El enigma de Cambises (48 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

BOOK: El enigma de Cambises
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—Por Alí —musitó.

Tara cruzó el campamento seguida de un centinela armado. Hacía frío y se abrazaba los hombros intentando darse calor, aún dolorida por los golpes que le había propinado Dravic. Se oían gritos, golpes de herramientas y berridos que sonaban como estridentes trompetazos. Respiró hondo y con alivio tras su encierro en la tienda con Daniel.

Se preguntó cuántos días llevarían prisioneros. ¿Dos? ¿Tres? Buscó señales que le permitieran medir el paso del tiempo. Saif al-Thar había estado en la tienda la noche anterior. Y Dravic la había agredido una noche antes. Eso significaba que debía de ser su tercer día en el desierto. Pero tenía la sensación de que habían transcurrido muchos más.

Siguieron andando entre tiendas, rodearon varias pilas de cajas y por fin llegaron al lado sur del campamento. A su derecha vio una hilera de camellos, que eran los responsables de los berridos que acababa de oír. Un nutrido grupo de hombres se afanaba en la carga y descarga de cajas.

Al llegar a unos cincuenta metros de donde se encontraban los camellos, se detuvieron. Tara se bajó los tejanos, se acuclilló y orinó. Hacía sólo unos días no se le habría pasado por la cabeza hacer semejante cosa delante de un extraño. Pero ya le daba igual.

El centinela desvió la mirada al instante. Era muy joven, casi un muchacho, y nunca antes lo había visto.

—¿Le gusta a usted el Manchester United? —le preguntó de pronto el joven guardián.

Tara se quedó de una pieza. Era la primera vez que uno de aquellos hombres le hablaba.

—El equipo de fútbol —añadió el joven.

Tara alzó la vista hacia él sin dejar de orinar y no pudo evitar echarse a reír. ¿Acaso cabía una situación más absurda que orinar en mitad del desierto junto a un fanático religioso, armado con un fusil, que quería hablar de fútbol? Siguió riendo, al borde de la histeria.

—¿Qué es lo que le hace tanta gracia? —preguntó el guardián.

—Esto. Todo esto —repuso ella, señalando alrededor—. No puede ser más cómico.

—¿No le gusta el Manchester United?

Tara se irguió, se subió los pantalones y dio dos pasos y avanzó hacia el guardián, hasta quedar a sólo unos centímetros del joven.

—Me importa una mierda el puto Manchester United —le espetó entre dientes—. ¿Lo has oído? Una mierda. Me han secuestrado, pegado y, dentro de poco, van a matarme. De modo que al Manchester United pueden darle por el culo. Y a ti también.

El joven guardián bajó la vista, visiblemente amedrentado, pese a ser él quien iba armado.

—El Manchester United es bueno.

Era jovencísimo. Tara calculó que no debía de tener más de quince años. Y, de pronto, sintió una inexplicable compasión por él.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó en tono amable.

El joven dijo algo ininteligible para ella.

—¿Cómo?

—Mehmet.

—¿Y por qué estás aquí, Mehmet?

El muchacho pareció muy confuso.

—Por Saif al-Thar —repuso no obstante.

—Y si Saif al-Thar dice que me mates, ¿me matarás?

El muchacho siguió con la cabeza gacha, visiblemente turbado.

—Mírame, mírame a la cara —lo urgió ella.

Mehmet alzó la vista de mala gana.

—Si Saif al-Thar te dice que me mates, ¿me matarás? —insistió Tara.

—Saif al-Thar es bueno —farfulló Mehmet—. Y me quiere.

—Pero ¿me matarías? ¿Me matarías si Saif al-Thar te lo ordenase?

El muchacho miró alrededor con expresión de nerviosismo.

—Debemos volver —se limitó a contestar.

—No, hasta que no me contestes.

—Debemos volver —repitió Mehmet.

—¡Contéstame!

—¡Sí! —le gritó él, apuntándole a la cara—. Sí, la mataría. La mataría. Por Alá, la mataría. ¿Entendido? ¿Quiere que la mate ahora mismo?

Mehmet jadeaba. Le temblaban las manos. Tara no cometió la tontería de seguir provocándolo.

—De acuerdo —dijo en tono pausado—. Volvamos.

Tara dio media vuelta y echó a andar, seguida de Mehmet. Caminaron en silencio hasta llegar a las primeras tiendas.

—Perdone —dijo el muchacho—. Lo siento mucho.

Tara aminoró el paso y se volvió. ¿Qué podía decirle? No era más que un niño. En cierto sentido, todos aquellos hombres eran como niños, simples, inocentes a pesar de los actos que cometían. Eran niños que habían descubierto ser más poderosos que los adultos.

—Soy seguidora del Chelsea —dijo Tara.

—El Chelsea es malo —dijo el muchacho con una sonrisa—. No es tan bueno como el Manchester United. El Manchester United es muy bueno.

Y, sin más, siguieron adentrándose en el campamento.

Echado boca abajo, Jalifa observaba las siluetas negras que tenía delante. Sólo una duna lo separaba de ellos. Estaba ya tan cerca que oía perfectamente el ruido del generador y de las herramientas.

No podía seguir avanzando sin ser descubierto. En lo alto de la siguiente duna había una hilera de hombres armados, y, en el valle, separados por intervalos regulares, había otros tantos. No tenía modo de internarse en el campamento sin ser visto. Quizá lograse dar un rodeo, pero tardaría mucho, y ya se veía una franja grisácea en el horizonte. Tenía que estar en el recinto antes de que amaneciese o, de lo contrario, los helicópteros, que casi con toda seguridad reanudarían la patrulla al alba, lo descubrirían. Descendió por la pendiente, se echó boca arriba y encendió un cigarrillo mientras reflexionaba sobre qué hacer.

Fue Alí quien le inspiró. O, mejor dicho, un consejo que Alí le había dado la primera vez que habían visitado el museo de El Cairo. Al llegar ante la entrada, su hermano se había detenido para explicarle cómo iban a hacer para colarse.

—Simularemos que vamos con un grupo de escolares —le dijo—, y entraremos como si tal cosa por la puerta principal.

Jalifa le preguntó si no sería mejor tratar de entrar por una puerta lateral, pero Alí negó con la cabeza.

—Si nos ven dar un rodeo, lo más probable es que nos paren —dijo—. Tú mira siempre al frente. Con confianza, como si tal cosa. Nunca falla.

Y nunca había fallado. Que funcionase en ese momento era otro cantar, pero también lo único que se le ocurría. De modo que apuró el cigarrillo, se ajustó el turbante, se levantó y, tras ascender por la duna y bajar por el otro lado, les hizo señas a los centinelas que montaban guardia en aquel sector.


Salaam!
—los saludó—. ¿Todo bien?

Tres de ellos corrieron hacia él apuntándolo. Lo interceptaron al pie de la duna.

«Muéstrate confiado —pensó Jalifa—. Siempre confiado.»

—¡Eh! —exclamó entre risas—. Tranquilos, que soy de los vuestros.

Pero los hombres de Saif al-Thar siguieron encañonándolo.

—¿Qué pasa? —preguntó uno de ellos—. ¿De dónde vienes?

—¿De dónde demonios creéis que vengo? De patrullar.

—¿De patrullar?

—Una pérdida de tiempo. Me he pasado toda la noche caminando y no he visto nada. ¿Tenéis un cigarrillo?

Uno de ellos buscó en un bolsillo de la túnica y sacó un paquete de Cleopatra. El compañero que había hablado primero lo atajó con un ademán.

—No se patrulla de noche. Sólo vigilancia alrededor del recinto. Ésas son las órdenes. Nada de patrullas.

—Pues podían habérmelo dicho antes —masculló Jalifa tratando de conservar su aplomo—. He debido de andar treinta kilómetros.

El hombre lo miró fijamente y luego, alzando el arma, le indicó que se descubriese el rostro.

«Muéstrate ofendido si empiezan a hacerte preguntas —le había dicho Alí aquel día en el museo—. Enfurécete si es necesario. Nunca dudes.»

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Jalifa—. Me he pasado toda la noche al raso y estoy helado.

—¡Descúbrete el rostro!

Refunfuñando, Jalifa se retiró el pañuelo de la cara procurando que no se le viese la frente.

—No te conozco —dijo el otro.

—Ni yo a ti. No conozco a la mitad de los compañeros —replicó Jalifa—. Pero no voy por ahí encañonándolos. ¡Qué estupidez! —Hizo una pausa y luego decidió arriesgarse—: Si no me crees, ¿por qué no vas a preguntarle a Dravic? Él me conoce. Yo estaba con él cuando se cargó al viejo en El Cairo. Lo rajó con su paleta, el muy bestia.

Los hombres de Saif al-Thar se miraron y bajaron las armas. El de los cigarrillos se acercó a él y le ofreció el paquete. Jalifa sacó uno y se lo llevó a la boca confiando en que no advirtieran que le temblaba la mano.

—¿Vas al campamento? —le preguntó el que lo había interrogado.

Jalifa asintió con la cabeza.

—Pues di que manden el relevo de una vez.

—De acuerdo. Ah, y hacedme un favor: lo que acabo de decir de Dravic, que quede entre nosotros, ¿eh?

Los hombres de Saif al-Thar se echaron a reír.

—No te preocupes. Nosotros pensamos lo mismo de él.

Jalifa sonrió, los saludó con la mano y empezó a alejarse. Al cabo de pocos pasos, sin embargo, lo llamaron.

—Eh, ¿no olvidas algo?

Jalifa se detuvo en seco. ¿Qué podía haber olvidado? ¿Una contraseña? Debería haber pensado que podría necesitar algo así. Se volvió y vio que los tres lo miraban con las armas en ristre.

—¿Y bien? —dijo el que le había dado el cigarrillo.

Jalifa se quedó con la mente en blanco. El corazón le latía con fuerza. Esbozó una sonrisa bobalicona al tiempo que, instintivamente, acercaba el índice de la mano derecha al gatillo de su fusil y los miraba como si calculase sus probabilidades de salir con vida. Se produjo un largo y opresivo silencio. A Jalifa se le antojó como la calma que precede a la tormenta, y, de pronto, el del cigarrillo se echó a reír a carcajadas.

—¡El cigarrillo, idiota! ¿No quieres fuego?

Jalifa tardó un segundo en reparar en lo que quería decir y al instante respiró hondo, con profundo alivio. Alzó la mano y tocó el cigarrillo que llevaba en la boca.

—Eso es lo que le ocurre a uno por pasar una noche al raso en el desierto —dijo, uniéndose a sus risas—. Te deja lelo.

El del cigarrillo sacó un encendedor y le dio fuego.

—Estoy loco por largarme de este lugar dejado de la mano de Dios —dijo tras dar una calada.

Los hombres de Saif al-Thar asintieron con la cabeza.

Jalifa exhaló el humo, volvió a despedirse de ellos y se alejó de nuevo. Ya no volvieron a llamarlo. Había logrado infiltrarse. La franja grisácea que asomaba por el este era cada vez más ancha y luminosa. Jalifa cruzó el valle y ascendió a lo alto de la siguiente duna. La enorme roca en forma de pirámide se alzaba a su izquierda, silenciosa e inmutable, como un pivote sobre el que se apoyase el cielo. Al llegar a la cima pasó entre dos centinelas, que no le prestaron la menor atención, y miró hacia el caótico panorama que se extendía a sus pies: el cráter, las tiendas, los camellos, las pilas de cajas y los objetos esparcidos por el suelo aguardando a ser embalados. Varios grupos de hombres vestidos de negro iban de un lado para otro, la mayoría cargando cajas y el resto excavando entre los cadáveres. Un hombre alto y fornido con camisa blanca parecía supervisarlos.

El inspector dedujo que se trataba de Dravic. Siguió observando durante unos minutos y luego volvió a fijar su atención en el campamento, justo a tiempo de ver a una mujer rubia que entraba en una de las tiendas. Memorizó el lugar exacto, entre una hilera de bidones y una pirámide de balas de paja, y bajó por la pendiente.

«Allahu akbar! Allahu akbar!»
, oyó a través de unos altavoces.

Era la llamada para las oraciones matinales. Apresuró el paso y volvió a cubrirse el rostro con el pañuelo.

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