Read El estanque de fuego Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
—Un fracaso espantoso, —concluyó.
—Tuvisteis mala suerte, —dije yo—. Todos necesitábamos buena suerte para triunfar y vosotros no la tuvisteis.
—Ni siquiera fue un fracaso, —dijo Fritz—. Sea lo que fuere lo ocurrido a los que perdisteis, seguramente evitaron que los capturaran hasta que ya fue demasiado tarde. A las otras Ciudades no llegó ningún aviso.
Larguirucho dijo:
—Yo estaba con Julius cuando llegaron las noticias. Dijo que se habría sentido satisfecho con que hubiéramos tomado una sola Ciudad. Dos era más de lo que nadie había podido esperar.
Henry dijo:
—Eso no modifica el hecho de que sigan teniendo en su poder el continente de los americanos. ¿Ahora qué hacemos? No tendríamos muchas posibilidades de volver a hacernos pasar por espías. Puede que no sepan bien qué les ha salido mal, pero indudablemente no volverán a confiar en los esclavos humanos.
Dije:
—Entiendo por qué no han contraatacado.
—Todavía pueden hacerlo, —dijo Fritz.
—Lo están retrasando un poco. Si hubieran conseguido establecer otro transmisor aquí antes de que hubiéramos inutilizado las Placas, nos habrían puesto las cosas mucho más difíciles.
No era posible extraer las Placas, que estaban unidas a la misma carne de quienes las llevaban; pero nuestros científicos descubrieron cómo dañar la malla de modo que ya no desempeñara su cometido. Y nosotros, por nuestra parte, nos quitamos las Placas falsas con que nos disfrazábamos; era maravilloso no sentir la presión del metal contra el cráneo.
Fritz dijo:
—Creo que es posible que hayan decidido concentrarse en la defensa. La Ciudad de aquí y la del este han sido destruidas y no pueden hacer nada al respecto. Dentro de un año y medio llegará la gran nave procedente de su planeta natal. Seguramente creen que sólo tienen que aguantar hasta entonces. Mientras sigan teniendo un continente pueden instalar las máquinas y envenenar nuestro aire.
Henry dijo con desasosiego:
—Año y medio… No es mucho. ¿Sabes qué están planeando, Larguirucho?
Larguirucho asintió:
—Algo sé.
—Pero supongo que no puedes decirlo.
Sonrió.
—Lo sabréis muy pronto. Creo que Julius nos lo va a revelar en el banquete de mañana.
Como seguía haciendo buen tiempo el banquete tuvo lugar en el patio del castillo. Se celebraba la victoria, agasajando a los que habían tomado parte en la conquista de la Ciudad; y por cierto que fue un magnífico agasajo. Había toda clase de pescados marinos y de río; había truchas y cangrejos a la parrilla con mantequilla; después un surtido de pollo, pato, lechón, pastel de pichón y filetes de buey asado en barbacoa. También había vino espumoso del norte, como el que bebimos en el banquete de despedida de los Juegos. Tan impresionante como la bebida y las viandas era el hecho de no tener que efectuar las cansadas tareas de preparar la comida, poner la mesa y demás. Ahora teníamos criados que nos traían la comida. Se trataba de hombres que tenían Placa. Nos trataban como a héroes (así lo hacían todos los que llevaban Placa), lo cual resultaba embarazoso pero no desagradable. El hecho de que los que cocinaban fueran gentes expertas en aquel arte era una auténtica mejora.
Julius habló de la misión. No derrochó alabanzas; fue más bien parco, pero yo me ruboricé al escucharle. Hizo especial mención de Fritz, como era de justicia. La firmeza y los recursos de Fritz nos habían sacado adelante.
Prosiguió:
—Os habréis estado preguntando qué va a pasar ahora. Hemos logrado destruir las Ciudades enemigas aquí y en el este. Pero aún nos falta tomar una Ciudad, y mientras ésta aguante tenemos un cuchillo en la garganta. Ha pasado más de la mitad del escaso tiempo con que contábamos. Tenemos que destruir la ciudadela final antes de que llegue su nave.
»Pero por lo menos sólo es una. Si se organiza bien y se ejecuta adecuadamente, un solo asalto nos proporcionará la victoria. Y puedo decir que ya hay un plan muy adelantado.
»Se basa, como es menester si se quiere tener éxito, en la especial vulnerabilidad derivada del hecho de que son ajenos a este mundo y deben rodearse de su propia atmósfera para sobrevivir. En los primeros ataques drogamos a los Amos y desconectamos la energía que hacía funcionar a la Ciudad, pero la destrucción tan sólo sobrevino cuando se resquebrajó la cúpula, escapándose su aire y penetrando el de la Tierra. De este modo tenemos que atacar la Ciudad que queda.
»Carecería de sentido intentar repetir el intento de sabotaje desde dentro. Las últimas noticias procedentes del oeste dicen que los Amos han dejado de reclutar hombres que lleven la Placa. No sabemos qué ha sido de los que vivían en la Ciudad en calidad de esclavos, pero estamos casi seguros de que o los han matado o les han ordenado darse muerte. No; debemos atacar desde el exterior, y la cuestión es cómo hacerlo.
»En la antigüedad, según hemos aprendido, los hombres disponían de medios para arrasar territorios tan extensos como la Ciudad desde la otra parte del mundo. Podríamos volver a fabricar dichos medios, pero no dentro del plazo que nos queda. Podríamos construir un tipo más primitivo de arma para lanzar explosivos, pero no serviría. Otro informe procedente del otro lado del océano nos dice que los Amos están devastando una extensión de muchas millas, tanto al norte como al sur, asegurándose de imposibilitar cualquier forma de vida que pudiera resultarles amenazadora. Necesitamos algo distinto.
»Y creo que lo tenemos. Nuestros antepasados lograron algo que al parecer los Amos nunca han igualado. Se trata de la construcción de máquinas capaces de volar. Los Amos llegaron de un planeta tan pesado que volar allí debía de ser difícil, si no imposible. Pasaron directamente del transporte por superficie al transporte entre distintos mundos. Es de suponer que, después de conquistar la Tierra, habrían podido copiar las máquinas voladoras que se usaban aquí; pero no lo hicieron. Quizá por una especie de orgullo, o porque pensaron que los Trípodes eran más que suficientes para llevar a cabo sus propósitos… o porque, debido a otra peculiaridad de su mente, les diera miedo.
Me acordé del miedo y del vértigo que sentí al subir por la rampa de la Muralla, y después al caminar por la estrecha cornisa que se elevaba por encima de todos los tejados de la Ciudad. Era evidente que los Amos no padecían aquella sensación, de lo contrario no hubieran edificado de tal guisa. Pero el miedo no entraña siempre racionalidad. Pudiera ser que se encontraran bien mientras estuvieran en contacto con el suelo y que, cuando no era así, sintieran terror.
Julius dijo:
—Hemos construido máquinas voladoras…
Lo dijo normalmente, sin énfasis, pero sus palabras se perdieron en un espontáneo estallido de aplausos en el que todos prorrumpimos.
Julius alzó la mano solicitando silencio, pero sonreía.
—No son máquinas como las que construían los antiguos, máquinas capaces de transportar a centenares de personas a través del océano occidental en unas horas. Sí, puede que os asombre, pero es cierto. Eso, al igual que las máquinas capaces de lanzar la destrucción de una punta del mundo a la otra, está más allá de nuestras posibilidades actuales. Las nuestras son máquinas pequeñas y sencillas. Pero vuelan y puede llevarlas un hombre, y además transportar explosivos. Así son las que vamos a usar y, con tales medios, esperamos resquebrajar el último caparazón del enemigo.
Siguió hablando en términos más generales. Yo esperaba que dijera algo sobre el papel que desempeñaríamos en la nueva empresa, pero no lo hizo. Más tarde, cuando estábamos presenciando la actuación de unos juglares, le pregunté directamente:
—¿Cuándo empezamos el entrenamiento con las máquinas voladoras, señor? ¿Será aquí o al otro lado del océano?
Me miró con ojos divertidos.
—Hubiera dicho que estabas demasiado lleno como para hablar, Will, después de todo lo que te he visto engullir; no digamos ya para que pensaras en volar. ¿Cómo te las arreglas para comer tanto y seguir tan menudo?
—No lo sé, señor. En cuanto a las máquinas… ¿de verdad que ya las han construido?
—Sí.
—¿Entonces podremos empezar a aprender su manejo pronto?
—Ya tenemos hombres que están aprendiendo. De hecho, ya han aprendido. Ahora es cuestión de que practiquen.
—Pero…
—¿Pero qué papel desempeñáis vosotros? Escucha, Will, un general no utiliza las mismas tropas una y otra vez. Fritz y tú habéis actuado bien y os habéis ganado un descanso.
—¡Señor! Eso fue hace meses. Desde entonces lo único que hemos hecho ha sido vivir a cuerpo de rey. Preferiría, con mucho, empezar a entrenarme en las máquinas voladoras.
—Eso no lo pongo en duda. Pero un general tiene que hacer otra cosa más: tiene que organizar su tiempo y sus hombres. No hay que esperar a que concluya una operación para empezar la siguiente. No nos atrevimos a lanzar las máquinas al aire mientras aún existía la Ciudad; pero ya entonces nuestros hombres las estaban estudiando, así como los libros sobre el vuelo. Utilizamos la primera máquina al día siguiente de que reventara la cúpula de la Ciudad.
Argüí:
—Pero yo podría sumarme a ellos y seguramente me pondría a su nivel. Usted ha dicho que soy pequeño. ¿No servirá eso de ayuda? Quiero decir que así la máquina tendría que llevar menos peso.
Negó con la cabeza:
—El peso no tiene tanta importancia. En todo caso tenemos pilotos más que suficientes. Ya conoces la norma, Will. Las preferencias individuales no cuentan; lo único que cuenta es lo que conduce a la eficacia y, consiguientemente, al éxito. El número de máquinas que tenemos es limitado, y en consecuencia lo son también los medios para entrenar a los pilotos. Aunque yo pensara que eres mucho más apto que los que ya tenemos, —y de hecho no lo pienso—, no aprobaría algo que supone esperar a que te pongas al nivel de otros que están más avanzados. No sería eficaz.
Había hablado con mayor firmeza, hasta cierto punto regañándome, y no me quedó más remedio que aceptar su decisión y poner la mejor cara que pude. Sin embargo, más tarde se lo conté a Fritz con resentimiento. Me escuchó con su imperturbabilidad habitual, y comentó:
—Lo que ha dicho Julius es justo, por supuesto. A ti y a mí nos incluyeron en el grupo que tenía que atacar la Ciudad porque habíamos vivido allí y teníamos la ventaja de conocerla. Tal ventaja no existe en el caso de las máquinas voladoras.
—¿Así que tenemos que quedarnos aquí, perdiendo el tiempo, sin hacer nada, mientras pasan cosas al otro lado del océano?
Fritz se encogió de hombros:
—Eso parece. Y puesto que no se puede elegir más vale que nos lo tomemos lo mejor posible.
Mucho me temo que a mí aquello no se me daba nada bien. Seguía pensando que habríamos podido ponernos al nivel de los que nos llevaban ventaja en la conducción de las máquinas voladoras; también pensaba que lo que habíamos hecho nos daba derecho a tomar parte en el ataque final. Tenía la esperanza de que Julius cambiara de idea, aunque aquello no era algo que sucediera con frecuencia. Sólo perdí la esperanza la mañana que se fue del castillo a caballo, camino de otra de nuestras bases.
Estando de pie junto a las almenas agrietadas, viendo su caballo alejarse, Larguirucho se me acercó. Preguntó:
—¿Nada que hacer, Will?
—Podría hacer muchas cosas. Nadar, tumbarme al sol, cazar moscas…
—Antes de irse Julius me dio permiso para iniciar un proyecto. Podrías ayudarme.
Dije, con indiferencia:
—¿De qué se trata?
—¿Te he hablado alguna vez de cuando, antes de conocerte, me fijé en el hecho de que el vapor que despiden las cacerolas va hacia arriba, y entonces intenté construir un globo que se elevara en el aire y que quizá podría transportarme?
—Lo recuerdo.
—Mi idea era alejarme flotando hasta llegar a una tierra donde no hubiera Trípodes. Por supuesto, no dio resultado. Al principio el aire se enfriaba y entonces volvía a descender rápidamente. Pero cuando trabajamos intentando separar los gases que componen el aire, a fin de construir aquellas máscaras especiales para que entrarais en la Ciudad nadando a contracorriente, descubrimos también cómo se preparan gases más ligeros que el aire. Si se utilizan éstos para rellenar el globo entonces éste debería ascender y mantenerse en alto. De hecho, los antiguos lo tuvieron antes de construir las máquinas voladoras.
Dije, sin demasiado entusiasmo:
—Parece muy interesante. ¿Qué quieres que haga yo?
—He construido unos cuantos globos y he convencido a Julius de que me deje llevar unas cuantas personas para ver si conseguimos hacerlos funcionar. Levantaremos nuestro propio campamento y… bueno, los haremos volar, supongo. ¿Quieres apuntarte? Se lo he preguntado a Henry y a Fritz y están deseando hacerlo.
En otras circunstancias la idea me habría fascinado. Sin embargo, en aquel momento, me lo tomé como la rúbrica definitiva a la negativa de Julius a dejarme tomar parte en el ataque aéreo contra la tercera Ciudad y, comparándolo con ello, me parecía algo muy aburrido. Dije, a regañadientes:
—Supongo que sí.
Mi resentimiento era pueril y, cuando por fin acepté las cosas, logré eliminarlo en seguida. Me ayudó el hecho de que montar en globo era tremendamente divertido. Transportamos los globos en carretas hasta un lugar del interior, una zona agreste, casi sin habitar. El terreno era monstruoso y abrupto, se trataba de las estribaciones de una cordillera menos alta que las Montañas Blancas, aunque era bastante impresionante. Una de las cosas que quería aprender Larguirucho era a maniobrar en medio de las distintas ráfagas y corrientes de aire; en aquellos montes se daban mucho.
El globo propiamente dicho era de hule e iba sujeto por una malla de cuerda de seda que, a su vez, estaba atada a la cesta en la que viajábamos. La cesta se fijaba al suelo mediante unos postes, después empezábamos a llenar de gas ligero el globo, que empezaba a agitarse y hacer fuerza contra las cuerdas como si se sintiera impaciente por subir y alejarse. El globo era bastante grande, de unos diez pies de diámetro, y la cesta era lo bastante grande como para transportar a cuatro personas, aunque normalmente la tripulación era de dos. También llevaba lastre, unos sacos de arena que se dejaban caer para aligerar el peso cuando las corrientes tiraban hacia abajo. El descenso era una cuestión relativamente sencilla. Se tiraba de una cuerda que abría un poco el globo, dejando salir parte del gas ligero. No era nada difícil, pero había que tener cuidado: si se abriera del todo, globo y cesta caerían como si de una piedra se tratara… perspectiva nada halagüeña cuando se tenía el suelo a centenares de pies de distancia.