Read El evangelio según Jesucristo Online
Authors: José Saramago
No era grande la distancia entre la casa del sumo sacerdote y el palacio del procurador, pero a Jesús le parecía que no acababa de llegar nunca, y no por considerar insoportables hasta ese punto los abucheos y los empujones de la multitud, decepcionada por la triste figura que iba haciendo aquel rey, sino porque le urgía comparecer al encuentro que por su voluntad fijó con la muerte, no vaya a ocurrir que Dios mire hacia este lado, y diga, Qué es eso, no estás cumpliendo lo convenido. A la puerta del palacio se apostaban soldados de Roma, a quienes los de Herodes y los guardias del Templo entregaron el preso, quedándose ellos fuera, a la espera del resultado, y entrando con él sólo unos cuantos sacerdotes que tenían autorización.
Sentado en su silla de procurador, Pilatos, que éste era el nombre, vio entrar a un desgraciado, barbudo y descalzo, con la túnica sucia de manchas antiguas y recientes, éstas de frutas maduras que los dioses habían creado para otro fin, no para ser desahogo de rencores y señal de ignominia. De pie, ante él, el preso aguardaba, la cabeza la mantenía erguida, pero su mirada se perdía en el espacio, en un punto próximo, aunque indefinible, entre los ojos de uno y los ojos del otro. Pilatos sólo conocía dos especies de acusados, los que bajaban los ojos y los que de ellos se servían como carta de desafío, a los primeros los despreciaba, a los segundos los temía siempre un poco, y por eso los condenaba más deprisa. Pero éste estaba allí y era como si no estuviera, tan seguro de sí como si fuese, de hecho y de derecho, una real persona, a quien, por ser todo esto un deplorable malentendido, no tardarían en restituirle la corona, el manto y el cetro. Pilatos acabó concluyendo que lo más apropiado sería incluir a este preso en la segunda especie, y juzgarlo en conformidad, así que pasó al interrogatorio de inmediato, Hombre, cómo te llamas, Jesús, hijo de José, nací en Belén de Judea, pero me conocen como Jesús de Nazaret porque en Nazaret de Galilea viví, Tu padre, quién era, Ya lo he dicho, su nombre era José, Qué oficio tenía, Carpintero, Explícame entonces cómo salió de un José carpintero un Jesús rey, Si un rey puede hacer hijos carpinteros, un carpintero debe poder hacer hijos reyes.
En este momento intervino un sacerdote de los principales, diciendo, Te recuerdo, Pilatos, que este hombre dijo también que es hijo de Dios, No es verdad, sólo digo que soy hijo del Hombre, respondió Jesús, y el sacerdote, Pilatos, no te dejes engañar, en nuestra religión da lo mismo decir hijo del Hombre que hijo de Dios. Pilatos hizo un gesto de indiferencia con la mano, Si anduviera por ahí pregonando que es hijo de Júpiter, el caso, teniendo en cuenta otros que antes hubo, me interesaría, pero que sea o no sea hijo de vuestro dios me tiene sin cuidado, Júzgalo entonces por decir que es rey de los Judíos, que eso es bastante para nosotros, Falta saber si lo será también para mí, respondió Pilatos, malhumorado. Jesús esperaba tranquilamente el final del diálogo y la reanudación del interrogatorio, Qué dices tú que eres, preguntó el procurador, Digo lo que soy, rey de los Judíos, Y qué es lo que pretende ese rey de los Judíos que dices ser, todo lo que es propio de un rey, Por ejemplo, Gobernar a su pueblo y protegerlo, Protegerlo de qué, De todo cuanto esté contra él, Protegerlo de quién, De todos cuantos estén contra él, Si no entiendo mal, lo protegerías de Roma, Has entendido bien, Y para protegerlo atacarías a los romanos, No hay otra manera, Y nos expulsarías de estas tierras, Una cosa lleva a la otra, evidentemente, Luego eres enemigo de César, Soy rey de los Judíos, Confiesa que eres enemigo de César, Soy rey de los Judíos, y mi boca no se abrirá para decir otra palabra. Exultante, el sacerdote alzó las manos al cielo, Ves, Pilatos, él confiesa, y tú no puedes dejar que se vaya de aquí a salvo quien, ante testigos, se declaró contra ti y contra el César. Pilatos suspiró, le dijo al sacerdote, Cállate, y, volviéndose a Jesús, preguntó, Qué más tienes que decir, Nada, respondió Jesús, Me obligas a condenarte, Cumple con tu deber, Quieres elegir tu muerte, Ya la he elegido, Cuál, La cruz, Morirás en la cruz. Los ojos de Jesús, por fin, buscaron los ojos de Pilatos y se clavaron en él, Puedo pedirte un favor, preguntó, Si no va contra la sentencia que has oído, te pido que mandes poner encima de mi cabeza una leyenda en que quede dicho, para que me conozcan, quién soy y qué soy, Nada más, Nada más. Pilatos hizo una señal a un secretario, que le trajo el material de escritura, y con su propia mano, escribió Jesús de Nazaret Rey de los Judíos.
El sacerdote, que estaba entregado a su alegría, se dio cuenta ahora de lo que ocurría y protestó. No puedes escribir Rey de los Judíos, pero sí Que Se Decía Rey de los Judíos, pero Pilatos estaba furioso consigo mismo, le parecía que tendría que haber dejado en paz a aquel hombre, pues hasta el más puntilloso de los jueces sería capaz de ver que ningún mal podría llegarle a César de un enemigo como aquél, y fue por esto por lo que respondió secamente, No me molestes, lo escrito, escrito está. Hizo una señal a los soldados para que se llevaran de allí al condenado y mandó que trajeran agua para lavarse las manos, como era costumbre después de dictar sentencia.
Se llevaron a Jesús hacia un cerro al que llamaban Gólgota, y como ya le iban flaqueando las piernas bajo el peso del madero, pese a su robusta complexión, mandó el centurión comandante que un hombre que iba de paso y se paró un momento a mirar el desfile, tomara cuenta de la carga. De abucheos y empujones ya se dio antes noticia, como de la multitud que los lanzaba.
También de la rara piedad. En cuanto a los discípulos, esos andaban por ahí, ahora mismo una mujer acaba de interpelar a Pedro, No eras tú uno de los que andaban con él, y Pedro respondió, Yo, no, y habiendo dicho esto, se escondió detrás de todos, pero allí volvió a verlo la misma mujer y otra vez le dijo, Yo, no, y como no hay dos sin tres, siendo la de tres la cuenta que Dios hizo, aún fue Pedro por tercera preguntado, y por tercera vez respondió: —Yo, no.
Las mujeres suben al lado de Jesús, unas aquí, otras allí, y María de Magdala es la que más cerca va, pero no puede aproximarse porque no se lo permiten los soldados, como no dejarán pasar a nadie por las proximidades del lugar donde están levantadas tres cruces, dos ocupadas ya por hombres que gritan y claman y lloran, y la tercera, en medio, esperando a su hombre, derecha y vertical como una columna sustentando el cielo. Dijeron los soldados a Jesús que se tumbase, y él se tumbó, le pusieron los brazos abiertos sobre el patíbulo, y cuando el primer clavo, bajo el golpe brutal del martillo, le perforó la muñeca por el intervalo entre los dos huesos, el tiempo huyó hacia atrás en un vértigo instantáneo, y Jesús sintió el dolor como su padre lo sintió, se vio a sí mismo como lo había visto a él, crucificado en Séforis, después la otra muñeca, y luego la primera dilaceración de las carnes estiradas cuando el patíbulo empezó a ser izado a sacudidas hacia lo alto de la cruz, todo su peso suspendido de los frágiles huesos, y fue como un alivio cuando le empujaron las piernas hacia arriba y un tercer clavo le atravesó los calcañares, ahora ya no hay nada más que hacer, es sólo esperar la muerte.
Jesús muere, muere, y ya va dejando la vida, cuando de pronto el cielo se abre de par en par por encima de su cabeza, y Dios aparece, vestido como estuvo en la barca, y su voz resuena por toda la tierra diciendo, Tú eres mi Hijo muy amado, en ti pongo toda mi complacencia.
Entonces comprendió Jesús que vino traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida fue trazada desde el principio de los principios para morir así, y, trayéndole la memoria el río de sangre y de sufrimiento que de su lado nacerá e inundará toda la tierra, clamó al cielo abierto donde Dios sonreía, Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo.
Luego se fue muriendo en medio de un sueño, estaba en Nazaret y oía que su padre le decía, encogiéndose de hombros y sonriendo también, Ni yo puedo hacerte todas las preguntas, ni tú puedes darme todas las respuestas. Aún había en él un rastro de vida cuando sintió que una esponja empapada en agua y vinagre le rozaba los labios, y entonces, mirando hacia abajo, reparó en un hombre que se alejaba con un cubo y una caña al hombro. Ya no llegó a ver, colocado en el suelo, el cuenco negro sobre el que su sangre goteaba.
FIN