La mañana del octavo día, Abu, el muchacho del que ya he hablado, señaló hacia algo extraordinario que se avistaba a lo lejos entre las dunas, al este de nuestra caravana. Mi primera impresión fue que la pirámide —porque eso es lo que era— debía de ser un espejismo, una ilusión óptica.
Jalifa hizo una pausa, reflexionando sobre las poco familiares palabras, y luego se levantó y se dirigió a la biblioteca para pedir un diccionario inglés-árabe. El bibliotecario le señaló uno. Jalifa lo cogió del estante, regresó a su mesa y pasó las páginas rápidamente.
—¡Ah! —dijo al encontrar las palabras—.
Sirab. Tawahhum basari
. Ya veo...
Y volvió al texto, manteniendo el diccionario abierto a su lado para hacer frecuentes búsquedas.
No parecía posible que se tratara de un accidente natural, tanto por la extraordinaria regularidad de su forma como por algo que resultaba aún más revelador: la ausencia de cualquier otra formación semejante en la zona. No obstante, a medida que nos acercamos tuve que reconsiderar mi impresión inicial. La pirámide parecía ser ambas cosas: un accidente del terreno y una pirámide. Ignoro cómo pudo surgir y cuándo, porque mis conocimientos no abarcan, por desgracia, cuestiones geológicas. Todo lo que puedo decir es que era algo incongruente con el paisaje, una mole que emergía de las dunas como la punta de una jabalina o, en un símil quizá más apropiado, una punta de tridente, como el que se atribuye a Poseidón (al fin y al cabo estábamos en un «mar» de arena).
Jalifa supuso que se trataba de algún tipo de broma.
Tardamos casi todo el día en llegar a aquella fantástica mole, y tuvimos que desviarnos bastante de nuestra ruta. Varios nativos se resistieron a marchar hacia allí, convencidos de que era un mal presagio y nos acarrearía toda clase de males. La aprensión de los nativos es muy propia de la creencia en esas candorosas, aunque encantadoras, supercherías a las que la mentalidad de los árabes egipcios parecen tan proclives (en muchos aspectos, como lord Cromer señaló tan acertadamente, son poco más que una nación de niños).
Jalifa meneó la cabeza con una expresión entre enojada y risueña. ¡Qué arrogantes eran esos ingleses!
Escuché los argumentos de los nativos e hice lo que pude para tranquilizarlos. Les dije que reconocía que las grandes peñas podían resultar amedrentadoras, pero que, como había tenido ocasión de comprobar, sólo para quienes tuviesen una personalidad infantil o femenina, pero no para hombres tan duros como ellos. Esto pareció surtir el efecto deseado y, aunque oí a varios refunfuñar por lo bajo, seguimos adelante, llegamos a nuestro objetivo a media tarde y allí plantamos el campamento.
Convendrán conmigo en que no se puede decir gran cosa de un afloramiento de roca, ni siquiera de uno tan curioso como aquél. Y creo haberlo dicho casi todo en los párrafos precedentes. Pero quiero llamar la atención sobre un aspecto concreto de la peña: unas marcas que descubrimos cerca de la base, en la cara sur, y que, al examinarlas con mayor detenimiento, resultaron ser jeroglíficos rudimentarios.
Mi conocimiento de la antigua lengua egipcia es tan limitado como el de la geología, pero aún así me basta para aventurar que los signos eran una transcripción de un nombre: Net-nebu. No me cupo duda de que un viajero, que debía de haber pasado por allí varios miles de años antes que nosotros, se había detenido junto a la peña.
Aquella misma noche, mientras Azab, el cocinero, nos servía la cena, propuse un brindis (lamentablemente con té) a la salud del intrépido Net-nebu, deseándole una retrospectiva buena salud y confiando muy sinceramente en que hubiese llegado sano y salvo a su destino. Los nativos secundaron el brindis, repitiendo solemnemente mis palabras, que parecieron levantarles el ánimo, porque durmieron toda la noche con suma placidez.
Jalifa releyó atentamente la descripción y la anotó. Después pasó a un apéndice del libro que incluía extractos del diario de la expedición de Villiers, con detalles sobre las distancias cubiertas cada día y lecturas de la brújula. Comparándolas con las de un mapa básico de la zona occidental de Egipto, logró hacerse una idea bastante aproximada de la zona en la que se alzaba la gran roca en forma de pirámide.
El inspector fue a pedirle mapas más detallados al bibliotecario, y se dispuso a concretar la posición de la peña con la mayor precisión posible. El cálculo fue más lento de lo que él imaginaba. Utilizó un mapa a escala de 1:150.000, pero no ubicó la peña. Había algo que quizá podía tomarse por ésta en un mapa trazado por satélite en el que aparecía realzado el Mar de Dunas, pero no se veía nada bien; y un mapa militar topográfico, a escala de 1:50.000, en el que sin duda habría aparecido la peña, terminaba justo al oeste de la zona que a él le interesaba. De modo que empezó a temer que no conseguiría localizarla.
Al final, no obstante, dio con ella en una carta de navegación de los pilotos de la RAF, que databa de la Segunda Guerra Mundial. La biblioteca la conservaba más como un recuerdo histórico que por la información geográfica que pudiese ofrecer. Sin embargo, proporcionaba una detallada imagen topográfica de la zona entre los 26 grados de longitud y los 30 grados de latitud y allí, casi equidistante de Siwa y de Al-Farafra, en un paisaje sin otro accidente del terreno, se alzaba un pequeño triángulo y, debajo, la leyenda «Formación rocosa piramidal».
Jalifa dio una palmada en la mesa que resonó en el silencio de la biblioteca como un disparo. Estaba exultante.
—Perdone —musitó mirando al bibliotecario, que había asomado la cabeza por la puerta para ver qué ocurría.
Jalifa anotó las coordenadas de la posición de la roca y las comprobó varias veces para asegurarse de que eran correctas.
Y, luego, preguntándose si su amigo Abdul aún organizaría viajes turísticos por el desierto, se levantó y se estiró.
Hasta entonces no reparó en que había oscurecido. Miró el reloj. Eran las ocho y había prometido asistir a las cuatro al desfile de los niños.
—Maldita sea —masculló.
Recogió su bloc de notas, fue a darle las gracias al bibliotecario y salió a toda prisa. Zainab debía de estar muy enfadada.
En el desierto occidental
Al anochecer seguían sin encontrar rastro del ejército. Dravic se impacientaba. Llevaba un día entero supervisando los trabajos, esperando que de un momento a otro alguien soltase un grito de júbilo que indicara que había encontrado algo. Llevaba muchas horas bajo un sol abrasador, espantando a los enjambres de moscas mientras la mole, cuya silueta reverberaba a causa del calor y de la intensa luminosidad, seguía ocultando su secreto.
Los gigantescos aspiradores no habían parado ni por un momento. Habían profundizado más de diez metros en torno a la base de la peña pero no habían encontrado nada; sólo arena, miles y miles de toneladas de arena, como si el desierto estuviera burlándose de ellos.
Salvo un par de veces que bajó hasta donde se encontraba el equipo, empuñando su paleta y maldiciendo a todo aquel con quien se cruzaba, Dravic había pasado todo el día bajo la sombrilla, fumando, secándose el sudor que le chorreaba por la frente hasta los ojos; cada vez más frustrado y nervioso.
Al ocultarse el sol y oscurecerse el cielo, la temperatura descendió considerablemente y les dio un respiro del insoportable calor. Pero no interrumpieron el trabajo. Alrededor del lugar de la excavación instalaron unos gigantescos focos que iluminaron intensamente un amplio sector. La probabilidad de que la luz fuese detectada en la inmensidad del desierto era despreciable, y en cualquier caso suponía un riesgo que tenían que correr si querían acelerar los trabajos. Disponía de un auténtico ejército de obreros que trabajaban febrilmente para encontrar aquel otro ejército, pero hasta el momento no habían conseguido nada.
Dravic empezaba a temer que Lacage tuviese razón. Quizá el ejército se hallase mucho más abajo de lo que él suponía. Según sus cálculos, debía de encontrarse entre cuatro y siete metros bajo la superficie, diez como máximo. Eso era lo que le había dicho a Saif al-Thar; pero ya estaban excavando por debajo de los diez metros y seguían sin encontrar nada, absolutamente nada.
No le cabía duda de que lo encontraría, pero el tiempo apremiaba. No podía seguir allí indefinidamente. Las probabilidades de que los vieran aumentarían con cada día que pasase. El desierto era un lugar remoto, pero no tanto como para ocultarse eternamente. Podían permanecer allí una semana, a lo sumo, y si el ejército estaba a cincuenta metros de profundidad y tardaban cinco días en encontrarlo, no iban a poder sacar gran cosa en los dos días restantes.
—¿Dónde demonios estará? —exclamó para sí, mordisqueando el cigarro—. Ya deberíamos haber dado con él.
Cerró los puños y se oprimió las sienes con los nudillos. Tenía un horrible dolor de cabeza, algo nada sorprendente porque llevaba doce horas allí de pie, supervisando la excavación. Necesitaba tranquilizarse, desconectar.
Informó a uno de sus hombres de que iba a ir a su tienda y que, si había alguna novedad, lo llamasen de inmediato. Luego dio media vuelta y se encaminó hacia el campamento.
Llevaba una botella de vodka en su equipaje. Con unos cuantos tragos se sentiría mucho mejor. Quizá lograse dormir un par de horas. Le bastarían. Pero mientras se dirigía a su tienda se le ocurrió otra idea que lo hizo sonreír.
Sí, pensó, aquello sí que lo haría desconectar. Se lavaría, bebería unos tragos, comería y luego...
Llegó al campamento y, pasando entre cajas y piezas de maquinaria, entró en una tienda. Tara y Daniel yacían en el suelo hechos un ovillo. Se incorporaron al oírlo entrar. Dravic miró a Tara y luego le dijo algo en árabe al centinela.
—Es usted un animal, Dravic —le espetó Daniel—. Lo mataré.
—Para eso tendrá que regresar de entre los muertos —replicó el alemán, que se echó a reír a carcajadas y, tras dirigirle unas palabras al centinela, salió de la tienda.
—¿Qué quería? —preguntó Tara.
Daniel guardó silencio y bajó la cabeza, sin atreverse a contestar.
—¿Qué ha dicho? —insistió ella. Daniel musitó algo ininteligible. —¿Qué?
—Que te conduzcan a su tienda dentro de dos horas.
Tara miró el reloj. Eran las ocho y cuarto. Se estremeció.
Luxor
Tal como Jalifa había supuesto, Zainab estaba enfadada. Se encontraba viendo la televisión con Alí y con Batah cuando él llegó. Lo fulminó con la mirada.
—No has venido a verme, papá —dijo Alí en tono quejumbroso—. Iba en la carroza de Tutankamón. Era uno de los abanderados.
—Lo lamento, hijo —se excuso Jalifa, que se acuclilló junto a Alí y le alborotó el pelo—. Tenía que terminar un trabajo. Me hubiese gustado mucho ir. Pero te he comprado una cosa. Y a ti también, Batah.
Jalifa metió la mano en la bolsa de plástico que llevaba, sacó un collar de conchas para su hija y una trompeta de plástico para Alí.
—¡Gracias, papá! —exclamó el pequeño, que empezó a soplar produciendo un ruido estridente.
Batah fue enseguida a mirarse al espejo, y Alí corrió tras ella.
—Es sólo una vez al año, Yusuf —le recriminó Zainab cuando estuvieron a solas—. Una tarde al año, para ser más exactos. Y les hacía mucha ilusión que los vieses.
—Lo lamento —repitió Jalifa, que fue a tocarle la mano pero ella la retiró.
Zainab se levantó y se dirigió hacia la puerta del salón. Antes de cruzarla, se volvió hacia su esposo y dijo:
—Esta mañana ha llamado el comisario.
Jalifa guardó silencio y sacó el paquete de cigarrillos.
—Me ha dicho que está muy contento por tu ascenso —prosiguió ella—; que eso significa aumento de sueldo, derecho a un apartamento subvencionado y un colegio mejor para los niños. Yo he respondido que era la primera noticia que tenía, y él me ha dicho que pronto llegarías a casa y me lo anunciarías; que era un paso muy importante en tu carrera. Y me lo ha repetido qué sé yo cuántas veces.
—¡Será cabrón!
—¿Qué?
—Me está presionando, Zainab. Trata de presionarme a través de ti. Hablándote de las ventajas que tiene el ascenso, espera que me convenzas de que lo acepte.
—¿Es que no vas a aceptarlo?
—Es complicado, Zainab.
—¡No fastidies, Yusuf! ¿Qué es lo que ocurre?
Alí empezó a aporrear la puerta.
—¡Mami! ¡Quiero ver la tele!
—Tu padre y yo estamos hablando. Ve a jugar con Batah.
—No quiero jugar con Batah.
—¡Que vayas a jugar con Batah te he dicho, Alí! Y no hagas ruido, no vayas a despertar a Yusuf.
Se oyó un desafiante solo de trompeta y un portazo. Jalifa encendió un cigarrillo.
—Debo volver a El Cairo esta misma noche, Zainab.
Zainab guardó silencio y se arrodilló a su lado, dejando que su melena cubriese sus muslos.
—¿Qué es lo que ocurre, Yusuf? —preguntó al fin—. Nunca te había visto así. Cuéntamelo, por favor. Tengo derecho a saberlo, sobre todo tratándose de algo que afecta tanto a nuestras vidas. ¿De qué va ese caso? ¿Por qué no quieres aceptar el ascenso?
Jalifa la rodeó con sus brazos y apoyó la frente en su cabeza.
—No es que no quiera decírtelo, Zainab. Es sólo que estoy asustado. Me asusta involucrarte. Es muy peligroso.
—Pues en ese caso aún tengo más derecho a saberlo. Soy tu esposa. Y lo que te afecte a ti me afecta a mí; y a nuestros hijos. Si se trata de algo peligroso, debo saber qué es.