Read El estanque de fuego Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
Al principio vimos Trípodes con bastante frecuencia. >Sin embargo, a medida que avanzábamos, esto sucedía cada vez menos. Descubrimos que no se trataba de que el invierno los volviera inactivos, sino que era consecuencia de la distancia a que se encontraban de la Ciudad. En la tierra denominada Hélade nos dijeron que sólo hacían aparición unas pocas veces al año, y en la zona oriental de aquel país los aldeanos nos dijeron que los Trípodes sólo venían para las ceremonias de la Placa y tampoco a todos los lugares pequeños, como hacían en Inglaterra: los padres cubrían grandes distancias con sus hijos para que les fuera insertada la Placa.
Era lógico, desde luego. Los Trípodes podían desplazarse velozmente (a muchas veces la velocidad de un caballo al galope) sin detenerse, pero incluso para ellos las distancias debían de tener su inconveniente. Era inevitable que vigilaran las regiones próximas a la Ciudad más a fondo que los lugares alejados: cada milla suponía un ensanchamiento del círculo del que la Ciudad era el centro. En cuanto a nosotros, era un alivio encontrarnos en territorios donde podíamos estar casi seguros de que, —en esta época del año—, ningún hemisferio metálico irrumpiría por el horizonte, apoyándose en sus tres patas articuladas. Y surgió una idea. Los Amos tenían dos Ciudades, una a cada extremo, más o menos, de este vasto continente. Si el control se hacía cada vez más tenue a medida que uno se alejaba de una Ciudad, ¿no podría haber un área a mitad de camino donde no existiera ningún control, donde hubiera hombres sin Placa, libres? (De hecho, según supimos más adelante, los arcos de control se superponían y la zona que quedaba fuera de los mismos era en su mayor parte del océano, al sur; y, al norte, yermos de tierra helada. Las tierras situadas más hacia el sur que quedaban fuera de su control, las habían arrasado).
Nuestra tarea no resultaba, como hubiera podido pensarse, más sencilla allí donde los Trípodes eran menos familiares. Si acaso, tal vez debido a su rareza, parecían inspirar una devoción más profunda. Llegamos por fin a una tierra, al otro lado de un istmo situado entre dos mares, cerca del cual se alzaban las ruinas de una gran ciudad (estaba relativamente poco cubierta por la vegetación, pero parecía mucho más antigua que ninguna de las que habíamos visto), en la que había grandes hemisferios de madera dispuestos sobre tres pilotes; se accedía a ellos por unos escalones, donde la gente los adoraba. Allí tenían lugar largas y complejas ceremonias, con muchos cánticos y lamentos. Encima de cada hemisferio se alzaba la imagen de un Trípode, de oro, pero no pintado, sino de hoja batida del propio metal.
Pero insistimos y también allí ganamos conversos. Para entonces ya nos estábamos haciendo diestros en nuestra labor.
Pasamos tribulaciones, por supuesto. Aunque habíamos viajado en dirección sur, hacia tierras más soleadas y cálidas, en algunas ocasiones pasábamos mucho frío, sobre todo en las regiones más altas, donde por la noche teníamos que acurrucarnos junto a los caballos para que no se nos helara la sangre en las venas. Pasamos días largos y áridos en regiones casi desérticas, donde teníamos que buscar ansiosamente indicios de agua, no tanto para nosotros como para los caballos. Dependíamos absolutamente de ellos y fue un duro revés cuando el caballo de Fritz enfermó y, un par de días después, murió. Yo fui lo suficientemente egoísta como para alegrarme de que no fuera mi caballo, «Crin», al que tenía mucho cariño (si Fritz sentía algo similar lo ocultó tenazmente). Pero me preocupaban aún más las dificultades que nos aguardaban.
Además nos encontrábamos en un terreno malo, en las lindes de un gran desierto y muy lejos de todo lugar habitado. Cargamos sobre «Crin» cuanto equipaje pudimos e iniciamos una lenta marcha, a pie, por supuesto, en dirección a la aldea más cercana. Cuando partimos vimos cómo unos pájaros grandes y feos, que habían estado trazando círculos en el cielo, se dejaban caer para arrancar la carne de los huesos del pobre animal. Los dejarían limpios en menos de una hora.
Esto fue por la mañana. Viajamos todo aquel día y la mitad del siguiente antes de llegar junto a unas pocas casuchas de piedra, arracimadas en torno a un oasis. Allí no había posibilidades de sustituir al animal que habíamos perdido y tuvimos que seguir andando otros tres días hasta llegar a un lugar descrito como ciudad, aunque de hecho no era mayor que Wherton, el pueblo donde yo nací. Aquí había animales y podíamos pagar uno con el oro que habíamos reunido. La dificultad estribaba en que por aquellas tierras jamás empleaban a los caballos como bestias de carga, sino tan sólo como corceles vistosamente engalanados para las personas de alto rango. No nos hubiéramos podido permitir el comprar uno y, de haberlo hecho, habríamos incurrido en una desconsiderada transgresión de la costumbre local si lo hubiéramos cargado de sacas.
Lo que sí tenían aquí era una criatura que yo no había visto jamás ni tampoco pensaba que pudiera existir. Estaba cubierta de pelo áspero, marrón claro, era más alta que un caballo y tenía una enorme joroba en el lomo que, según nos dijeron, contenía una reserva de agua que en caso necesario le permitía sobrevivir días, incluso una semana. En lugar de pezuñas tenía unos grandes pies planos y dedos. Rematando un largo cuello estaba la cabeza, espantosamente fea, de labios flácidos, grandes dientes amarillos y —puedo decirlo—, aliento fétido. El animal tenía aspecto torpe y desganado, pero era capaz de moverse con sorprendente rapidez y transportar grandes pesos.
Fritz y yo no nos pusimos de acuerdo con respecto a ellos. Yo quería que compráramos uno y él se oponía. Yo padecí la frustración que habitualmente me sobrevenía cuando nos peleábamos por algo. La apasionada defensa de mis propios argumentos se topó con una resistencia férrea e inconmovible por su parte. Esto me hizo enfadarme; mi indignación lo volvió más hosco y obstinado, lo cual me hizo enfadarme aún más… y así sucesivamente. Cuando enumeraba las ventajas del animal él respondía simplemente que casi habíamos llegado al lugar donde teníamos que dar la vuelta e iniciar el regreso a las cuevas. Por muy útil que fuera en aquellas tierras, resultaría estrafalario en los lugares donde no estaban familiarizados con él y la única cosa que no debíamos hacer era llamar la atención indebidamente. También era probable, indicó Fritz, que, al estar acostumbrado a este clima concreto, enfermara y muriera en tierras más septentrionales.
Por supuesto que él tenía toda la razón, pero nos pasamos dos días discutiendo antes de que yo fuera capaz de admitirlo. Y de admitir, al menos de cara a mí mismo, que, en parte, lo que me había atraído de él era el hecho de que fuera tan estrafalario. Me había imaginado a mí mismo (pobre «Crin», momentáneamente olvidado) por las calles de ciudades desconocidas, montando en el lomo bamboleante de aquella criatura, mientras la gente se congregaba alrededor para contemplarla.
Por la misma cantidad de dinero pudimos comprar dos asnos —animales pequeños pero resistentes y serviciales—, y los cargamos con nuestras mercancías. También tuvimos suficiente para comprar las mercaderías de aquel país: dátiles, especias diversas, sedas y alfombras bellamente tejidas, que vendimos más adelante obteniendo buenos beneficios. Pero hicimos pocos conversos. Podíamos comprar, vender y cambiar hablando por señas, pero eran necesarias las palabras para hablar de la libertad y de la necesidad de arrancarla de los que nos esclavizaban. Además, el culto a los Trípodes era aquí mucho más fuerte. Por todas partes había hemisferios; los de mayor tamaño disponían de una plataforma debajo de la figura del Trípode, que iba arriba, y desde aquélla un sacerdote llamaba a oración a los fieles tres veces al día, al amanecer, a mediodía y al ocaso. Nosotros inclinábamos la cabeza y murmurábamos junto con los demás.
Y así llegamos al río que indicaba nuestro mapa, una vía navegable, ancha, de aguas templadas, que discurría serpenteando perezosamente por un valle verde. Y dimos vuelta, camino de casa.
El viaje de vuelta fue diferente. Atravesamos una cordillera siguiendo un paso de montaña y salimos cerca de la costa oriental del mar que habíamos divisado desde la gran ciudad en ruinas que se alzaba junto al istmo. Lo bordeamos siguiendo una trayectoria hacia el norte y el oeste, empleando poco tiempo y ganando nuevamente numerosos adeptos a nuestra causa. La gente hablaba la lengua rusa; a nosotros nos habían enseñado un poco y nos habían dado notas para su estudio. Viajábamos hacia el norte, pero el verano nos iba ganando terreno: las flores iluminaban la tierra y recuerdo que en una ocasión viajamos durante todo el día en medio del aroma embriagador de las naranjas incipientes, que maduraban en las ramas, en medio de los vastos naranjales. Nuestro plan preveía que estuviéramos de vuelta en las cuevas antes del invierno y tuvimos que apretar la marcha para cumplirlo.
Regresábamos también en dirección a la Ciudad de los Amos, por supuesto. De vez en cuando veíamos Trípodes surcando el horizonte. Sin embargo, no vimos ninguno de cerca, cosa que agradecimos. Es decir, no vimos ninguno hasta el día de la Cacería.
Los Amos, según habíamos averiguado, trataban a los que tenían Placa de modo distinto según los distintos lugares. No sé si les divertía el espectáculo de la variedad humana. El os, por supuesto, siempre habían sido de la misma raza y la idea de las diferencias nacionales, los innumerables idiomas y la guerra (que fue el azote de la humanidad hasta que ellos efectuaron su conquista) les resultaba sumamente extraña. En todo caso, aunque ellos prohibían la guerra, alentaban otras formas de diversidad y separación, y hasta cierto punto colaboraban con las costumbres humanas. Así, durante la ceremonia de la Placa, seguían un ritual, al igual que hacían sus esclavos, apareciendo en un momento concreto, haciendo sonar un toque especial, sordo y atronador, efectuando los movimientos prescritos. En los torneos de Francia y en los Juegos hacían paciente acto de presencia a lo largo de todo el desarrollo, aunque lo único que les interesaba directamente eran los esclavos que adquirirían al final. Tal vez, como digo, les divirtieran estas cosas. O tal vez sintieran que así cumplían con su papel de dioses. Sea como fuere, nos encontramos con una extraña y horrible demostración de esto cuando nos hallábamos a tan sólo unos centenares de millas de la meta de nuestro viaje.
Durante muchos días fuimos siguiendo un gran río en el que, como ocurriera en el río que nos guió hacia el norte, hacia los Juegos, había mucho tráfico. Cuando en nuestro camino se cruzaban las ruinas de una gran ciudad nos desviábamos hacia zonas más altas. La tierra estaba bien cultivada, en gran medida con viñedos cuyas uvas habían cosechado recientemente. Estaba muy poblada y pasamos la noche en una ciudad desde la que se dominaban las ruinas, el río y la amplia llanura por la que éste discurría dirigiéndose hacia un ocaso otoñal.
Nos encontramos con un pueblo que bullía de agitación, atestado de visitantes llegados de un entorno de cincuenta millas a la redonda por causa de lo que iba a suceder al día siguiente. Hicimos preguntas en calidad de buhoneros ignorantes y nos respondieron con bastante prontitud. Lo que averiguamos era aterrador.
El día recibía diferentes denominaciones; unos hablaban de la Cacería, otros del Día de las Ejecuciones.
En mi Inglaterra natal ahorcaban a los asesinos; era algo brutal y repugnante, pero se consideraba necesario para proteger a los inocentes, y se llevaba a cabo expeditamente y de forma tan humana como dicha práctica lo permitía. En cambio, aquí los tenían en prisión hasta un día determinado de otoño, cuando se recogían y se prensaban las uvas y estaba listo el primer vino nuevo. Entonces llegaba un Trípode, soltaban a los condenados uno a uno y el Trípode los cazaba, en tanto la gente del lugar lo contemplaba, bebía vino y celebraba el espectáculo. Mañana iban a cazar y matar a cuatro, el mayor número desde hacía varios años. Con tal motivo la excitación era superior. No servirían el vino nuevo hasta que fuera de día, pero corrió bastante vino viejo y la gente se emborrachó tratando de apagar la sed y aplacar su febril expectación.
Asqueado, aparté la vista del espectáculo y le dije a Fritz:
—Menos mal que podemos marcharnos al amanecer. No tenemos que quedarnos a ver lo que pasa.
Me miró con tranquilidad.
—Pero debemos hacerlo, Will.
—¿Ver cómo sueltan a un hombre, cualquiera que sea el crimen que haya cometido, para que un Trípode lo cace como si fuera una liebre? ¿Mientras sus semejantes cruzan apuestas para ver cuánto tiempo resiste? —me sentía irritado y lo dejé ver—. Para mí eso no es una diversión.
—Ni para mí tampoco. Pero todo lo que tenga que ver con los Trípodes es importante. Es igual que cuando estábamos juntos en la Ciudad. No hay que pasar nada por alto.
—Entonces quédate tú. Yo me iré hasta la siguiente parada y te esperaré allí.
—No, —habló con tolerancia pero con firmeza—. Tenemos instrucciones de trabajar juntos. Además, entre este pueblo y el siguiente, «Max» podía meter una pezuña en un hoyo y derribarme, y yo podría partirme el cuello al caer.
Había llamado a los dos burros «Max» y «Moritz», nombres de los personajes de ciertas historias que les contaban a los niños alemanes en la infancia. Los dos sonreímos ante la idea de que «Max», que era de paso firme, diera un traspiés. Pero me di cuenta de que Fritz tenía bastante razón en lo que decía: presenciar la escena era parte de nuestra labor y no debíamos esquivarlo porque fuera desagradable.
—Vale, —dije—. Pero nos iremos en cuanto termine. No quiero quedarme en este pueblo más tiempo del necesario.
Eché una ojeada al café en el que nos encontrábamos. Los hombres cantaban borrachos y golpeaban con los vasos las mesas de madera, derramando vino. Fritz asintió:
—Yo tampoco.
El Trípode llegó por la noche. Por la mañana se alzaba cual gigantesco centinela en un campo situado inmediatamente debajo del pueblo, en silencio, inmóvil, como los Trípodes que había en el torneo de la Tour Rouge y en el Campo de los Juegos. Era un día festivo. Ondeaban las banderas, había telas de colores que colgaban de unos tejados a otros, atravesando las estrechas callejas; los vendedores ambulantes salieron pronto para pregonar salchichas calientes, bocadillos de carne picada cruda con cebolla, dulces, lazos y chucherías. Miré una bandeja que llevaba un hombre. Había una docena o más de pequeños Trípodes de madera; cada uno de ellos sujetaba con el tentáculo la figura diminuta de un hombre agonizante. El vendedor era un hombre alegre, de rostro rojizo; vi cómo otro hombre de aspecto igualmente amable, un próspero campesino que llevaba polainas y tenía una espesa barba blanca, le compraba dos para sus nietos gemelos, un niño rubio y una niña con coletas, de unos seis o siete años.