El evangelio del mal (21 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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—¡Mierda!

—El último asesinato, que las cuatro desaparecidas estaban investigando justo antes de que acabaran también con ellas, se cometió en un convento perdido en las montañas Rocosas, en la zona de Denver, en Colorado. De ahí el vuelo de United, que la está esperando a usted para despegar.

—Comprendo. ¿Nada más?

—Sí. Sabemos que finalmente las cuatro desaparecidas habían descubierto el nexo de unión entre todos esos crímenes.

—¿Una venganza?

—Más bien una maldición.

—Explíquese.

—Todas las recoletas asesinadas eran bibliotecarias versadas en la restauración de los manuscritos prohibidos de la Iglesia, los que el Vaticano esconde desde hace siglos en las salas secretas de sus conventos y sus monasterios. Sabemos que lo que el asesino buscaba era una de esas obras.

—¿Quiere decir que esas mujeres han muerto por un libro?

—No un libro cualquiera, Parks. Un manuscrito muy antiguo que al parecer contiene revelaciones peligrosas para la estabilidad de la Iglesia.

—¿Y ese libro tiene nombre?

—Evangelio de Satán.

—Vaya, comprendo que el Vaticano no quiera que se difunda.

Sorteando los charcos, la limusina llega a la terminal de salidas del aeropuerto de Boston y se detiene ante la entrada. Parks baja y coge la bolsa de viaje que el chófer de Crossman le tiende.

—Una última cosa: la Casa Blanca me ha telefoneado esta mañana a mi línea directa.

—¿Quién?

—El imbécil de Bancroft, el consejero de la Presidencia. Me ha dicho que la investigación sobre el asesino de Hattiesburg correspondía a las autoridades de Maine, ya que los asesinatos de las cuatro religiosas habían tenido lugar en su circunscripción. Creo que el Vaticano está presionando al presidente para silenciar el asunto.

—¿Qué le ha contestado?

—Que se vaya a tomar por culo.

—¿Y qué más?

—Le he dicho a ese enano que no solo los asesinatos superaban los límites de Maine, sino que además ya habían cruzado ampliamente las fronteras de Estados Unidos.

—¿Ah, sí?

Crossman le tiende a Parks una copia del expediente encontrado en casa de las desaparecidas de Hattiesburg.

—Mientras las enfermeras del Liberty Hall le reparaban los desperfectos, se nos ocurrió consultar los archivos de los principales periódicos del mundo. Encontramos varios anuncios similares dejados por nuestras religiosas en una quincena de publicaciones de diversos países. Después nos pusimos en contacto con los servicios de policía de los países en cuestión para saber si allí también había habido casos de desapariciones u otros asesinatos rituales.

—¿Y qué?

—En el transcurso de los seis últimos meses, ha habido al menos trece asesinatos idénticos.

—¿De religiosas?

—De recoletas, Parks. Trece viejas recoletas crucificadas y destripadas.

El cristal ahumado se levanta ante el rostro ceroso de Crossman. Con la lluvia repiqueteando sobre sus hombros, Parks mira cómo la limusina se aleja entre la densa circulación.

Capítulo 66

Avanzando en la oscuridad, el padre Carzo alza los ojos hacia el círculo de luz que la antorcha proyecta en el techo. Se detiene. Las paredes y la bóveda del sótano están cubiertas de frescos y bajorrelieves que los aztecas ejecutaron para dejar una huella de su paso por la cuenca del Amazonas. Seguramente una tribu exploradora que había tenido que abandonar los altiplanos de Yucatán para huir de los conquistadores. Un tesoro inestimable que había atravesado los siglos en las tinieblas inmóviles de la montaña.

Carzo levanta la antorcha hasta que la llama lame la bóveda y abre los ojos con asombro. El primer fresco representa una especie de jardín perdido en medio de la selva virgen, un lugar paradisíaco donde una cortina de vegetación protege un lago alimentado por cascadas de agua clara. Por doquier, árboles cargados de frutos extienden su sombra sobre el paisaje. En la playa que corre al borde del lago, un hombre y una mujer cuya desnudez resulta turbadora echan sus redes. Son olmecas, los antepasados de los aztecas, una civilización misteriosamente desaparecida al principio de nuestra era. Carzo nota que se le seca la garganta. Los aztecas debieron de realizar esos frescos para contar lo que les había sucedido a sus ancestros. Tenía ante él el testamento de los olmecas.

Según el dibujo, los dos indios que echan sus redes al lago se llaman Kal y Kella. Mirándolos bien, Carzo se da cuenta de que algo no encaja. Algo que el exorcista todavía no ha identificado, pero que ha encendido inmediatamente una señal de alarma en su cerebro. Frunce el ceño y se concentra en la india. Lo que finalmente ve le hiela hasta los huesos.

El agua del lago le llega al hombre hasta las rodillas y a la mujer hasta los muslos. Sobre el sexo sin vello de la india, su vientre liso y plano no presenta ninguna marca, ni el menor golpe de buril en el lugar donde el artista debería haber indicado la presencia del ombligo. Carzo examina el vientre del hombre. Una piel lisa y firme que se extiende desde el pubis hasta el esternón, sin el menor rastro de ombligo. Carzo se seca el sudor que acaba de aparecer en su frente. Como en las representaciones cristianas de Adán y Eva en el jardín del Edén, la ausencia de ombligo en el cuerpo de los dos olmecas significa que no han sido concebidos por un vientre humano ni alimentados por la placenta de una madre. Son las primeras criaturas creadas por Dios. Lo que significa que ese paisaje de colores desvaídos que Carzo está contemplando no puede ser sino el paraíso perdido de los olmecas.

Avanzando a paso lento, el exorcista pasa a los frescos siguientes. En un bajorrelieve cuyas redondeces el tiempo ha borrado, una divinidad luminosa señala a la mujer olmeca el fruto de un árbol que ella no debe comer. Pero, turbada por el dios Jaguar que va a visitarla en sueños, la joven india ha desobedecido a la Luz y la Luz se ha apagado para siempre. Entonces se ha producido un cataclismo, un huracán o un terremoto. El cielo se ha vuelto negro y, en el fresco siguiente, las cascadas que alimentan el lago han empezado a escupir sangre. Privados de luz, los árboles se han marchitado y una capa de podredumbre ha aparecido sobre su tronco. La misma lepra gris que está invadiendo el territorio de los yanomami.

Carzo abre con asombro los ojos. En el fresco siguiente, la joven olmeca grita en silencio mientras el dios Jaguar la viola en medio de las ruinas del paraíso. Carzo no consigue apartar los ojos de esa escena. Es el dios Jaguar. Casi puede sentir cómo su sexo desflora a la joven olmeca, siente cómo esa bestialidad entra en ella. El Mal absoluto, como si el fresco estuviera impregnado con el sacrilegio que describía.

Carzo continúa avanzando. El fruto del dios Jaguar ha hinchado el vientre de la mujer. Expulsados del paraíso, los dos olmecas vagan por la jungla. Acaban de llegar al mar y Carzo observa que su semblante ha cambiado, que su espalda se ha encorvado y que sus manos cuelgan ahora hasta el suelo.

Los siglos desfilan bajo la antorcha de Carzo. El alba de la humanidad. Volcanes, islas engullidas. Pájaros gigantescos recorren el cielo. Carzo ve las inmensidades estrelladas, el alineamiento de los planetas y los cometas que atraviesan la noche. Ve también a la descendencia del dios Jaguar, que se mete en las ciénagas.

El exorcista se detiene; el fresco siguiente representa a unos guerreros olmecas arrodillados en el suelo de una gruta. Un mensajero celeste, cuyo rostro está envuelto por una nube ardiente, flota sobre ellos. Carzo levanta la antorcha. Mediante destellos que escapan de sus manos, el mensajero revela a los olmecas el secreto del fuego. Agrandando los ojos a medida que la llama se acerca al techo, el exorcista se pone de puntillas para ver el rostro del mensajero.

«Dios mío, es imposible».

Ese enviado del cielo que Carzo acaba de reconocer a la luz de la antorcha es el mismo al que Dios encargó que anunciara el nacimiento de Jesús a la Virgen María. El mismo que inspiró, seiscientos años más tarde, los versículos del Corán a Mahoma: el arcángel Gabriel.

Capítulo 67

Roma, ciudad del Vaticano

Tres horas. Según el reloj, hace exactamente tres horas que Su Santidad no puede moverse ni pronunciar una sola palabra. Ocurrió de repente, mientras el anciano alargaba un brazo para coger la campanilla de la mesita de noche. Al principio, ese simple gesto se había desarrollado con normalidad: la vieja mano avanzaba hacia el objeto mientras el codo se desdoblaba y los músculos del hombro se estiraban dolorosamente. Luego, en el momento en que los dedos de Su Santidad entraron en contacto con la superficie metálica de la campanilla, la sensación de frío se interrumpió bruscamente. Sin embargo, la dichosa campanilla seguía estando allí; era la sensación de su presencia lo que había desaparecido. Como si las moléculas que la componían se hubieran desvanecido súbitamente, convertidas en una lluvia invisible y silenciosa. A continuación, el entumecimiento se extendió al brazo y el hombro, y Su Santidad comprendió que algo no iba bien. Entonces oyó como un chasquido en las profundidades de su cerebro. Una vena que se hincha y estalla en la superficie de las meninges, la sangre que sale y llena la cavidad craneal hasta comprimir las zonas de la palabra y del movimiento. Así es como el anciano se encontró encerrado en un rincón de sí mismo. Desde ese momento, con los ojos abiertos a un mundo cuyas luces le llegaban como si fueran de otra galaxia, Su Santidad escuchaba cómo el reloj marcaba los segundos.

Un ruido. El Papa presta atención. A lo lejos, las campanas de San Pedro anuncian el ángelus de mediodía. De repente se acuerda… Se acuerda de la entrevista que mantuvo al amanecer con el cardenal Camano. Se acuerda de su secretario particular dejando una jarra de agua sobre la mesa de centro. Se acuerda del sabor terroso que invadió su garganta y de esa arcada que contrajo su estómago. Después de que Camano se hubiera ido, Su Santidad se tumbó para recuperar fuerzas antes del inicio del concilio. El Papa se durmió. Soñó con la cofradía del Humo Negro y con los Ladrones de Almas, con Janus gritando en la cruz y con el cielo vacío sobre él. Se despertó sobresaltado, con la boca seca y la cabeza pesada. Su corazón latía débilmente y su vista parecía haber disminuido. Por eso había intentado coger la campanilla de la mesita. Porque había sentido un sabor de tierra en la boca. «Oh, Dios mío, ten piedad de mí…»

Aterrorizado, el Papa intenta mover los brazos y las piernas. Un ruido de pasos interrumpe sus esfuerzos. Trata de volver la mirada hacia la persona que se acerca, pero sus ojos permanecen desesperadamente clavados en el techo. Una corriente de aire le acaricia la cara. Murmullos. Unas personas se inclinan sobre él mientras una mano busca su pulso. Reconoce el rostro de su médico particular, la frente arrugada de su camarera y las facciones descompuestas de dos protonotarios apostólicos, cuyos ojos empañados auguran lo peor.

Durante unos segundos, esa nube de murmullos y de rostros lejanos se agita sobre él; luego, el médico saca el fonendoscopio y, con la campana metálica sobre su pecho, le busca el corazón. No lo encuentra. Menea lentamente la cabeza y guarda el instrumento. Dominado por el pánico, el Papa intenta hacer una seña a ese atajo de idiotas que creen que está muerto. Bastaría un estremecimiento, un imperceptible parpadeo. O incluso una ínfima modificación en la intensidad de su mirada. ¡Sí, ésa es la solución! Un sentimiento, simplemente una emoción, solo una pequeñísima llama en la superficie apagada de su cristalino.

El anciano intenta traspasar la capa vidriosa que cubre sus ojos cuando una luz cegadora atraviesa su córnea e ilumina el interior del reducto mental donde se ha refugiado su conciencia. Armado de una linterna, el médico observa sus pupilas. Estas no se contraen por efecto de la luz. Entonces el anciano oye el suspiro que el médico deja escapar al anunciar que Su Santidad se ha ido.

El Papa se debate con todas sus fuerzas para tratar de atraer de nuevo su atención cuando oye chirriar la puerta de sus aposentos. Ruido de pasos. Los murmullos se apagan y los individuos inclinados sobre Su Santidad se incorporan para ceder el sitio al hombre que acaba de entrar. Los rasgos del cardenal camarlengo llenan el campo visual del anciano: él es el encargado de constatar oficialmente su fallecimiento. El querido Campini. Él se dará cuenta de que Su Santidad todavía no ha muerto. Él dará la voz de alarma. Después trasladarán al Papa a la clínica Gemelli, donde recibirá respiración asistida, y mil quinientos millones de fieles repartidos por todo el mundo rezarán por su restablecimiento. Sí, eso es lo que ocurrirá. Así pues, cuando Campini acerca un espejo a sus labios, el anciano reúne de nuevo todas sus fuerzas para espirar ese hilo de aliento que demostrará que todavía habita un soplo de vida en su cuerpo. Siente que su garganta se contrae y, mientras el camarlengo aparta el espejo para mirar su superficie, Su Santidad ve el débil vaho que se ha formado sobre ella. Campini se dará cuenta de que algo no va bien. Debe ver esa huella de condensación aunque ya quede absorbida por efecto del aire templado de la habitación. ¡Ya está! El Papa acaba de leer en los ojos del camarlengo que este ha visto el vaho. Pero, entonces, ¿a qué espera para avisar al médico y poner en marcha el traslado?

A través de la ranura de sus ojos entornados, Su Santidad analiza el destello que brilla en los ojos de su camarlengo: ¿esperanza y felicidad? La sangre se le hiela en las venas. No, esa brasa que acaba de encenderse en la pupila del primer prelado del Vaticano es otra cosa. Júbilo. Júbilo y odio. «Dios mío, finge no ver nada…»

Una vez que se ha guardado el espejo en el bolsillo de la sotana, después de haberlo limpiado, el camarlengo escruta los ojos muertos que lo miran. A continuación se inclina y susurra al oído al Papa:

—Santidad, sé que me oye. Sepa que en tiempos no tan lejanos en los que no se vaciaba a los papas antes de enterrarlos, muchos de sus ilustres predecesores perecieron asfixiados en su tumba. Usted tendrá la suerte de recibir la visita de los embalsamadores, que lo rajarán para aspirar sus entrañas. Dé gracias a Dios y deje de debatirse, porque se acerca la hora en que el Humo Negro de Satán se propagará de nuevo por el mundo.

Al ver que la mano de Campini se acerca a su cara, Su Santidad comprende que todo ha terminado. Y mientras sus párpados se cierran como una tumba bajo los dedos del camarlengo, el anciano deja escapar un largo grito silencioso que muere antes de salir de sus labios.

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