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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

El espectro del Titanic (16 page)

BOOK: El espectro del Titanic
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Los Parkinson estaban disgustados y durante las últimas reuniones del Consejo, sirviéndose de los medios que la buena sociedad inglesa ha perfeccionado a lo largo de los siglos, habían conseguido que el pobre Emerson se sintiera violento. Durante varias semanas, hasta su buen amigo Rupert le había mostrado franca frialdad.

Pero lo peor vino después. Un dibujante humorístico de Washington había creado a un personaje extravagante llamado «Thomas Alva Emerson» que inventaba los más disparatados artilugios, desde la cremallera motorizada hasta el marcapasos accionado por energía solar pasando por el cepillo de dientes digital. Cuando llegó al indicador de velocidad Braille para motoristas ciegos, Emerson consultó a su abogado.

—Ganar un pleito a los medios de comunicación es tan fácil como escribir el padrenuestro en un grano de arroz con un rotulador. El demandado aducirá Libertad de Expresión; Derecho a la Información y citará la Constitución. Desde luego —agregó— por mí, adelante. Siempre he deseado llevar un caso ante el Tribunal Supremo.

Emerson, muy cuerdamente, desistió. Finalmente, algo bueno salió de aquella campaña. Los Parkinson la consideraron injusta y, como un solo hombre (más una mujer), se pusieron de su parte. Aunque ya no tomaban muy en serio sus sugerencias, lo animaban a hacer visitas de información como ésta.

El modesto Centro de Investigación y Desarrollo de la Autoridad en Jamaica no tenía secretos y estaba abierto a todo el mundo. Era, por lo menos, en teoría, un asesor imparcial para todos los que desarrollaran actividades relacionadas con el mar. Los Parkinson y el grupo «Nippon Turner» eran ahora, con mucho, los que tenían proyectos más destacados, y hacían frecuentes visitas en busca de asesoramiento y, a poder ser, de información sobre la competencia. Unos y otros procuraban no coincidir, pero a veces esto era inevitable y entonces se oían corteses exclamaciones de sorpresa: «¡Qué casualidad, encontrarlo aquí!». A Roy Emerson le había parecido ver a un hombre de Kato en la sala de salidas del aeropuerto de Kingston cuando llegó.

La AIFM estaba al corriente de estas maniobras, desde luego, y procuraba sacar provecho de ellas. Franz Zwicker tenía gran habilidad para promover sus propios proyectos y hacérselos pagar a otros. Bradley procuraba ayudarle, especialmente en lo referente a J. J. y no andaba remiso en hacer propaganda y repartir relucientes folletos sobre el proyecto NEPTUNO.

—Cuando hayamos perfeccionado el software —decía Bradley a Emerson—, para que pueda evitar obstáculos y hacer frente a situaciones de emergencia, lo soltaremos. Puede levantar un mapa del fondo del mar mucho más detallado de lo que se ha hecho hasta ahora. Cuando termine su tarea, subirá a la superficie y nosotros lo recogeremos, recargaremos las baterías y le extraeremos los datos. Y otra vez abajo.

—¿Y si se encuentra con el gran tiburón blanco?

—Hasta eso tenemos previsto. Los tiburones casi nunca atacan objetos extraños, y J. J. no tiene un aspecto muy apetitoso. Además sus emisiones de sonar y e.m. ahuyentarán a la mayoría de depredadores.

—¿Dónde y cuándo piensan probarlo?

—A partir del mes que viene, en zonas locales, bien exploradas. Luego, lo enviaremos a la Plataforma Continental. Y, después, a los Grandes Bancos de Tarranova.

—No creo que encuentren muchas novedades en el
Titanic
. Las dos secciones han sido fotografiadas hasta el último milímetro.

—Muy cierto. En realidad, no nos interesan los restos. Pero J. J. puede explorar por lo menos hasta veinte metros por debajo del fondo… y eso no lo ha hecho nadie todavía. Sabe Dios lo que puede haber enterrado ahí. Aunque no encontremos nada sensacional, demostrará la capacidad de J. J. y dará nuevo impulso al proyecto. Dentro de una semana, iré al
Explorer a
hacer los preparativos. Hace un siglo que no he estado a bordo y Parky… Rupert dice que tiene algo que enseñarme.

—Vaya si tiene —dijo Emerson con una amplia sonrisa—. No debería decírselo… pero hemos encontrado el verdadero tesoro del
Titanic
. Exactamente donde se suponía.

XXVI. El vaso Médicis

—Me gustaría saber si se dan cuenta de la ganga que han conseguido —gritó Bradley para hacerse oír con el estrépito de la maquinaria—. Construir este barco costó doscientos cincuenta millones… y en aquel entonces eso era mucho dinero.

Rupert Parkinson llevaba un inmaculado traje marinero que quedaba un poco fuera de lugar allí abajo, junto a la gran
moon pool
del
Glomar Explorer
, especialmente si estaba acompañado, como en esta ocasión, por un casco. El aceitoso rectángulo de agua, mayor que una pista de tenis, estaba rodeado de grandes mecanismos de salvamento y manipulación, y muchos de los cuales mostraban señales de su avanzada edad. Por todas partes se advertían indicios de apresuradas reparaciones, brochazos de pintura anticorrosión e inquietantes rótulos de AVERIADO. De todos modos, parecía que aún funcionaba bastante material; Parkinson afirmaba que se habían adelantado a las previsiones.

Es casi increíble que haga más de treinta años que estuve aquí, mirando este mismo rectángulo de agua oscura, se dijo Bradley. No me
siento
treinta años más viejo… aunque tampoco recuerdo mucho de aquel zafio muchachote que acababa de conseguir su primer trabajo importante. Desde luego, nunca habría soñado con ser lo que soy ahora.

Todo había resultado mejor de lo que él esperaba. Después de décadas de pelear con abogados de la ONU y con toda una sopa de letras de departamentos gubernamentales y autoridades del medio ambiente, Bradley empezaba a comprender que eran un mal necesario.

Ya habían pasado los días en los que el mar era como el salvaje Oeste. Hubo un breve período durante el cual, por debajo de las cien brazas, imperaba la anarquía; ahora él era el sheriff, y había descubierto con sorpresa que le gustaba el papel.

Una señal de su nueva condición (algunos de sus antiguos colegas decían «conversión»), era el diploma de Bluepeace que tenía puesto en un marco y colgado de la pared de su despacho. Estaba al lado de la fotografía que le había regalado hacía años «Red» Adair, el famoso bombero de los pozos de petróleo, con esta dedicatoria: «Jason, ¿no es fabuloso que no te importunen los agentes de seguros de vida? Afectuosamente, Red».

El diploma de Bluepeace era un poco más solemne:

A JASON BRADLEY – EN RECONOCIMIENTO DEL HUMANO TRATO DISPENSADO A UNA CRIATURA ÚNICA, EL
OCTOPUS GIGANTEUS VERRILL

Por lo menos una vez al mes, Bradley dejaba su despacho para volar a Terranova, una provincia que, una vez más, hacía honor a su nombre. Desde que habían empezado las operaciones, la atención mundial se centraba más y más en la acción drama que se desarrollaba en los Grandes Bancos. Ya había empezado la cuenta atrás para el 2012 y se cruzaban apuestas sobre quién sería el ganador de «la carrera del
Titanic
».

Pero había otro foco de interés, aunque de un interés morboso.

—Lo que me fastidia son los cuervos que no hacen más que preguntar: ¿Han encontrado cadáveres? —dijo Rupert Parkinson mientras salían de la ruidosa bodega de la compuerta.

—A mí me ocurre igual. Un día les contestaré. Sí; tú eres el primero.

Parkinson se echó a reír.

—He de probar ese sistema. Pero la respuesta que yo les doy es: ¿Saben ustedes que lo que encontramos en el fondo son muchos zapatos… por pares, a pocos centímetros uno de otro? Generalmente, se trata de calzado barato y muy gastado, pero el mes pasado encontramos una hermosa muestra de la zapatería de lujo inglesa. Parecían recién salidos de la tienda: todavía se podía leer la etiqueta: «Proveedores de Su Majestad». Evidentemente, eran de algún pasajero de Primera…

»Los tengo en una vitrina en mi despacho y, cuando alguien me pregunta si hay cadáveres, digo: «Mire, ni rastro de hueso. Hay mucha hambre ahí abajo. Y la piel también hubiera desaparecido, de no ser por el ácido tánico». Esto les cierra la boca rápidamente.

El
Glomar Explorer
no había sido construido para la vida muelle, pero Rupert Parkinson había conseguido transformar uno de los camarotes de oficiales de proa, debajo del helipuerto, en una aceptable imitación de una
suite
de hotel de lujo. Bradley recordó su primera entrevista, en Piccadilly, parecía que hacía un siglo. Pero la habitación contenía un elemento nuevo que desentonaba del lujoso entorno.

Era un cajón de un metro de alto que parecía casi nuevo. Al acercarse, Bradley notó un tufo familiar e inconfundible, el penetrante olor del yodo, prueba de una larga inmersión en el mar. Un buzo, ¿quizá Cousteau?, lo llamó «el aroma del tesoro». Aquí impregnaba el aire y hacía hervir la sangre.

—Felicidades, Rupert. Eso quiere decir que han entrado en el camarote del bisabuelo.

—Sí; dos VT de gran profundidad entraron la semana pasada e hicieron una inspección preliminar. Esto es lo primero que subieron.

La caja mostraba todavía unas letras estarcidas que no había difuminado un siglo de permanencia en el abismo. La inscripción era un tanto desconcertante:

CALIDAD BROKEN ORANGE PEKOE

PLANTACIÓN GLENCAIRN SUPERIOR

MATAKELLE

Parkinson levantó la tapa, casi reverentemente, y apartó la lámina metálica que había debajo.

—Es una caja normal de ochenta libras de té de Ceilán —dijo—. Resultó ser del tamaño idóneo, por lo que se limitaron a volver a embalarla. ¡Lo que yo no sabía era que en 1912 usaran lámina de aluminio! Desde luego, ese té no se cotizaría mucho en las subastas de Ceilán, pero cumplió su cometido. Admirablemente.

Utilizando un trozo de cartón rígido, Parkinson retiró delicadamente la capa superior de aquella masa negruzca y húmeda; Bradley pensó que parecía un arqueólogo marino extrayendo del fondo del mar un fragmento de cerámica. Pero aquello no era un ánfora griega con veinticinco siglos de antigüedad sino algo mucho más sofisticado.

—El Vaso Médicis —susurró Parkinson casi con reverencia—. Hacía cien años que nadie lo veía. Y nadie esperaba volver a verlo.

Descubrió sólo unos centímetros de la parte superior, pero era suficiente para revelar un círculo de vidrio dentro del cual estaban incrustados unos hilos multicolores que formaban un complicado dibujo.

—No lo sacaremos hasta que estemos en tierra —dijo Parkinson—. Pero puede verlo aquí.

Abrió un lujoso libro de arte ilustrado titulado
Glorias del Vidrio Veneciano
. Un grabado a toda página mostraba lo que, a primera vista, parecía una fuente resplandeciente congelada en el aire.

—No puedo creerlo —dijo Bradley, después de mirarla durante unos segundos con los ojos dilatados por el asombro—. ¿Cómo podían beber con eso? Más aún: ¿Cómo pudieron
fabricarlo
?

—Buenas preguntas las dos. Ante todo, es un objeto puramente ornamental, para ser contemplado, no para ser usado. Un ejemplo perfecto del aforismo de Wilde: «Todo el arte es completamente inútil».

»Y, aunque me gustaría responder a su segunda pregunta, no puedo.
No lo sabemos
. Desde luego, podemos adivinar algunas de las técnicas utilizadas, pero ¿cómo conseguía el soplador que esos firuletes se entrelazaran? ¡Y fíjense cómo encajan esas pequeñas esferas unas dentro de otras! Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, habría jurado que algunas de estas piezas tenían que haberse realizado en un ambiente de ingravidez.

—Entonces
por eso la
«Parkinson» ha reservado espacio en el «Skyhab 3».

—¡Qué ridículo rumor! Ni merece la pena desmentirlo.

—Roy Emerson me dijo que esperaba con ilusión salir al espacio por primera vez e instalar un laboratorio con gravedad cero.

—Ahora mismo mando un fax a Roy para decirle muy finamente que cierre su puñetera boca. Pero, ya que ha sacado usted el tema, le diré que, efectivamente, pensamos que el soplado de vidrio en ambiente de ingravidez tiene posibilidades. Tal vez no suponga una revolución en la industria como la del
floatglass
como en el siglo pasado, pero merece que se haga una prueba.

—Si me permite la indiscreción, ¿cuánto puede valer ese vaso?

—Supongo que la pregunta no es oficial, por lo que no le daré la cifra que pondría en el informe de la Compañía. De todos modos, usted sabe lo fluido que es el negocio del arte. Tiene más altibajos que la Bolsa. No hay más que ver los chafarriñones por los que a finales del siglo XX se pagaban fortunas y que ahora nadie quiere ni regalados. Y, en este caso, está además la historia de la pieza. ¿Cómo se puede valorar
eso
?

—Diga una cantidad.

—Me sentiría muy decepcionado si se valorara en menos de cincuenta millones.

Bradley silbó.

—¿Y hay muchas más cosas ahí abajo?

—Muchas. Aquí está la lista completa que se confeccionó para la exposición que preparaba el Smithsonian… que prepara con cien años de retraso.

Había en la lista más de cincuenta piezas, todas ellas, descritas con nombres muy técnicos de resonancias italianas. Aproximadamente la mitad tenían un interrogante al lado.

—Aquí hay un pequeño misterio —dijo Parkinson—. Faltan veintidós piezas, pero
nos consta
que iban a bordo y estamos seguros de que el bisabuelo las llevaba consigo, porque se quejaba del mucho espacio que ocupaban y decía que no podía dar fiestas.

—Entonces…, ¿habrá que echarles otra vez la culpa a los franceses?

Era un chiste ya muy gastado. Algunas de las expediciones francesas al
Titanic
, realizadas durante los años que siguieron a su descubrimiento, en 1985, habían causado considerables daños, al tratar de recuperar objetos. Ballard y sus colaboradores no se lo habían perdonado.

—No; creo que los franceses tienen una coartada bastante sólida. Nosotros hemos sido los primeros en entrar. Mi teoría es que el bisabuelo haría trasladar las cajas a un camarote o pasillo contiguo. Estoy seguro de que no estarán lejos. Más tarde o más temprano, las encontraremos.

—Así lo espero; si sus cálculos son exactos, y al fin y al cabo usted es el especialista, esas cajas de vidrio sufragarán toda la operación. Y todo lo demás serán beneficios limpios. Buen trabajo, Rubert.

—Esperamos que la Fase 2 no vaya peor.

—¿El
Topo
? Ya lo vi abajo, al lado de la compuerta. ¿Algo más desde su último informe que por cierto era bastante superficial?

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