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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (40 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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No tenía intención de acudir a esa cita. La próxima vez que entrara en la Ciudad del Vaticano sería como papa. Las cosas iban a cambiar a mejor, se ocuparía de ello.

—¿Dónde estás ahora?

—Vamos a pie. Tendremos que ir andando hasta Ifé para solucionar lo del transporte.

—¿Cuánto tardaréis?

—Unas cuantas horas, no sé si llegaremos antes de anochecer.

—¿Y después iréis a Lagos?

—Viajar de noche es peligroso —dijo tras dudar un momento.

—Ve a Lagos, Lourds te lleva ventaja. Quiero que lo encuentres y saber lo que haya descubierto. Quiero el tambor.

—De acuerdo. —No parecía nada contento—. He hablado con el pirata informático que tiene pinchados sus teléfonos, los tienen desconectados.

Murani cerró la maleta.

—Entonces es que han descubierto cómo los habías encontrado.

—Eso creo.

—Vas a necesitar otra forma de localizarlos.

—Estoy abierto a todo tipo de sugerencias.

Si había algún tinte de sarcasmo en su voz, Murani no lo detectó.

—Sigue pinchando el teléfono del jefe de Leslie Crane. Es periodista y se ha dado cuenta de que tiene una gran historia entre manos. Además de la presión del estudio, estoy seguro de que querrá acaparar todo el protagonismo. Lo llamará para contarle lo que están haciendo. Entonces los localizaremos.

—De acuerdo.

Murani se obligó a mantener la calma.

—Esta vez atrapa a Lourds, Patrizio —le aconsejó mientras miraba las imágenes de las excavaciones de Cádiz—. Se nos acaba el tiempo.

—Lo haré.

Colgó y guardó el móvil. Cogió la maleta y se dirigió hacia la puerta. Cuando salió, encontró a dos guardias suizos en posición de firmes. Los dos miraron el equipaje.

—Lo siento, cardenal Murani —dijo el más joven de ellos—. Su Santidad ha pedido que permanezca en sus habitaciones esta tarde.

—¿Y si me niego?

—Entonces tendré que asegurarme de que obedece —repuso poniendo una mueca y llevándose la mano a la pistola que llevaba en la cintura.

La idea de que Inocencio XIV lo había encerrado en sus habitaciones hizo que le hirviera la sangre. Si hubiera podido matar al guardia en aquel momento, lo habría hecho.

—Tranquilo, Franco —le reprendió el otro guardia, que era más grueso y taciturno—. Es el cardenal Murani. Siempre ha sido amigo de la guardia. Debes mostrarle el debido respeto.

Franco posó un momento la mirada sobre su compañero.

—Soy respetuoso, Corghi —dijo antes de volver a mirar a Murani—. Pero también estamos a las órdenes del Papa. Podemos ser educados, pero también firmes. Por favor, cardenal Murani, regrese a sus habitaciones. Si necesita alguna cosa, se la proporcionaremos.

—Ciego loco —gruñó Murani.

Franco estiró una mano para contenerlo.

Incrédulo, Murani miró al otro guardia.

Corghi sacó una hipodérmica de la chaqueta y su brazo describió un veloz arco en dirección al joven guardia.

Este, alertado por el roce de la mano con la ropa, intentó sacar su arma. Corghi le agarró la mano y lo empujó contra la pared.

—¿Qué estás haciendo? No puedes… —protestó.

Le clavó la hipodérmica en el cuello y apretó el émbolo.

Franco abrió la boca para gritar. Por un momento, Murani pensó que iba a conseguirlo, pero Corghi le puso el antebrazo delante y evitó el grito.

Unos segundos después, mientras seguían forcejeando, el producto químico hizo efecto, los ojos de Franco se pusieron en blanco y se desplomó. Si Corghi no lo hubiera frenado habría caído al suelo.

—Empezaba a pensar que habías cambiado de opinión —dijo Murani.

—No, eminencia. Si me permite utilizar sus habitaciones…

—Por supuesto. —Abrió la puerta y observó cómo arrojaba el cuerpo en el interior. Normalmente nadie tenía permiso para entrar allí, excepto los encargados de la limpieza y los amigos. De todas formas, no tenía intención de volver. Había echado el ojo a un lugar mucho más espacioso.

Franco chocó contra el suelo y no volvió a moverse.

—Estará inconsciente unas cuantas horas —dijo Corghi, que cogió la maleta de Murani—. Aunque no hable, el Papa sabrá que se ha ido y enviará patrullas en su busca.

Murani asintió y echó a andar por el pasillo.

—Para entonces ya me habré ido y será demasiado tarde.

—Sí, le sacaré de la Ciudad del Vaticano, eminencia. Hay un camino a través de las catacumbas —le informó, y se puso a su lado.

Murani no le dijo que ya lo sabía. Había organizado esa vía de escape con el teniente Sbordoni. La Ciudad del Vaticano, la Iglesia, la Guardia Suiza y la Sociedad de Quirino llevaban existiendo el suficiente tiempo como para haber establecido facciones dentro de ellas.

Al poco de haber entrado en la sociedad, Murani conoció a unos cuantos miembros que pensaban igual que él respecto al lugar que debería ocupar la Iglesia en el mundo. Sin embargo, pocos de ellos estaban dispuestos a actuar como él. También había encontrado hombres con ideas afines a las suyas entre los miembros de la Guardia Suiza. Con los años, se había frenado e incluso había destituido a alguno de ellos por sus entusiastas esfuerzos para hacer respetar el poder de la Iglesia. Ninguno sabía tanto como él, y anteriormente, sólo en contadas ocasiones, un cardenal había actuado en confabulación con los guardias.

Resultaba difícil dividirlos. La mayoría eran fieles al Papa. Algunos de los que habían jurado lealtad al Papa se habían dejado influir por Murani cuando había resultado elegido Inocencio XIV. Habían visto la misma debilidad que él en ese hombre.

«Y se dieron cuenta de tu fuerza», se recordó a sí mismo. Tras haberse hecho notar y haber dado a conocer su inquietud a los cardenales, la Guardia Suiza se enteró de sus dudas. Algunos guardias habían ido a ofrecerle su apoyo en secreto.

—¿Se unirá a nosotros el teniente Sbordoni? —preguntó Murani.

—No en el interior de la ciudad, eminencia. —Corghi cogió momentáneamente la delantera cuando entraron en el pequeño estudio que los residentes utilizaban a veces para hacer consultas—. Lo veremos en Cádiz.

Murani asintió.

—¿Se pondrá al frente de los hombres que tenemos allí?

—Sí, señor —dijo apretando el resorte escondido que había en la pared del fondo. Una sección de la estantería giró hacia un lado y permitió la entrada al espacio que había detrás.

Sacó una linterna y la encendió. Algunos tramos de las catacumbas tenían luz eléctrica, pero las secciones por las que iban a pasar estaban en mal estado y no se utilizaban casi nunca. Siguió el rayo de luz hacia la oscuridad.

Una gran ilusión se iba apoderando de él con cada paso que daba hacia su destino.

Afueras de Lagos, Nigeria

11 de septiembre de 2009

Cuando Natashya levantó una mano para que se detuvieran, Lourds tenía la espalda y los hombros agarrotados por la tensión, y el cansancio hacía que le escocieran los ojos. Conducir encorvado en una carretera llena de rodadas y baches a toda velocidad no era como estar frente a un ordenador o un manuscrito que quisiera traducir. La suciedad y los insectos del parabrisas sólo bloqueaban parcialmente el resplandor de la puesta de sol hacia la que se dirigían.

La luz del freno de la moto relució con un color de rubí en la penumbra que iba descendiendo sobre la selva. Natashya pasó una pierna por encima de la moto cuando Lourds se acercó a ella.

—¿Qué pasa? —preguntó Leslie desde el asiento del pasajero. Se había quedado dormida un par de horas antes, y Lourds no había tenido valor para despertarla.

—Natashya quería parar —le explicó.

—Ya era hora —refunfuñó Gary—. Me castañetean los dientes. Creía que me iba a explotar un riñón con tanto bache. —Abrió una puerta, salió y se dirigió hacia los árboles.

Diop y Adebayo fueron hacia allí también. El anciano llevaba el tambor de la tribu con él.

Lourds miró al
oba
y temió no volverlo a ver.

—Volverá —aseguró Leslie. Lourds se dio la vuelta—. Eso es lo que te preocupa, ¿no?

—Creo que lo que me interesa es fácilmente adivinable —respondió sonriendo.

—La solución de un misterio, lenguas muertas y la amenaza del fin del mundo —enumeró Leslie encogiéndose de hombros y sonriendo a su vez—. Creo que son cosas que también me interesan. —Miró hacia Natashya, que se aproximaba a ellos—. Más que a otras personas que podría mencionar —dijo alejándose antes de que llegara la mujer rusa.

Pero, en vez de pararse, Natashya fue hacia la parte de atrás del cuatro por cuatro y desató una de las latas de gasolina. Tenía una oscura mancha de sangre en el hombro derecho.

—¿Qué haces? —preguntó Lourds.

—La moto se ha quedado sin gasolina.

—Puedes venir con nosotros.

Natashya negó con la cabeza.

—Tener dos vehículos nos da más oportunidades de reaccionar si Gallardo tiene otro coche que yo no haya visto.

—Hasta ahora no nos ha seguido.

—Eso no quiere decir que no ande por ahí.

Tuvo que admitir ensilencio aquella posibilidad. Gallardo había conseguido encontrarles en cada parada de su viaje. Su inquietud se aceleró al mismo ritmo que el latido de su corazón.

Natashya cogió la lata.

—Deja que te ayude —se ofreció.

—Puedo hacerlo —insistió testarudamente.

—No me cabe la menor duda —dijo acercándose para coger la lata. Por un momento pensó que le iba a golpear, pero en vez de eso, se dio la vuelta y echó a andar en dirección a la moto.

Cogió una botella de agua de una de las alforjas y dio un buen trago.

Sabiendo que no diría nada hasta que así lo deseara, Lourds abrió el depósito. Un rápido vistazo a su interior confirmó que estaba en las últimas. Levantó la lata y lo llenó sin derramar una sola gota.

—Lo he tenido en el punto de mira —aseguró Natashya.

—¿A quién? —preguntó poniendo el tapón.

—A Gallardo. Lo tenía en el punto de mira y he fallado —confesó colocándose un mechón de lacios cabellos detrás de la oreja.

Lourds prefirió no decirle que seguramente tendría otra oportunidad. Eso apenas la reconfortaría. A pesar de que no parecía haberles seguido, no descartaba esa posibilidad. Como una moneda falsa, Gallardo aparecía una y otra vez.

—Mató a Yuliya —dijo Natashya.

—No lo sabes. No puedes estar segura. En aquel ataque había más hombres —comentó Lourds suavemente.

—Lo noto aquí —aseguró llevándose una mano al corazón—. Lo sé en la parte de mi cuerpo que es rusa.

—Deja que te vea la herida.

—No es nada. —Lo rechazó, negando con la cabeza.

—Con este calor y el polvo y la suciedad que llevamos encima, por no mencionar la flora y la fauna locales, es peligroso no limpiarla. Podría infectarse.

—Haz lo que quieras, pero rápido. Tenemos que seguir —dijo encogiéndose de hombros.

Lourds llamó a Gary, que había vuelto al vehículo, para que le llevara el botiquín. Sacó una linterna y una botella de antiséptico.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Gary.

—No —contestó Natashya antes de que Lourds pudiera decir nada.

—Vale, estaré cerca del coche por si quieres algo. —Dejó el botiquín y volvió sobre sus pasos.

—¿Te sientes particularmente antisocial? —preguntó Lourds.

—Si no me hubiera preocupado por todos vosotros me habría quedado allí y habría matado a Gallardo.

No dijo nada. La forma en que se enfrentaba a la muerte de su hermana era muy diferente a la suya. Él quería continuar con el trabajo que Yuliya había empezado; por su parte, Natashya sólo deseaba acabar con su asesino. No podía imaginar lo que sería matar a alguien a sangre fría. En alguna de sus búsquedas de objetos y manuscritos se había tropezado con soldados profesionales. Hasta cierto punto entendía su forma de pensar, pero él jamás podría ser uno de ellos. Natashya le había hecho caer en la cuenta de que en este peligroso mundo hay sitio para ese tipo de personas.

—Bueno, me alegro de que te preocupes por nosotros —dijo subiéndole la manga, pero se dio cuenta de que no alcanzaba a la herida—. ¿Puedes quitarte la blusa? No llego.

Natashya sacó una navaja del bolsillo, la abrió y cortó la tela.

—Gracias. —Desgarró un poco más la camisa. Iluminó el hombro y sofocó la náusea que sintió en la boca del estómago.

—No te preocupes, la bala me pasó rozando.

Lourds, que no confiaba en su voz, se limitó a asentir. La irregular herida tenía mal aspecto y parecía dolorosa, pero no grave.

Sin embargo, no pudo dejar de pensar en lo diferente que podría haber sido de haber impactado doce o quince centímetros más a la izquierda. Le habría destrozado el cuello. Si no la hubiera matado instantáneamente se habría ahogado en su propia sangre. Y se comportaba como si no hubiera pasado nada. Era increíble.

—Esto picará —le advirtió.

—Si no lo soporto, te lo haré saber.

Eso era lo que más miedo le daba.

Echó un poco de líquido desinfectante en la herida y quitó la sangre. Limpió la herida lo mejor que pudo sin presionar los bordes por miedo a que empezara a sangrar otra vez.

Natashya no dijo una palabra.

Cuando creyó que la herida estaba todo lo limpia que pudo conseguir, le aplicó una crema antibacteriana y le puso una venda.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntó Natashya mientras cerraba los desgarrados bordes de la camisa manchada de sangre.

—No sé, tenemos que entrar en contacto con los otros dos guardianes.

—¿Son como el anciano?

—Se llama Adebayo, y no lo sé. Creo que todo el mundo suele ser producto de su cultura y no de la tarea que le hayan encomendado.

—¿Sabes dónde están?

—Todavía no.

—Quedarnos en Nigeria no es buena idea.

—Lo sé, nos vamos a Londres.

Natashya frunció el entrecejo y movió la cabeza.

—Allí lo controlará todo ella.

No tuvo duda de a quién se refería.

—Estaremos más seguros, todos. Leslie ha conseguido un visado temporal para Adebayo a través del consulado británico.

—¿Ha llamado por teléfono?

—Sí y también ha reservado unos billetes que… —iba a seguir hasta que se dio cuenta de que estaba hablando con la espalda de la mujer rusa.

Natashya se inclinó y levantó la lata de gasolina sin decir una palabra. Después fue hacia el borde de la selva, donde estaba Leslie con el móvil en la oreja.

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