta unos terrenos cercados. Tara pensó que debían de corresponder a un parque, pero enseguida reparó en que se trataba de un zoológico. Había una entrada treinta metros más adelante; Daniel la cogió del brazo y fueron hacia allí.

—Entremos. Será menos probable que nos vean. Además, hay teléfono público.

Pagaron las veinte piastras que costaba la entrada y traspusieron uno de los tornos. El ruido de la ciudad se extinguió como por ensalmo en cuanto se hubieron adentrado unos metros en el zoo. Apenas oían más que el canto de los pájaros. Pasaron junto a familias y jóvenes parejas sentadas en los bancos con las manos entrelazadas. Oyeron el murmullo del agua cerca de donde estaban.

Se adentraron por un sendero sombrío mirando continuamente hacia atrás, por si los seguían. Pasaron por delante del foso de los rinocerontes, de la jaula de los monos, de un estanque en el que se bañaban varias focas y de otro lleno de flamencos, hasta llegar junto a un banano a cuya sombra había un banco de piedra. Se sentaron. Había una cabina telefónica a cinco metros de allí, y, enfrente, un foso con un elefante de aspecto cansino, con una pata sujeta a unos barrotes con una cadena. Daniel miró hacia los senderos que desembocaban en aquel sector. Luego cogió el bolso de Tara, lo abrió y sacó la caja.

—Vayamos por partes y veamos qué contiene —dijo.

Miró alrededor, retiró el cordel y destapó la caja. Dentro, encima de una capa de paja, había un objeto plano envuelto en papel de periódico, con una tarjeta fijada con cinta adhesiva:

Esto me ha parecido apropiado, Tara. Con mi cariño de siempre. Papá.

Daniel miró a Tara, sacó el objeto y retiró el papel. Era un fragmento, al parecer de yeso, de forma cuadrangular, con los bordes irregulares. Estaba pintado de un color amarillo pálido y tenía tres columnas de jeroglíficos de color negro y, a la izquierda, parte de una cuarta columna. Al pie había una hilera de figuras que representaban serpientes con la cabeza erguida. Tara dedujo que ésa debía de ser la razón por la que su padre había elegido aquel objeto.

Daniel le dio la vuelta a la tablilla y asintió con la cabeza como si comprendiese.

—¿Sabes qué es? —preguntó Tara.

Como Daniel no contestó, Tara repitió la pregunta.

—Yeso —respondió él, abstraído—; parte de la decoración de una tumba. Los jeroglíficos pertenecen a un texto más extenso. ¿Ves? Esto es parte de una frase... Artísticamente es bastante bueno. O, mejor dicho, muy bueno —añadió con una sonrisa.

—¿Es auténtico?

—Sin duda; del período tardío. Probablemente griego, o romano; o quizá de la época de la ocupación persa. No muy anterior. Y casi con toda seguridad de Luxor.

—¿Cómo lo sabes?

Daniel miró el trozo de periódico en el que estaba envuelto el fragmento. En la parte superior había algo escrito en árabe.


Al-Ugsur
—tradujo—. Luxor. Es de un periódico local.

Tara se acercó el fragmento y lo miró meneando la cabeza.

—No entiendo que mi padre lo comprase, si es auténtico. Detestaba el tráfico de antigüedades del patrimonio cultural. No paraba de lamentarse del gran daño que causa.

Daniel se encogió de hombros.

—Es probable que creyese que se trataba de una falsificación. No pertenece a la época en que él era especialista. Para quien no sea un experto en el arte funerario del período tardío, resulta difícil de distinguir de un fragmento auténtico. De haber sido del Imperio Antiguo tu padre lo habría reconocido de inmediato.

—Pobre papá —dijo Tara, y soltó un suspiro—. Se habría llevado un tremendo disgusto —añadió devolviéndole el fragmento—. ¿Qué significan los jeroglíficos?

Daniel posó la tablilla en su regazo y la examinó.

—Se lee de derecha a izquierda. Fíjate: la primera columna dice
abed
, que significa «mes». Esos trazos equivalen al número tres, y luego dice
peret
, que era una de las divisiones del año egipcio, más o menos equivalente a nuestro invierno. O sea, que dice: «En el tercer mes del invierno». Luego... —Frunció el ceño y añadió—: Esto parece un nombre:
Ib-Wer-Imenty'
. Gran Corazón del Oeste;
ib-wer
, «gran corazón»;
imenty
, «del oeste». Es un nombre propio. Probablemente un apodo, y sin duda no es parte de un nombre regio, o por lo menos de ninguno que yo haya oído.

Daniel reflexionó unos momentos repitiendo el nombre para sí. Luego deslizó el índice de la mano derecha por el texto de la segunda columna.

—La primera palabra es
mer
—prosiguió—, que significa «pirámide»; luego
iteru
, que era una antigua unidad de medida; y al lado el número noventa; es decir «la pirámide de noventa
iteru
». La siguiente columna empieza con lo que parece
jeper-en
, aunque estos dos jeroglíficos de la parte superior están rotos y... —Ladeó la tablilla para que le diese mejor la luz y añadió—: Sí, no cabe duda de que dice
jeper-en
, o sea, «sucedió», y luego
dia wer
, «una gran tormenta». Y esta figura cortada de la parte izquierda parece parte de otro número, aunque es imposible saber cuál. Y eso es todo.

Daniel siguió mirando la tablilla unos momentos meneando la cabeza. Volvió a meterla en la caja, la tapó y la guardó en el bolso de Tara.

—Si realmente procede de una tumba tebana de la época tardía es una auténtica rareza —dijo—. No abundan decoraciones pintadas en las tumbas posteriores al Imperio Nuevo. Pero aun así dudo de que nadie pagara más de unos cientos de dólares por esto. No justifica matar a nadie.

—¿Y por qué les interesa tanto a esos tipos?

—¡Sólo Dios lo sabe! Quizá quieran la versión completa del texto del que formaba parte. Pero no tengo ni idea de por qué pueden considerar el texto tan importante. —Sacó un puro del bolsillo de la camisa, lo encendió, exhaló una bocanada de humo y añadió—: Espera aquí.

Fue a la cabina telefónica, descolgó el auricular, introdujo una tarjeta en la ranura y marcó. Miró hacia Tara un momento y luego se volvió y empezó a hablar. Estuvo hablando casi tres minutos. Gesticuló varias veces, furioso, luego colgó y volvió al banco. Tara observó que tenía la frente perlada de sudor.

—Han estado en mi hotel. Tres tipos. Por lo visto, han puesto mi habitación patas arriba. El dueño está aterrado. ¡Mierda!

Daniel se inclinó hacia delante frotándose la cara. Una niña se acercó a ellos corriendo, los miró y se alejó entre risas. En una jaula cercana un mono soltó un chillido estridente.

—Deberíamos acudir a la policía —dijo Tara.

—¿Después de robar un coche y matar a dos egipcios? ¿Has perdido la razón?

—¡Ha sido en legítima defensa! ¡Eran terroristas!

—Dudo de que la policía lo interpretase así. Créeme, sé cómo piensan.

—Tenemos que...

—¡Te digo que no, Tara! No haríamos más que empeorar las cosas, por si no estuviesen ya bastante mal.

Se produjo un tenso silencio.

—La embajada —dijo al fin Daniel—. Llamemos a la embajada británica. Es el único lugar seguro. No estamos en nuestro país, y necesitamos protección.

Tara asintió con la cabeza.

—¿Tienes el número? —preguntó él.

Ella hurgó en un bolsillo y sacó la tarjeta que le había dado Squires el día anterior.

—De acuerdo, llama. Cuéntale lo que ocurre. Y dile que necesitamos ayuda con urgencia.

Daniel le dio su tarjeta magnética y ella fue a la cabina y marcó.

—Diga —contestó Charles Squires a la segunda llamada.

—¿Señor Squires? —dijo Tara, aliviada al reconocer la voz del diplomático—. Soy Tara Mullray.

—Hola, señorita Mullray —la saludó Squires, que no parecía sorprendido por la llamada—. ¿Va todo bien?

—No, ni mucho menos. Estoy con un amigo y...

—¿Un amigo?

—Sí, un arqueólogo. Se llama Daniel Lacage. Conocía a mi padre. Tenemos problemas. No puedo explicárselo por teléfono. Ha ocurrido algo muy serio.

—¿No puede ser más explícita?

—Alguien trata de matarnos.

—¿De matarlos?

—Sí, de matarnos. Necesitamos protección.

—¿Tiene eso algo que ver con el hombre del que me habló ayer, el que me comentó que la seguía?

—Sí. Hemos descubierto una cosa que, por lo visto, les interesa tanto que están dispuestos a matarnos para obtenerla —dijo Tara, consciente de que su explicación no sonaba muy plausible.

—Bueno, tranquilícese. ¿Dónde están?

—En El Cairo, en el zoológico.

—¿En qué parte del zoológico?

—Frente al foso del elefante.

—¿Y tienen... esa cosa con ustedes?

—Sí.

Squires guardó silencio por unos momentos. Tara tuvo la impresión de que tapaba el auricular con la mano para que no oyese lo que le decía a quien estuviese a su lado.

—Ahora mismo les enviamos a Crispin —dijo al fin—. No se muevan de ahí. ¿Entendido? Quédense donde están. Llegaremos lo antes posible.

—De acuerdo.

—No se preocupen, no va a ocurrirles nada.

—Gracias.

—Hasta ahora —dijo Squires, y colgó el auricular.

—¿Qué te han dicho? —preguntó Daniel cuando Tara volvió al banco.

—Que envían a un funcionario y que no nos movamos de aquí.

Daniel asintió con la cabeza. Guardaron silencio unos instantes, Daniel fumando su cigarro y Tara mirando fijamente su bolso. Había confiado en que la tablilla arrojase alguna luz sobre lo que ocurría, pero en lugar de ello parecía confundirlo todo aún más, como si un extraño código añadiese unas líneas más crípticas todavía, y más difíciles de descifrar.

—Quizá el doctor Yamal pueda ayudarnos —dijo Tara, que estaba asustada.

Daniel le dirigió una mirada inquisitiva.

—Es un colega de mi padre —le aclaró ella—. Lo conocí ayer en la embajada. Quizá él sepa por qué es tan importante esta tablilla.

—Nunca he oído hablar de él —dijo Daniel encogiéndose de hombros.

—Es director adjunto del Departamento del Patrimonio Cultural.

—El director adjunto del Departamento del Patrimonio Cultural es Mohamed Fesal.

—Bueno, pues un alto cargo de ese departamento, entonces. Tal vez no entendí bien.

—¿Dices que se llama Yamal? —preguntó Daniel dándole una calada al cigarro.

—Sí, doctor Yamal Sharif; Sharif... como Omar Sharif.

—Nunca he oído hablar de ningún doctor Yamal Sharif.

—¿Y por qué tendrías que haber oído hablar de él?

—Pues porque si ocupa un alto cargo en ese departamento debería conocerlo, por fuerza. Trato con todos ellos a menudo. —Daniel fue a darle otra calada al puro, pero se limitó a acercárselo a la boca y añadió—: ¿Y qué más te dijo el tal Yamal Sharif?

—No gran cosa; que había trabajado con mi padre en Saqqara, que encontraron una tumba juntos, en mil novecientos setenta y dos, o sea, el año que yo nací.

—¿Qué tumba?

—No me acuerdo. Hotep, o algo así.

—¿Ptah-Hotep?

—Sí, eso es.

Daniel se la quedó mirando con fijeza.

—¿Y con quién acabas de hablar ahora.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Daniel tenía la frente más cubierta de sudor que antes. Sus ojos reflejaban inquietud.

—Tu padre descubrió la tumba de Ptah-Hotep en mil novecientos sesenta y tres, el año que nací yo. Y la descubrió en Abydos, no en Saqqara —le explicó Daniel, tirando el resto del puro y levantándose—. ¿Con quién acabas de hablar? —repitió en tono angustiado.

—Con Charles Squires, el agregado cultural.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que no nos movamos de aquí; que nos envían a un funcionario.

—O sea... ¿le has dicho dónde estamos?

—¡Claro que le he dicho donde estamos! ¿Cómo van a encontrarnos si no?

—Y... la tablilla. ¿Le has mencionado lo de la tablilla?

—No exactamente...

Tara se interrumpió visiblemente inquieta.

—¿Qué ocurre? —preguntó él—. ¿Tara?

—Pues que, literalmente, le he dicho que habíamos descubierto una cosa. Pero él me ha preguntado si la teníamos con nosotros, como si supiera que se trata de un objeto...

Daniel la miró y la cogió de la mano.

—Vamos. Tenemos que largarnos de aquí enseguida.

—Pero... esto es demencial. ¿Por qué van a mentirnos los de la propia embajada?

—No lo sé. Sin embargo, estoy seguro de que ese doctor Yamal no es quien dice ser, y si él no lo es, lo más probable es que el agregado cultural tampoco sea el agregado cultural.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué?

—Ya te he dicho que no lo sé. No obstante, debemos marcharnos de aquí cuanto antes. ¡Vamos!

El tono de voz de Daniel era inequívoco. Estaba alarmado. Cogió el bolso de Tara y se alejaron rápidamente. Rodearon el foso del elefante y siguieron por un sendero flanqueado de árboles. Al llegar al pie de un montículo se volvieron.

—¡Mira! —exclamó Daniel señalando a tres hombres trajeados y con gafas de sol. Acababan de llegar junto al banco que Tara le había indicado a Squires. Uno fue hasta la cabina telefónica y miró dentro.

—¿Quiénes son? —musitó Tara.

—No lo sé. Pero no han venido a dar un plácido paseo. Larguémonos antes de que nos vean.

Dieron media vuelta, remontaron el montículo y salieron del zoo. Una vez en la calle, Daniel paró un taxi y subieron.

—Me temo que vamos a tener más problemas de los que imaginaba, Tara —dijo mirando por la luna trasera.

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