El enigma del cuatro (18 page)

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Authors: Dustin Thomason Ian Caldwell

Tags: #Intriga, Historia

BOOK: El enigma del cuatro
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»En lugar de ahorcarlas, sin embargo, a las mujeres se las mata con una espada. ¿Cómo debemos interpretar esto? Una explicación posible es que la decapitación, con hacha o con espada, era un castigo reservado a ciudadanos de alto rango, para los cuales la horca era considerada demasiado innoble. Quizás, pues, podamos inferir que éstas eran damas distinguidas.

»Finalmente, los animales que aparecen entre la multitud os traerán a la memoria las tres bestias del primer canto del
Inferno
de Dante, o del sexto verso de Jeremías.

La mirada de Taft recorre la sala de conferencias.

—Estaba a punto de decir exactamente eso —susurra Gil con una sonrisa. Para mi sorpresa, Charlie le indica que se calle.

—El león significa el pecado del orgullo —continúa Taft—. Y el lobo representa la codicia. Éstos son los vicios de la alta traición, la de un Satán o un Judas, tal como parece sugerir el castigo. Pero aquí la
Hypnerotomachia
se desmarca, pues la tercera bestia de Dante es un leopardo, que representa la lujuria. En cambio Francesco Colonna hace aparecer un perro en lugar de un leopardo, sugiriendo que la lujuria no es uno de los pecados por los cuales las dos mujeres han sido castigadas. —Taft hace una pausa, permitiendo que el público digiera lo que acaba de decir—. Así pues —comienza de nuevo—, lo que estamos empezando a leer es el vocabulario de la crueldad. A pesar de lo que muchos de vosotros podáis pensar, no se trata de un lenguaje puramente primitivo. Como todos nuestros rituales, está lleno de significado. Simplemente tenemos que aprender a leerlo. En ese sentido, os ofreceré una información adicional que podéis utilizar para interpretar la imagen. Enseguida formularé una pregunta y os dejaré el resto a vosotros.

»La última pista que os daré es un hecho que probablemente conocéis pero habéis pasado por alto. Es éste: podemos darnos cuenta de que Polia se ha equivocado al identificar al niño simplemente advirtiendo el arma que éste lleva. Pues si el niño de la pesadilla hubiera sido en realidad Cupido, como afirma Polia, su arma no habría sido la espada. Habría sido el arco y la flecha. —Hay murmullos de asentimiento en el público, cientos de estudiantes que comienzan a ver el día de San Valentín con otros ojos—. Por lo tanto os pregunto: ¿quién es este niño que blande una espada, obliga a unas mujeres a arrastrar su carro de guerra a través de un bosque agreste y luego las masacra como si fueran culpables de traición?

Espera un instante, como si se preparara para dar la respuesta, pero en cambio dice:

—Resolved esto y empezaréis a comprender la verdad oculta de la
Hypnerotomachia
. Tal vez también empecéis a comprender el significado no sólo de la muerte, sino de la forma que la muerte adopta cuando llega. Todos nosotros, los que tenemos fe y los que carecemos de ella, nos hemos acostumbrado demasiado al signo de la cruz para comprender el verdadero significado del crucifijo. Pero la religión en general, y el cristianismo en particular, ha sido siempre la historia de la muerte en vida, de los sacrificios y los martirios. Esta noche, esta noche en especial, mientras conmemoramos el sacrificio del más famoso de esos mártires, éste es un hecho que debemos resistirnos a olvidar.

Tras quitarse las gafas y doblarlas para guardárselas en el bolsillo del pecho, Taft inclina la cabeza y dice:

—Esto es lo que os confío. Pongo mi fe en vosotros. —Da un paso lento y pesado hacia atrás y añade—: Gracias a todos y buenas noches.

Los aplausos estallan en cada esquina del salón, al principio forzados, pero luego elevándose en un fuerte crescendo. A pesar de la interrupción, el público se ha sentido seducido por este hombre extraño, cautivado por su fusión de intelecto y entrañas.

Taft hace pequeñas venias y se dirige arrastrando los pies a la mesa que hay junto al podio, con la intención de sentarse, pero el aplauso continúa. Algunos asistentes se ponen de pie y siguen aplaudiendo.

—Gracias —dice Taft de nuevo, todavía de pie, las manos apoyadas en el espaldar de la silla. En ese mismo instante, la vieja sonrisa regresa a sus facciones. Es como si hubiera sido él quien observara al público durante todo este tiempo, y no al revés.

La profesora Henderson se levanta y camina hacia el atril, acallando el aplauso.

—Como es tradición —dice—, esta noche ofreceremos un refrigerio en el patio que hay entre este auditorio y la capilla. Me parece que los equipos de mantenimiento han colocado un cierto número de calentadores bajo las mesas. Por favor, acompañadnos. —Entonces se dirige a Taft, y añade—: Dicho lo cual, permitidme darle las gracias al doctor Taft por esta memorable conferencia. Nos ha causado usted una fuerte impresión.

Sonríe, pero guardando una cierta compostura. El público aplaude de nuevo y luego, lentamente, comienza a filtrarse a través de la salida.

Taft observa la salida del público; yo, a mi vez, lo observo a él. Vive tan recluido que ésta es una de las pocas veces que le he visto. Ahora comprendo por fin por qué le resulta tan magnético a Paul. Aunque sepas que está jugando contigo, te es imposible quitarle los ojos de encima.

Lentamente comienza a cruzar el escenario, pesado como una mole. La pantalla blanca se repliega mecánicamente en el interior de una ranura del techo, y en ese momento las tres diapositivas se transforman en un vago rumor gris sobre las pizarras de la pared. Apenas puedo distinguir los animales salvajes que devoran los restos de las mujeres, el niño que se va flotando en el aire.

—¿Vienes? —pregunta Charlie, que se ha entretenido un instante detrás de Gil, junto a la salida.

Me doy prisa para alcanzarlos.

Capítulo 11

—¿
N
o has podido encontrar a Paul? —me pregunta Charlie cuando los alcanzo.

—No ha querido que le ayudara.

Pero cuando menciono lo que he escuchado afuera, Charlie me mira como sihubiera sido mejor que no lo dejara marcharse. Alguien se detiene junto a nosotros para saludar a Gil y Charlie se vuelve hacia mí.

—¿Se ha ido detrás de Curry?

Le digo que no.

—Bill Stein.

—¿Vais a venir a la recepción? —dice Gil, intuyendo una huida rápida—. Necesitamos que haya gente.

—Claro —digo, y Gil parece quedarse más tranquilo. Tiene la cabeza en otra parte: estamos volviendo a ella.

—Habrá que evitar a Jack Parlow y a Kelly. Sólo quieren hablar del baile —dice volviendo a nuestro lado—. Pero el resto no tiene por qué estar mal.

Nos conduce escaleras abajo hacia el patio azul pálido, donde los claros que Paul y Curry han dejado en la nieve ya están cubiertos de nuevo. Las carpas están repletas de estudiantes, y casi de inmediato recuerdo lo fútil que es intentar evitar a alguien estando con Gil. Caminamos a través de la nieve hacia una carpa ubicada casi al pie de la capilla, pero Gil ejerce una especie de fuerza de gravedad social a la que no puede escapar.

La primera en llegar es la rubia de la puerta.

—Tara, ¿qué tal? —Dice Gil con elegancia cuando la ve llegar bajo el techo de lona—. Más movimiento del que esperabas, ¿eh?

A Charlie le interesa poco la compañía de esta chica y, para evitar hacer una escena, se concentra en la mesa, donde los dispensadores de plata calientan poco a poco el chocolate recién hecho.

—Tara —dice Gil—, recuerdas a Tom, ¿no?

Tara encuentra una manera educada de decir que no.

—Ah, claro —dice Gil de forma casual—. Son de clases distintas.

Tardo un instante en darme cuenta de que se refiere a cursos académicos.

—Tom, te presento a Tara Pierson, miembro de la sección del 2001 —continúa al ver que Charlie nos está evitando—. Tara, te presento a Tom Sullivan, gran amigo mío.

La presentación sólo sirve para avergonzarnos. En cuanto Gil ha terminado de hablar, Tara encuentra el modo de que hablemos sin que Gil nos vea y señala a Charlie.

—Lo siento tanto… Lo que le dije a vuestro amigo —empieza—. No tenía ni idea de quiénes erais…

Y sigue hablando. Su principal argumento parece ser que nosotros merecemos mejor trato que los demás don nadies a los que no conoce y eso por el simple hecho de que Gil y yo nos cepillamos los dientes en el mismo lavabo. Cuanto más habla, más me pregunto cómo ha logrado que no la excluyeran entre risas del Ivy. Existe una leyenda —ignoro si verdadera o no—según la cual las chicas como Tara, que no tienen otra virtud que su físico, logran a veces conseguir el ingreso gracias a un proceso especial llamado «tercera planta». Se las invita a la tercera planta del club, que es un lugar reservado, y se les dice que no serán admitidas sin una demostración especial de buena voluntad de su parte. Sólo puedo imaginar la exacta naturaleza de esa demostración de buena voluntad y Gil, como es evidente, niega la existencia del proceso. Pero supongo que ésa es la magia de la «tercera planta»: cuanto menos se habla de ella, más inefable se vuelve.

Tal vez Tara adivina lo que pienso, o quizás simplemente se da cuenta de que he dejado de prestarle atención, porque acaba inventando una excusa y se marcha, caminando con afectación sobre la nieve. Tanto mejor, pienso mientras la veo escabullirse bajo otra carpa con el pelo flotando en el aire.

En ese momento veo a Katie. Está al otro lado del patio, junto a la carpa, y parece cansada de hablar. La taza de chocolate caliente que sostiene en la mano humea todavía, y de su cuello cuelga una cámara como si fuera un amuleto. Tardo un instante en comprender adonde está mirando. Hace uno o dos meses habría sospechado lo peor, y habría comenzado a buscar al hombre esquivo, el otro de su vida, el que encontraba tiempo para estar con ella mientras yo pasaba noches enteras con la
Hypnerotomachia
. Ahora nada de eso ocurre. En su mirada no hay más que una capilla, que se levanta como un acantilado junto a un mar blanco: el sueño de todo fotógrafo.

La atracción tiene algo curioso, algo que apenas comienzo a comprender. Cuando conocí a Katie, me pareció una de esas chicas que paran el tráfico. No todos estuvieron de acuerdo (Charlie, que prefiere mujeres más enjundiosas, apreciaba más el aire resuelto de Katie que su físico), pero yo quedé prendado para siempre. Ambos nos mostramos nuestra mejor cara —nuestras mejores ropas, nuestros mejores modales, nuestras mejores anécdotas—hasta que llegué a la conclusión de que eran los dos años que le llevaba, junto a mi amistad con el presidente de su club, lo que me otorgaba el poco misterio que tenía y me permitía aferrarme a una mujer como ella. En esa época, la mera idea de tocar su mano, de oler su pelo, bastaba para ponerme asudar y mandarme a una ducha fría. Éramos como un trofeo para el otro y pasábamos los días subidos a nuestros respectivos pedestales.

Pero ya la he bajado de la repisa. Ahora discutimos porque subo demasiado la calefacción de mi cuarto; discutimos porque ella duerme con la ventana abierta; me censura por repetir de postre, porque incluso a los hombres, dice, les llega el día en que pagan las pequeñas transgresiones. Gil dice en broma que me han domesticado, suponiendo con sarcasmo que alguna vez fui salvaje. La verdad es que estoy hecho para la vida marital. Subo el termostato cuando no tengo frío, como postres cuando no tengo hambre, porque en la sombra de cada reprimenda está la insinuación de que en el futuro Katie no tolerará estas cosas, la insinuación, por lo tanto, de que habrá un futuro. Las fantasías que solía tener, propulsadas por la electricidad que siempre se produce entre desconocidos, se han debilitado ahora. Katie me gusta más así como está ahora, en este patio.

Hay tensión en sus ojos, síntoma de que un largo día está a punto de acabar. Lleva el pelo suelto y las ráfagas de viento juguetean con sus bucles. Me podría quedar así, mirándola desde lejos, empapándome de su imagen. Pero cuando doy un paso adelante, acercándome a ella, Katie me ve y me hace gestos de que vaya a su lado.

¿Qué ha sido todo eso? —Me pregunta—. ¿Quién era el tipo de la conferencia?

—Richard Curry.

¿Curry? —Katie toma mi mano entre las suyas al tiempo que se muerde el labio—. ¿Y Paul está bien?

—Creo que sí.

Observamos la multitud en un instante de silencio. Hombres vestidos con anoraks de lona ceden sus chaquetas a sus novias desabrigadas. Tara, la rubia de la mesa, ha logrado que un desconocido le preste la suya.

Katie hace un gesto hacia el auditorio.

—¿Qué te ha parecido?

—¿La conferencia?

Katie asiente mientras empieza a recogerse el pelo en un moño.

—Un poco sangrienta.

—No seré yo quien elogie al ogro.

—Pero más interesante que de costumbre —dice ella, alargándome su taza dechocolate—. ¿Me la sostienes?

Se hace un nudo en el pelo y lo atraviesa con dos prendedores alargados que se saca de un bolsillo. La fácil destreza de sus manos al darle forma a algo que no puede ver me hace pensar en la forma en que mi madre se ponía detrás de mi padre para arreglarle la corbata.

¿Qué ocurre? —dice, leyéndome el rostro.

—Nada. Estoy pensando en Paul, eso es todo.

¿Crees que terminará a tiempo?

La fecha de entrega. Incluso ahora, Katie sigue pensando en la
Hypnerotomachia
. Mañana por la noche podrá, por fin, dar sepultura a mi antigua amante.

—Eso espero.

Sigue otro silencio, pero éste resulta menos agradable. Y justo cuando estoy intentando pensar en algo para cambiar de tema —algo relacionado con su cumpleaños, con el regalo que la espera en la habitación—llega un golpe de mala suerte en la forma de Charlie. Después de dar veinte vueltas alrededor de la mesa donde está la comida, decide acercarse a nosotros.

—Llego tarde —anuncia—. ¿Recapitulamos?

De todas las cosas curiosas de Charlie, la más curiosa es cómo puede comportarse como un gladiador temerario entre hombres, pero como un perfecto zopenco entre mujeres.

—¿Recapitulamos? —dice Katie, entretenida.

Charlie se mete una galletita en la boca, luego otra, recorriendo con la mirada la multitud en busca de perspectivas.

—Ya sabéis. Cómo van las clases. Quién está saliendo con quién. Qué haces el año que viene. Lo de siempre.

Katie sonríe.

—Las clases van bien, Charlie. Tom y yo estamos saliendo todavía. —Le dedica una mirada de reprobación—. Y el año que viene haré tercero. O sea, que seguiré aquí.

—Ah —dice Charlie, porque nunca ha sido capaz de recordar su edad. Saca una galleta de entre sus manos de gigante y busca el registro idiomático apropiado entre un estudiante de cuarto y otra de segundo—. Tercero es tal vez el año más difícil —dice, optando por el peor registro: los consejos—. Dos trabajos. Los prerrequisitos de la especialización. Y hablar por conferencia con este tío —dice, señalándome con una mano y comiendo con la otra—. No, no será fácil. —Se pasa la lengua por el interior de la mejilla, saboreando todo lo que se ha metido a la boca y al mismo tiempo rumiando nuestro futuro—. No puedo decir que esté celoso.

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