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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (43 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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También esta vez Saif al-Thar pasó por alto el sarcasmo de Dravic. Se agachó a recoger del suelo una espada y admiró su estilizada hoja y el pomo primorosamente trabajado. Sólo había visto espadas como aquélla en los museos, encerradas en vitrinas. Pero allí tenía centenares, miles, al alcance de la mano. Y no era más que una mínima parte de lo que seguía oculto bajo la arena. La magnitud del hallazgo era tan descomunal que desbordaba la imaginación. Era más de lo que había soñado. La respuesta a sus plegarias.

—¿Sabemos ya hasta dónde llega el yacimiento?

Dravic exhaló una bocanada de humo.

—He enviado brigadas a sondear por los alrededores —repuso—. Hemos localizado la vanguardia del ejército a alrededor de un kilómetro valle arriba. Pero aún no hemos dado con la retaguardia. Era un ejército enorme —añadió secándose el sudor de la frente con el antebrazo—. ¿Cuándo llegará la caravana de camellos?

—Pasado mañana, o quizá antes —respondió Saif al-Thar.

—Sigo pensando que deberíamos empezar a transportar por aire parte del cargamento cuanto antes.

Saif al-Thar meneó la cabeza.

—No podemos arriesgarnos a que los helicópteros crucen una y otra vez la frontera. Llamaría la atención.

—Ése es el medio que hemos empleado para transportar a los hombres y al equipo, y no ha ocurrido nada —objetó el alemán.

—Hemos tenido suerte. Necesitábamos empezar los trabajos de inmediato y Alá nos ha dispensado su favor. Pero podría no volver a hacerlo. Aguardaremos a que llegue la caravana de camellos para transportarlo todo. ¿Ha enviado patrullas a vigilar la zona?

—He enviado hombres que recorren un perímetro de cincuenta kilómetros a la redonda en motocicleta.

—¿Y bien?

—¿Y usted qué cree? Estamos en mitad de este jodido desierto. No parece muy probable que pase nadie por aquí por casualidad.

Guardaron silencio. Saif al-Thar dejó la espada en el suelo y tomó un pequeño amuleto de jaspe. No era mayor que la uña del pulgar, pero tenía un primoroso grabado que representaba a Osiris, dios del inframundo. Lo frotó entre los dedos.

—Disponemos de cinco o seis días —dijo—. ¿Qué parte del ejército podríamos exhumar en ese tiempo?

Dravic dio una calada al puro.

—Una pequeña parte. Trabajamos las veinticuatro horas del día, y hasta el momento sólo hemos desenterrado una pequeña sección del ejército. Los trabajos se van haciendo más fáciles a medida que avanzamos en dirección norte, porque los cuerpos aparecen más cerca de la superficie, pero en ese tiempo no podremos desenterrar gran cosa. Aunque quizá no necesitemos más, ¿no cree? Sólo lo que ya hemos exhumado valdrá millones. Dominaremos el mercado de antigüedades durante los próximos cien años.

—¿Y para el resto? ¿Se están haciendo preparativos?

—Excavamos hacia atrás, desde la vanguardia. No se preocupe. Todo está bajo control. Y, ahora, si no le importa, tengo trabajo.

El alemán volvió a llevarse el cigarro a la boca y se encaminó a grandes zancadas hacia los aspiradores de arena. Saif al-Thar lo observó marcharse con expresión de repugnancia. Después, sin soltar el amuleto, rodeó la excavación hasta llegar a la base de la enorme roca piramidal. Y allí se acuclilló.

Le entristecía pensar lo que le estaban haciendo a aquel ejército. De haber tenido otra alternativa la habría preferido. Pero no la había. El riesgo de que otros encontrasen aquel auténtico tesoro era demasiado grande. Tenían que cubrirse. Iba en contra de su inclinación natural, pero no había más remedio. Era como matar. Inevitable.

Se recostó contra la pared rocosa frotando el amuleto entre el índice y el pulgar, observando aquel mar de cadáveres. Uno de los soldados, hundido hasta la cintura en la arena, parecía mirarlo fijamente. Saif al-Thar desvió la mirada varias veces, pero siempre se encontraba con la de aquellas cuencas vacías; los labios, resecos, estaban encogidos de tal manera que descubrían los dientes. Había en aquella cara un odio que parecía dirigido hacia él. Saif al-Thar le sostuvo la mirada por unos momentos y luego, visiblemente incómodo, se levantó y se alejó. Notó que el amuleto se le había partido entre los dedos. Lo miró y luego, refunfuñando, lo arrojó a la zanja.

37

El Cairo

A través del cristal ahumado de la ventanilla de la limusina, Squires miró los dos carriles contiguos. No era una caravana sino un atasco en toda regla. Junto a él estaba un pequeño Peugeot en el que viajaban nueve personas que parecían ser miembros de una misma familia, y, más allá, una camioneta con la caja repleta de coliflores. De vez en cuando los vehículos de uno de los tres carriles avanzaba un poco y se veía momentáneamente mirando a otro vecino de atasco. Casi de inmediato los otros carriles avanzaban también y se restablecía la familiar configuración que formaban la limusina, el Peugeot y la camioneta, como si fuesen frutos del tambor de una enorme máquina tragaperras que, al activarse, girase lentamente para volver siempre a la misma posición.

—¿Y a qué hora ha sido eso? —preguntó a través del teléfono móvil.

Le contestó una voz cascada y distorsionada por interferencias.

—¿No tiene idea de cómo ha sido? ¿Ni cuándo?

De nuevo repuso la misma voz. Un muchacho que vendía frasquitos de perfume se acercó a la limusina. El chófer asomó la cabeza y lo instó de mala manera a seguir adelante.

—¿Y su familia?

La respuesta llegó mezclada con un zumbido.

—Bueno, no es cuestión de lamentarse por lo que no tiene remedio. Habrá que resignarse. Haga lo que pueda para encontrarlo y manténgame informado.

Squires apagó el móvil y volvió a guardárselo en el bolsillo de la chaqueta. Aunque aparentaba tranquilidad, su mirada reflejaba inquietud.

—Parece ser que nuestro amigo el inspector ha desaparecido —dijo.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Joder! —exclamó Massey dando un puñetazo contra el asiento. Su mano era tan rolliza que dejó en la tapicería un hueco que tardó varios segundos en desaparecer—. Creía que Yamal lo tenía vigilado.

—Pues todo indica que se las ha arreglado para darle esquinazo.

—Ya dije que teníamos que deshacernos de él. ¿Lo dije o no?

—Sí, tenía usted razón.

—¡Mierda! —El estadounidense acompañó su exclamación con otra palmada en el asiento. Luego se dejó caer hacia atrás contra el respaldo—. ¿Cuándo ha sido?

—No están seguros —repuso Squires, y soltó un suspiro—. Por lo visto, su esposa y sus hijos han salido de casa esta mañana a las siete. Como a las diez él seguía sin aparecer han echado la puerta abajo, pero no estaba.

—¡Aficionados! —masculló Massey—. ¡Aficionados!

Oyeron el aparatoso claxon de un autobús, que el conductor hacía sonar una y otra vez inútilmente.

—Parece que ayer estuvo en una biblioteca —dijo Squires—, consultando mapas del desierto occidental.

—¡Dios Santo! Entonces ¡sabe lo del ejército!

—Eso parece.

—¿Cree que habrá informado a alguien? ¿A la prensa? ¿Al Departamento del Patrimonio Cultural?

Squires se encogió de hombros.

—Me inclino a pensar que no, porque de lo contrario ya habríamos sabido algo.

—¿Y qué cree que debe de estar haciendo ahora?

—Ni idea. Aunque todo indica que ha debido de dirigirse allí por su cuenta. Me temo que tendremos que actuar antes de lo previsto.

Por una vez Massey no replicó.

—¿Está listo todo el equipo? —preguntó Squires.

—Por lo que a mí respecta, puede estar tranquilo. Todo se encuentra a punto. En cuanto a Yamal, lo ignoro; es un payaso.

—Yamal cumplirá con lo que esperamos de él, igual que el resto de nosotros.

El estadounidense sacó un pañuelo y se sonó.

—Esto no va a ser fácil. Saif al-Thar puede disponer de muchos hombres para proteger su hallazgo.

—Pese a ello, confío en que tengamos éxito. ¿Informará usted a su gente de Estados Unidos?

Massey asintió con la cabeza, tan rápidamente que parecía uno de los retratos cinéticos de Bacon.

—Bien —dijo Squires—. Pues entonces todo indica que estamos en el buen camino.

La limusina dio un salto hacia delante, pero sólo avanzó unos palmos.

—Si conseguimos salir de este condenado atasco —añadió inclinándose hacia el chófer—. ¿Se puede saber qué ocurre por ahí delante?

—Un camión atravesado —contestó el chófer.

Squires suspiró, sacó un caramelo del bolsillo y empezó a desenvolverlo mirando abstraído al Peugeot del carril contiguo.

La ruta más lógica que Jalifa debería haber seguido, y la más directa, era hacia el sudoeste, en dirección al oasis Bahariya, y desde allí hacia el oeste a través del desierto. Pero prefirió dar un rodeo. Quienquiera que lo hubiese estado siguiendo la noche anterior, sabría que les había dado esquinazo y probablemente también que había tomado el tren que salía a las diez de la noche con destino a El Cairo. No haría falta ser un genio para deducir que se dirigía al desierto, en cuyo caso tratarían de interceptarlo en el camino. Y la ruta que supondrían que habría tomado era la más rápida. Por lo tanto, en lugar de ir en dirección sudoeste decidió hacerlo en dirección casi opuesta, hacia el noroeste, a Alejandría, tomando la autopista de la costa a Marsa Matruh para dirigirse luego al sur hasta el oasis de Siwa. Era una ruta más larga pero tenía claras ventajas. Las carreteras estaban en mejor estado por aquella zona; tendría que cruzar una franja de desierto más corta desde Siwa que desde Bahariya, y, sobre todo, sería la ruta en la que menos se les ocurriría pensar a sus perseguidores. De manera que, después de llenar el depósito puso rumbo a El Cairo y, desde allí, tomó la autopista en dirección a la costa mediterránea.

Conducía deprisa sin parar de fumar, a través de un paisaje en el que el desierto alternaba con campos de cultivo. El salpicadero llevaba incorporado un radiocasete, pero sólo encontró una cinta (de Kadim al-Saher), y después de escucharla cuatro veces la quitó y volvió a conducir en silencio.

Tardó dos horas en llegar a Alejandría y cinco a Marsa. Sólo se detuvo dos veces durante el trayecto; una para volver a repostar y otra en las afueras de Alejandría, para contemplar el mar. Era la primera vez en su vida que veía el mar.

Desde Marsa, después de repostar de nuevo, continuó hacia el oeste a lo largo de veinte kilómetros. Luego se desvió hacia el sur por la carretera de Siwa, una desnuda cinta de asfalto que se adentraba en el desierto. El sol ya se ponía, y Jalifa pisó el acelerador a fondo. Un extraño edificio en ruinas pasó como un rayo en dirección contraria. Una hilera de señales oxidadas indicaba el curso de un oleoducto subterráneo. Todo cuanto se veía era una desolada superficie lisa y anaranjada cubierta de grava, interrumpida de trecho en trecho por lomas y escarpaduras. No volvió a ver señales de tráfico ni más rastro de vida que rebaños de dromedarios ramoneando hierbajos.

A mitad de camino de Siwa vio un bar, un improvisado chiringuito que, en un alarde publicitario, lucía un letrero que rezaba «Restaurante Alexandre». Se detuvo a tomar café y, sin apenas entretenerse, reanudó el viaje.

Al caer la noche el desierto se fundió en la oscuridad. Cada dos por tres entreveía luces a lo lejos, probablemente de un enclave o acaso de un campamento militar, y, en una ocasión, vio la vacilante llama de un pozo de petróleo. La soledad era tan sobrecogedora que trató de mitigarla volviendo a poner la cinta de Al-Saher.

Hacia las siete de la tarde advirtió que la lisura del paisaje que lo rodeaba empezaba a dejar paso a un terreno más accidentado. Vio a lo lejos el vago perfil de pendientes escarpadas y colinas. La carretera empezó a descender, zigzagueando a través de un laberinto de grietas y pedregales. De pronto, el paisaje recobró la lisura de los primeros tramos del trayecto, y Jalifa vio a lo lejos luces que parpadeaban, como si estuviese frente a un mar surcado por multitud de barcas que cabeceasen mecidas por un suave oleaje. Había llegado al oasis de Siwa. Redujo la velocidad unos momentos para contemplar la vista y luego siguió descendiendo.

Llevaba nueve horas conduciendo y estaba a punto de terminar su segundo paquete de cigarrillos.

38

En el desierto occidental

El hombre se materializó como si fuese un cuerpo moldeado por la propia oscuridad. Tara y Daniel estaban sentados en el suelo, con los brazos entrelazados, contemplando la vacilante llama de la lámpara de queroseno.

Al alzar la vista lo vieron en la entrada de la tienda, con la cara y la cabeza en sombra. Saif al-Thar le hizo una seña al centinela, un leve movimiento del índice de su mano derecha, y de inmediato el hombre se levantó y salió.

—Usted es Saif al-Thar, ¿verdad? —preguntó Daniel. El hombre se limitó a mirarlos en silencio.

—¿A qué ha venido? —prosiguió Daniel—. ¿A mirarnos antes de matarnos? ¿A refocilarse? —añadió señalando el tumefacto rostro de Tara y su blusa rasgada—. En tal caso vaya a hacerlo a otra parte. Alá debe de estar muy orgulloso de usted.

—No pronuncie el nombre de Alá —dijo el hombre en un tono tan tranquilo como grave—. No es usted digno de ello. —Dio un paso hacia delante, y entonces reparó en las señales de violencia que tenía Tara, no sólo en el rostro sino también en los brazos. Sus labios esbozaron una ligera mueca de desaprobación—. ¿Eso ha sido obra de Dravic?

Tara asintió con la cabeza.

—Pues no volverá a suceder. Ha sido un desgraciado...

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