El evangelio del mal (22 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Capítulo 68

Avanzando lentamente por los sótanos del templo azteca, el padre Carzo recorre las últimas representaciones que su antorcha arranca a las tinieblas. Las tribus que no han recibido el fuego sagrado se lo roban a los olmecas. Después reducen a estos a la esclavitud y los deportan al otro lado del gran río para erigir templos y ciudades inmensas en honor de los dioses del bosque. Más lejos, unos ejércitos persiguen a los elegidos que han conseguido escapar. Con el corazón martilleándole el pecho, Carzo ve cómo se abren las aguas de un río para dejar pasar a los olmecas. Las aguas se cierran a su espalda y engullen a sus perseguidores.

Fresco siguiente. Guiados por las estrellas, los olmecas vagan por la jungla en dirección a su tierra perdida. Por el camino, el chamán que guía la tribu escala un volcán. En la cima, la misma Luz que había revelado el fuego a sus antepasados le entrega unas tablas de arcilla llenas de signos muy antiguos, que Carzo no logra descifrar. Detrás del sacerdote, que continúa avanzando, la entrada del templo ya no es más que un lejano rectángulo blanco en las tinieblas.

La llama de la antorcha lame el fresco siguiente. Los olmecas han llegado a la tierra perdida. Han construido ciudades maravillosas en honor de la Luz. Han transcurrido varios siglos. Ebrios de riquezas y de orgullo, han empezado a construir una gigantesca pirámide para atravesar las nubes y llegar al sol. Han abandonado de nuevo la Luz que los engendró y la Luz se ha apagado. Ha ocurrido algo, algo que los olmecas han despertado y que ha surgido de la jungla. Es eso lo que los últimos frescos describen: el gran mal que se ha abatido bruscamente sobre las ciudades olmecas construidas en honor de la Luz. Ciudades de piedra y de oro cuyas pirámides aparecen cargadas de cadáveres. Un gran mal contra el que las flechas y el valor no pueden hacer nada. Columnas de mujeres y de niños huyen de las ciudades para ir a refugiarse a la jungla. Pero la jungla ha comenzado a marchitarse y un moho grisáceo ha contaminado los árboles. A la luz de la antorcha del padre Carzo, la civilización olmeca está extinguiéndose. Tan solo queda musgo y lianas que cubren poco a poco las ciudades fantasma.

Carzo se detiene bajo la última imagen: un fresco color rojo sangre que representa una gigantesca pirámide a la luz del ocaso. En la cúspide del edificio han plantado tres pesadas cruces de madera en las que tres crucificados, atrozmente abrasados por el sol, esperan la muerte. En la cruz central, un hombre con el rostro deformado por el odio contempla a la muchedumbre que lo insulta. Es un hombre con barba y muy delgado; su piel blanca contrasta con la tez mate del resto de torturados. Está coronado con una rama de espinos, y una púa acerada se le ha clavado en un ojo. «Jesús todopoderoso y misericordioso».

Es el rostro de Jesucristo crucificado en la cúspide de una pirámide olmeca lo que la luz de la antorcha muestra al exorcista. Un Jesucristo al que la muchedumbre envía a la muerte. Pero no el Jesucristo de los Evangelios, no el buen pastor, no el Mesías que rebosa compasión por los hombres extraviados que lo asesinan, no. Este Jesucristo, esta bestia vociferante que se retuerce en la cruz insultando al Cielo es el Diablo en persona. El azote de los olmecas.

La luz de la antorcha empieza a debilitarse. Carzo tiene el tiempo justo de leer los signos que los aztecas añadieron sobre la cruz para alertar a la humanidad de lo que había sucedido, como una advertencia para las generaciones futuras. El fuego, la sangre y la muerte, símbolos de la maldición eterna.

Debajo, una fecha: el decimosexto día del octogésimo segundo año del séptimo ciclo solar. Carzo siente que un soplo glacial se apodera de su alma. Puesto que cada ciclo del calendario solar azteca corresponde a cuatrocientos años terrestres, el azote de los olmecas murió el 3 de abril del año 33 según el calendario católico. El mismo día que Jesucristo.

Carzo se dispone a tocar el rostro del crucificado cuando el mismo grito que hizo encanecer a Alameda suena de nuevo en la oscuridad. La Bestia lo llama, está muy cerca.

Carzo echa de nuevo a andar. Unos metros más allá, penetra en una caverna excavada en el corazón de la montaña. La antorcha acaba de apagarse. Distingue a lo lejos un círculo de velas cuya luz tiembla en la oscuridad. En el centro de ese anillo luminoso, la cosa que fue Maluna lo mira con ojos brillantes de odio.

Capítulo 69

Azotado por las trombas de agua que caen del cielo, el vuelo United 554 con destino Denver se eleva pesadamente de la pista y desaparece en la espesa capa de nubes que se extiende sobre Massachusetts. Las ráfagas de viento abofetean los ojos de buey y hacen gemir la carlinga mientras el aparato toma altura. Agarrada a los apoyabrazos, Parks se sobresalta cuando las luces de la cabina se apagan y los rostros macilentos de los pasajeros se sumen en la penumbra. Los reactores rugen en medio de la tormenta. Un relámpago rasga la oscuridad a la derecha del aparato. Parks cierra los ojos e intenta relajarse inspirando lentamente por la nariz. Un olor extraño flota en la cabina, un lejano olor de podredumbre. No, un olor que se acerca a ella. Parks va a abrir los ojos cuando el olor explota en sus fosas nasales. Un movimiento a su izquierda. Se agarrota. Algo acaba de sentarse a su lado, algo que apesta a muerte. Quiere abrir los ojos, pero sus párpados se niegan a moverse. Aprieta los puños con todas sus fuerzas. «No quiero saber qué está a mi lado. Dios mío, por favor, haz que esa cosa se vaya…»

Parks nota que el pelo de la cosa le roza el hombro. Se vuelve y el corazón le da un vuelco al ver el cadáver de Rachel sentado a su lado. Tiene la cabeza gacha, y los cabellos apelmazados por el barro ocultan su rostro. Un relámpago desgarra el cielo en el momento en que Rachel levanta la cabeza y contempla a Parks con sus ojos reventados. Una voz de ogro escapa de sus labios.

—¿Adónde vas, Marie?

Parks cierra de nuevo los ojos y se concentra con todas sus fuerzas para poner fin a la visión. Siente que la mano de Rachel se posa sobre su brazo, sus dedos terrosos se cierran sobre su muñeca. El olor de podredumbre envuelve su rostro mientras Rachel se inclina hacia ella. Sus labios putrefactos se mueven a unos centímetros de los de Marie.

—¿De verdad crees que voy a permitir que actúes, querida Marie?

Parks va a gritar cuando la luz del día salpica bruscamente los ojos de buey. El Boeing 737 emerge de las nubes. La joven abre los ojos y se sobresalta al ver los ojos azules de una encantadora azafata inclinada sobre ella.

—¿Se encuentra bien, señorita?

—¿Cómo?

—Ha gritado.

El perfume que desprende la blusa de la azafata termina de disipar el olor de carroña que todavía persiste en la memoria de Parks. Esta aspira unas bocanadas y esboza una sonrisa.

—Solo ha sido un sueño desagradable.

—¿Un sueño desagradable? Di más bien que ha sido una maldita pesadilla de mierda, querida Marie.

Parks se queda agarrotada de miedo al ver que la sonrisa de la azafata se despliega sobre una hilera de colmillos. Cierra de nuevo los ojos y rechaza la visión. Cuando vuelve a abrirlos, los dientes de la azafata son de nuevo normales. Su voz también.

—¿Está segura de que se encuentra bien?

Marie asiente con la cabeza. Luego mira cómo se aleja la azafata y aspira una bocanada de aire presurizado para tratar de calmar los latidos de su corazón. Sus visiones nunca habían sido tan fuertes, como si la zona que las produce estuviera colonizando otras regiones cerebrales yermas.

A fuerza de imaginarlo palpitando en su caja craneana, Parks había acabado por visualizar su cerebro en forma de un inmenso planeta desértico con oasis de vegetación que representaban las zonasen las que las neuronas están activas desde el momento de nacer. Las áreas de la palabra, de la comprensión, de la coordinación y del equilibrio. Manchas minúsculas perdidas en medio de miles de millones de kilómetros cuadrados de arena cerebral inerte. Un rayo en medio del desierto: eso es lo que ocurrió el día que Marie tuvo el accidente. El estruendo de la tormenta acompañando el parabrisas que explotó contra su cara. Una descarga de luz en el cielo; luego, la nada.

Trasladado a la escala del universo, el pequeño arco eléctrico que había activado la zona muerta de Parks era un rayo de varias decenas de kilómetros de largo, una energía considerable que había afectado a las regiones desérticas de su cerebro. Desde entonces, Parks estaba convencida de que esa energía continuaba propagándose bajo la piel de su cráneo y de que sus neuronas inertes se encendían unas tras otras como miles de millones de farolas en el desierto. Por eso le resultaba cada vez más difícil controlar sus visiones.

La región cerebral prohibida que gobierna las visiones… La joven intenta tragar la bola de angustia que obstruye su garganta. ¿Qué había al lado de esa primera zona muerta, la que lee el pensamiento de la gente, la que resuelve las ecuaciones de mil incógnitas o la que desplaza edificios? Una punzada de migraña le taladra las sienes.

Se vuelve hacia el ojo de buey. El morro del 737 baja ligeramente para volar a velocidad de crucero. El piloto reduce hasta que el ruido de los reactores se convierte en un siseo. Marie pestañea al contemplar el cielo azul oscuro y el sol, cuyos rayos rebotan en las alas del aparato. Abajo, las nubes son tan compactas que tiene la impresión de que el mundo ha desaparecido bajo una espesa capa de nieve.

Capítulo 70

Tras rechazar la bandeja que la azafata le tiende, Marie Parks elige una manzana y una botella de agua mineral del carrito y se sumerge en el expediente que el director del FBI le entregó en el aeropuerto. Doscientas páginas llenas de anotaciones y de pósits. Suspira. Crossman nunca se toma la molestia de resumir.

Las primeras páginas del expediente están dedicadas al asalto que el FBI llevó a cabo en la cripta. El agente especial Browman estaba al mando de la sección. No es ni mucho menos un blando, y desde luego tampoco alguien que sacrifica a una compañera por hacer advertencias.

Las páginas siguientes presentan una serie de fotos tomadas justo después del asalto. En una de ellas, el agente especial Browman presume. Ha puesto un pie sobre el cadáver de Caleb y mira el objetivo con su fusil de asalto en el hombro. Al final, resulta ser un gilipollas de mierda, el tal Browman.

Páginas siguientes. A Parks se le encoge el corazón al ver las fotos de Rachel clavada en el banco. Los clavos han penetrado tan profundamente que ha sido necesario serrar la madera alrededor de sus miembros para liberarla. Marie cierra los ojos y oye los gritos de Rachel, el ruido de sus pies desnudos sobre los helechos, sus sollozos de terror y sus peticiones de socorro. Un resto de recuerdo que se desvanece como un banco de bruma al sol.

Pasa a las fotos siguientes, en las que se ve inmortalizada en la cruz. Acababa de desvanecerse y, mientras el equipo la desclavaba, el experto médico forense la fotografiaba de arriba abajo. Parks se contempla un instante desnuda y descoyuntada contra los maderos; su aspecto es nauseabundo, regueros de sangre salen de sus muñecas y sus tobillos. Tiene la desagradable impresión de que está examinando las fotos de otra persona. Una víctima tan anónima como las de los asesinos en serie que ha conocido a lo largo de su carrera.

A ambos lados de ella, en las otras cruces, las cuatro desaparecidas de Hattiesburg parecen contemplar las tinieblas. Su rostro putrefacto parece más blanco a la luz cruda de los flashes. Cuatro fantasmas descarnados y mutilados. Y ella, en medio, desnuda y empapada de sangre.

Parks pasa las páginas del expediente. La última parte está dedicada a la investigación preliminar que los agentes de Crossman realizaron mientras a ella la remendaban en el hospital. El pequeño apartamento polvoriento que Mary-Jane Barko había alquilado en Hattiesburg cuando llegó con su maleta y su pañuelo rojo en la cabeza. La habitación que Sandy Clarks había pagado por adelantado en un motel mugriento a las afueras de la ciudad. La caravana y la furgoneta abollada con la que Patricia Gray iba todas las noches al trabajo. El granero acondicionado que el viejo Clarence Biggs sin duda le había enseñado a Dorothy Braxton mirándole las nalgas a través de los cristales ahumados de sus gafas.

Las cuatro desaparecidas habían llegado sucesivamente a Hattiesburg siguiendo el rastro de Caleb. Sabían que se había instalado en Maine y estaban cerrando el cerco a su alrededor. Pero ¿por qué en Hattiesburg concretamente? ¿Por su estación de servicio Texaco? ¿Por su Kentucky Fried Chicken lleno de cucarachas o su fábrica de pasta de papel? Eso no tenía ningún sentido. A no ser que Caleb hubiera elegido precisamente ese desierto de bosques y pantanos para tender una trampa a sus perseguidoras. Sí. Exacto: desenterrando muertos en los cementerios, había dejado tras de sí los indicios necesarios para atraerlas hasta allí. Después las había matado, una tras otra. Y luego había matado a Rachel. Marie cierra los ojos. La pista Hattiesburg se detenía en medio del bosque junto con la de Caleb y las cuatro crucificadas. Ahí caía el telón. Por lo tanto, ahora había que buscar por el lado de las monjas recoletas. Poner los pies donde los había puesto el asesino, meterse en su piel y encontrar lo que las víctimas habían descubierto antes de llegar a Hattiesburg. Aquello que había firmado su sentencia de muerte.

Capítulo 71

Una señal sonora surge de los altavoces de la cabina. La voz metálica del comandante anuncia que el 737 está sobrevolando la región de los Grandes Lagos. Parks alza los ojos del expediente y da un mordisco a la manzana mientras pega la nariz al ojo de buey. Muy lejos por debajo del aparato, distingue la orilla sur del lago Michigan y los rascacielos de Chicago. Bebe un trago de agua mineral para quitarse el sabor harinoso de la manzana envuelta en celofán y pasa a las páginas en las que Crossman ha grapado los informes encontrados en las habitaciones de las desaparecidas: unas cincuenta hojas sobre la investigación interna que el Vaticano inició tras la ola de asesinatos de recoletas en África, Argentina, Brasil y México. Conventos perdidos en el mundo por los que la Iglesia había dispersado sus manuscritos más secretos. No fortalezas como en Europa o en Estados Unidos, sino simples conventos de adobe perdidos en lo más recóndito de la jungla o de la sabana. Trece ancianas asesinadas y crucificadas. Caleb el Viajero, así es como las cuatro desaparecidas de Hattiesburg apodaban al individuo que perseguían. Había cometido trece crímenes en seis meses; un verdadero programa de trabajo de asesino en serie. Con la diferencia de que Caleb no escogía a sus víctimas al azar. Él buscaba un manuscrito que las recoletas conservaban en sus conventos, un manuscrito que debía recuperar a toda costa. El evangelio de Satán.

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