Read El estanque de fuego Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
Aunque podíamos hacerlo, no hablamos a fin de no hacer ruidos innecesarios. Fritz hizo un segundo gesto afirmativo con la cabeza y partimos. Fuimos dejando atrás las redes que retenían el calor del agua; cuando rebasamos la última, la superficie del agua empezó a despedir vapor; en algunos lugares hervía. Pasamos junto a la gran cascada que formaba el estanque, junto a montones de cajas que llegaban hasta el techo puntiagudo de la sala, y por fin a la empinada rampa curva por donde se salía. Nos envolvía una débil luz verdosa procedente de los globos que colgaban del techo. Fritz abría la marcha, desplazándose cautelosamente entre posiciones que quedaran a cubierto; nosotros le seguíamos cuando nos lo indicaba por señas. De noche pocos Amos se mantenían activos, pero no nos podíamos permitir que nos sorprendiera ni uno solo porque a esa hora los esclavos no salían. Además, llevábamos encima ciertos objetos, piezas necesarias para efectuar el proceso de destilación, pues era posible que no las encontráramos allí.
Lenta y cuidadosamente fuimos atravesando la Ciudad dormida. Pasamos por lugares donde se oía el zumbido de maquinaria en funcionamiento; pasamos junto a los desiertos jardines de agua, donde aquellas plantas horribles, de sombríos colores, parecían seres amenazantes, dotados de sensibilidad. Avanzamos con cautela, paralelos a un lateral de la gigantesca cancha donde se jugaba a la Persecución de la Esfera. Al ver estos y otros lugares familiares parecieron desvanecerse los días y los años de vida libre que había conocido. Era casi como si estuviera regresando a aquel apartamento de Pirámide 19, donde mi Amo estaría aguardándome. Aguardándome para que le hiciera la cama, le frotara la espalda, le preparara la comida; o simplemente para que hablara con él, para que le hiciera compañía de aquel modo extraño que a él le gustaba, como si no fuera mi Amo.
Tardamos mucho y nos retrasó aún más nuestra determinación de no correr ningún riesgo. Cuando llegamos a la zona que queríamos, una zona situada en el extremo opuesto de la Ciudad (por donde tenía la entrada el río y donde los Amos lo sometían a un tratamiento purificador), en las alturas la oscuridad comenzaba a adquirir una coloración verde. En el mundo exterior la aurora estaría asomando límpidamente tras las lejanas colinas. Teníamos sed y calor; estábamos cansados, cubiertos de un sudor pegajoso y doloridos por causa de la incesante tensión a que nos sometía aquel peso que tiraba de nosotros hacia el suelo. Aún tenían que pasar muchas horas antes de que pudiéramos colarnos a un refugio, quitarnos las mascarillas, comer y beber. Me pregunté cómo se lo estarían tomando los cuatro que no conocían nada de esto. Por lo menos Fritz y yo lo habíamos pasado antes.
Atravesábamos un espacio triangular abierto, ocultos bajo la protección que brindaban unas plantas nudosas; parecían árboles e, inevitablemente, se asentaban en un estanque. Fritz se subió a una plataforma, se detuvo e hizo a los demás señas de que le siguiesen. Yo iba el último, cerrando la retaguardia. Cuando estaba preparándome vi que en lugar de indicarme que le siguiera levantaba la mano en señal de advertencia. Me quedé inmóvil donde estaba y aguardé. Se oía ruido a lo lejos: un palmoteo rítmico. Sabía qué era. Tres pies que golpeaban sucesivamente la piedra lisa.
Un Amo. Se me puso la carne de gallina al verlo en medio de la débil penumbra verde, caminando por el fondo de la plaza. Después de tanto tiempo viendo mucho a Ruki creía haberme acostumbrado a ellos; pero Ruki era nuestro prisionero y estaba confinado en una habitación pequeña de paredes lisas. Al ver a este otro, en libertad, en medio de la Ciudad que simbolizaba su poder y su dominación, volví a sentir aquel antiguo miedo, y también aquel odio.
Durante nuestra estancia allí Fritz y yo descubrimos que había en la Ciudad muchos lugares que usaban rara vez o nunca. Algunos eran almacenes llenos de cajas, como la cueva por la que entramos; otros estaban vacíos, esperando que se les destinara a algún uso futuro. Me imagino que al construir la Ciudad habían previsto su crecimiento, y había mucho espacio que aún no se utilizaba.
Sea como fuere, esto era algo de lo que podíamos aprovecharnos. Los Amos, como demostraban las rutas invariables tantas veces frecuentadas por los Trípodes, eran criaturas de hábitos repetitivos en muchos órdenes; y los esclavos humanos jamás se aventurarían por ningún lugar, limitándose a efectuar directamente los encargos que tuvieran. Para ellos era inconcebible la idea de husmear lo que consideraban los sagrados misterios de los dioses.
Nos dirigimos hacia una pirámide previamente explorada por Fritz, situada a menos de cien yardas de la rampa que bajaba a la planta purificadora de agua. Era evidente que aquel sótano no se utilizaba; en la superficie de las cajas crecía una pelusilla de color parduzco que se desprendía fácilmente al tocarla. (En distintas partes de la Ciudad había formaciones similares; eran como hongos y a los Amos no parecía molestarles). Sin embargo, a fin de estar doblemente seguros, utilizamos la rampa espiral para bajar al sótano, donde había montones de cajas todavía más altos. Despejamos una zona en el rincón del fondo e inmediatamente empezamos a instalar nuestros aparatos.
Para la instalación del equipo dependíamos en buena medida de los recursos que había en la Ciudad. Sabíamos, por ejemplo, que había tubos de vidrio y recipientes. Nosotros llevábamos sobre todo herramientas, tubos de goma y cierres. Otra cosa que había que robarle al enemigo era el sistema para producir calor. Allí no se encendían fuegos, sino que se utilizaban unos dispositivos que ya no nos parecían tan mágicos como antes. Eran unas placas de diversos tamaños que, cuando se apretaba un botón, despedían unas radiaciones que proporcionaban calor concentrado: las pequeñas las utilizaban los esclavos en la cocción de líquidos para sus Amos. Tenían unos salientes que se introducían en unos agujeros dispuestos en las paredes de los edificios. Cuando dejaban de producir calor se conectaban aproximadamente una hora, y así se recargaban. Larguirucho nos explicó que el sistema debía de utilizar la misma electricidad que nuestros científicos habían redescubierto.
Amaneció, la luz fue aclarando, recorriendo la gama del verde, llegando incluso a vislumbrarse un disco pálido, que era el sol. En dos turnos, Fritz al frente de uno y yo del otro, fuimos a una zona comunal, para reponernos, comer, beber y recambiar los filtros de las mascarillas. También lo habíamos escogido cuidadosamente. Se trataba de la zona comunal correspondiente a una de las pirámides de mayor relieve, en la cual se reunían muchos Amos procedentes de distintas partes de la Ciudad, y donde se ejecutaban ciertas actividades. (Al igual que tantas otras cosas, tales actividades resultaban completamente ininteligibles). Esto significaba que el movimiento de esclavos era considerable e incesante. Iban acompañando a sus Amos y bajaban allí cuando no se requerían sus servicios. Fritz se había fijado en que algunos se pasaban varias horas allí, durmiendo en los camastros. La mayoría no conocía a los demás, a quienes veía como meros individuos desprovistos de características con los que había que competir para conseguir la comida de las máquinas o los camastros vacíos. Por descontado, todos los esclavos estaban siempre tan agotados que les quedaba poca energía para dedicarse a observar.
Aquélla sería nuestra principal base de suministros, y no la utilizaríamos sólo para procurarnos agua y alimentos, sino también para recuperarnos y dormir, necesidades igualmente acuciantes. Habíamos decidido trabajar de noche y durante el día descansar lo que pudiéramos. No sería nunca mucho, unas cuantas horas seguidas.
El primer día nos hicimos con las cosas que necesitábamos. Fue asombrosamente fácil. Andrè estaba en lo cierto al decir que debían efectuarse los tres ataques simultáneamente, porque toda nuestra esperanza de éxito dependía de que los Amos estuviesen totalmente confiados en que controlaban a los humanos mediante las Placas. Podíamos ir donde quisiéramos y coger lo que quisiéramos porque era impensable que fuéramos a hacer nada que ellos no hubieran ordenado. Íbamos por las calles transportando nuestro botín en las mismas narices del enemigo. Dos íbamos transportando un gran recipiente con una carretilla por en medio de un espacio abierto; a los lados había una docena de Amos, o más, sumergidos en aguas humeantes, solemnemente entregados a sus diversiones carentes de gracia.
Los recipientes eran nuestro requisito primero y principal. Bajamos tres al sótano y los llenamos con un amasijo hecho a base de agua y aquella especie de galletas que los esclavos tenían a su disposición en las zonas comunales. El resultado fue una decocción que tenía muy mal aspecto, una masa amilácea a la que añadimos un poco de levadura que nos habíamos traído. No tardó mucho en fermentar. Los científicos dijeron que esto ocurriría incluso en el seno del aire de la Ciudad, tan distinto; pero de todos modos fue un alivio ver que se formaban burbujas. La primera fase estaba en marcha.
En cuanto vimos que aquello funcionaba, empezamos a construir la unidad de destilación encargada de desempeñar la necesaria función de concentrar el líquido. Esto no era tan fácil. Un proceso normal de destilación supone calentar un líquido hasta que se transforma en vapor. El alcohol, que es lo que esperábamos obtener, hierve a más baja temperatura que el agua, de modo que el vapor que se desprendiera al principio tendría una elevada proporción de alcohol. El paso siguiente debía ser enfriar el alcohol, a fin de que se condensara, volviendo a convertirse en líquido. La repetición del proceso produce un alcohol cada vez más concentrado.
Por desgracia faltaba resolver el problema del calor constante que todo lo invadía. Abrigábamos la esperanza de atajarlo empleando tubos de mayor longitud para que el vapor tuviera más tiempo de enfriarse, pero pronto quedó claro que eso no iba a dar resultado. La cantidad que caía era penosa; con un goteo tan lento harían falta meses para llenar el receptáculo de recogida. Teníamos que encontrar otro modo de hacerlo.
Aquella noche Fritz y yo salimos juntos. Descendimos cuidadosamente por la rampa que daba a la caverna donde se encontraba la planta purificadora de agua. Estaban encendidas las luces verdes, trepidaban las máquinas en pleno funcionamiento, pero no había nadie allí. Las máquinas funcionaban automáticamente. ¿Qué necesidad había de montar guardia en un lugar donde los únicos seres vivos eran los Amos y los esclavos que les obedecían a ciegas? (En toda la Ciudad no había ni una sola puerta con cerradura). Del lado de acá de las máquinas había una extensión de agua hirviente de más de veinte pies de ancho; desembocaba en una serie de depósitos de los que salía por medio de numerosos conductos. De allí la bombeaban hasta los pisos superiores de las pirámides o bien la empleaban para dar suministro a los muchos jardines de agua y lugares de entretenimiento semejantes que había a ras de tierra. Pero del lado de allá…
Allí había otra extensión de agua que proporcionaba suministro a las máquinas. A su vez recibía suministro a través de un ancho túnel curvo que discurría por el interior de aquella Muralla oro mate que no tenía ensambladura alguna. Trepamos por un muro de contención y llegamos a una estrecha cornisa que penetraba en el túnel. Avanzamos por allí, adentrándonos cada vez más en la oscuridad.
Desde la turbulenta superficie del agua subió hasta nosotros una súbita sensación de frescor. Esto era lo que buscábamos, lo que nos hacía falta. Pero necesitábamos más espacio del que nos brindaba la cornisa si es que queríamos instalar allí los aparatos de destilar. Fritz iba delante de mí. Yo ya no podía verlo y sólo supe que se había detenido cuando cesó el ruido de pisadas. Dije quedamente:
—¿Dónde estás?
—Aquí. Dame la mano.
Ahora nos encontrábamos justamente debajo de la Muralla. El agua hacía un ruido distinto, más violento; supuse que en aquel punto empezaba a bullir libremente, emergiendo de su confinamiento subterráneo. La entrada desde el mundo exterior debía efectuarse a una profundidad suficiente para asegurar que no entrara nada de aire. Seguí a tientas a Fritz y comprobé que la zona por la que me movía era la que ocupaba el río en el tramo anteriormente recorrido. Había una especie de plataforma que iba de un lado a otro del túnel y llevaba a otro túnel menor que continuaba hacia el exterior, justamente por encima de la corriente de agua, ahora oculta y subterránea. Dimos con una trampilla por la que cabría un hombre y que al parecer era el acceso a una sala de inspección; presumiblemente habría más. Me imagino que estaban allí para prevenir una eventual obstrucción. Llegado el caso hubieran tenido que recurrir a los esclavos para la inspección. Ningún Amo habría podido pasar por un espacio tan reducido.
Fritz dijo:
—Hay sitio, Will.
Puse reparos:
—No se ve nada.
—Tendremos que arreglárnoslas. La vista tendrá que acostumbrarse. Creo que ya puedo ver un poco mejor.
Yo apenas veía nada. Pero tenía razón él: habría que arreglárselas. Se trataba del líquido refrigerante que nos hacía falta; allí estaba, bullendo abundantemente debajo de nosotros.
Pregunté:
—¿Podemos empezar esta noche?
—Por lo menos podemos transportar algunas cosas.
En noches sucesivas trabajamos con ahínco, tratando de conseguir materiales. Había abundancia de recipientes; eran de un material parecido al vidrio, aunque cedía levemente si se hacía presión. Los llenamos con el producto de nuestros esfuerzos. En la plataforma no había sitio suficiente para todos, pero logramos ponerlos en fila en el túnel más estrecho. Imploré que no se produjera durante este tiempo ninguna obstrucción subterránea en el río, lo cual exigiría una inspección. No parecía probable que sucediera. El sistema lo habían diseñado, evidentemente, para un caso de emergencia y seguramente no lo habrían usado jamás desde que se erigió la Ciudad.
Llevábamos una vida agotadora. En el túnel estábamos a salvo del calor, pero la gravedad seguía tirando con fuerza y seguía siendo necesario llevar aquellas odiosas mascarillas. Además estábamos muy faltos de sueño. Las habitaciones comunales sólo podían utilizarse doce horas al día y teníamos que descansar por turnos. Era frustrante encontrarse el lugar lleno de esclavos. En una ocasión que estaba derrengado, cuando llegué allí me encontré todos los camastros ocupados. Me dejé caer sobre el duro suelo y estuve durmiendo hasta que alguien me despertó poniéndome la mano en el hombro; con los ojos doloridos y los miembros que no me obedecían, comprendí que tenía que volver a levantarme, ponerme la máscara y sumirme en aquella neblina verde que era lo más parecido que teníamos a la luz del día.