—No te robará mucho tiempo —le dijo—. Y es un gran honor: La «Parkinson» es una de las empresas británicas de más abolengo, fundada hace más de doscientos años. Y es la
primera
vez que nombran a un consejero ajeno a la familia y extranjero por añadidura…
—¡Ja! Supongo que necesitan capital.
—Desde luego. Pero la asociación sería en mutuo interés… Y ellos te respetan realmente. No hace falta que te diga lo que tú has hecho para la industria del vidrio en todo el mundo.
—¿Tendré que llevar chistera y…, cómo se llama…, Botines?
—Sólo si quieres ser presentado en la Corte. Algo que ellos podrían arreglar fácilmente.
Con gran sorpresa, Roy Emerson encontró la experiencia no sólo divertida sino, incluso, estimulante. Hasta que se unió al Consejo de la «Parkinson» y empezó a asistir a sus reuniones bimensuales en la City, él creía saber algo acerca del vidrio. Muy pronto descubrió su error.
Incluso el vidrio plano corriente, que él diera por descontado durante toda su vida, y que había contribuido decisivamente a hacerle rico, tenía una historia asombrosa. Emerson nunca se preguntó cómo se fabricaba, y suponía que se obtenía prensando materias fundidas entre unos grandes rodillos. Y así fue hasta mediados del siglo XX, y la placa resultante necesitaba horas de pulido, operación muy costosa. Entonces un inglés chiflado dijo: ¿Por qué no dejar que actúen la gravedad y la tensión superficial? Dejemos que el vidrio
flote
en un río de metal fundido: esto le dará automáticamente una superficie perfectamente lisa… Tras unos cuantos años de trabajo y unos cuantos millones de libras de inversión, llegó un día en que la industria dejó de reírse de él. De la noche a la mañana, el
floatglass
hizo que todos los demás sistemas de fabricación quedaran anticuados.
Emerson quedó muy impresionado por este episodio de la tecnología y vio en él un paralelo con su propio descubrimiento. Y era lo bastante honrado como para reconocer que había exigido mucho más valor y entrega que su propio modesto invento. Era la muestra de la diferencia existente entre el genio y el talento.
También se sintió fascinado por el antiguo arte del soplador de vidrio, que
no
había sido del todo suplantado por la técnica, ni lo sería, probablemente. Incluso hizo una visita a Venecia, nerviosamente acurrucada ahora detrás de los diques construidos por los holandeses, y contempló con admiración las afiligranadas maravillas del Museo del Vidrio. No sólo era imposible imaginar cómo se habían fabricado algunas de las piezas sino que parecía increíble que hubieran podido
ser trasladadas
intactas desde su lugar de origen. Parecía no haber límite para lo que podía hacerse con el vidrio, pues, al cabo de dos mil años, aún seguían descubriéndose nuevas aplicaciones.
Aquella reunión estaba resultando una de las más aburridas que Emerson recordara, y él había estado divagando mientras admiraba la cercana cúpula de San Pablo desde uno de los escasos puntos de observación que habían sobrevivido a la codicia especulativa y al vandalismo arquitectónico. Dos puntos más del orden del día, despachar otros asuntos y subirían a la
suite
de la última planta, donde les esperaba un excelente almuerzo.
Las palabras «una presión de cuatrocientas atmósferas» le hicieron aguzar el oído. Sir Roger Parkinson estaba leyendo una carta que sostenía entre los dedos como si fuera una especie de insecto hasta ahora desconocida. Emerson hojeó rápidamente en su carpeta, en busca de su ejemplar de la carta.
El membrete era impresionante, pero el habitual polinomio del bufete de juristas no le dijo nada; observó con aprobación que el domicilio era Lincoln's Inn Fields. Al pie de la página, había unas palabras impresas en letras apenas visibles, como una modesta tosecilla: «Fundada en 1803».
—No dan el nombre de su cliente —dijo el joven (aún no tendría los treinta y cinco años) George Parkinson—. Interesante.
—Quienquiera que sea —apuntó William Parkinson Smith, oveja negra de la familia a quien todos admiraban en secreto y las revistas del corazón adoraban por sus frecuentes convulsiones domésticas—, no parece saber lo que quiere. ¿Por qué tiene que pedir precio para una gama tan extensa de tamaños? Desde un milímetro, por los clavos de Cristo, hasta medio metro de radio.
—El tamaño mayor —dijo Rupert Parkinson, célebre regatista—, nos daría algo parecido a esos flotadores de pesca japoneses que el mar arroja a las playas del Pacífico y que son muy decorativos por cierto.
—Para el tamaño más pequeño, sólo se me ocurre una aplicación —dijo George con entonación de augur—: Energía de fusión.
—Tonterías, tío —sentenció Gloria Windsor Parkinson (Medalla de Plata en 100 metros lisos, Olimpiada de 2004)—, hace años que se ha dejado de jugar con láser, y las microesferas que se usaban eran
pequeñísimas
. Incluso un milímetro sería demasiado, a no ser que trataras de fabricar una bomba H limpita.
—Además, esa cantidad —dijo Arnold Parkinson (autoridad mundial en arte prerrafaelita)—. Podrías llenar el «Albert Hall».
—¿No es el título de una canción de los «Beatles»? —preguntó William. Se hizo un silencio reflexivo y se oyó un rápido tecleo. Gloria, como de costumbre, fue la primera en dar con la respuesta.
—Acertaste, tío Bill. Es de Sargento Pepper.
Un día de la Vida
. No sabía que fueras aficionado a la música clásica.
Sir Roger dejó que el proceso de asociación de ideas siguiera su curso. Él podía galvanizar la reunión sólo con levantar una ceja, pero se abstuvo de levantarla, todavía. Él sabía que muchas veces aquellas divagaciones habían permitido sacar conclusiones y hasta tomar decisiones trascendentales a las que no se hubiera podido llegar por simple lógica. Y, cuando menos, permitían que los miembros de su familia, que solían estar desperdigados por todo el mundo, se conocieran mejor.
Pero fue Roy Emerson (el yanqui emblemático) quien asombró a todos los Parkinson con una inspirada conjetura. Durante los últimos minutos, una idea había ido perfilándose en su cerebro. La referencia de Rupert a las boyas de los pescadores japoneses le proporcionó un punto de partida, pero no habría llegado a ningún sitio, de no haberse producido una de aquellas extraordinarias coincidencias que un escritor que se precie nunca pondría en una novela.
Emerson estaba sentado casi enfrente del retrato de Basil Parkinson, 1874–1912. Y todo el mundo sabía dónde había muerto, aunque las circunstancias exactas eran todavía tema de leyenda y, por lo menos, de una demanda por difamación.
Unos decían que se disfrazó de mujer para tratar de entrar en uno de los últimos botes salvavidas. Otros le habían visto en animada conversación con el ingeniero naval Andrews, completamente indiferente al agua helada que le llegaba por los tobillos. Esta versión era considerada, por lo menos por la familia, la más verosímil. Los dos brillantes ingenieros habrían disfrutado de su mutua compañía durante los últimos minutos de su vida.
Emerson carraspeó nerviosamente. Quizás iba a ponerse en ridículo…
—Sir Roger —empezó—, acabo de tener una idea descabellada. Todos ustedes han visto la publicidad y los planes que se hacen para el centenario, cuando sólo faltan cinco años para el 2012. Unos cuantos millones de burbujas de vidrio templado serían lo más indicado para la empresa de la que habla todo el mundo.
»Pienso que nuestro misterioso cliente anda tras el
Titanic
.
Aunque la mayor parte del género humano había visto su trabajo, Donald Craig nunca sería tan famoso como su esposa. A pesar de todo, su talento de programador le había hecho tan rico como ella y era inevitable que se encontraran, porque los dos habían utilizado superordenadores para resolver un problema único que se planteó en la última década del siglo XX.
A mediados de la década de los noventa, los estudios de cine y de televisión se encontraron de pronto ante una crisis imprevista que hubiera debido resultar evidente hacía años. Muchos clásicos del cine, las mayores partidas del Activo de la enorme industria del espectáculo, estaban quedando inservibles porque era cada vez menos la gente que podía soportar mirarlos. Millones de espectadores cambiaban de programa, con repugnancia, durante un Western, una película de James Bond, una comedia de Neil Simon o un drama de tribunales, por una razón que sólo una generación antes hubiera resultado inconcebible.
En la pantalla aparecía gente fumando
.
La epidemia del SIDA de los años 90 fue parcialmente responsable de esta evolución del comportamiento humano. La segunda plaga del siglo XX fue terrible, pero sus víctimas representaban sólo un pequeño porcentaje de las que habían muerto, de modo no menos horrible, de las innumerables enfermedades causadas por el tabaco. El padre de Donald fue una de aquellas víctimas y parecía justo que su hijo hubiera hecho varias fortunas «depurando» películas clásicas para que pudieran ser presentadas al nuevo público.
Aunque algunas escenas estaban tan envueltas en humo que no había forma de redimirlas en un número de casos sorprendentemente alto, un cuidadoso proceso informático podía eliminar los ofensivos cilindros de papel de las manos y los labios de los actores y hacer desaparecer los ceniceros de encima de las mesas. Las técnicas que habían permitido soldar sin fisuras mundos reales e imaginarios en películas que habían marcado un hito en la cinematografía, como
Roger Rabbit
, tenían infinidad de aplicaciones, y no todas legales, por cierto. No obstante, a diferencia de los videochantajistas, Donald Craig podía ufanarse de realizar una función social útil.
Donald y Edith se conocieron durante la proyección de
Casablanca
, depurada por él, y ella no tardó en señalar la manera por la que hubiera podido mejorarse el proceso. Aunque en los medios profesionales se bromeaba que Donald se había casado con Edith por sus algoritmos, la unión fue un éxito tanto en el aspecto personal como en el profesional. Por lo menos, durante unos años.
—Será un trabajo muy sencillo —dijo Edith Craig cuando los títulos de crédito acabaron de desfilar por el monitor—. No hay en toda la película más que cuatro escenas problemáticas. ¡Y qué gusto da trabajar con blanco y negro!
Donald guardaba silencio. La película le había emocionado más de lo que quería reconocer, y todavía tenía las mejillas húmedas de lágrimas. ¿Qué le ocurría? ¿Tanto le impresionaba que aquello hubiera ocurrido
realmente
y que las personas a las que había visto morir (desde luego, en una narración de los hechos realizada en unos estudios cinematográficos) hubieran existido en realidad? No; tenía que ser algo más, porque Donald no era de la clase de hombres que llora con facilidad… Edith no se había dado cuenta. Había solicitado la primera escena anotada y miraba pensativa la imagen congelada en el monitor.
—Empezar por fotograma 3 751 —dijo—. Vamos a ver… un hombre enciende un cigarro… hombre a la derecha del fotograma… se termina en fotograma 4432… duración total de la secuencia, cuarenta y cinco segundos. ¿Qué criterio tiene el cliente respecto a cigarros?
—Admisibles sólo en caso de imperativo histórico. ¿Recuerdas la retrospectiva de Churchill? No podíamos pretender que él no fumaba.
Edith soltó su risa breve que sonaba casi como un ladrido y que a Donald le resultaba cada vez más irritante.
—Nunca hubiera podido imaginar a Winston sin su cigarro, y al parecer le sentaban admirablemente, hay que reconocerlo. Al fin y al cabo, vivió hasta los noventa.
—Tuvo suerte; pero fíjate en el pobre Freud. Años de agonía, hasta que pidió a su médico que lo matara y al final la herida apestaba de tal modo que ni su perro se le acercaba.
—¿Crees tú que podríamos aplicar el «imperativo histórico» a un grupo de millonarios de 1912?
—No, a menos que afecte la línea argumental. Y no la afecta. Por lo tanto, voto a favor de limpiar la escena.
—De acuerdo… El algoritmo 6 puede hacerlo, con varias subrutinas.
Los dedos de Edith teclearon rápidamente para introducir la orden. Había aprendido a no discutir las decisiones de su marido en este tema; aún estaba afectado en sus sentimientos personales, a pesar de que hacía casi veinte años que había visto a su padre luchar por seguir respirando.
—Fotograma 6093 —dijo Edith—. Jugador profesional que esquila a sus adineradas víctimas. A mano izquierda, algunos tienen cigarros, pero no creo que la gente se dé cuenta.
—Está bien —concedió Donald a regañadientes—. Si podemos eliminar esa nube de humo de la derecha. Prueba una pasada con el algoritmo de vaho.
Es curioso cómo una cosa lleva a otra y otra, pensaba Donald y, finalmente, a un resultado que no parece tener la menor relación con el punto de partida. El problema, aparentemente insoluble, de eliminar el humo y reconstruir fragmentos de imágenes parcialmente borradas, había llevado a Edith al mundo de la teoría del caos, funciones discontinuas y metageometrías transeuclidianas.
De allí pasó rápidamente a los
fractals
que habían dominado las matemáticas de la última década del siglo XX. Donald había empezado a preocuparse por el tiempo que su mujer dedicaba a explorar extraños y maravillosos paisajes imaginarios que, en opinión de
él
, no tenían valor práctico para nadie.
—De acuerdo —prosiguió Edith—. Veamos cómo lo resuelve la subrutina 55. Ahora, fotograma 9873, poco después de la colisión con el iceberg, cuando la gente no sabe todavía que el barco se hunde. En cubierta hay un hombre que juega con pedazos de hielo… pero fíjate en los espectadores de la izquierda.
—No merece la pena. El siguiente.
—Fotograma 21 397. ¡Esta secuencia es insalvable! No sólo se trata de cigarrillos, sino que los camareros que los fuman no deben de tener más de dieciséis o diecisiete años. Menos mal que no es una escena importante.
—Bien. Muy sencillo. La suprimimos. ¿Algo más?
—Nada, salvo la banda sonora del fotograma 52 763, en el bote salvavidas. Una dama exclama airadamente: «¡Ese hombre está fumando un cigarrillo! ¡Qué desvergüenza! ¡En un momento como éste!». Pero no se ve al hombre.
Donald se echó a reír.
—Es un buen detalle, especialmente en circunstancias semejantes. Dejémoslo.
—De acuerdo. Pero ¿te das cuenta? El trabajo no llevará más de un par de días. Ya hemos hecho la conversión analógica/digital.