Read El estanque de fuego Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
—Si nos los encontramos de nuevo en el espacio exterior… entonces les tocará a ellos tener miedo de nosotros.
El salón de la conferencia tenía grandes ventanales a un lado, a través de los cuales se veía por lo menos una docena de cumbres nevadas, así como el gran río de hielo, que se movía imperceptiblemente entre aquéllas a lo largo de treinta millas. Dominándolo todo se alzaba el sol, en medio de un cielo sin nubes. Todas las cosas parecían nítidas y deslumbrantes; tanto brillo había que era necesario ponerse gafas oscuras para mirar más de un instante.
En el salón, el Consejo, presidido por Julius, ocupaba una mesa situada en un estrado que se elevaba ligeramente sobre el nivel del suelo. La mayor parte del espacio restante lo ocupaban los asientos de los delegados. Al fondo, tras una barrera formada por una cuerda sedosa, estaba el lugar que nos reservaban a los demás. Se trataba de personas que, al igual que nosotros, habían sido especialmente invitadas por el Consejo: determinados funcionarios, representantes de los periódicos y de las emisoras de radio. (Nos habían prometido que al cabo de uno o dos años tendríamos algo denominado televisión, mediante lo cual la gente podría ver desde sus hogares cosas que estuvieran sucediendo en las partes más remotas del mundo. Era un ingenio que habían utilizado los Amos, durante una etapa preliminar de su conquista, para hipnotizar a los hombres y de ese modo controlar su mente; antes de volver a construirlo nuestros científicos estaban tomando medidas para impedir que volviera a suceder aquello).
Aunque era espaciosa y de techo alto, la sala estaba atestada. Nuestros asientos se hallaban en la primera fila de la zona que nos correspondía, de modo que dábamos directamente sobre los bancos de los delegados, que se hallaban dispuestos en círculos concéntricos en torno a un pequeño espacio central. Cada sección ostentaba un rótulo con el nombre del país al cual pertenecía. Vi el nombre de mi país, Inglaterra; los nombres de Francia, Alemania, Italia, Rusia, Estados Unidos de América, China, Egipto, Turquía… era imposible distinguirlos todos.
Por una puerta situada en el extremo opuesto empezaron a entrar uno a uno los miembros del Consejo, que fueron ocupando sus lugares ante la mesa del estrado. Todos nos pusimos de pie. Julius entró en último lugar, apoyándose en un bastón, y toda la sala estalló en un mar de aplausos. Cuando por fin cesaron, el secretario del Consejo, un hombre llamado Umberto, tomó la palabra. Fue breve. Anunció la apertura de la Conferencia del Hombre y dio la palabra al presidente del Consejo.
Hubo más aplausos, acallados por Julius mediante un leve gesto de la mano. También hacía dos años que yo no le veía. No parecía muy cambiado. Puede que estuviera algo más encorvado, pero sus ademanes seguían siendo enérgicos y su voz potente.
No perdió el tiempo hablando del pasado. Lo que nos preocupaba era el presente y el futuro. Nuestros científicos y tecnólogos estaban recuperando velozmente los conocimientos y técnicas de nuestros antepasados, incluso mejorándolos. Era incalculable lo que todo esto prometía. Pero el futuro glorioso que el hombre podía y debía disfrutar dependía también de la forma en que se gobernase, pues el hombre es la medida de todas las cosas.
Un futuro glorioso… Pensé que Julius tenía razón al hablar de aquella guisa, pues no cabía dudar que, al hacerlo, hablaba en nombre de la inmensa mayoría de los pueblos del mundo. Tenían un apetito insaciable por los juguetes y las maravillas del pasado. Dondequiera que uno fuera, en los lugares denominados civilizados, se oía la radio y se esperaba la televisión con gran impaciencia. Cuando venía hacia aquí visité a mis padres; mi padre hablaba de instalar una planta eléctrica en el molino. En Winchester habían empezado a construir edificios muy altos, a un tiro de piedra de la catedral.
Era lo que quería la mayoría de la gente, pero yo no. Pensaba en cómo era el mundo en el que nací y en el que crecí: un mundo de aldeas y pueblos donde se llevaba una vida pacífica y ordenada, sin problemas, sin prisas, que se adaptaba al ritmo de las estaciones. También recordé mi estancia en el Château de la Tour Rouge, al Comte y a la Comtesse, los días que montaba a caballo y me sentaba ociosamente al sol, los prados en verano, los arroyos cuajados de truchas, los escuderos que juntos charlaban y reían, las justas de los caballeros durante el torneo… a Eloise. Su rostro menudo y apacible, tan encantador bajo el marco del turbante azul, tan claramente como si fuera ayer, cuando me recobré de la fiebre y la vi, mirándome. No, aquel magnífico nuevo mundo que estaban construyendo tenía pocos atractivos para mí. Por suerte yo podía darle la espalda y hacer las cosas a mi modo en pacíficos mares y puertos remotos.
Julius seguía hablando del gobierno. Aquél era el asunto crucial y todo lo demás se derivaba del mismo. El Consejo se había constituido en los tiempos que un puñado de hombres se ocultaban en cavernas, conspirando para recuperar la libertad del mundo. Se había alcanzado dicha libertad y habían surgido gobiernos locales que administraban sus territorios por todo el mundo. Los asuntos internacionales, el control de la ciencia y cosas así quedaban dentro de la jurisdicción del Consejo.
Estaba claro que por el interés de todos convenía que se mantuviera algún sistema semejante. Pero también era esencial que quedara bajo el control democrático de los pueblos del mundo. Por tal motivo el Consejo se disponía a disolverse y traspasar sus funciones y su autoridad a un organismo similar, aunque posiblemente más numeroso, que sería adecuadamente representativo. Esto haría falta estudiarlo y organizarlo, y después debería haber un período de transición. La conferencia tendría que decidir cuánto tiempo se requería. Asimismo debería la conferencia designar el nuevo Consejo provisional que ocuparía el lugar del actual.
—Creo que esto es todo cuanto tengo que decir, —dijo Julius—. No me queda sino agradeceros a todos vuestra cooperación en el pasado y desear buena suerte al nuevo Consejo y al nuevo presidente.
Se sentó en medio de un renovado estallido de aplausos. Fue fuerte y entusiasta, pero vi que también era sorprendentemente desigual. Hubo incluso quienes no aplaudieron. Cuando se hizo el silencio alguien se puso en pie y el secretario, que hacía las veces de portavoz, dijo:
—Cedo la palabra al jefe de la delegación italiana.
Era un hombre bajo, de rostro moreno, con una mata de pelo ralo alrededor de la mal a de la Placa. Dijo:
—Propongo, antes que nada, la reelección de Julius como presidente del nuevo Consejo.
Se oyeron vivas, pero no por parte de todos los delegados.
El jefe de la delegación alemana dijo:
—Me adhiero a la moción.
Se oyeron gritos de «¡Que se vote!», pero también de rechazo. En medio de la confusión se levantó alguien que fue reconocido. Yo también lo reconocí, me acordaba de aquel hombre. Era Pierre, el que se enfrentó a Julius hacía ya seis largos años, en las cuevas. Era delegado por Francia.
Empezó a hablar con calma; pero yo pensé que no muy por debajo de la calma había otra cosa, algo mucho más violento. Primero arremetió contra todo el procedimiento sugerido de nombrar, en primer lugar, un nuevo presidente. Esto debería hacerse tras la formación de un nuevo Consejo, no antes. A continuación se manifestó contrario a la idea de que hubiera un período de transición durante el cual el Consejo actuaría como un organismo provisional. No había ninguna necesidad de ello. La conferencia tenía capacidad para designar un Consejo permanente y plenamente efectivo, y debería hacerlo. Ya habíamos perdido bastante tiempo.
Hizo una pausa y entonces, mirando directamente a Julius, prosiguió:
—No se trata sólo de no perder tiempo. Caballeros, se ha convocado esta conferencia para que tenga una utilidad. Se sabía de antemano que ciertos delegados propondrían la reelección de Julius como presidente. Se esperaba que, haciendo caso de nuestros sentimientos, votáramos a favor de que volviera a ocupar el cargo. Se nos pide que confirmemos en el poder a un déspota.
A continuación las voces se elevaron de tono, formándose un estrépito. Pierre aguardó a que se apagase y dijo:
—En tiempos de crisis puede que sea necesario aceptar el gobierno de un solo hombre, de un dictador. Pero ya no hay crisis. El mundo que estamos creando debe ser un mundo democrático. Y nosotros no podemos ceder a los sentimientos ni a ninguna otra debilidad. Se nos ha enviado aquí en representación del pueblo, para que sirvamos a sus intereses.
El delegado italiano dijo:
—Julius nos ha salvado a todos.
—No, —dijo Pierre—, eso no es verdad. Había otros que trabajaban y luchaban por la libertad: cientos, miles de personas. Entonces aceptamos que Julius fuera nuestro líder, pero eso no es razón para aceptarlo ahora. Fijaos en esta conferencia. El Consejo ha tardado bastante en convocarla. La autoridad de que está investido se le confirió hasta que los Amos fueran definitivamente derrotados. Eso sucedió hace casi tres años, pero sólo ahora, de mala gana…
Se originó un nuevo tumulto, en medio del cual se pudo oír que el delegado alemán decía:
—No fue posible antes. Ha sido necesario efectuar numerosos reajustes…
Pierre atajó sus palabras:
—¿Y por qué aquí? Hay decenas, centenares de lugares en el mundo más adecuados para celebrar una conferencia como ésta. Estamos aquí por el capricho de un tirano envejecido. ¡Sí, insisto! Julius quiso que se celebrara aquí la conferencia, entre los picos de las Montañas Blancas, como un medio más de recordarnos la deuda en que supuestamente hemos incurrido para con él. Muchos delegados proceden de las llanuras y encuentran opresivas las condiciones que se dan aquí. Varios han enfermado del mal de las alturas y se han visto obligados a descender a niveles más bajos. A Julius esto no le preocupa. Nos ha traído a las Montañas Blancas creyendo que no nos atreveríamos a votar contra él. Pero si a los hombres les preocupa la libertad, comprobará que está equivocado.
Por toda la estancia resonaron gritos a favor y en contra. Uno de los delegados americanos pronunció un discurso tranquilo y enérgico en favor de Julius. Lo mismo hizo un delegado chino. Pero hubo otros en la línea de Pierre. Un delegado hindú manifestó que las personalidades no tenían importancia. Lo que contaba era la construcción de un gobierno fuerte y enérgico, y para eso hacía falta un líder fuerte y enérgico. Y no uno debilitado por la edad. Julius había hecho grandes cosas y se le recordaría durante mucho tiempo. Pero ahora su lugar debía ocuparlo un hombre más joven.
Fritz, que estaba a mi lado, dijo:
—Van a votar su destitución.
—No pueden, —dije—. Es impensable. Hay unos cuantos que vociferan, pero a la hora de votar…
El debate se prolongó. Por fin llegó la votación; la moción proponía renovar el nombramiento de Julius como presidente. Habían instalado un dispositivo electrónico para que los delegados apretaran un botón que decía «a favor» o bien otro que rezaba «en contra»; los resultados se reflejaban en una pantalla situada en la pared de atrás. Se encendieron los enormes dígitos.
A favor: 152.
Contuve la respiración. En contra…
En contra: 164.
El escándalo que se originó, formado por gritos de alegría o de indignación, fue más violento que todos los anteriores. No concluyó hasta que pudo verse que Julius estaba de pie. Dijo:
—La conferencia se ha pronunciado, —su aspecto no había cambiado; su expresión era serena, pero su voz revelaba, súbitamente, un gran cansancio—. Todos debemos aceptar la decisión. Lo único que pido es que sigamos unidos independientemente del presidente y del Consejo que se nombren. Los hombres no cuentan. La unidad sí.
Esta vez se oyeron aplausos desperdigados. El jefe de la delegación de Estados Unidos dijo:
—Acudimos aquí de buena fe, dispuestos a trabajar conjuntamente con hombres de todas las naciones. Hemos presenciado discusiones mezquinas; se ha abusado de un gran hombre. Los libros de historia decían que así son los europeos, que jamás podrían cambiar; pero nosotros no les dimos crédito. Pues bien, ahora sí se lo damos. Esta delegación se retira de esta farsa de conferencia. Tenemos nuestro propio continente y sabemos cuidarnos solos.
Recogieron sus cosas y se dirigieron hacia la puerta. Antes de que la alcanzaran un delegado chino dijo, con voz suave y melodiosa:
—Estamos de acuerdo con la delegación americana. No creemos que sirva a nuestros intereses un Consejo dominado por pasiones como las que se han desatado hoy. Lamentándolo mucho, debemos partir.
Uno de los delegados alemanes dijo:
—Esto es obra de los franceses. Sólo se preocupan de sus propios intereses y ambiciones. Desean dominar Europa, como ya hicieron en el pasado. Pero yo les diría: cuidado. Los alemanes disponemos de un ejército que defenderá nuestras fronteras; nuestra fuerza aérea…
Sus palabras se perdieron en medio de un pandemónium. Vi que los delegados ingleses se levantaban y se iban, en silencio y disgustados, en pos de los que ya se habían marchado. Miré a Julius. Tenía la cabeza gacha y se tapaba los ojos con las manos.
Desde el edificio de la conferencia se podía salir al exterior y pasear por encima de una nieve dura, subiendo la misma ladera del Jungfraujoch. A nuestra izquierda resplandecía el Jungfrau, a nuestra derecha el Mönch y el Eiger. Se veía la cúpula del observatorio, que se había puesto de nuevo en funcionamiento a fin de estudiar los cielos, donde no había pasiones. Hacia abajo descendían los campos de nieve; se llegaba a ver el verde valle. Se estaba poniendo el sol y las sombras dominaban el valle.
No hablábamos desde que salimos de la sala. Ahora Larguirucho dijo:
—Si no hubiera muerto Henry…
Dije yo:
—¿Es que un solo hombre hubiera cambiado algo las cosas?
—Puede que sí; Julius lo hizo. Y tal vez no hubiera estado solo. Yo le habría ayudado de haberlo querido él.
Pensé en aquello. Dije:
—Puede que yo también. Pero Henry ha muerto.
Fritz dijo:
—Creo que es posible que deje mis actividades agrícolas. Hay cosas más importantes.
Larguirucho dijo:
—Estoy contigo.
Fritz hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Tu caso es distinto. Tu trabajo es importante, el mío no.
—No es tan importante como esto, —dijo Larguirucho—. ¿Tú qué dices, Will? ¿Estás dispuesto a iniciar esta nueva lucha…? Es una lucha más larga, menos emocionante, y al final no hay grandes triunfos. ¿Quieres dejar tus mares y tus islas y ayudarnos a intentar que los hombres vivan juntos en paz, además de en libertad? Un inglés, un alemán y un francés: sería un buen comienzo.