El evangelio del mal (40 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Barriendo con el haz de luz de la antorcha el cubículo de Celestino III, Ballestra descubre otros documentos guardados en un pesado sobre sellado con cera: una cincuentena de pergaminos llenos de notas tomadas por Sablé a medida que leía el manuscrito en los sótanos de San Juan de Acre.

Orgullosa al principio, la escritura del templario va reduciéndose, a medida que avanzan las páginas, a una especie de garabatos que permiten pensar que Sablé escribía bajo los efectos de un terror atroz. Afirma que ese evangelio está maldito y que ofrece en esas oscuras líneas el testimonio de la existencia de una bestia monstruosa que ocupó el lugar de Jesucristo en la Cruz. Jesús, el hijo de Dios, y Janus, el hijo de Satanás. Sablé afirma también que, después de haber degollado al destacamento romano encargado de la crucifixión, unos discípulos que asistieron a la negación de Cristo se apoderaron del cadáver de Janus y huyeron con él. Por último, Sablé asegura que la hora de la Bestia se acerca y que ninguna montaña es suficientemente alta para detener el viento que se levanta.

Ballestra constata que los últimos pergaminos redactados por Sablé están totalmente llenos de caracteres sin espacio entre sí ni párrafos independientes. Un amontonamiento continuo de letras microscópicas sin puntos ni comas, donde el gran maestre del Temple explica que en las últimas páginas del evangelio ha descubierto un secreto tan terrorífico que no se atreve a plasmarlo por escrito. Después anuncia que ese día mandará un destacamento de templarios a un lugar oscuro, al norte de Tierra Santa, donde, según él, se encuentra la prueba de sus declaraciones. Las últimas palabras de Sablé reflejan tal desesperación que Ballestra, pronunciándolas en voz baja, comprende que el templario ha perdido la razón:

—Dios está en el Infierno. Manda sobre los demonios. Manda sobre las almas condenadas. Manda sobre los espectros que vagan por las tinieblas. Todo es falso. ¡Oh, Señor! ¡Todo lo que nos han dicho es falso!

El archivista se inclina para registrar el resto del cubículo del papa Celestino III. Solo queda un pergamino, del que desata la cinta con nerviosismo. Se trata de una carta de Umberto di Brescia, capitán archivista al mando del destacamento enviado a Acre para trasladar el evangelio. Va dirigida al Vaticano, y Brescia la escribió unas horas antes de morir.

Ballestra se sienta con las piernas cruzadas en el suelo y escucha su propia voz, que se eleva en la oscuridad como si, atravesando los siglos, fuera el propio Brescia quien releyera esa carta antes de mandarla a Roma.

Capítulo 121

Santidad:

Tras haber afrontado una fuerte tormenta en el mar Egeo, nuestras velas llegaron finalmente a las costas de Tierra Santa al declinar el trigésimo tercer día de travesía. Al doblar la punta de Haifa, vimos que se elevaban unas columnas de humo negro en San Juan de Acre y, mientras nubes de cenizas caían sobre nuestras velas, comprendimos por el terrible hedor que acompañaba el viento que era grasa humana lo que alimentaba esas hogueras.

A una legua del canal, unos extraños ruidos sonaron junto al casco. Asomándonos por la borda, observamos con horror que la proa se abría paso en un océano de cadáveres tan apretados los unos contra los otros que casi no se distinguía la superficie del agua entre los cuerpos.

Finalmente conseguimos entrar en el puerto de Acre, cuyas aguas humeaban. Envuelta en esa bruma de ceniza, la fortaleza parecía una plaza fuerte infernal desde donde demonios con armadura seguían arrojando cadáveres por encima de las murallas. Aquella crueldad desatada nos hizo murmurar que el Diablo se había adueñado de Acre.

Al llegar a las murallas, pedimos ser recibidos por el gran maestre del Temple, a quien vuestra misiva había informado de nuestra llegada. Un jinete se alejó al galope hacia la parte sur de la ciudad, donde el Temple había establecido sus cuarteles; tuvimos que esperar una hora hasta que llegó un mensaje de vuelta dándonos cita al pie de la fortaleza. Sobre un promontorio, a salvo de las miradas, fue donde Robert de Sablé se reunió con nosotros. Yo lo conocía por haberlo visto en numerosas ocasiones en Roma y en Venecia. Por esa razón me quedé impresionado al ver lo mucho que parecía haber envejecido. Al principio achaqué su estado a los combates y a las odiosas ejecuciones de los que el Temple había sido testigo. Sin embargo, al abrazar a Sablé y besarlo sin importarme el olor de carne chamuscada que despedía su túnica, vi en sus ojos enrojecidos que quizá había cometido algo más irreparable todavía que los crímenes perpetrados en esa antesala del Infierno. He aquí, reproducidos, algunos fragmentos de nuestra conversación a la sombra de las murallas. Empecé diciéndole:

—En nombre de Cristo, Robert, os ruego que respondáis sin rodeos a la pregunta que voy a haceros. ¿Habéis cometido la falta de abrir el evangelio que estoy encargado de llevar a Roma? Y en caso afirmativo, ¿es esa imprudencia la causa de este desenfreno de odio y de locura? Si tal es el caso, Robert, si efectivamente habéis leído esas páginas que ningún ojo puede leer sin consumirse, es de temer que, al hacerlo, hayáis liberado unas fuerzas que os superan. Os escucho. ¿Habéis cometido lo irreparable?

Me estremecí al oír la voz que salía de entre los labios del templario.

—Huid, pobre loco, pues Dios ha muerto a la sombra de estas murallas.

—¿Qué habéis dicho, desgraciada criatura?

—He dicho que Dios está muerto y que aquí comienza el reinado de la Bestia. Id a decir a vuestro papa que todo es falso. Nos han mentido, Umberto. Las almas arden eternamente, y es Dios quien alimenta el fuego que las consume.

Entonces, cubriéndose mis archivistas la cara mientras la cosa abría los brazos para insultar al Cielo, lo conminé a devolverme el evangelio y lo amenacé con mandar venir a la Inquisición para que extirpara al Diablo de las murallas de Acre. Él pareció impresionado y, sin duda temiendo mis palabras, me prometió que el manuscrito sería llevado a nuestra nave antes de la noche. No lo creí y, tras volver a bordo después de esa entrevista, os escribo esta carta para haceros partícipe de mis temores.

Crujido de papel. Ballestra desenrolla el último pergamino del correo de Brescia.

Santidad, quedan unas horas antes de la noche y vamos a esperar, reforzando la guardia en las cubiertas, a que Sablé cumpla su promesa. O a que envíe, como temo, a algunos asesinos de su orden para matarnos y arrojar nuestros cadáveres a las hogueras de cuerpos que iluminan la bruma.

Me niego a abandonar el evangelio maldito en unas manos que perecerán teniéndolo en su posesión, de modo que confío nuestro destino a Dios y este correo a mi mejor paloma mensajera a fin de que, si llegáramos a desaparecer, podáis tomar las disposiciones oportunas para restablecer el orden en Acre y extirpar de sus sagradas murallas al terrorífico demonio que la ha convertido en su morada.

20 de agosto del año de Cruzada 1191,

escrito por la pluma

de Umberto di Brescia, caballero archivista

a las órdenes exclusivas de Roma.

Ahí termina el correo del capitán. Según un informe emitido la misma noche por el jefe de la guarnición de Haifa, avistaron a la deriva, mar adentro, una goleta en Llamas que se hundió antes de que las chalupas enviadas en su ayuda consiguieran darle alcance. Ballestra cierra los ojos e imagina sin ninguna dificultad qué ocurrió aquella noche. Sablé, efectivamente, había perdido la razón y los templarios se habían convertido junto con él en adoradores de las fuerzas del Mal.

Capítulo 122

Ballestra consulta su reloj; las agujas brillan débilmente en la oscuridad. Ya hace más de cuatro horas que está inspeccionando la Cámara y todavía le queda una decena de cubículos por registrar. Desenrolla a toda prisa varios puñados de pergaminos y los estudia febrilmente a la luz de la linterna.

Durante el siglo posterior a la matanza de los archivistas a manos de los templarios de San Juan de Acre, nadie vuelve a oír hablar del evangelio de Satán. Es un período de grandes angustias y de pesares, en el transcurso del cual los cruzados pierden poco a poco las últimas plazas fuertes de la cristiandad. Pero es también el período en el que los templarios se enriquecen enormemente y acumulan un tesoro fabuloso que muy pronto despierta el rencor y la codicia de sus poderosos deudores.

En el curso de ese mismo siglo, el Temple se infiltra en el Vaticano y convierte a su causa a algunos obispos y cardenales, a los que se les revela la odiosa mentira que Sablé descubrió leyendo el evangelio de Satán. Esos prelados, que mantienen en secreto su conversión, comienzan entonces a intrigar para hacerse con el control de la Iglesia.

Ballestra desenrolla otros pergaminos y contiene la respiración al descubrir el oscuro complot que finalmente acabó con el todopoderoso Temple.

El 16 de junio de 1291, es decir, casi exactamente cien años después de la conquista de Acre durante la cruzada de Corazón de León, los ejércitos del sultán egipcio al-Ashraf recuperan definitivamente la fortaleza. La batalla durará semanas, y los templarios, los hospitalarios y los caballeros teutones dejarán a un lado sus disputas para defender las brechas que los musulmanes abren en las murallas.

Vencida Acre, a la que siguen Sidón y Beirut, Tierra Santa se pierde y acaban las cruzadas. Los templarios cometen entonces el error de instalarse en Francia, donde reside su más feroz enemigo, el rey Felipe IV el Hermoso, que les debe muchísimo dinero.

5 de junio de 1305. Clemente V es elegido Papa y se instala en Aviñón. Es amigo del rey de Francia. La trampa se cierra entonces sobre los templarios. Mediante una carta fechada el 11 de agosto de 1305, el Papa pone en marcha varias investigaciones de la Inquisición contra el Temple por sospecha de comercio con el Demonio.

12 de octubre. En un primer informe, el inquisidor Adhémar de Monteil afirma que los templarios han renegado de Dios y adoran en su lugar a un Bafomet con cabeza de macho cabrío que decora un medallón que llevan secretamente bajo la túnica. Monteil afirma también que la orden se ha infiltrado en el Vaticano y que sus dignatarios se reúnen en las salas ocultas de sus castillos para preparar un golpe de Estado contra la Iglesia. Más grave todavía: en el informe se declara que su gran maestre, Jacques de Molay, posee un evangelio extraño y maldito descubierto durante las cruzadas, gracias al cual la orden ha obtenido su formidable poder y sus increíbles riquezas. Los inquisidores revisan entonces los archivos de esa época y acaban encontrando el correo enviado desde Acre por el capitán Umberto di Brescia unas horas antes de la matanza de sus hombres a manos de los templarios de Sablé.

Sentenciada la suerte del Temple por estas revelaciones, los hombres del Papa y los del rey de Francia se reúnen en secreto en Suiza para organizar la matanza de los miembros de la orden. El acuerdo prevé que el rey conservará el tesoro de los templarios a cambio del evangelio. Una vez cerrado este trato, el viernes 13 de octubre de 1307, al amanecer, todos los templarios de Francia son detenidos y encarcelados.

Ballestra enfoca con la linterna el cubículo de Clemente V Quedan cuatro pergaminos. Coge uno al azar y desata la cinta.

El 15 de octubre de 1307, es decir, dos días después de la detención de los templarios, al anochecer, los espías del rey de Francia entregan el evangelio a los emisarios de Su Santidad en un castillo situado cerca de Annecy. Esa misma noche, el manuscrito toma el camino de las montañas hasta el convento de las hermanas recoletas de Nuestra Señora del Cervino.

El pergamino siguiente es un correo secreto enviado con carácter de urgencia por las recoletas cinco días después de la llegada del evangelio a su convento, el 21 de octubre de 1307. La carta, escrita a toda prisa, anuncia que acaban de encontrar los cuerpos de cuatro religiosas ahorcadas en sus celdas y el cadáver de una quinta al pie de las murallas. Se trataba de las cinco recoletas encargadas de abrir el evangelio. La quinta es Mahaud de Blois, la madre superiora. Antes de arrojarse al abismo, la recoleta se desfiguró con las uñas. Después utilizó sus dedos manchados de sangre para escribir en la pared de su celda las palabras que Jesucristo pronunció justo antes de morir: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». A continuación se reventó los ojos con una pluma impregnada de tinta antes de defenestrarse.

Ballestra se seca el sudor de la frente. ¿Qué había podido leer esa servidora del Señor para que turbara su alma hasta el punto de hacerle perder la fe y las ganas de vivir? La respuesta se encuentra en el penúltimo documento guardado en el cubículo de Clemente V. Un pergamino que data de la cruzada de Corazón de León y que los inquisidores habían encontrado en los archivos secretos del Temple.

Capítulo 123

El documento data del 27 de julio de 1191, es decir, cuatro días después de que Sablé hubiera profanado el manuscrito. Ballestra siente que se le hace un nudo en la garganta: ese pergamino es el que contiene la clave del misterio.

Tras haber huido llevándose el cadáver de Janus, los discípulos que habían asistido a la negación de Cristo llegaron a las estribaciones del monte Hermón, donde descubrieron una gruta en una cima. Allí, en las profundidades de la roca, fue donde redactaron el evangelio de Satán. La misma gruta que los templarios enviados por Sablé al norte de Galilea acababan de encontrar después de haber galopado hasta el alba y hasta destrozar sus monturas.

El pergamino que Ballestra está leyendo fue redactado por el sargento templario Hubertin de Clairvaux. En él anuncia a Robert de Sablé que él y sus hombres se adentraron en las profundidades de la montaña y llegaron a una amplia cueva circular; sus paredes estaban cubiertas de inscripciones maléficas. Al fondo, descubrieron un muro de adobe sobre el que estaba reproducido en letras de sangre el titulus de Jesucristo en su versión tergiversada por los adoradores de Janus. Clairvaux cuenta que hizo derribar el muro y que, nada más abrir la brecha, un soplo ardiente y corrosivo escapó del interior y desfiguró a cuatro de sus hombres.

Una vez disipado el veneno, los supervivientes entraron en la gruta condenada por los discípulos de la negación y encontraron una tumba de granito, en el centro de la cual alguien había colocado una capa de ramas. Allí descansaba una forma humana, protegida por un sudario cuya trama dejaba entrever un montón de huesos humanos. Clairvaux relata que los templarios descosieron el sudario para liberar el esqueleto que contenía. Entre los huesos de las muñecas y de los tobillos, unos grandes clavos, oxidados por la atmósfera ácida de la caverna, brillaban débilmente. Las articulaciones y los huesos del cadáver estaban rotos en diversos puntos. Alrededor del cráneo, que había sido partido a pedradas, los templarios, horrorizados, vieron una corona de espinas marchita; una de las púas había atravesado el arco sobreciliar del torturado. El cadáver de Janus. Eso es lo que los templarios de Clairvaux habían descubierto en la cueva: la prueba irrefutable que confirmaba lo que Sablé había leído en el evangelio. La misma prueba que la recoleta Mahaud de Blois había extraído de los archivos del Temple. Ballestra cierra los ojos. ¿Qué podría haber habido más abominable para aquella pobre religiosa de la Edad Media, dominada por supersticiones y santos terrores? Leyendo esas líneas, su fe debía de haberse desmoronado completamente. Un sentimiento que Ballestra comprende perfectamente, puesto que su propia fe se resquebraja y su espíritu se tambalea como un mástil en plena tormenta.

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