Read El estanque de fuego Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
Había mucha rivalidad para hacerse con los lugares que tenían buena visibilidad. A mí no me apetecía esforzarme por conseguir uno, pero de todos modos Fritz había arreglado las cosas. Los dueños de muchas casas cuyas ventanas tenían una posición privilegiada alquilaban sitios, y él había pagado dos. El precio era elevado, pero incluía vino y salchichas. También estaba incluido el uso de lentes de aumento.
Había visto muchas en un escaparate y supuse que sería el centro donde las fabricaban. Entonces me pregunté por qué, pues no vi la relación. Ahora lo entendía. Nosotros mirábamos por encima de las cabezas de una muchedumbre y el reflejo del sol destellaba en numerosas lentes. No muy lejos, en una carretera que bajaba formando una cuesta muy empinada, un hombre había dispuesto un telescopio sobre una plataforma. Por lo menos tenía seis pies de largo; estaba voceando:
—¡Vistas cercanísimas! ¡Diez groschen los diez segundos! ¡Diez chelines el momento de la muerte! ¡Tan cerca como si fuera al otro lado de la calle!
El frenesí de la muchedumbre se acrecentaba con la espera. Había hombres subidos en estrados, registrando apuestas (sobre la duración de la cacería y lo lejos que llegaría el hombre). Esto me pareció absurdo al principio porque no veía cómo iba a ser capaz de poner la menor distancia de por medio. Pero uno de los que estaban en la habitación explicó las cosas. Al hombre no lo soltaban a pie, sino a caballo. El Trípode podía dejar fácilmente atrás al caballo, por supuesto, pero un jinete que aprovechara cuanto pudiera el terreno podía evitar que lo alcanzaran durante un máximo de un cuarto de hora.
Pregunté si alguna vez alguien lograba escapar. Mi compañero hizo un gesto negativo con la cabeza. Teóricamente era posible: había una norma según la cual al otro lado del río cesaba la persecución. Pero a lo largo de todos los años que venía celebrándose la Cacería nadie había llegado jamás hasta allí.
Súbitamente la multitud se quedó en silencio. Vi que llevaban un caballo ensillado al campo sobre el que se cernía el Trípode. Unos hombres uniformados de gris llevaron allí a otro hombre, vestido de blanco. Miré con las lentes y vi que era un hombre esquelético, de unos treinta años, que parecía perdido y desconcertado. Le ayudaron a subirse al caballo y allí se quedó sentado, mientras los hombres uniformados le sujetaban los estribos por los dos lados. El silencio se hizo más profundo. Lo horadó el tañido de una campana que daba las nueve. Al sonar el último tañido ellos se echaron hacia atrás, palmeando el flanco del caballo. El caballo dio un salto hacia delante y la voz de la multitud se elevó, formando un grito de reconocimiento y júbilo.
Descendió por la pendiente hacia el lejano resplandor plateado del río. Puede que recorriera un cuarto de milla antes de que se moviera el Trípode. Un enorme pie metálico se elevó, surcó el cielo y después le siguió otro. No se estaba dando ninguna prisa en especial. Pensé en el hombre que iba a caballo y sentí que su miedo me subía hasta la boca como si fuera bilis. Aparté la vista de la escena y la dirigí a los rostros que me rodeaban. Fritz se mostraba impasible, como siempre, observando atentamente. Los demás… me daban asco, creo que más que lo que estaba sucediendo a lo lejos.
No duró mucho. El Trípode lo cogió cuando atravesaba al galope los viñedos de una desnuda ladera de color ocre. Descendió un tentáculo y lo arrebató del caballo con la limpieza y seguridad con que una muchacha enhebra una aguja. De entre los espectadores se elevó otro grito. El tentáculo lo sujetaba como si fuera un muñeco que se resistía. Y entonces un segundo tentáculo…
Se me revolvió el estómago, me puse de pie como pude y salí corriendo de la habitación.
Cuando volví el ambiente había cambiado, la agitación había dado paso a una especie de relajación. Estaban bebiendo vino y hablando de la Cacería. Concluyeron que éste había resultado un mal ejemplar. Alguien, al parecer antiguo criado de la heredad de un conde propietario de un castillo cercano, había perdido el dinero apostado por él y estaba enfadado. Cuando reaparecí me recibieron con algunos comentarios burlones, entre risas. Me dijeron que era un extranjero rajado y me instaron a beber un litro de vino para calmar los nervios. Afuera se podía observar en la muchedumbre el mismo relajamiento, una sensación casi de saciedad. Estaban pagando las apuestas y había mucho ajetreo en la venta de empanadillas calientes y de dulces. Observé que el Trípode había regresado a su posición originaria dentro del campo.
Poco a poco, a medida que transcurría el tiempo, la tensión volvió a surgir. A las diez se repitió la ceremonia, volvió a arreciar la agitación entre los que nos rodeaban, elevándose al comenzar la Cacería el mismo clamor de júbilo y aprobación que antes. La segunda víctima les proporcionó una diversión mayor.
Cabalgó bien, con rapidez, y evitó durante algún tiempo el tentáculo del Trípode, galopando bajo la protección de unos árboles. Cuando volvió a irrumpir en terreno descubierto quise gritarle que se quedara donde estaba. Mas no hubiera servido de nada, como él seguramente sabría: el Trípode habría arrancado los árboles que lo rodeaban. Avanzaba hacia el río y vi que había otra arboleda, tal vez media milla más adelante. Antes de que llegara allí el tentáculo descendió. La primera vez lo esquivó, desviando al caballo en el momento preciso, de modo que, al caer, el cable de metal golpeó el suelo, junto a él. Pensé que tenía posibilidades de alcanzar su objetivo, no le faltaba mucho para el río. Pero al segundo intento el Trípode apuntó mucho mejor. Lo arrancó de la sil a y destrozó el cuerpo, como hizo con el primer hombre. Sus gritos de agonía nos llegaban débilmente a través del luminoso aire otoñal, en medio de un silencio súbito.
Después de aquella muerte ya no volví. Mi capacidad de aguante tenía un límite, aun tratándose de un deber. Fritz lo soportó, pero cuando lo vi después tenía aspecto ceñudo y se le veía todavía más taciturno de lo normal.
Unas semanas después llegamos a las cuevas. Sus lúgubres profundidades resultaban extrañamente atractivas, eran un refugio frente al mundo por el que habíamos viajado durante casi un año. Los muros de roca nos rodeaban y las lámparas parpadeaban cálidamente. Sin embargo, era más importante el estar libre de la tensión que suponía mezclarse con los que llevaban Placa y tratar con ellos. Aquí conversábamos con hombres libres, como nosotros.
Estuvimos tres días sin hacer nada, excepción hecha de las obligaciones rutinarias que todos teníamos. Luego recibimos órdenes del Comandante local, un alemán llamado Otto. Teníamos que presentarnos, en un plazo de dos días, en un lugar que aparecía especificado en un mapa de consulta simplemente como un punto. El mismo Otto ignoraba el porqué.
Nos llevó dos días enteros a caballo, a buen paso la mayor parte del tiempo. El invierno irrumpía nuevamente con firmeza; los días se acortaban, un veranillo de San Miguel prolongado y agradable dio paso a un tiempo frío e inestable, procedente del oeste. Cabalgamos a lo largo de toda una mañana mientras en el rostro nos caía aguanieve y un recio aguacero. La primera noche dormimos en una pequeña posada, pero al aproximarse el final del segundo día nos encontrábamos en un territorio salvaje y desierto, donde había ovejas paciendo una hierba rala, pero ni rastro de pastores ni de cabañas de pastores.
Sabíamos que nos encontrábamos cerca del final del viaje. Atamos a los caballos en lo alto de una pendiente y contemplamos el mar abajo, una línea larga que batía contra una costa rocosa, poco prometedora, completamente deshabitada, al igual que la tierra. Exceptuando… lejos, hacia el norte, justo en el límite del campo visual, había una elevación achatada que apuntaba al cielo. Hablé con Fritz, éste asintió y nos encaminamos hacia allí.
Cuando estuvimos más cerca pudimos ver que eran las ruinas de un castillo, enclavadas sobre un promontorio de roca. Al acercarnos aún más observamos que en la parte más alejada hubo una vez un puerto; allí había más ruinas, aunque de proporciones más modestas. Seguramente serían casas de pescadores. Aquello debió de ser antiguamente una aldea de pescadores, pero ahora se hallaba abandonada. No vimos ningún indicio de vida, ni allí ni en el castillo, que se elevaba, negro y severo, recortado contra un cielo cada vez más gris. Un camino maltrecho, lleno de baches, conducía hasta una entrada, a uno de cuyos lados colgaban los restos destrozados de una puerta de madera con barrotes de hierro. La atravesamos y nos encontramos en un patio.
Estaba vacío y sin vida, como todo lo demás, pero desmontamos y atamos los caballos a una anilla de hierro que tal vez usaran con aquel mismo propósito hacía miles de años. Aunque hubiéramos tomado equivocadamente la referencia del mapa, íbamos a tener que abandonar la búsqueda hasta por la mañana. Pero me resultaba imposible pensar que nos hubiéramos equivocado. Vi que una luz parpadeaba tenuemente detrás de una tronera y le di a Fritz en el brazo, señalándoselo. Desapareció y volvió a hacerse visible en una parte más alejada del muro. Sólo pude apreciar que había una puerta y que la luz se movía en dirección a ella. Nos dirigimos hacia allí y llegamos cuando alguien que llevaba una luz, doblaba un recodo del pasil o interior. Elevó la luz, iluminándonos las caras.
—Os habéis retrasado un poco, —dijo—. Ya no contábamos con vosotros hoy.
Me adelanté, riéndome. Seguía sin poder verle la cara, pero sabía muy bien de quién era aquella voz: de Larguirucho.
Habían restaurado determinadas habitaciones (en su mayor parte las que daban al mar) y una sección de las mazmorras, haciéndolas habitables. Nos dieron una buena cena caliente: un estofado muy rico y después pan casero y un queso francés en forma de rueda, con la corteza recubierta de un polvo blanco, que era cremoso y amarillo por dentro y tenía un sabor fuerte y agradable. Había agua caliente para lavarse y en una de las habitaciones libres habían preparado las camas, dotadas de sábanas. Dormimos bien, arrullados por el balanceo y el fragor del mar que rompía contra las rocas; nos despertamos repuestos. En el desayuno estuvieron presentes otros, aparte de Larguirucho. Reconocí dos o tres caras que sabía pertenecían al grupo que estudiaba la sabiduría de los antiguos. Otra persona que me resultaba familiar entró cuando estábamos comiendo. Julius cruzó la habitación cojeando, y avanzó hacia nosotros con una sonrisa.
—Bienvenido, Fritz. Y tú, Will. Nos alegra volver a teneros entre nosotros.
Hicimos preguntas sobre Larguirucho y recibimos evasivas. Nos dijo que todo quedaría explicado por la mañana. Y después de desayunar fuimos con Julius, Larguirucho y media docena más a una enorme sala situada en el primer piso del castillo. Había un gran ventanal que daba al mar, en cuyo vano habían dispuesto una estructura de metal y madera; había también una chimenea enorme en la que la leña crepitaba y ardía. Nos sentamos en bancos, ante una mesa larga y tosca, sin observar ningún orden especial. Julius nos habló.
—Primero satisfaré la curiosidad de Will y de Fritz, —dijo—. Los demás debéis aguantar conmigo, —nos miró—. Éste es uno de los varios lugares en los que se efectúan investigaciones para dar con la forma de derrotar a los Amos. Se han expuesto muchas ideas y muchas son ingeniosas. Sin embargo todas presentan inconvenientes, y el principal inconveniente, común a todas ellas, es que todavía, a pesar del informe que hicisteis vosotros dos, sabemos muy poco sobre el enemigo.
Hizo una pausa momentánea.
—El verano pasado enviamos un segundo trío a los Juegos del norte. Sólo uno hizo méritos para que lo llevaran a la Ciudad. No hemos vuelto a saber nada de él. Todavía puede ser que huya —nosotros así lo esperamos—, pero no podemos depender de eso. En todo caso es dudoso que nos pueda proporcionar la información que necesitamos. Porque hemos llegado a la conclusión de que lo que de verdad necesitamos es tener en nuestras manos a un Amo, preferiblemente vivo, para poder estudiarlo.
Tal vez mi rostro revelara escepticismo; siempre me han dicho que es demasiado revelador. Sea como fuere, Julius dijo:
—Sí, Will, cabe pensar que eso es imposible. Pero tal vez no lo sea del todo. Por eso os hemos llamado a vosotros dos en nuestra ayuda. Habéis visto, de hecho, el interior de un Trípode, cuando os transportaban a la Ciudad. Es cierto que ya nos lo habéis descrito, y con todo detalle. Pero si tenemos que capturar a un Amo, debemos sacarlo de esa fortaleza metálica, dentro de la cual se pasean por nuestras tierras. Y para eso hasta el más mínimo detalle que seáis capaces de rescatar de entre vuestros recuerdos puede servir de ayuda.
Fritz dijo:
—Usted habla de coger a uno vivo, señor. ¿Pero cómo se puede hacer eso? En cuanto esté fuera del Trípode, en el seno de nuestra atmósfera, se asfixiará en cuestión de segundos.
—Oportuna observación, —dijo Julius—, pero tenemos una respuesta. Vosotros trajisteis muestras de la Ciudad. Hemos aprendido a reproducir el aire verde en cuyo seno viven. Ya hay una habitación del castillo preparada, cerrada y con una recámara de aire que nos permite entrar y salir.
Fritz dijo:
—Pero si consiguen traer un Trípode hasta aquí y aquí lo estudian… los demás vendrán en su busca. Pueden destruir el castillo muy fácilmente.
—También tenemos un recipiente lo bastante grande como para meter a uno dentro, y lo podemos cerrar herméticamente. Si efectuamos la captura en un punto de la costa alejado de aquí, podemos traerlo en barca.
Yo dije:
—¿Y los medios para capturarlo, señor? Yo no diría que es fácil.
—No, —convino Julius—, no es fácil. Pero los hemos estado estudiando. Son criaturas rutinarias y por lo general transitan unos caminos determinados. Hemos estudiado las posiciones y los horarios de muchos. Hay un lugar, a unas cincuenta millas hacia el norte, por el que pasa uno cada nueve días. Atraviesa un terreno comunal, accidentado, al borde del mar. Una vez que pase, y antes de que vuelva a hacerlo, disponemos de un intervalo de nueve días para excavar un hoyo y extender por encima una tapa de brozas y tierra. Haremos caer al Trípode y después lo único que tenemos que hacer es sacar al Amo, meterlo en la caja y transportarlo a una barca situada muy cerca. Por lo que nos habéis dicho Fritz y tú (que su respiración es mucho más lenta que la nuestra) no debiera haber peligro de que se asfixiara antes de que le aplicáramos una mascarilla.