El estanque de fuego (7 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: El estanque de fuego
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Primero lo sentí: el suelo vibraba bajo nuestros pies con las lejanas pisadas de los enormes pies metálicos. Una tras otra caían en sucesión implacable, cada una más nítida que la anterior. «Crin» tenía la cabeza vuelta hacia la derecha, aguardando al Trípode. Por fin llegó; una pata monstruosa quebró el perfil de la colina, seguida del hemisferio. Temblé y noté que «Crin» también temblaba. Le di unas palmadas, intentando que recobrara la calma. Yo estaba alerta por si el Trípode se desviaba del trayecto que había seguido en dos ocasiones. Si no avanzaba hacia mí, yo tenía que avanzar hacia él. Esperaba no tener que hacerlo. Me alejaría de la trampa y además significaría que yo tendría que darme la vuelta para llevarlo hasta allí, procedimientos ambos que harían la empresa mucho más peligrosa.

Cambió de dirección. No interrumpió la marcha, sino que hizo girar una pata. No perdí más tiempo; toqué los flancos de «Crin» con los talones. Salió disparado, la persecución había empezado.

Quería volver la vista para ver cuánto se me acercaba mi perseguidor, pero no me atreví; tenía que volcar hasta el último ápice de energía en el galope. Sin embargo pude darme cuenta, merced al acortamiento de los intervalos entre pisada y pisada, de que el Trípode estaba aumentando la velocidad. Las señales que conocía por mis carreras de práctica iban quedándose atrás por ambos lados.

Delante estaba la costa, el mar gris oscuro, rizado de blanco porque se había levantado viento. El viento me daba en la cara y yo sentí un resentimiento absurdo contra él porque hacía más lenta, aunque sólo fuera la fracción de una fracción de segundo, mi huida. Pasé junto a una zarza que conocía, junto a una roca en forma de pan de pueblo. No quedaba más que un cuarto de milla… No bien concebí esta idea cuando oí el silbido del acero surcando el aire, el ruido del tentáculo que bajaba hacia mí chasqueando.

Hice un cálculo y desvié a «Crin» hacia la derecha. Pensé que esta vez me había librado, que el tentáculo fallaría; entonces noté que «Crin» se estremecía violentamente por la conmoción que le acusó el mayal metálico al alcanzarlo. Debió de darle en los cuartos traseros, justamente por detrás de la montura. Se tambaleó y cayó. Logré quitar los pies de los estribos y pasar por encima de su cabeza cuando él caía. Me di contra el suelo, rodé, me puse de pie y salí corriendo.

Esperaba que en cualquier momento me levantaran por los aires. Pero el Amo que controlaba el Trípode estaba más inmediatamente ocupado con «Crin». Eché un rápido vistazo hacia atrás y vi que lo tenían en vilo; se resistía débilmente; después lo acercaron a las ventanillas de la base del hemisferio para examinarlo mejor. No me atreví a prestarle más atención y seguí corriendo. Sólo doscientas yardas… Si el Trípode se concentraba en «Crin» el tiempo suficiente yo llegaría.

Me arriesgué a echar un segundo vistazo hacia atrás justo a tiempo de ver cómo dejaban caer a mi pobre caballo desde una altura de sesenta pies; quedó en el suelo, hecho una masa maltrecha. Y vi que el Trípode se ponía otra vez en movimiento, iniciando una nueva persecución. Yo no podía correr más rápidamente de lo que lo hacía. Los pies metálicos caían sordamente en pos de mí y el borde de la trampa no parecía estar más cerca. Durante las últimas cincuenta yardas pensé que me llegaba el fin, que el tentáculo estaba a punto de apoderarse de mí. Creo posible que el Amo estuviera jugando conmigo como si fuera un enorme gato de metal y yo un ratón que correteaba. Eso fue lo que sugirió Larguirucho después. Entonces yo sólo sabía que me dolían las piernas y que los pulmones parecían a punto de estallarme. Me di cuenta al llegar a la trampa de que había un nuevo peligro. Yo sabía reconocer la senda desde una altura de jinete y las cosas eran distintas al ir corriendo: el cambio era totalmente desorientador. En el último momento reconocí una piedra determinada y me dirigí hacia allí. Iba por el sendero. Pero aún tenía que cruzar y el Trípode tenía que seguirme.

Supe que lo había hecho, que había tenido éxito en mi labor, cuando en lugar de la pisada de un pie sobre la tierra firme, oí un desgarramiento a mis espaldas al tiempo que sentía cómo la superficie en la que pisaba cambiaba y se desplomaba. Me agarré febrilmente a una rama entrelazada a la superficie que tapaba el hoyo. Se soltó y volví a caer. Me así a otra rama, esta vez de espino, y aguantó más lacerándome las manos mientras me aferraba a ella. Estando de tal guisa suspendido el cielo se ennegreció sobre mi cabeza. La superficie del hoyo cedió bajo la pata delantera del Trípode mientras la segunda se hallaba en vilo. Perdido el equilibrio, se precipitó hacia delante, mientras el hemisferio se bamboleaba sin esperanza de un lado a otro y hacia abajo. Alcé la vista y lo vi pasar por delante de mí; un momento después oí el impacto contra la tierra firme del fondo de la trampa. Yo colgaba a media altura del hoyo, con grave riesgo de caerme. Sabía que nadie iba a acudir en mi ayuda: todos tenían cosas más importantes que hacer. Traté de rehacerme, disponiéndome a trepar, lenta y cautelosamente, por el entramado de cañas y ramas del que estaba suspendido.

Cuando llegué al lugar de los hechos las cosas estaban bastante avanzadas. No había ningún cierre externo en el compartimiento que empleaban para transportar seres humanos, como cuando nos llevaron desde el Campo de los Juegos hasta la Ciudad; de hecho, la puerta circular se había abierto con el golpe. Fritz guió al grupo que llevaba la máquina de cortar metales hasta el interior de aquella cabina y se pusieron a trabajar en la puerta interior. Llevaban mascarillas para protegerse del aire verde que se escapaba a medida que iban perforando la entrada. A los que aguardaban fuera les pareció que pasaba mucho tiempo, pero en realidad fue sólo cuestión de minutos hasta que se encontraron dentro y abordaron a los aturdidos Amos. Fritz confirmó que uno estaba indudablemente vivo; le cubrieron la cabeza con la mascarilla que tenían preparada y se la ajustaron por el centro del cuerpo. Vi cómo lo sacaban. Habían llevado una carreta hasta el hemisferio caído; en ella se encontraba la enorme caja (de madera, pero impermeabilizada con una especie de alquitrán que mantendría el aire verde en el interior) donde se le transportaría. Tiraron de él y lo empujaron hasta que por fin lo metieron dentro: una figura grotesca con tres patas cortas, un cuerpo cónico, largo, más estrecho por arriba, tres ojos, tres tentáculos, y aquella repulsiva piel de reptil que yo recordaba con vivísimo horror. Colocaron la tapa de la caja y vinieron más hombres para ajustarla. Taparon de momento un tubo que salía de una esquina; una vez en la barca lo emplearían para renovarle el aire. Avisaron a los hombres que llevaban los tiros de caballos y éstos empezaron a tirar, arrastrando la carreta y su cargamento hacia la playa.

Los demás borramos, en la medida de lo posible, las huellas que habíamos dejado en el lugar. Cuando los Amos encontraran el Trípode destruido ya no podrían dudar que se encontraban frente a una oposición organizada (esto no era algo fortuito, como lo fuera la destrucción de aquel Trípode cuando nos dirigíamos a las Montañas Blancas), pero aun cuando esto supusiera una declaración de guerra no tenía sentido dejar pistas innecesarias. Me hubiera gustado enterrar a «Crin», pero no había tiempo para eso. Por si la treta pudiera ser de utilidad una segunda vez, eliminamos el tinte de su cuerpo con esponjas y lo dejamos allí. Cuando nos fuimos, caminé alejado de los demás, pues no quería que me vieran las lágrimas.

Arrastraron el carro por entre las olas, sobre un firme suelo de arena, hasta que el agua llegaba al pecho de los caballos. La barca de pesca, que estaba en la orilla, era lo bastante baja como para situarla de costado, y allí subimos mediante poleas la caja donde teníamos a nuestro prisionero. Al ver con qué suavidad se efectuaba la operación me quedé más asombrado que nunca, impresionado por la meticulosidad con que todo estaba planeado. Soltaron a los caballos de la carreta y los llevaron a la orilla; desde allí los dispersaron hacia el norte y hacia el sur, por parejas; una montada, la otra llevada de las riendas. Los demás apoyamos nuestros cuerpos mojados y temblorosos en la borda.

Quedaba una cosa por hacer. Habían atado una cuerda a la carreta y cuando el barco zarpó ésta siguió rodando detrás de nosotros, hasta que la cubrieron las olas. Cuando sucedió esto cortaron la cuerda y la barca, libre de aquel peso, pareció elevarse entre las olas grises. Los caballos de la orilla habían desaparecido. Sólo quedaban los restos maltrechos del Trípode y una tenue neblina verde que emergía del hemisferio mutilado. Los otros Amos que había dentro estaban ya, sin lugar a dudas, muertos. Lo que verdaderamente importaba era que el emisor de interferencias había funcionado. El Trípode estaba allí, destrozado, solo; ningún otro venía en su ayuda.

Nuestro rumbo era el sur. Con un fuerte viento procedente del oeste, levemente desviado hacia el norte, el avance era lento y había que virar mucho. Todos los hombres disponibles se ocuparon de esto y poco a poco nos fuimos alejando del punto de embarque. Fue necesario evitar un saliente; lo rodeamos con lentitud dolorosa, contra el oleaje de la marea, que acababa de cambiar.

Pero ahora la orilla quedaba muy lejos y el Trípode no era más que un punto en el horizonte. Nos trajeron de la cocina cerveza caliente, con especias, para quitarnos el frío de los huesos.

CAPÍTULO 4
UN POCO DE BEBIDA PARA RUKI

Una vez que regresamos al castillo Julius dispuso una reorganización general. A muchos de los que habían tomado parte en la captura del Amo se les encomendaron obligaciones en otros lugares y el propio Julius se fue dos o tres días después. La crisis inmediata estaba superada; el examen y estudio de nuestro cautivo duraría largas semanas, o meses, y quedaba otra media docena o más de aspectos que requerían su atención y supervisión. Yo pensé que a lo mejor también nos enviaban fuera a Fritz y a mí, pero no fue así. Nos retuvieron en calidad de guardianes. La perspectiva de una inactividad relativa la contemplaba con sentimientos encontrados. Por un lado, me daba cuenta de que podría resultar aburrido después de algún tiempo; por otro, no lamentaba disfrutar de un descanso. A nuestras espaldas dejábamos un año largo y agotador.

También resultaba agradable mantener un contacto bastante continuado con Larguirucho, que pertenecía al grupo examinador. Fritz y yo nos conocíamos muy bien a estas alturas y éramos buenos amigos, pero yo había echado de menos la mentalidad de Larguirucho, más inventiva y curiosa. Él no lo decía, pero yo sabía que los demás científicos, todos mucho mayores que él, lo miraban con mucho respeto. Él nunca evidenciaba el menor indicio de vanidad al respecto, pero tampoco lo hacía nunca en ningún orden de cosas. Estaba demasiado interesado por lo que iba a suceder a continuación como para molestarse por sí mismo.

Como compensación a varias cosas que perdimos, salimos ganando algo, y por lo que a mí se refería era una ganancia de la que habría podido prescindir perfectamente. Se trataba de Ulf, el antiguo patrón del «Erlkönig», la gabarra que debía habernos transportado por el río hasta los Juegos a Fritz, a Larguirucho y a mí. Se vio obligado a abandonar la barcaza por motivos de enfermedad y Julius lo había nombrado jefe de la guardia del castillo. Esto significaba, por supuesto, que Fritz y yo estábamos directamente bajo su autoridad.

Se acordaba muy bien de los dos y actuó conforme a sus recuerdos. Por lo que a Fritz se refería eran todos muy buenos. En el «Erlkönig», como en toda otra circunstancia, había obedecido las órdenes escrupulosamente y sin hacer preguntas, limitándose a dejar en manos de sus superiores cuanto quedaba fuera de la labor que se le asignaba. Larguirucho y yo fuimos los transgresores; primero, por convencer a su ayudante de que nos dejara irnos de la barca para ir en su busca y, después, en mi caso, por enzarzarme en una pendencia con la gente de la ciudad, con lo cual me metí en problemas y, en el caso de Larguirucho, por desobedecerle y salir a rescatarme. La barcaza se fue sin esperarnos y nos vimos obligados a seguir río abajo, hacia los Juegos, por nuestra cuenta.

Larguirucho no quedaba bajo la jurisdicción de Ulf, y creo que éste le tenía bastante respeto por ser uno de los sabios, de los científicos. Mi caso era completamente distinto. Yo no tenía ninguna aureola y él era mi superior. El hecho de que, a pesar de que nos abandonaran, hubiéramos llegado a tiempo a los Juegos, que yo hubiera ganado allí y, junto con Fritz, hubiera entrado en la Ciudad, regresando en su momento con información, no lo aplacó. En todo caso, empeoraba las cosas. La suerte, según lo veía él, no era un sustituto de la disciplina; antes bien, era su enemiga. Mi ejemplo podía animar a otros a cometer locuras similares. La insubordinación era algo a aniquilar y él era el hombre encargado del aniquilamiento.

Detecté su acritud, pero al principio no me la tomé en serio. Pensé que sólo estaba dando salida a un resentimiento causado por mi comportamiento irreflexivo (reconocido como tal por mí) durante nuestra relación anterior. Decidí sobrellevarlo con alegría y no dar esta vez ningún motivo de queja. Fui dándome cuenta poco a poco de que su antipatía tenía en realidad unas raíces muy hondas y de que nada de cuanto yo hiciera tenía probabilidades de cambiar aquello. No me di cuenta hasta más adelante del hombre tan complejo que era; ni tampoco de que al atacarme combatía una debilidad, una inestabilidad que formaba parte de su propia naturaleza. Todo lo que yo sabía era que cuanto más cortés, pronta y eficazmente obedecía las instrucciones, tantas más broncas y obligaciones adicionales me ganaba. No es de extrañar que al cabo de unas semanas lo aborreciera casi tanto como a mi Amo de la Ciudad.

Su aspecto físico y sus costumbres no ayudaban en nada. Su rechonchez, sus labios gruesos y su nariz aplastada, la alfombra de vello negro que le asomaba por entre los ojales de la camisa, todo eso me repugnaba. Era la persona que más ruido hacía al comer sopas y estofados de cuantas me he encontrado jamás. Y su tic de estar constantemente carraspeando y escupiendo no había mejorado, sino empeorado, merced al hecho de que ahora no escupía en el suelo, sino en un pañuelo a manchas rojas y blancas que llevaba en la manga. Entonces no sabía que buena parte del color rojo correspondía a su propia sangre: estaba moribundo. Tampoco estoy seguro de que, de saberlo, la cosa hubiera sido distinta. Me tiranizaba continuamente y cada día me resultaba más difícil controlar mi estado de ánimo.

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