El enigma del cuatro (22 page)

Read El enigma del cuatro Online

Authors: Dustin Thomason Ian Caldwell

Tags: #Intriga, Historia

BOOK: El enigma del cuatro
11.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquella noche, soñé con el grabado de mi niñez —la mujer reclinada, el sátiro al acecho, el miembro rampante—, y debí moverme mucho en mi litera, porque Paul se asomó desde la suya y me preguntó:

—¿Estás bien, Tom?

Al volver en mí, me levanté y empecé a registrar los libros que había sobre su mesa. Ese pene, ese cuerno en el lugar equivocado, me recordaban algo. Había una conexión en alguna parte. Colonna sabía lo que decía. Alguien le había puesto los cuernos a Moisés.

Encontré la respuesta en la
Historia del arte del Renacimiento
, de Hartt. Había visto esa imagen antes, pero nunca la había entendido.

—¿Qué es eso? —le pregunté a Paul, poniendo el libro sobre su litera y señalando la página con el dedo.

Él entrecerró los ojos.

—La estatua de Moisés, de Miguel Ángel —dijo, mirándome como si me hubiera vuelto loco—. ¿Qué ocurre, Tom?

Enseguida, aun antes de que yo tuviera que explicárselo, se detuvo y encendió la lámpara de cabecera.

—Claro… —susurró—. Dios mío, claro.

En la foto de la estatua que le había mostrado, había dos pequeñas protuberancias que le salían de la parte superior de la cabeza, como cuernos de sátiro.

Paul bajó de su litera de un salto, tan ruidosamente que creí que Charlie y Gil aparecerían en cualquier momento.

—Lo has conseguido —me dijo con los ojos como platos—. Tiene que ser esto.

Continuó así durante un instante, hasta que comencé a tener la incómoda sensación de estar fuera de lugar; me preguntaba cómo habría podido Colonna ponerla respuesta de su acertijo en una escultura de Miguel Ángel.

—¿Y por qué están allí? —pregunté finalmente.

Pero Paul ya se me había adelantado. De un tirón bajó el libro de su litera y me enseñó la explicación que aparecía en el texto.

—Los cuernos no tienen nada que ver con la infidelidad. El acertijo era literal: « ¿Quién le puso cuernos a Moisés?». Todo viene de una traducción equivocada de la Biblia. Cuando Moisés baja del Monte Sinaí, dice el Éxodo, su cara brilla con rayos de luz. Pero la palabra hebrea «rayos» puede también traducirse como «cuernos»:
karan
o
keren
. Cuando san Jerónimo tradujo el Antiguo Testamento al latín, pensó que nadie salvo Cristo debía brillar con rayos de luz. Así que escogió la acepción secundaria. Yasí fue como Miguel Ángel talló a su Moisés. Con cuernos.

En medio de toda aquella excitación, no creo que me percatara de lo que estaba ocurriendo. La
Hypnerotomachia
había regresado a mi vida, entrado en ella a hurtadillas, y me llevaba por un río que nunca había sido mi intención atravesar. Sólo nos faltaba descubrir la trascendencia de san Jerónimo, que había aplicado la palabra latina
cornuta
a Moisés, otorgándole así un par de cuernos. Pero durante la semana siguiente, aquélla fue una tarea que Paul asumió de buena gana. A partir de aquella noche, y a lo largo de cierto tiempo, fui tan sólo un mercenario contratado, su último recurso contra la
Hypnerotomachia
. Pensé que podría mantener esa posición, que podría conservar aquella distancia con el libro, dejando al mismo tiempo que Paul hiciera el papel de intermediario. Y así, mientras Paul regresaba a Firestone, embargado por las posibilidades de nuestro hallazgo, yo llevé a cabo mi propio descubrimiento. Todavía me estaba poniendo medallas por mi encuentro con Francesco Colonna, y apenas alcanzo a imaginar la impresión que causé en ella.

Nos conocimos en un lugar en el que ambos éramos extraños pero en el cual ambos nos sentíamos a gusto: el Ivy. Por mi parte, puedo decir que había pasado allí tantos fines de semana como en mi propio club. En cuanto a ella, ya para entonces se había vuelto una de las favoritas de Gil (esto era meses antes de que comenzaran los procesos de selección en su clase), y lo primero que se le ocurrió fue presentarnos.

—Katie —dijo, tras propiciar que ambos fuéramos al club la misma noche de sábado—, te presento a Tom, compartimos habitación.

Le mostré una sonrisa perezosa, convencido de que no era necesario mover demasiado los músculos para cautivar a una estudiante de segundo.

Enseguida habló. Y, como una mosca en un panal, que busca miel y encuentra la muerte, descubrí quién estaba cazando a quién.

—Así que tú eres Tom —dijo, como si yo cumpliera con la descripción de un convicto colgada en la pared de una oficina de correos—. Charlie me ha hablado de ti.

Lo mejor de que alguien sepa de ti a través de Charlie es que a partir de entonces las cosas sólo pueden mejorar. Al parecer, él y Katie se habían conocido en el Ivy varias noches atrás y al darse cuenta de que Gil tenía intenciones de hacer de Celestino, Charlie aportó detalles de su cosecha.

—¿Qué te dijo? —pregunté, intentando no parecer demasiado preocupado.

Pensó un instante, mientras hallaba las palabras precisas.

—Algo sobre astronomía. Sobre las estrellas.

—Enano blanco —le dije—. Es una broma para científicos.

Katie frunció el ceño.

—Yo tampoco la entiendo —admití, tratando de reparar la primera impresión—. No me gustan demasiado ese tipo de cosas.

¿Eres de Literatura? —preguntó como si se notara.

Asentí. Gil me había dicho que a ella le gustaba la filosofía.

Katie me miró con suspicacia.

—¿Quién es tu escritor favorito?

—Pregunta imposible. ¿Quién es tu filósofo favorito?

—Camus —dijo, aunque mis intenciones fueran retóricas—. Y mi escritor favorito es H. A. Rey.

Las palabras me llegaron como un examen. Nunca había oído hablar de Rey; sonaba como un modernista, un T. S. Eliot más oscuro, como e.e. cummings pero en mayúsculas.

—¿Escribía poesía? —aventuré, porque podía imaginármela leyendo a escritores franceses a la luz de una vela.

Katie parpadeó. Luego, por primera vez desde que nos habíamos conocido, sonrió.

—Escribió George el curioso —dijo, y soltó una carcajada cuando traté de no sonrojarme.

Ésa, creo, era la receta de nuestra relación. Nos dábamos lo que nunca esperábamos encontrar en el otro. Durante mis primeros días en Princeton, yo había aprendido a no hablar de cosas serias con las chicas; incluso la poesía puede matar la relación, me había enseñado Gil, si se la confunde con la conversación. Pero Katie había aprendido la misma lección, y a ninguno nos gustaba. En primero, ella había salido con un jugador de
lacrosse
a quien yo conocí en uno de mis seminarios de literatura. Era un tío inteligente, interesado en Pynchon y en DeLillo de un modo en el que yo nunca lo estuve, pero se negaba a hablar de ellos fuera del aula. A Katie la sacaban de quicio esas fronteras que él trazaba en su vida, los muros que levantaba entre el trabajo y el placer. La noche del Ivy, ambos vimos, en veinte minutos de conversación, algo que nos gustaba, una voluntad de no levantar muros, o de no dejar que los muros ya levantados se tuvieran en pie. A Gil le satisfacía haber formado una pareja tan buena. Al cabo de poco, ansiaba la llegada del fin de semana, esperaba encontrarme con ella entre dos clases, pensaba en ella antes de acostarme, o en la ducha, o en medio de un examen. En cuestión de un mes estábamos saliendo juntos.

Durante un tiempo pensé que, siendo el mayor de los dos, debía aplicar la sabiduría de mi experiencia a todo lo que hacíamos. Me aseguré de que nos limitáramos a lugares conocidos y a multitudes amistosas, porque había aprendido de otras relaciones que la familiaridad siempre llega después del amor: dos personas que se creen enamoradas pueden darse cuenta, al quedarse solas, de lo poco que saben del otro. Así que insistí en sitios públicos —los fines de semana en los clubes, las noches de entre semana en el centro estudiantil—y aceptaba que nos viéramos en los dormitorios o en los rincones de las bibliotecas sólo cuando creía detectar algo distinto en la voz de Katie, los registros «ven a mí» que me jactaba de ser capaz de distinguir.

Como de costumbre, fue Katie quien tuvo que resolverme los problemas.

—Ven —me dijo una noche—. Vamos a cenar juntos.

—¿A qué club? —pregunté.

—A un restaurante. Tú eliges.

Llevábamos menos de dos semanas saliendo; aún había demasiadas cosas que no sabía de ella. Una larga cena solos era demasiado arriesgada.

—¿Quieres invitar a Karen o a Trish? —pregunté. Sus dos compañeras de habitación de Holder habían sido hasta entonces nuestras carabinas. Trish, en especial, parecía no comer nunca, y se podía confiar en ella para que hablara durante toda la cena.

Katie me estaba dando la espalda.

—Podríamos decírselo también a Gil —dijo.

—Vale. —Me pareció una combinación curiosa. A más gente, más seguridad.

—¿Y Charlie? —preguntó—. Él siempre tiene hambre.

Al final me di cuenta de que estaba siendo sarcástica.

—¿Cuál es el problema, Tom? —Me dijo, dándose la vuelta—. ¿Tienes miedo deque otra gente nos vea solos?

—No.

—¿Te aburro?

—Claro que no.

—Entonces ¿qué? ¿Crees que vamos a darnos cuenta de que no nos conocemos lo suficiente?

Dudé un instante.

—Sí.

A Katie pareció sorprenderla que lo dijera en serio.

—¿Cómo se llama mi hermana? —me dijo al fin.

—No lo sé.

—¿Soy una persona religiosa?

—No estoy seguro.

—¿Robo dinero de la jarra de las propinas cuando me hace falta suelto?

—Probablemente.

Katie se inclinó hacia mí, sonriendo.

—Pues ahí lo tienes. No ha pasado nada.

Nunca había estado con una chica que se enfrentara con tanta seguridad al hecho de conocerme. Parecía no dudar nunca de que las piezas encajarían bien.

—Ahora vamos a cenar —dijo, tirándome de la mano.

Nunca miramos hacia atrás.

Ocho días después de mi sueño con el sátiro, Paul vino a verme. Traía noticias.

—Tenía razón —dijo con orgullo—. Algunas partes del libro están escritas en clave.

—¿Cómo lo has descubierto?


Cornuta
, la palabra que usó Jeremías para darle cuernos a Moisés, es la respuesta que Francesco quería. Pero la mayor parte de las técnicas normales para usar una palabra en clave no funcionan en la
Hypnerotomachia
. Mira…

Me enseñó una hoja de papel que había preparado, en la cual había dos líneas de letras paralelas.

a b c d e f g h i j k l m n o p q r s t u v w x y z

C O R N U T A
B D E F G H I J K L M P Q S V W X Y Z

—Éste es un alfabeto cifrado muy básico —dijo—. La fila superior es lo que llamamos «texto simple», la inferior el «texto cifrado». Ves que el texto cifrado comienza con nuestra palabra clave,
Cornuta
. Después, no es más que un alfabeto normal, sin las letras de
Cornuta
, para que no se repitan.

—¿Cómo funciona?

Paul cogió un lápiz de su escritorio y comenzó a dibujar círculos alrededor de las letras.

—Digamos que quieres escribir «hola» usando la clave
Cornuta
. Comenzarías con el alfabeto de texto simple y encontrarías la H, y luego buscarías su equivalente en el texto cifrado. En este caso, la H corresponde a la B. Haces lo mismo con el resto de las letras, y «hola» se transforma en «bjqc».

—¿Y es así como Colonna usó la
Cornuta
?

—No. En los siglos quince y dieciséis, las cortes italianas ya tenían sistemas mucho más sofisticados. Alberti, el autor del tratado de arquitectura que te mostré la semana pasada, también inventó la criptografía polialfabética. El alfabeto cifrado cambia cada cierto número de palabras. Es mucho más difícil.

Señalé su hoja de papel.

—Pero Colonna no pudo utilizar algo así. Esto sólo forma palabras incoherentes. El libro entero estaría lleno de palabras como «bjqc».

Sus ojos se iluminaron.

—Exacto. Los métodos de cifrado complejos no producen textos legibles. Pero la
Hypnerotomachia
es distinta. Su texto cifrado se lee como un libro.

—De manera que Colonna usó acertijos en vez de cifrado.

Asintió.

—Se llama esteganografía. Como cuando escribes un mensaje en tinta invisible: la idea es que nadie sepa que el mensaje existe. Francesco combinó la criptografía con la esteganografía. Escondió acertijos en una historia aparentemente normal en la cual no se percibieran. Luego usó los acertijos para crear técnicas de descifrado, y de esa manera hacer aun más difícil la comprensión del mensaje. En este caso, todo lo que hay que hacer es contar el número de letras que hay en
Cornuta
, es decir siete, y luego unir cada séptima letra del texto. El método no es muy distinto al de usar la primera letra de cada capítulo. Es sólo cuestión de saber cuál es el intervalo adecuado.

—¿Y te ha funcionado así? ¿Con cada séptima letra del libro?

Paul negó con la cabeza.

—No para todo el libro. Sólo para una parte. Y no, al principio no funcionó. Todo el tiempo me salían cosas sin sentido. El problema es descubrir por dónde empezar. Si escoges cada séptima letra comenzando por la primera, el resultado es muy distinto de si escoges cada séptima letra comenzando por la segunda. Ahí es cuando la respuesta del acertijo vuelve a entrar en juego.

Sacó otra página de su montón, una fotocopia de una página original de la
Hypnerotomachia
.

—Aquí, en medio de este capítulo, aparece la palabra
Cornuta
, escrita en el texto del libro. Si empiezas con la C de
Cornuta
y sacas cada séptima letra durante los tres capítulos siguientes, llegas al texto simple de Francesco. El original estaba en latín, pero lo he traducido. —Me entregó otra hoja—. Mira.

Buen lector, el año último ha sido el más difícil que me ha tocado soportar. Separado como estoy de mi familia, no he tenido más que la bondad humana como apoyo, y tras recorrer los mares he visto las carencias que tal bondad acusa. Si es verdad, como dijo Pico, que el hombre lleva el germen de todas las posibilidades, que el hombre es un gran milagro, como pudo asegurarlo Hermes Trismegisto, ¿qué pruebas tenemos de ello? Me rodean, por un costado, los codiciosos y los ignorantes, que desean beneficiarse del hecho de seguirme, y, por el otro, los celosos y los falsos píos, que desean beneficiarse de mi destrucción.

Pero tú, lector, eres fiel a mis creencias; de otro modo, no habrías encontrado aquello que aquí he escondido. No estás entre quienes destruyen en nombre de Dios, pues mi texto es su enemigo, y ellos son los míos. Mucho he viajado en busca de una nave que transportase mi secreto, una forma de preservarlo contra el paso del tiempo. Romano de nacimiento, crecí en una ciudad construida para la eternidad. Los muros y los puentes de los emperadores permanecen tras mil años, y las palabras de mis antiguos compatriotas se han multiplicado, reimpresas hoy por las imprentas de Aldus y sus colegas. Inspirado en aquellas criaturas del viejo mundo, he escogido parejas naves: un libro y una gran obra de piedra. Juntos darán acogida a aquello que te daré, lector, si capaz eres de entender mi mensaje.

Para saber lo que deseo decirte, debes conocer el mundo tal como lo hemos conocido nosotros, que lo hemos estudiado más que ningún otro en nuestro tiempo. Habrás de probar tu amor por la sabiduría, por el potencial humano, y sabré así que no eres mi enemigo. Pues afuera existe el mal, y aun nosotros, los príncipes de nuestro tiempo, le tememos.

Continúa, pues, lector. Invierte sabios esfuerzos en buscar mi mensaje. El viaje de Polifilo se hace más difícil, tal como el mío, pero aún tengo mucho por contar.

Other books

Los viajes de Tuf by George R. R. Martin
The Accidental Hero by Joshua Graham
The Cat at the Wall by Deborah Ellis
The Leaves 03 (Nico) by JB Hartnett
The Point by Brennan , Gerard
Indigo [Try Pink Act Two] by Max Ellendale