Read El enigma de la Atlántida Online

Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (44 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
4.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Has visto los otros dos? —Blackfox no había estado presente en la reunión informativa con Adebayo y Vang.

—Sí, y supongo que la flauta que está a tu cargo tiene la misma inscripción.

—Sí.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó mirando al joven.

—Porque la he traducido.

Leslie se fijó en la cara de sorpresa de Lourds y sonrió. «Así que no eres el único cerebrito del grupo, ¿eh?».

Entonces notó la mirada de reproche de Natashya y volvió a ponerse seria.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Lourds.

—¿Qué sabes de la lengua de mi pueblo? —inquirió Blackfox encogiéndose de hombros.

—Los cherokees tenían un tipo de sociedad muy avanzada. Se cree equivocadamente que Sequoya inventó el silabario cherokee.

—La mayoría de la gente lo llama lengua cherokee —lo corrigió Blackfox sonriendo.

—La mayoría de la gente no es experta en lingüística.

Gary levantó la mano como si estuviera en clase y Leslie soltó un disimulado resoplido.

—¿Sí? —preguntó Lourds.

—No sé lo que es un silabario, colega.

Lourds apoyó una cadera contra la mesa y cruzó los brazos sobre el pecho. Leslie lo miró y volvió a sentir por qué le atraía. Era elegante y guapo y su pasión por su trabajo y la enseñanza era evidente. Apartarlo de ese trabajo sería como engañar a su amante.

Verlo trabajar la volvía loca, pero también sabía que no era trigo limpio. Con todo, la habían advertido y la relación física que habían mantenido se debía a sus propias manipulaciones. Casi sintió pena por él cuando pensó en lo que iba a hacerle.

—Un silabario es un sistema de símbolos que representan sílabas habladas. En vez de letras se juntan símbolos. Es pura fonética, muchas palabras se diferencian solamente por el tono. El silabario no refleja el tono, pero las personas que lo leen saben qué sílabas son por el contexto en que aparecen. ¿Lo has entendido?

—Claro —dijo Gary asintiendo.

—En la lengua cherokee hay ochenta y cinco símbolos.

—¿La hablas? —preguntó Blackfox.

—Sólo si me veo obligado. Leerla es más difícil.

—Se equivocaron cuando dijeron que Sequoya había inventado el silabario.

—Lo sé —dijo Lourds—. Los cherokees tenían un sacerdote llamado Ah-i-ku-ta-ni que inventó su escritura y protegió su aprendizaje afanosamente. Por lo que he leído últimamente, los sacerdotes cherokees oprimían a su pueblo; acabaron matándolos en un levantamiento.

—Muchos de ellos murieron, pero varios de sus descendientes, jóvenes que conocían la lengua, se mezclaron con el pueblo. Mantuvieron una sociedad secreta e intacta. El ultraje contra los sacerdotes fue tan grande que la lengua escrita estuvo prohibida durante cientos de años.

—¿Cómo es de semejante la inscripción de la flauta con la lengua cherokee?

—Es muy parecida.

—¿Puedo verla?

La flauta era un cilindro recto de arcilla de un intenso color azul grisáceo, con seis agujeros y unos treinta centímetros de largo. También había inscripciones, pero hacía falta una lupa para poder verlas.

Lourds pasó los dedos por la superficie semirrugosa.

—¿Has leído las inscripciones?

—Cuenta la misma historia de la que nos has hablado. Hubo una isla-reino, el lugar del que procede nuestro pueblo, que fue destruida por el gran espíritu —dijo Blackfox, que asintió.

—Pero no has podido descifrar la otra inscripción.

—No.

Inspiró y se negó a ceder al desaliento. La otra lengua se doblegaría pronto ante él. Estaba seguro, pero se sentía impaciente.

—¿Conocía Sequoya la existencia de la flauta?

Blackfox dudó.

—No la vio nunca, no estaba permitido.

—Pero sabía que existía.

—Seguramente.

Empezó a ir de un lado a otro.

—Creo que alguien la conocía, alguien que la estuvo buscando alrededor de 1820 ó 1830.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Vang, que se había mostrado muy silencioso y cauteloso desde su llegada el día anterior.

—¿Has oído hablar alguna vez del pueblo vai? —le preguntó.

Vang negó con su cabeza.

—Es un pueblo de Liberia —intervino Adebayo.

—Exactamente —corroboró Lourds—. No tienen lengua escrita. En 1832, un hombre llamado Austin Curtis fue a Liberia y se casó con una mujer de la tribu vai. Después resultó que Curtis formaba parte de un grupo de inmigrantes del pueblo cherokee que se habían trasladado a ese país.

—¿Crees que buscaban la flauta? —preguntó Diop.

—Seguramente.

Diop movió la cabeza, negándolo.

—No creo. En 1816, el reverendo Robert Finley propuso la creación de la Sociedad de Colonización Americana, y James Monroe, que había sido elegido presidente de Estados Unidos, la subvencionó. Gracias a esa sociedad se enviaban a África a esclavos liberados. Ese Curtis podría haber sido uno de ellos.

—Fuera como fuese, se sabe que Austin animó al pueblo vai a crear una lengua escrita. Es muy parecida a la de los cherokee. El actual silabario vai se atribuyó a Momolu Duwalu Bukele.

Le devolvió la flauta a Blackfox.

—Creo que ha habido gente que buscaba estos instrumentos desde el momento en que se fabricaron. Hace miles de años.

—¿Quiénes? —preguntó Blackfox.

—No lo sé. Llevo días pensando sobre ello. —Sintió que el cansancio empezaba a hacer mella en él. Sólo lo mantenía en pie su autodisciplina, el entusiasmo y la seguridad de que estaba a punto de descifrar aquella lengua.

—La inscripción también dice que los instrumentos son la clave para entrar en la Tierra Sumergida —comentó Blackfox.

—Cuando traduje esa parte no quise creerlo. Pensé que en tiempos quizás había alguna forma, pero no después de que la isla llevara sumergida miles de años. Con el tiempo, el agua salada destruye incluso la plata y la convierte en un metal oxidado e irreconocible. No podía imaginar unas puertas de oro y mucho menos esto.

Se volvió hacia el monitor y tecleó algo. La imagen de la enorme puerta encontrada en las excavaciones del padre Sebastian en Cádiz llenó la pantalla.

—No sé de qué está hecha, pero no parece oro. Sin embargo, tras haber permanecido en el fondo del mar, o casi, parece estar en perfectas condiciones —comentó Lourds.

—Eso es Cádiz, España. He estado siguiendo esa historia —comentó Blackfox.

—Sí —corroboró Lourds.

—¿Crees que se trata de la Tierra Sumergida?

Observó las inscripciones que había en la puerta abovedada.

—Es la misma escritura que todavía no he podido traducir. Es muy probable que lo sea.

—¿Crees que tenemos que ir allí?

—No —interrumpió Adebayo—. Las leyendas dicen que las semillas de la condenación final y eterna se encuentran en ese lugar. Dios podría vengarse; no debemos provocar su cólera de nuevo.

—Es posible que tengamos que destruir los instrumentos —intervino Vang.

Aquella idea, que no había contemplado, dejó horrorizada a Lourds.

—No —continuó Adebayo—. Nuestros antepasados nos dieron los instrumentos. Nos pidieron que los protegiéramos, tal como les habían indicado sus antepasados; debemos hacerlo, si no, podríamos enfadar de nuevo a Dios.

—Pero si la inscripción es correcta, si la Tierra Sumergida o la Atlántida, o como la queráis llamar provoca una tentación que podría destruir de nuevo al mundo, ¿no deberíamos suprimir esa tentación? —preguntó Blackfox en voz baja.

—Yo creo que sí —dijo Vang.

—¿Y si incurrimos en la cólera de Dios al destruirlos? —inquirió Adebayo.

Ni Blackfox ni Vang respondieron.

—El hombre está configurado por sus creencias y su resistencia a la tentación —continuó Adebayo—. Por eso nos dio Dios las montañas, para hacernos el camino difícil, y los océanos, para que algunos viajes parecieran imposibles de realizar.

—Si destruimos los instrumentos podemos salvar al mundo. Incluso si sólo destruimos uno. Nuestros antepasados nos dijeron que es necesario utilizar los cinco —comentó Vang.

—No creo que sea fácil. El címbalo y la campana desaparecieron durante miles de años. ¿Cómo explicas que sigan existiendo después de haber soportado unas circunstancias tan extremas? —preguntó Adebayo.

Nadie respondió.

—A mi entender, ésa es la voluntad de Dios. Ha conservado los instrumentos y ha enviado al profesor Lourds para reunir-nos. Es la primera vez que los guardianes están juntos —aseguró Adebayo.

Lourds no supo cómo sentirse al oír aquello. Jamás se había imaginado a sí mismo como un instrumento divino.

—Hay que tener en cuenta otra cosa —intervino Natashya.

Todos volvieron la cabeza hacia ella.

—Si destruís los instrumentos, vuestros enemigos, sean quienes sean, habrán ganado y vosotros habréis perdido. Habréis fracasado en la tarea que se os encomendó. —Hizo una pausa—. Y no sólo eso, sino que habréis perdido la oportunidad de contraatacarlos.

Aquellas palabras permanecieron flotando en el aire.

—Hay otra cosa más, que, personalmente, no creo que sea positiva —añadió Lourds, que no deseaba que el futuro del mundo dependiera de una venganza—. Es posible que la gente que está buscando los instrumentos sepa más sobre ellos que nosotros.

—Han demostrado ser nuestros enemigos, no nos dirán nada.

—Si negociamos con ellos, quizá podamos enterarnos de algo.

—No entregaremos los instrumentos —aseguró tajantemente Blackfox.

—Nadie te ha pedido que lo hagas —replicó Lourds con voz firme—. No tendrás que hacerlo.

—Podríais ir a Cádiz —comentó Leslie.

—No —la cortó Lourds inmediatamente. Ir a Cádiz implicaría perder los instrumentos y la oportunidad de traducir esa lengua. No le asustaba no alcanzar la fama, en la que tampoco creía; para él, el desafío lo era todo. Además, la parte relacionada con el fin del mundo le preocupaba, a pesar de que odiaba pensar que se estaba dejando influir por la superstición—. No es buena idea.

Leslie frunció el entrecejo, disgustada. Aquello no le había gustado nada.

—Dadme un poco más de tiempo —pidió Lourds—. Puedo descifrar las últimas inscripciones. Lo sé. Tiempo, es lo único que pido. —Miró a los hombres—. Por favor.

—¿Estás segura? —preguntó Gary.

Leslie estuvo a punto de echarlo con cajas destempladas. Lo habría hecho si hubiese estado segura de que podía conseguir otro cámara al cabo de cinco minutos.

—Sí, estoy segura —dijo alisándose la blusa para eliminar las arrugas—. Vamos a hacerlo. Quiero enviárselo a Wynn-Jones cuanto antes.

Se colocó delante de él frente al hotel Hempel. Era de noche; el West End, a su espalda, se veía muy animado.

A pesar de las enfadadas palabras que había proferido ante Gary, dudaba sobre lo que estaba haciendo. Aunque imaginó que tenía derecho, ya que al confiar en Lourds había puesto en peligro su trabajo.

Gary estaba delante de ella con la cámara al hombro.

—Vale —dijo Leslie inspirando profundamente—. Vamos a hacerlo. Preparado. Tres, dos…

Un estridente timbrazo despertó a Lourds. Intentó coger el teléfono de la habitación y finalmente consiguió tirar del cable hasta llevárselo a la oreja. Quienquiera que estuviera hablando —enfadado y muy rápido-sonaba incoherente. Entonces se dio cuenta de que tenía el auricular al revés y le dio la vuelta.

—Hola —contestó abriendo un ojo para mirar el reloj. Eran las doce menos veinte. La voz al otro lado de la línea tenía acento norteamericano. Había cinco horas de diferencia entre Inglaterra y la costa Este.

—Profesor Lourds —soltó una voz tajante y perfectamente articulada—. Soy el decano Wither.

—Hola, Richard. Me alegro de que me hayas llamado.

—Bueno, a lo mejor no opinas lo mismo dentro de un minuto.

Aquello lo dejó helado, hacía muchos años que el decano no se enfadaba con él.

—Creía que estabas en Alejandría rodando un documental para la BBC.

—Estaba —dijo girando para sentarse en el borde de la cama. Seguía vestido. Hacía una hora que se había tumbado para descansar los ojos después de trabajar con el ordenador.

—Ahora estás en Londres.

Aquello acabó de despertarlo. No había llamado a nadie relacionado con la universidad para decirle dónde se encontraba.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque estás saliendo en la CNN ahora mismo.

—¿Qué?

Lourds cogió el mando a distancia y encendió el televisor.

Fue seleccionando canales hasta que llegó a la CNN y vio su rostro. Debajo podía leerse:

Un catedrático de Harvard descifra el código de la atlántida

—¿Lo has hecho? —preguntó Wither.

—¿El qué?

—¿Descifrar el código de la Atlántida?

No estaba seguro de cómo contestar aquello. Miró la pantalla y se preguntó cómo podría haber conseguido esas imágenes la CNN.

—En Alejandría hice un descubrimiento y lo hemos estado siguiendo —explicó con voz débil.

—¿Hemos?

—La señorita Crane y otras personas. —No sabía cómo iba a explicarle en tan poco tiempo todo lo que había pasado—. Encontramos un objeto en el que había un escrito en una lengua que no podía leer.

—¿Tú?

—Precisamente.

«Muchos de ustedes habrán oído hablar del catedrático Lourds, ya que hace poco tiempo tradujo un manuscrito al que tituló
Actividades de alcoba
», decía el joven presentador en la televisión.

La escabrosa cubierta que presentaba la edición en rústica apareció en pantalla. La postura que mostraba había sido sacada directamente del
Kamasutra
.

—¡Dios mío! ¡Otra vez! —exclamó Wither.

Lourds se estremeció. La lectura en casa del deán había causado sensación. Sin embargo, cuando la traducción apareció en el mundo editorial y entró en la lista de
bestsellers
del
New York Times
, Wither no se alegró en absoluto. Solía decir: «Si quisiera que esta universidad fuera recordada, no sería exactamente por la pornografía. ¿Cuántas veces te lo he dicho?». A lo que él contestaba: «La verdad es que he perdido la cuenta».

En la televisión el periodista continuaba hablando: «El catedrático Lourds ha concentrado su prodigiosa mente en una nueva búsqueda. Con nosotros se encuentra Leslie Crane, presentadora del programa
Mundos antiguos, pueblos antiguos
, para hablarnos del código de la Atlántida».

—¿Estáis juntos en esto? —le acusó Wither—. Puede que a la BBC le parezca divertido, pero a mí no me hace ninguna gracia.

BOOK: El enigma de la Atlántida
4.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Remember Me by Serenity Woods
Blush (Rockstar #2) by Anne Mercier
Worth the Risk by Claudia Connor
Hair of the Dog by Susan Slater
Life Eludes Him by Jennifer Suits
The Watchers by Jon Steele
Garrison's Creed (Titan) by Cristin Harber
Ginny Hartman by To Guard Her Heart
Never Sound Retreat by William R. Forstchen
Ever, Sarah by Hansen, C.E.