Muy señor mío:
El artículo aparecido en su periódico del día 15 de abril del 07, relativo a los planes para sacar a flote el
Titanic
demuestra una vez más el impacto que aquella catástrofe, ni de mucho la peor de la historia naval, tuvo en la imaginación de la Humanidad.
Uno de los aspectos más extraordinarios de la tragedia es que había sido descrita con extraña precisión catorce años antes de que ocurriera. Según el clásico relato del desastre hecho por Walter Lord en
Una noche inolvidable
, en el año 1898, un «autor novel llamado Morgan Robertson urdió una novela sobre un fabuloso trasatlántico mucho mayor que cualquiera que se hubiera construido hasta entonces. Robertson lo cargó de pasajeros ricos y autocomplacientes y, una fría noche de abril, lo estrelló contra un iceberg».
El trasatlántico de la novela tenía casi exactamente el tamaño, la velocidad y el desplazamiento del
Titanic
. También transportaba a tres mil personas y botes salvavidas sólo para una parte de ellas…
Coincidencia, desde luego. Pero existe un pequeño detalle que me da escalofríos. Robertson llamó a su barco
Titan
.
También deseo llamar su atención sobre la circunstancia de que dos miembros de la profesión que me honro en representar, la de los escritores de ciencia–ficción, se hundieron con el
Titanic
. Uno, Jacques Futrelle, está casi olvidado, y su misma nacionalidad es dudosa. Pero, a los treinta y siete años, con
El maestro del diamante
y
La máquina pensante
había conseguido un éxito que le permitía viajar en primera clase con su esposa (quien, al igual que el noventa y siete por ciento de las pasajeras de primera y el cincuenta y cinco por ciento de las de tercera, sobrevivió al naufragio).
Mucho más famoso era un hombre que había escrito su único libro,
Viaje por otros mundos: novela del futuro
, publicado en 1894. Este viaje, un tanto místico, por el Sistema Solar, situado en el año 2000, describe la antigravedad y otras maravillas. Arkham House reeditó el libro en su centenario.
Cuando digo que el autor era «famoso» incurro en un eufemismo. Su nombre es elúnico que aparece encima del enorme titular del
New York American
del 16 de abril de 1912: «ENTRE 1500 Y 1800 MUERTOS».
Este hombre era el multimillonario John Jacob Astor, llamado «el hombre más rico que ha existido», circunstancia que tal vez moleste a los admiradores del difunto L. Ron Hubbard, si existe alguno todavía.
Quedo de usted afectísimo,
ALDISS OF BRIGHTFOUNT, OM
Presidente Honorario de la AMEFC
Cada profesión tiene sus maestros, cuya fama rara vez va más allá del ramo. Pocas personas podrían dar el nombre del contable, el dentista, el técnico sanitario, el agente de seguros o el enterrador más importante del mundo… para mencionar sólo unas cuantas ocupaciones de poco lucimiento pero indispensables.
Por otra parte, existen formas de ganarse la vida tan llamativas que quienes las practican tienen la fama garantizada. En este apartado van en cabeza, naturalmente, las artes interpretativas en las que cualquiera que alcance el estrellato es conocido por una gran parte de la especie humana. El deporte y la política las siguen de cerca; y el crimen, podría agregar un cínico.
Jason Bradley no encajaba en ninguna de estas categorías ni esperó en ningún momento ser famoso. El episodio del
Glomar Explorer
quedaba ya más de tres décadas atrás y, aun en el caso de que no hubiera sido secreto, su participación en él fue muy modesta como para trascender. Desde luego, más de un escritor lo abordó, con la esperanza de conseguir nuevas revelaciones sobre la operación JENNIFER, pero ninguno lo consiguió.
Parecía probable que, incluso ahora, la CIA considerara que el único libro aparecido sobre el tema aun estaba de más, y hubiera tomado medidas para disuadir a otros autores. Durante varios años después de 1974, Bradley había sido visitado por anónimos pero educados caballeros que le habían recordado los documentos que firmó cuando fue licenciado. Siempre iban de dos en dos y, a veces, le ofrecían empleos que no especificaban. Aunque sus visitantes le aseguraban que era trabajo interesante y «bien remunerado», Jason ganaba ya mucho dinero en las plataformas petrolíferas del mar del Norte y no le tentaban aquellas ofertas. Había transcurrido ya más de una década desde la última visita, pero él no dudaba de que la «Compañía» lo tenía fichado en sus enormes bancos de datos del Cuartel General de Langley, o dondequiera que estuvieran ahora.
Jason se encontraba en su despacho del piso cuarenta y seis de la torre Teague, que había quedado pequeña al lado de los últimos rascacielos construidos en Houston, cuando recibió el encargo que iba a hacerle famoso. Era el 2 de abril y, en el primer momento, Bradley pensó que Jeff Rawlings, su cliente, se había retrasado un día
[2]
. A pesar de sus grandes responsabilidades de Jefe de Operaciones de la plataforma Hibernia, Jeff era famoso por su sentido del humor. Esta vez no bromeaba. No obstante, al principio Jason no podía tomar en serio su problema.
—¿Quieres hacerme creer que una plataforma de millones de toneladas está paralizada por un
pulpo
?
—No toda la plataforma, desde luego, pero sí el Complejo 1, el de mayor producción, cuarenta mil barriles diarios. De él parten cinco oleoductos, a tope. Hasta ayer.
De pronto, Jason pensó que la plataforma Hibernia tenía forma de pulpo. Los tentáculos, es decir, oleoductos, discurrían por el fondo del mar partiendo del cuerpo central en dirección a la docena de pozos perforados en la piedra arenisca, rica en petróleo. Antes de llegar a la plataforma principal, las conducciones de diferentes pozos confluían en un Complejo de Producción, situado a un centenar de metros de profundidad.
Cada complejo era una unidad automatizada del tamaño de un gran edificio de apartamentos y estaba dotado del equipo necesario para procesar la mezcla de gas, petróleo y agua a presión que brotaba de los yacimientos situados a gran profundidad. Decenas de millones de años atrás, la Naturaleza había creado y escondido este tesoro y no era empresa fácil arrancárselo.
—Cuéntame qué ocurrió exactamente.
—¿Es segura esta línea?
—Desde luego.
—Hace tres días, las indicaciones de los instrumentos empezaron a oscilar inexplicablemente. El caudal extraído era perfectamente normal, por lo que no nos alarmamos. Pero, bruscamente, dejaron de recibirse datos; los monitores se apagaron. Era evidente que el cofre principal de fibra óptica se había roto y, por consiguiente, los automatismos habían desconectado todos los sistemas.
—¿No hubo problemas de sobrepresión?
—No; por una vez, el obturador actuó correctamente.
—¿Y después?
—Control de Anomalías. Bajamos una cámara. «Retina» Mark V. Y adivina qué ocurrió.
—Que fallaron las pilas.
—No, señor. El cable se enredó en el bastidor exterior y no pudimos meter la cámara para echar un vistazo.
—¿Y qué ha sido del operador?
—Bien, la cocina no está del todo mecanizada
y
el
chef
Dubois siempre tiene trabajo para un pinche.
—O sea que habéis perdido la cámara. ¿Qué pasó después?
—No la hemos perdido. Sabemos exactamente dónde está, pero todo lo que nos enseña son peces y peces. Entonces bajamos a un buzo para desenredar el cable y ver lo que encontraba.
—¿Y por qué no enviasteis un VTD?
En todas las plataformas de extracción había varios robots submarinos, vehículos teledirigidos. Los tiempos en los que los buzos humanos hacían todos los trabajos estaban ya muy lejanos.
Al otro extremo de la línea, se hizo un silencio violento.
—Temía que me preguntaras eso. Hemos tenido un par de averías; dos VTD están en reparación y los demás no pueden dejar una emergencia que hay en la plataforma Avalon.
—Vamos, que no era tu día de suerte. Y por eso llamas a la «Bradley Corporation». «No hay trabajo demasiado profundo». Sigue contando.
—Ahórrate propaganda. Como no eran más que noventa metros de profundidad, enviamos a un buzo con traje normal heliox. Bueno, ¿tú has oído gritar a un hombre en una atmósfera de helio? No es un ruido muy agradable…
»Cuando lo subimos y pudo hablar, dijo que toda la instalación estaba cubierta por un pulpo. Juró que era un animal de cien metros de diámetro. Es ridículo, desde luego, pero no cabe duda que se trata de un monstruo.
—Por grande que sea, un poco de dinamita lo hará ahuecar.
—Peligroso. Tú sabes todo lo que hay ahí abajo. Al fin y al cabo, ayudaste a montarlo.
—Si la cámara funciona todavía, ¿no muestra al bicho?
—Durante un momento, vimos un tentáculo, pero no se podía calcular el tamaño. Creemos que está otra vez dentro y nos preocupa que pueda destrozar más cables.
—¿No se habrá enamorado de las tuberías?
—Muy gracioso. Lo que yo pienso es que ha encontrado un buen almuerzo. Ya sabes, el efecto Oasis que tanto cacarea la publicidad.
Bradley sabía a lo que se refería Jeff. Los artefactos submarinos, lejos de ser una amenaza para el medio ambiente, ejercían un atractivo irresistible en la fauna marina y se convertían en paraíso de pescadores. A veces, él se preguntaba cómo se las habrían arreglado los peces para sobrevivir antes de que el hombre les proporcionara sus urbanizaciones, sembrando de pecios el fondo del mar.
—Quizás un pincho de los que se usan para arrear ganado pudiera resolvemos el problema, o una buena dosis de infrasonidos.
—No nos importa
cómo
lo hagas, mientras las instalaciones no sufran desperfectos. Nos pareció que sería un trabajo adecuado para ti… y para
Jim
, desde luego. ¿Está preparado?
—Él
siempre
está preparado.
—¿Cuándo podrás estar en St. John's? En Dallas hay un reactor de la «Chevron» que podrá recogerte dentro de una hora. ¿Cuánto pesa
Jim
?
—Tonelada y media.
—De acuerdo. ¿Cuándo estarás en el aeropuerto? —Dame tres horas. No es mi especialidad… Tengo que documentarme.
—¿Las condiciones de siempre?
—Sí: cien mil más gastos.
—¿Y si no hay cura no hay paga?
Bradley sonrió; probablemente, la fórmula que regía para los salvamentos desde hacía siglos, nunca habría sido aplicada a un caso como aquél, pero parecía justa. Y sería un trabajo fácil. ¡Cien metros! Qué tontería…
—Por supuesto. Te llamo dentro de una hora para confirmar. Mientras tanto, envíame por fax los planos de la instalación, para refrescarme la memoria.
—De acuerdo. Y veré qué más puedo averiguar mientras espero tu llamada.
Jason no tenía que perder tiempo haciendo el equipaje; siempre tenía dos maletas preparadas: una, para zonas tropicales y la otra, para regiones frías. Casi nunca necesitaba la primera; la mayoría de sus misiones lo llevaban a lugares desagradables y ésta no sería excepción. Haría frío en el Atlántico Norte en esta época del año, y, probablemente, habría temporal; aunque esto, a cien metros de profundidad, no se notaría.
Los que consideraban a Jason Bradley un hombre rudo y duro se hubieran sorprendido al verle ahora. Oprimió un pulsador de la consola de su escritorio, echó atrás su sillón reclinable y cerró los ojos. Aparentemente, dormía.
Tardó años en averiguar el título de la obsesiva música que había sonado en la cubierta del
Glomar Explorer
hacía casi media vida. Ya entonces, comprendió que tenía que estar inspirada por el mar; en ella se percibía claramente el lento ritmo de las olas. Y, desde luego, el compositor tenía que ser ruso, el más infravalorado de los tres titanes de su tierra, al que rara vez se situaba a la misma altura que Chaikovski y Stravinski…
Al igual que el propio Sergei Rachmaninov, Jason Bradley había contemplado, sobrecogido, la «Isla de los Muertos» de Arnold Böcklin, y ahora volvía a verla con la imaginación. Unas veces, se identificaba con la misteriosa figura que estaba de pie en la barca; otras veces, era el remero (¿Caronte?) y otras, la macabra carga que era conducida al lugar de su último reposo, bajo los cipreses.
Éste era un rito secreto que observaba desde hacía años y que él creía que más de una vez debía de haberle salvado la vida. Porque, mientras él se dejaba arrastrar por la música, su subconsciente que, al parecer, no se interesaba por estas trivialidades, analizaba activamente la misión que iba a emprender y preveía posibles problemas. Por lo menos, tal era la teoría que Bradley mantenía casi totalmente en serio y que no pensaba someter a un examen excesivamente riguroso que pudiera derribarla.
Al fin, se incorporó, desconectó el módulo musical y giró el sillón hacia uno de la media docena de teclados. El NEXT Mark 4 que almacenaba la mayoría de sus archivos e información no era precisamente el último grito en ordenadores, pero había ido creciendo con la empresa y Bradley se resistía a cambiarlo aduciendo el sano principio de que: «Si va bien, no lo toques».
—Lo que me figuraba —dijo, mientras leía el artículo PULPO de la enciclopedia informática—. «Envergadura máxima: diez metros. Peso: 50100 kilos».
Jason nunca había visto un pulpo que tuviera ni la mitad de este tamaño y, al igual que la mayoría de buzos, los consideraba criaturas encantadoras e inofensivas. Que pudieran ser agresivos o peligrosos era algo que no había considerado ni remotamente.
—«Véase también Deportes, Submarinismo».
Jason parpadeó dos veces al leer este reenvío. Inmediatamente, solicitó la información y la leyó con una mezcla de regocijo y sorpresa. Aunque más de una vez había hecho submarinismo deportivo, él sentía hacia sus practicantes el desdén del profesional hacia los aficionados. Muchos de aquellos deportistas le pedían trabajo, ignorando que la mayoría de las operaciones se realizaban en aguas muy profundas a las que no se podía descender sin protección, donde no había luz ni visibilidad.
Pero ahora sintió sincera admiración por los intrépidos submarinistas de Puget Sound que luchaban con adversarios más pesados que ellos y con el doble de extremidades… y los sacaban a la superficie sin dañarlos. (Ésta, al parecer, era una de las reglas del juego; si hacías daño a tu pulpo antes de devolverlo al mar, quedabas descalificado).