El estanque de fuego (19 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: El estanque de fuego
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Se estaba quebrando la hilera, dispersándose a causa de algunas leves variaciones del viento. Unos globos avanzaban mejor que otros. Me sentí contrariado al comprobar que el mío estaba quedando rezagado. Íbamos en dos grupos, nueve delante y otros tres formando la retaguardia. Henry también estaba entre estos tres. Lo saludé con la mano y él me devolvió el saludo, pero no estábamos lo bastante cerca como para que yo pudiera ver la expresión de su cara.

Perdimos de vista el río, pero antes de que pasara mucho tiempo encontramos o aquél u otro. Si era el mismo se había ensanchado. Más adelante desembocaba en un lago, una alargada extensión de agua que ocupaba por lo menos diez millas, a nuestra derecha. Debajo teníamos una tierra yerma y sin vida, de aspecto quemado y renegrido. Sería una parte de la zona que rodeaba la Ciudad, y que los Amos arrasaron como medida defensiva. Agucé la vista, pero hacia delante sólo vi, por un lado, agua y, por el otro, tierra desnuda, quemada. Los globos que iban en cabeza estaban aumentando la ventaja que nos sacaban a los rezagados. Era exasperante, pero no se podía hacer nada.

De hecho, todos nos desplazábamos con una lentitud mayor, ya que había cesado la lluvia y hacía menos viento. Nuestro avance estaba perfectamente calculado para un viento así, pero yo me preguntaba si el cálculo no sería erróneo, o si habría cambiado de dirección el viento y entonces acabaríamos yendo hacia el mar a la deriva, sin poder alcanzar nuestro objetivo. Más adelante el lago se curvaba abruptamente hacia la derecha. Pero allí mismo…

Discurría en dirección sudoeste, casi en línea recta, con total regularidad; era un canal construido por los antiguos para que sus grandes barcos pasaran de un océano a otro a través del istmo. Ningún barco lo surcaba, pero había algo que lo atravesaba, extendiéndose a ambas orillas: un gigantesco escarabajo de oro con el caparazón verde. El cálculo no era erróneo. Justamente delante de nosotros se encontraba la tercera Ciudad de los Amos.

No tuve tiempo de contemplarla. Ocupó mi atención otra cosa que surgió por detrás de una elevación del terreno situada a la izquierda de la Ciudad. Seguramente aquel Trípode regresaba rutinariamente a su base. Pero cuando divisó el grupo de globos que surcaban los aires se detuvo y cambió de dirección. Los alcanzó cuando el primer globo se encontraba a cien yardas de la Muralla. Un veloz tentáculo le pasó cerca; falló porque el piloto soltó lastre e hizo ganar altura a su nave. Los demás también se estaban aproximando al Trípode. El tentáculo salió nuevamente disparado y esta vez hizo blanco. El globo se arrugó y cayó, junto con la cesta, hacia un suelo mojado y oscuro. El Trípode semejaba un hombre matando insectos. Cayeron otros dos globos del grupo avanzado. Los demás pasaron. El primero se encontraba encima de la Ciudad. Algo cayó desde él. Conté: uno, dos, tres… No pasó nada. La bomba no había explotado.

Había dos globos que quedaban fuera del objetivo, desviados hacia la izquierda. Pero los tres restantes pasarían por encima de la enorme extensión de cristal verde. Cayó otra bomba. Volví a contar. Cuando estalló se oyó un ruido fuerte y sordo. Pero por lo que yo podía ver la cúpula aún seguía intacta. Después de eso ya no pude seguir viendo qué sucedía delante de mí. El Trípode se cruzaba directamente en mi camino.

Hasta entonces todos habían soltado lastre para remontarse y esquivar los golpes del enemigo. Supuse que se estaría acostumbrando a dicha maniobra. Aguardé a que el tentáculo se moviera para asestar el golpe y tiré de la cuerda; hubo una sacudida vertiginosa y sentí cómo descendía el globo. El tentáculo pasó por encima. No tengo ni idea de por qué margen, pues tenía la atención puesta en el suelo hacia el que me precipitaba. Solté apresuradamente sacos de arena y el globo salió disparado hacia arriba. Tenía el Trípode detrás, la Ciudad delante. Miré hacia atrás y vi que derribaban uno de los dos globos que quedaban; el otro siguió adelante. Esperaba que fuese el de Henry, pero no pude mirar para comprobarlo.

Había oído otras dos explosiones, pero la cúpula de la Ciudad aún seguía en pie. Mi globo se encontraba ahora encima de la misma; miré hacia abajo y vi borrosamente, a través del verde translúcido, los picos arracimados de las pirámides. Mi altura era más o menos la adecuada, si bien más por suerte que por otra cosa, después de aquella acción que me vi obligado a efectuar para librarme. Me agaché, extraje el dispositivo de seguridad, saqué la bomba por encima del borde de la cesta, la sostuve un instante y la dejé caer.

Al verse liberado de aquel peso el globo se elevó. Conté los segundos. Cuando iba a llegar a tres, la bomba llegó, resbaló y rebotó en la curva de la cúpula. Al estallar, una ráfaga de aire me agitó violentamente. Totalmente desanimado vi que en el cristal no había el menor indicio de rotura. De ese modo sólo quedaba una única esperanza, una frágil burbuja que intentaría resquebrajar el poderoso caparazón de los intrusos.

Era Henry. Lo supe por el color de la camisa. Se encontraba justo encima del centro de la Ciudad. Pero no a la altura prescrita por Larguirucho y los científicos. Vi cómo bajaba y bajaba… La cesta arañó la superficie de la cúpula.

Entonces comprendí qué pretendía. Nos había visto fallar a los que íbamos delante y supo cuál era la razón. Los científicos nos dijeron que las bombas tenían fuerza suficiente para destrozar el cristal, pues habían experimentado con la cúpula rota de la Ciudad que tomamos; pero desde luego la bomba tenía que estar en contacto con el cristal o muy cerca del mismo en el momento de la explosión. Al rebotar nuestras bombas quedaron fuera de dichos límites y lo más probable era que a él no le fuera mejor. Es decir, si dejaba caer la bomba.

Pero depositarla en la superficie ya era otra cuestión. Yo mismo pasé cerca del borde, donde el techo caía en curva. Pero Henry había tenido la suerte de pasar por el centro. La extensión de la cúpula era tan enorme que un hombre podría pasearse por encima sin dificultad.

Mi entendimiento se llenó de esperanza y de horror. La cesta volvió a rozar la superficie, rebotó y volvió a caer. Vi cómo a lo lejos una figura diminuta levantaba algo con esfuerzo. Quise gritarle, decirle que la soltase, que seguramente se quedaría donde cayese o en todo caso se limitaría a rodar por la leve curvatura, manteniendo el contacto… pero de nada habría servido. Le vi pasar por encima del borde de la cesta. Al quedar suelto el globo se elevó abruptamente hacia un cielo plomizo. Henry se quedó allí, en cuclillas; parecía una hormiga perdida en la reluciente vastedad que se extendía a su alrededor.

En cuclillas; acunaba algo entre los brazos. Aparté la vista. No tuve valor para mirar hasta que hubieron pasado unos segundos después de la explosión. El aire de los Amos salía en oleadas como si fuera humo verde por un agujero dentado que, estando yo mirando, empezó a desmoronarse por los bordes.

Casi a ciegas tiré de la cuerda dejando caer el globo sobre el suelo que me aguardaba.

CAPÍTULO 9
LA CONFERENCIA DEL HOMBRE

No era la primera vez que íbamos un grupo de tres subiendo por un túnel que recorría el interior de la montaña en dirección a los campos de hielo y nieve eternos situados en la cima. En aquella ocasión íbamos a pie, descansábamos cuando nos encontrábamos fatigados y alumbrábamos el camino con grandes velas de combustión lenta, que se utilizaban para iluminar las cuevas bajas en las que vivíamos. Pero no éramos los mismos. Fritz ocupaba el lugar de Henry.

Tampoco empleábamos el mismo medio. En lugar de a pie íbamos cómodamente sentados en uno de los cuatro vagones arrastrados por una pequeña pero potente máquina eléctrica de diésel, subiendo por una vía provista de engranajes. En vez del tenue parpadeo de las velas nos envolvía una luminosidad tan radiante que si uno lo deseaba podía leer. No llevábamos comida (aquella fibrosa carne desecada acompañada de galletas insípidas) porque nos la proporcionarían al final del viaje. A más de once mil pies sobre el nivel del mar había un plantel de cincuenta expertos que se ocuparían de atender a los delegados y a aquellas otras personas que tenían la fortuna de haber sido invitadas a la Conferencia del Hombre.

Julius quiso que se celebrara allí, en las alturas, entre los picos de las Montañas Blancas, que habían preservado las primeras semillas de la resistencia del hombre frente al conquistador. Acudíamos, junto con otros supervivientes de los días de lucha, por orden de Julius. No éramos delegados, aunque seguramente lo habríamos sido de haberlo querido. No lo digo para vanagloriarme. Sencillamente, los que habíamos combatido a los Amos, derrotándolos, obteníamos privilegios en todas partes… y estábamos tan hartos de adulaciones que preferíamos la quietud y la intimidad.

Los tres habíamos seguido distintos derroteros. Larguirucho se dedicaba a investigar en los grandes laboratorios instalados en el sur de Francia, no muy lejos del castillo que estaba junto al mar. Fritz era granjero en su tierra natal y se pasaba los días entre cosechas y animales. Mientras que yo, más inquieto y puede que menos provechoso que ellos, busqué la tranquilidad dedicándome a explorar aquellas partes del mundo que los Amos habían dejado sin sus antiguos habitantes humanos. En un barco, acompañado de media docena de hombres, surcaba los mares, haciendo escala en puertos extraños y olvidados de costas desconocidas. Navegábamos a vela; aunque ahora había barcos de motor, nosotros lo preferíamos así.

Era la primera vez que nos veíamos desde hacía dos años. Cuando nos encontramos, en una ciudad situada entre dos lagos, en el valle, hablamos y nos reímos mucho; pero la conversación cesó durante el largo viaje por el interior de la montaña. Íbamos absortos en nuestros pensamientos. Los míos eran algo melancólicos. Recordaba las cosas que habíamos hecho juntos, cómo lo habíamos pasado. Habría sido bonito conservar aquella camaradería en tiempos posteriores. Bonito sí, mas, ¡ay!, imposible. El motivo que nos había unido ya no existía y ahora nuestros caminos se separaban conforme a nuestra naturaleza y a nuestras necesidades. Seguiríamos viéndonos de vez en cuando, pero cada vez tendríamos menos en común; hasta que por fin, cuando fuéramos unos ancianos a los que sólo les quedaran los recuerdos, pudiéramos sentarnos y tratar de compartirlos. Porque con la victoria todo había cambiado. Pasamos unos meses de angustia, esperando la llegada de la gran nave de los Amos, pero incluso durante aquel tiempo el mundo continuó su recuperación, volviendo a aprender técnicas olvidadas, haciendo en meses lo que nuestros antepasados tardaron en conseguir décadas o incluso siglos. Sólo una cierta noche de otoño se detuvo la gente, conteniendo la respiración y escrutando los cielos con desasosiego.

Era una estrella que se movía, un punto luminoso desplazándose por delante de las estrellas fijas. Potentes telescopios captaron su forma; era un objeto metálico, en forma de capullo de seda. Los científicos calcularon su tamaño y el resultado fue estremecedor. «Más de una milla de longitud», dijeron, «y un cuarto de milla de ancho por la parte más gruesa». Entró en órbita alrededor de la Tierra y nosotros aguardamos tensamente, sin saber qué había. Los mensajes radiofónicos que enviamos a sus ocupantes no obtuvieron respuesta alguna.

La primera vez ganaron recurriendo al engaño, pero la treta no les iba a servir dos veces. El aire de nuestro planeta era venenoso para ellos y no tenían ninguna base donde resguardarse. Los hombres seguían teniendo Placas, pero las Placas no transmitían órdenes. Podían intentar establecer nuevas bases y tal vez lo lograran, pero nosotros los hostigaríamos con armas que serían cada año más sofisticadas. Después de haberlos derrotado siendo ellos todopoderosos y nosotros lamentablemente débiles, sabíamos que nos iría mejor si intentaban algo en el futuro.

Como alternativa podían sembrar la muerte y la destrucción desde su seguro refugio espacial. Muchos se inclinaron por esta posibilidad y yo mismo la consideré sumamente probable, al menos al principio. Tal vez confiaran en que si hacían eso durante un tiempo suficientemente prolongado nosotros nos veríamos tan debilitados y nuestro ánimo tan quebrantado, que entonces podrían descender con la esperanza de gobernar nuestro planeta maltrecho y renegrido. Entonces habría una lucha más larga y más cruel, pero al final también acabaríamos ganando.

Tampoco hicieron eso. Se limitaron a lanzar tres bombas, cada una de las cuales alcanzó su objetivo y lo destruyó por completo. Los blancos eran las Ciudades muertas de sus colonos. Perdimos hombres que estaban trabajando allí, incluyendo a numerosos científicos; pero fue una pérdida de unos cuantos centenares, cuando podrían haber sido millones. Y después de que estallara la tercera bomba, la luz que había en el cielo súbitamente disminuyó de tamaño y desapareció. En aquel mismo instante Ruki, el último Amo que quedaba con vida en la tierra, se agitó en el interior de su celda (una nueva, bien diseñada, de techo alto, con jardín de agua y un cristal en la parte delantera para que lo vieran los hombres, como si fuera una fiera de zoológico), profirió un solo aullido, cayó como un guiñapo y murió.

El tren pasó traqueteando por la última estación intermediaria y volvimos a quedar encerrados entre las paredes del túnel. Dije:

—¿Por qué se resignan con tanta facilidad? Jamás lo he entendido.

Fritz parecía intrigado, pero tal vez los pensamientos de Larguirucho habían discurrido por derroteros similares a los míos. Dijo:

—No creo que nadie lo sepa. Hace poco leí un libro nuevo sobre ellos, escrito por el hombre que se encargó de estudiar a Ruki durante sus meses finales. Saben muchas cosas relativas al funcionamiento de sus organismos, por las disecciones, pero los mecanismos mentales siguen siendo en grandísima medida un misterio. Se resignaban ante lo inevitable de un modo que no se da entre los hombres. Los que iban en Trípode murieron simultáneamente con las Ciudades. Ruki exhaló su último suspiro cuando supo, por algún medio extraño, que la nave lo había abandonado, regresando a las profundidades del espacio. No creo que sepamos jamás cómo sucede.

—Puede que volvamos a verlos, —dije—. ¿Qué tal van los planes del cohete lunar?

—Bien, —dijo Larguirucho—. Igual que los trabajos sobre la energía ígnea que utilizaban. Es una modalidad de energía atómica, pero mucho más sutil que la que empleaban los antiguos. Llegaremos a las estrellas dentro de cien años, puede que dentro de cincuenta.

—Yo no, —dije alegremente—. Yo seguiré en mis mares tropicales. Fritz dijo:

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