El evangelio del mal (37 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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El alba tiñe de rojo las montañas cargadas de nieve. La tormenta ha pasado. Ladridos rabiosos y gritos de dolor resuenan en el túnel. Mientras, hundiendo las botas en la nieve, baja con el sacerdote la pendiente que conduce al aparcamiento, Parks tiene la impresión de que las recoletas están devorándose las unas a las otras.

Séptima parte
Capítulo 111

Interestatal 70. Con la frente apoyada en la ventanilla de la limusina del FBI, Marie Parks contempla las Rocosas; sus cumbres nevadas bañan el crepúsculo. Sentados en la parte de atrás, Crossman y el padre Carzo escuchan el chisporroteo que escupen los altavoces.

Al amanecer, después de haber conseguido escapar de las recoletas, Parks y Carzo caminaron por la nieve hasta Holy Cross City, desde donde se pusieron en contacto por radio con las oficinas del FBI en Denver. Crossman ya estaba allí. Los rescataron y luego, a última hora de la tarde, enviaron un equipo en helicóptero al convento. Esa operación es la que la joven y el sacerdote están siguiendo en directo a través de la radio. El zumbido de los helicópteros posándose. Unas órdenes suenan en los auriculares. Las botas crujen en la nieve mientras los agentes de élite del FBI rodean el convento. Dentro del habitáculo se oye la voz del jefe de sección.

—Azul, aquí Azul 2. Efectivo desplegado.

Con la frente apoyada en la ventanilla, Marie oye que Crossman pulsa el botón de su walkie-talkie.

—Aquí Azul. Adelante.

Una explosión. Un crujido. Los federales acaban de volar el portón con ayuda de cargas huecas. Susurros, ruido de pasos. Las respiraciones silban en los micros. Mientras un equipo pasa por el sótano que conduce a la biblioteca, el grueso del destacamento sube los escalones del convento de cuatro en cuatro.

Parks se guía por el ruido de las suelas para calcular el avance del equipo. Acaban de dejar atrás el primer tramo de la escalera y ahora corren por el rellano en el que se alinean los calabozos donde la cosa había intentado estrangularla. Parks cierra los ojos. En el asiento trasero, Crossman y Carzo escuchan. El ruido de pisadas se ha reanudado. El equipo ataca la segunda parte del ascenso.

—¿…de esa jodida escalera, Parks?

Marie se sobresalta al oír la voz glacial del director del FBI.

—¿Cómo?

—Le pregunto qué hay al final de esa jodida escalera que no se acaba nunca.

—Un jodido claustro.

Parks contempla fijamente las cumbres nevadas que desfilan al otro lado de la ventanilla. No quiere dejar de mirarlas. Si lo hace, se expone a dejarse aspirar por los ruidos que escapan de los altavoces. Sonidos que llenan sus oídos y que pueden desencadenar en cualquier momento una visión que volvería a llevarla allí. Lo que sea menos eso. Oye que Crossman pulsa otra vez el botón de su emisor.

—Aquí Azul. Según mis informaciones, la escalera va a parar a un claustro.

Los agentes han subido ya todos los peldaños. El ruido del viento. De nuevo, la voz del jefe del equipo:

—¿Y después?

Crossman suelta el botón del walkie-talkie.

—¿Y después, Parks?

—Hay un Cristo de bronce, un porche y un largo pasillo. La escalera lleva a las celdas de las monjas, pero ahí no las encontrarán.

—Entonces…

—Tienen que bajar directamente a la biblioteca y reunirse con el otro equipo.

Crossman transmite esa información al equipo de la escalera y luego establece contacto con el jefe del destacamento que avanza por los sótanos.

—Azul 3, aquí Azul. Informe contacto.

Chisporroteo. Se oye el susurro del agente especial Woomak.

—Aquí Azul 3. Hemos recorrido cuatrocientos metros por el interior del túnel. Contacto negativo.

—Maldita sea, Woomak —le tiembla la voz—. ¿Qué pasa?

—Tendría que ver esto, jefe.

—¿El qué, Woomak?

—La sangre, jefe. Dios mío, hay tanta sangre que parece que estemos en un matadero…

El otro equipo acaba de llegar a la biblioteca del convento.

—Azul, aquí Azul 2. Una trampilla abierta en el suelo de la biblioteca. Una escalera.

Irritado, Crossman suelta el botón del emisor.

—Mierda, Parks, ¿qué es esa otra escalera?

—Es el pasadizo que lleva al Infierno.

—¿Está de coña o de verdad quiere que les diga eso?

—Así es como llaman las recoletas a su biblioteca prohibida.

Crossman levanta de nuevo el walkie-talkie.

—Azul 2, aquí Azul. Bajen por la escalera y reúnanse con el equipo de Woomak. Dense prisa, no hay tiempo que perder.

—Recibido, Azul.

Se oyen los pasos de los agentes bajando la escalera. Chisporroteo. La voz de Woomak llega de nuevo desde los sótanos:

—Jesús bendito…

—¡Cojones, Woomak, dígame qué ve!

Marie contempla las cimas. La visión se acerca. El resplandor ya se atenúa. Ya nota bajo los dedos que el plástico de la portezuela se transforma en algo más duro y rugoso, como piedra. Sus ojos se cierran.

Flash.

La oscuridad. Woomak acaba de entrar en la biblioteca prohibida. Parks gime. Detrás de él, varios agentes se quitan el verdugo de protección y vomitan contra las paredes de la gruta. Voz mascullante de Woomak:

—Azul, aquí Azul 3. Contacto positivo. Las recoletas están aquí, jefe.

—¿Y qué?

La reja chirría sobre sus goznes. El otro equipo acaba de llegar al Infierno. Marie abre los ojos y aprieta los puños con todas sus fuerzas para rechazar la visión. Se tapa los oídos para no oír la voz de Woomak. Las imágenes de los cadáveres atrozmente mutilados se descomponen. Se obliga a mirar las cumbres nevadas que desfilan al otro lado de la ventanilla.

Capítulo 112

Los chisporroteos han cesado, y ahora la limusina del FBI circula en silencio por la Interestatal 70. Un cartel indica que el aeropuerto de Denver se encuentra a veinte kilómetros. Parks echa un vistazo al retrovisor interior. Crossman, con las facciones tensas y la mirada perdida, no ha despegado los labios desde que la comunicación con el convento de Denver se ha interrumpido. El timbre del teléfono rompe el silencio. Crossman descuelga, pero no pronuncia una sola palabra. Después cuelga y carraspea para aclararse la voz:

—Una decena de especialistas están en el convento para recoger lo que queda de los cuerpos y tratar de comprender lo que ha ocurrido. Ya han encontrado el equivalente de catorce cadáveres. Y digo el equivalente, padre, porque mis hombres no consiguen reconstruir cadáveres enteros. Tienen fragmentos de brazos, manos, dedos y jodidos trozos de piernas despedazadas, pero no logran averiguar a qué cuerpos pertenecen esos pedazos de carne. Así que me perdonará si le hago una pregunta directa: ¿qué coño ha ocurrido ahí arriba?

Un silencio. El padre Carzo clava la mirada en la del director del FBI.

—Señor Crossman, ¿cree en Dios?

—Solo los domingos. ¿Por qué?

—Porque están actuando fuerzas que superan nuestro entendimiento cuando intentamos explicarlas mediante la razón.

Una sonrisa glacial curva los labios de Crossman, que saca un sobre del bolsillo y lo deja sobre la mesita abatible del sacerdote.

—Muy bien, padre, puesto que quiere jugar, aquí tiene los dos billetes de primera que me pidió que reservara con destino a Ginebra. A las seis de la tarde despega de Stapleton un vuelo de Lufthansa. Lo que le deja el tiempo justo para convencerme de que le permita marcharse con mi agente. Pasado ese plazo, o bien embarca tranquilamente en ese avión, o bien lo empapelo por obstrucción a una investigación federal.

Un silencio. Voz de Carzo:

—Asistimos desde hace varios meses a un recrudecimiento espectacular de los casos de posesiones satánicas, lo que nos hace temer que una de las profecías más antiguas de la cristiandad está a punto de realizarse.

—Si se refiere al regreso de Satanás, puedo darle su dirección: trabaja en Wall Street y surfea todos los veranos en California.

—No bromee con estas cosas, señor Crossman. La Bestia existe y sus agentes acaban de comprobarlo. Pero Satanás puede adoptar muchos rostros y, como a Dios, le gusta utilizar a los hombres para conseguir sus fines.

—¿Esa profecía está relacionada con el evangelio ese que la Iglesia perdió en la Edad Media?

—Sabemos que una cofradía secreta de cardenales se ha infiltrado en el Vaticano. Esa logia se hace llamar el Humo Negro de Satán. El evangelio les pertenece y harán lo imposible por recuperarlo.

—¿Qué hay en ese manuscrito?

—Una mentira. Algo que los papas ocultan desde hace siglos y que la cofradía del Humo Negro intenta sacar a la luz para destruir la cristiandad. Son fanáticos, cardenales satanistas. El poder no les interesa. Solo los motiva el caos. Creemos que tratarán de aprovechar el concilio para tomar el control de la Iglesia.

—¿Puede darme algún nombre?

—¿Me jura que esta información no saldrá de esta limusina?

—¿Está de broma? ¿Acaso cree que tengo derecho a quedarme algo semejante para mí? En todo caso, le garantizo que esa información nunca se hará pública.

Carzo saca del bolsillo de su sotana el sobre que contiene el código templario. Tras un instante de duda, se lo tiende a Crossman. El director del FBI desdobla la hoja y la recorre con los ojos durante unos segundos. Después mira las fotos antes de dirigir una mirada interrogativa al sacerdote.

—Ese mensaje es de hace una semana. Procede de un cardenal infiltrado por el Vaticano en el seno de la cofradía del Humo Negro. Utiliza un código cifrado a base de símbolos geométricos.

—¿Y…?

—En ese mensaje, el cardenal en cuestión habla del accidente que se produjo durante el vuelo 7890 de Cathay Pacific.

—¿El Baltimore-Roma?

—Sí. Da también el nombre de un periódico escocés, el Edinburgh Evening News. Es el periódico que está leyendo el anciano de la foto. La edición es la del día siguiente al del accidente.

—No le sigo.

—El lugar donde se hicieron esas fotos se llama Fenimore Harbour Castle, un pequeño cottage situado en el extremo norte de Escocia. Según nuestras informaciones, es ahí donde se celebró la última reunión de la cofradía del Humo Negro antes del concilio. El día siguiente del accidente.

—Continúo sin seguirle.

—Sí me sigue, señor Crossman.

Los dedos del director teclean en el ordenador portátil que acaba de abrir. Se conecta con la base de datos del FBI y pide la lista de pasajeros fallecidos en el accidente. Alza de nuevo los ojos hacia Carzo.

—¿Está de broma?

—¿Tengo cara de estarlo?

—¿Está diciéndome que ese Humo Negro se ha permitido el lujo de cometer un atentado en pleno vuelo para suprimir a unos cardenales que iban al concilio?

—No eran unos cardenales cualesquiera, señor Crossman. Los que fallecieron en ese accidente eran la flor y nata del Vaticano. Fieles del Papa, y créame, no hay muchos. Pero ha sido sobre todo la presencia del cardenal Miguel Luis Centenario lo que me ha llamado la atención, en la medida en que gozaba del favor de los miembros del cónclave y por ello se le veía como posible sucesor del Papa.

—Lo que significa que la cofradía del Humo Negro habría organizado ese atentado para librarse del único aspirante al trono de san Pedro con posibilidades de ser elegido, ¿no?

—Y que el candidato de la cofradía es ahora el único que entrará en liza en caso de que haya cónclave.

Un silencio.

—Y el anciano de la foto, ¿quién es?

—El cardenal camarlengo Campini.

—¿El hombre que tiene plenos poderes en el Vaticano cuando muere el Papa? ¿Se da cuenta de lo que eso significa?

—Tendría que fallecer Su Santidad y quedar la Santa Sede vacante.

—En tal caso, padre, lamento anunciarle que el Papa murió ayer a mediodía, hora de Roma. Si su historia de la cofradía es cierta y efectivamente hicieron estallar el avión de Cathay Pacific que transportaba a su posible sucesor, eso significa que el Humo Negro tiene ahora las manos libres para elegir a uno de sus miembros como cabeza de la Iglesia. Y como los cardenales de la cristiandad ya están reunidos para el concilio, organizar el cónclave será un simple formalismo.

Mientras Carzo cierra los ojos para luchar contra el vértigo, Crossman descuelga el teléfono sin pensárselo dos veces. Varias señales se suceden. Una voz contesta por fin.

—Cuartel general de Langley, dígame.

—Soy Stuart Crossman. Póngame con el director de la CIA.

—El señor Woodward está pescando en Arizona.

—¿Cómo?

—Es su día de descanso, señor Crossman.

—Entonces dígale que tire la caña al agua y vuelva lo más deprisa posible. Tenemos un problema.

—No cuelgue, voy a pasar la llamada a su móvil. Un chisporroteo. La voz lejana de Stanley Woodward:

—Hola, Stuart, ¿qué pasa?

—Tenemos un código H encima.

—¿Una alerta de golpe de Estado? ¿Dónde? ¿En África? ¿En Sudamérica?

—En Roma, en la Ciudad del Vaticano. Un silencio.

—¿Te estás quedando conmigo?

—Vuelve ahora mismo, Stan. Es urgente.

Capítulo 113

Ciudad del Vaticano.

Una de la madrugada

Monseñor Ricardo Ballestra se despierta sobresaltado y se incorpora en la cama. Acaba de soñar que una plaga mortal se extendía por el mundo y diezmaba ciudades enteras. Una pesadilla tan horrorosa que el clérigo tiene la impresión de que continúa en la realidad.

Tal como su cardiólogo le ha aconsejado, el prelado inspira despacio por la nariz para que disminuya la presión en sus arterias. Jirones de pesadilla se agarran a su memoria.

La plaga afectaba primero a las aves migratorias, miles de cigüeñas y de gansos cenizos que habían partido de África para infectar las regiones templadas. Algunas sucumbían durante el viaje, fulminadas sobre los océanos por el mal que transportaban. Otras se asfixiaban en las gigantescas redes aéreas que las autoridades del hemisferio norte habían tendido para frenar la invasión. Pero el grueso de ese ejército llegaba a las costas y la plaga se propagaba rápidamente por los campos y las ciudades.

Los hospitales quedaban desbordados enseguida y era preciso delimitar con urgencia zonas de cuarentena para contener la epidemia. Luego debían recurrir al ejército para rodear las ciudades y disparar contra los fugitivos que intentaban cruzar las barreras. Los últimos días de la gran desgracia incluso se veía aviones de caza que lanzaban misiles y bombas de carburante sólido sobre París, Nueva York y Londres, a fin de arrasar los barrios diezmados por el mal. Se afirmaba también que los gobiernos asiáticos habían hecho evacuar sus capitales antes de borrarlas del mapa mediante cargas nucleares. Después, todo se paralizaba; de repente, un silencio mortal se abatía sobre el mundo.

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