Volvió a beber tan copiosamente que casi nunca estaba sobrio. Una noche de mucho frío en que el dueño del «Cisne Negro» lo echó con buenos modos, el viejo consiguió perderle en el pueblo en el que había pasado toda su vida y a la mañana siguiente lo encontraron muerto de frío. El padre McMullen pensaba que el dictamen debió ser suicidio en lugar de accidente; pero, si era pecado enterrar a Pat en tierra consagrada era algo que él estaba dispuesto a discutir con Dios en su momento. Como lo del montoncito de pelo que Ada sostenía entre los brazos.
Al día siguiente del segundo entierro, Donald encontró a Edith sentada delante de un monitor de alta resolución estudiando una de las infinitas versiones en miniatura del Conjunto. No le contestaba y, al poco, él descubrió horrorizado que estaba buscando a Ada.
Años después, Donald Craig se preguntaría, intrigado, cómo habían podido simpatizar tanto él y Jason Bradley. A pesar de que no se habían visto más que media docena de veces, y casi siempre por asuntos de trabajo, se había establecido entre ellos ese mutuo aprecio que a veces se da entre dos hombres y que puede ser tan fuerte como una atracción sexual, a pesar de que no tiene absolutamente ningún componente erótico.
Quizá Donald hacía pensar a Bradley en Ted Collier, su socio muerto, del que hablaba con frecuencia. Lo cierto es que disfrutaban de su mutua compañía y se reunían aunque no fuera estrictamente necesario. Si bien Kato y el consorcio «Nippon Turner» hubieran podido abrigar suspicacias, Bradley nunca comprometió su neutralidad. Y mucho menos Craig trató de explotarla: ellos podían intercambiar confidencias personales, pero no secretos profesionales. Donald nunca supo si Bradley había influido en la decisión de la Autoridad de prohibir la hidracina.
Después del funeral de Ada, al que Bradley no quiso faltar, a pesar de que tuvo que recorrer medio mundo, su relación se estrechó más aún. Los dos habían perdido a una esposa y a un hijo; aunque las circunstancias eran diferentes, los efectos eran parecidos. Se hicieron amigos íntimos y compartían secretos y debilidades que ninguno de los dos había revelado a otra persona.
Más adelante, Donald se preguntaría por qué no se le habría ocurrido la idea a él. Quizá porque estaba tan cerca que las líneas no le dejaban ver la imagen.
Los cipreses caídos habían sido retirados y los dos hombres paseaban por la orilla del lago Mandelbrot que ninguno de los dos volvería a ver, cuando Bradley expuso el plan.
—La idea no es
mía
—dijo en tono de disculpa—, sino de una amiga psicóloga.
Donald tardaría mucho tiempo en descubrir quién era aquella «amiga», pero inmediatamente vio las posibilidades.
—¿Crees realmente que funcionará? —preguntó.
—Eso es algo que tendrás que consultar con el psiquiatra de Edith. Aunque la idea sea buena, quizás él no quiera ponerla aún en práctica. Hay que contar con el síndrome del ISM.
—¿Instituto de Salud Mental?
—No: Inventado Sin Mí.
Donald rió sin humor.
—Tienes razón. Pero antes tengo que ver si puedo hacer mi parte. No será fácil.
Efectivamente, fue el trabajo más difícil que Donald hiciera en su vida. Tenía que interrumpirlo con frecuencia, porque le cegaban las lágrimas.
Y, misteriosamente, los circuitos ocultos de su subconsciente dispararon un recuerdo que le permitió continuar. Hacía años, no sabía dónde, había leído la historia de un cirujano de un país del Tercer Mundo que dirigía un banco de ojos para hacer trasplantes a los pobres. Para que el trasplante fuera un éxito las córneas tenían que ser extraídas a los pocos minutos de ocurrir la muerte. Aquel cirujano debía de tener el pulso muy firme cuando extrajo los ojos de su madre. «Yo no puedo hacer menos», se dijo Donald tristemente, volviendo a la mesa de montaje, en la que él y Edith habían pasado juntos tantas horas.
El doctor Jafferjee se mostró sorprendentemente receptivo. Preguntó, no sin ironía pero también con acento compasivo:
—¿De dónde ha sacado la idea? ¿De algún videodrama de psiquiatría «pop»?
—Ya sé que eso es lo que parece. Pero creo que vale la pena intentarlo… si usted lo aprueba.
—¿Ya ha confeccionado el disco?
—Es una cápsula. Me gustaría pasarla ahora. Veo que tiene un reproductor universal en su antedespacho.
—Sí; hasta se pueden ver cintas de VHS… Llamaré a Dolores, me fío mucho de su criterio. —Vaciló y miró a Donald con aire pensativo, como si fuera a añadir algo. Pero lo único que hizo fue oprimir un interruptor y decir suavemente por el sistema de localización de la clínica—: Enfermera Dolores, ¿tendrá la bondad de venir a mi despacho? Gracias.
Edith Craig está todavía en algún lugar dentro de ese cerebro, pensaba Donald mientras, en presencia del doctor Jafferjee y de la enfermera Dolores, contemplaba la figura sentada rígidamente frente al gran monitor. ¿Podré derribar la barrera invisible que ha levantado el dolor y hacerla volver al mundo de la realidad?
En la pantalla flotaba la negra imagen familiar en forma de escarabajo festoneada de zarcillos que la enlazaban con el resto del universo Mandelbrot. No había forma de adivinar la escala, pero Donald había observado ya las coordenadas que definían el tamaño de aquella versión concreta. Si uno pudiera imaginar todo el Conjunto que se extendía más allá del monitor, era ya más grande que el Universo revelado por el telescopio espacial Hubble.
—¿Preparados? —preguntó el doctor Jafferjee.
Donald asintió. La enfermera Dolores, que estaba sentada inmediatamente detrás de Edith, miró hacia la cámara para dar a entender que le había oído.
—Entonces adelante.
Donald oprimió la tecla «Ejecución» y la subrutina empezó.
La superficie lisa de la figura que simulaba el lago Mandelbrot pareció temblar. Edith tuvo un súbito sobresalto.
—¡Bien! —susurró el doctor Jafferjee—. ¡Reacciona!
Las aguas se abrieron. Donald volvió la cara. No podía volver a contemplar aquel último triunfo de su habilidad. A pesar de todo, aún podía ver la imagen de Ada cuando su voz dijo dulcemente:
—Te quiero mucho, mamá… pero no podrás encontrarme aquí. Yo existo sólo en tu recuerdo y siempre estaré ahí. Adiós…
Dolores sujetó el cuerpo de Edith que se desplomó cuando la última sílaba moría en el pasado irrevocable.
Fue una idea muy simpática, aunque no todos coincidieron en que funcionaría realmente. El decorado del interior del único submarino turístico de gran profundidad estaba inspirado en el clásico de Disney
Veinte mil leguas de viaje submarino
.
Los pasajeros que embarcaban en el
Piccard
, registrado en el puerto de Ginebra, se encontraban en un elegante salón victoriano de proporciones un tanto extrañas. Ello había sido ideado para infundir seguridad y evitar que se pensara en los cientos de toneladas de presión que tenía que soportar cada una de las pequeñas portillas que proporcionaban una visión un tanto restringida del mundo exterior.
Los mayores problemas que habían tenido que resolver los constructores del
Piccard
no eran técnicos sino burocráticos. Únicamente «Lloyd's» de Londres se habían mostrado dispuestos a asegurar el casco; nadie quería asegurar a los pasajeros que solían ser personas relevantes, de astronómico capital. Por lo tanto, antes de cada inmersión, se recogían con la mayor discreción posibles eximentes de responsabilidad con refrendo notarial.
El ritual era apenas más alarmante que la alegre letanía de posibles desastres recitada por el paje de cabina que los pasajeros de vuelos transoceánicos habían tenido que soportar durante décadas. Desde luego, ya no era necesario el letrero de «Prohibido fumar»; ni el
Piccard
tenía cinturones ni chalecos salvavidas, que hubieran tenido la misma utilidad que los paracaídas en un avión de línea comercial. Sus numerosos dispositivos automáticos de seguridad estaban discretamente incorporados a la estructura. Si ocurría lo peor, la cápsula de la tripulación, compuesta por dos personas, se separaría de la unidad de pasaje y una y otra harían una ascensión libre a la superficie, mientras las señales ultrasónicas se desgañitaban.
Esta inmersión sería la última de la temporada; el invierno estaba en puertas y el
Piccard
pronto sería trasladado por aire a mares más tranquilos del hemisferio Sur. Aunque, a la profundidad a que operaba el submarino, invierno y verano no se distinguían más que el día y la noche, aunque el mal tiempo en la superficie podía ocasionar un mal rato a los pasajeros.
Durante los treinta minutos que se invertían en el descenso en caída libre hasta los restos, los distinguidos pasajeros del
Piccard
visionaban un vídeo corto que mostraba el estado actual de las operaciones y el mapa de la inmersión. No había más que ver durante aquel descenso por aguas oscuras, salvo algún que otro pez luminoso que acudía a inspeccionar a aquel extraño invasor de sus dominios.
De pronto, a gran distancia por debajo del sumergible, pareció extenderse una aurora fantasmagórica. Todas las luces del
Piccard
, salvo las rojas de emergencia, se apagaron cuando, frente a los visitantes, se alzó la proa del
Titanic
.
Casi todos los que la veían ahora tenían el mismo pensamiento: un aspecto muy similar a éste debía de ofrecer cien años atrás, en los astilleros de Harland y Wolff. La gran nave volvía a estar rodeada de un andamiaje de planchas de acero y de una legión de obreros. Los obreros, desde luego, ya no eran humanos.
La visibilidad era excelente y el piloto del
Piccard
maniobró de manera que los pasajeros de uno y otro lado de la cabina pudieran contemplar la escena con comodidad a través de las estrechas portillas, aunque procurando no importunar a los atareados robots que permanecían indiferentes al submarino. Éste no formaba parte del universo con el que ellos debían habérselas.
—A su derecha —dijo el guía, un estudiante de Woods Hole que se sacaba un pequeño sueldo durante las vacaciones—, pueden ver el cable de «bajada» del
Explorer
. Ahora mismo está bajando un módulo con un contrapeso. Parece que se trata de una unidad de dos toneladas.
»Un robot va a su encuentro, el módulo es desenganchado. Como pueden observar, tiene flotabilidad neutra, para facilitar su manipulación. El robot lo trasladará a la plataforma de elevación y lo sujetará a ella. Entonces el contrapeso de dos toneladas que lo ha bajado pasará al cable de «subida» y será devuelto al
Explorer
para que pueda ser reutilizado. Cuando esto se haya hecho diez mil veces, podrán subir el
Titanic
. Por lo menos, esta parte.
—Parece una forma muy complicada de hacer las cosas —comentó una de las personalidades de a bordo—. ¿Por qué no usan, sencillamente, aire comprimido?
El guía había oído la pregunta una docena de veces, pero había aprendido a responder cortésmente (la paga era buena y los beneficios adicionales, también).
—Eso podría hacerse, señora, pero resultaría muy caro. Aquí la presión es
enorme
. Supongo que todos ustedes conocen las botellas normales que usan los submarinistas. Esas botellas tienen una presión de doscientas atmósferas. Pues bien, si se abriera una aquí abajo, ¡el aire no saldría sino que el agua entraría y la llenaría hasta la mitad!
Quizá se ha excecido; algunos pasajeros parecían un poco intranquilos. Por lo tanto, la joven agregó rápidamente, para distraerlos:
—El aire comprimido se utiliza para los trabajos de ajuste y control fino y desempeñará una función importante en las últimas etapas del rescate.
»El capitán nos llevará ahora a la popa, a lo largo de la cubierta de paseo. Luego, hará el recorrido a la inversa, para que todos ustedes puedan verlo con la misma comodidad. Durante un momento dejaré de hablar…
Muy despacio, el
Piccard
recorrió la gran masa oscura del casco. La mayor parte no estaba iluminado, pero algunas escotillas abiertas dejaban escapar espectaculares abanicos de luz y se veía a los robots trabajando para sujetar módulos de flotación dondequiera que pudiera ser tolerada la tracción de la elevación.
Nadie dijo ni palabra mientras desfilaban ante las portillas abiertas en las paredes de acero con sus flecos de algas. Era difícil hacerse una idea de las proporciones del trasatlántico: al cabo de cien años, seguía siendo uno de los mayores barcos de pasajeros que se hubieran construido. Y el más lujoso, sin duda, aunque sólo se considerara desde el ángulo de la pura economía. El
Titanic
había marcado el final de una era; después de la guerra que se avecinaba, nadie podría ya permitirse tanta opulencia. Ni, quizá, querría arriesgarse a hacer tal ostentación, para no provocar la envidia de los dioses.
La montaña de hierro desapareció en la distancia; durante un rato, siguió divisándose vagamente el nimbo luminoso que la rodeaba; luego, sólo se vio el árido fondo marino que desfilaba debajo del
Piccard
, iluminado por los óvalos gemelos de sus faros delanteros.
Aunque árido, no era liso sino que presentaba protuberancias y hendiduras y estaba surcado por las trincheras y cicatrices dejadas por las dragas de gran profundidad.
—Por aquí estaban esparcidos los restos: vajilla, mobiliario, utensilios de cocina… lo que ustedes quieran. Todo se lo llevaron mientras «Lloyd's» y el Gobierno del Canadá litigaban en el Tribunal Mundial. Cuando se emitió el fallo, ya era tarde…
—¿Qué es eso? —preguntó de pronto una pasajera. Había visto movimiento a través de su pequeña ventana.
—¿Dónde? A ver. ¡Oh, es J. J.!
—¿Quién?
—Jason Junior, el último juguete de la AIF… perdón, de la Autoridad Internacional del Fondo Marino. Lo están probando. Se trata de un robot de exploración automático. Esperan poder disponer pronto de una pequeña flota, para que el fondo del mar pueda ser reproducido en los mapas con una resolución de un metro. Entonces conoceremos los océanos tanto como la Luna.
Otro oasis de luz aparecía por la proa, y al poco rato se definió como un espectáculo que resultaba todavía difícil de creer, por muchas fotos y películas de vídeo que hubiera uno visto de él.
Ninguna parte de la popa del
Titanic
se veía ya, sino que todo estaba encerrado en un enorme bloque de hielo de forma irregular que descansaba sobre el fondo. Del hielo asomaban docenas de viguetas, a muchas de las cuales se habían atado globos a medio inflar, sujetos con cables de longitud variable.