El evangelio según Jesucristo (21 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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María tendió la mano al hijo, quiso tocarle, pero él esquivó el cuerpo, No me toques, mi alma tiene una herida, Jesús, hijo mío, No me llames hijo tuyo, tú también tienes la culpa. Son así los juicios de la adolescencia, radicales, verdaderamente María era tan inocente como los niños asesinados, los hombres, hermana mía, son quienes lo deciden todo, llegó mi marido y dijo, Vámonos de aquí en seguida, luego enmendó, No nos vamos, sin más explicaciones, fue necesario que le preguntase, Qué gritos son esos, María no respondió al hijo, sería tan fácil demostrarle que no era culpable, pero pensó en su marido crucificado, también él muerto inocente, y sintió, con lágrimas y vergüenza, que lo amaba ahora mucho más que de vivo, y por eso se calló, la culpa que llevó uno puede llevarla el otro. Dijo María, Vámonos a casa, ya no tenemos nada que decirnos aquí, y el hijo le respondió, Vete tú, yo me quedo. Parecía que se había perdido el rastro de las ovejas y el pastor, el desierto era realmente un desierto y hasta las casas lejanas, dispersas como al azar por la ladera abajo, parecían grandes piedras talladas de una cantera abandonada que poco a poco se fueran enterrando en el suelo.

Cuando María desapareció en la hondura cenicienta de una vaguada, Jesús, de rodillas, gritó, y todo el cuerpo le ardía como si estuviese sudando sangre, Padre, padre mío, por qué me has abandonado, porque eso era lo que el pobre muchacho sentía, abandono, desesperación, la soledad infinita de otro desierto, ni padre, ni madre, ni hermanos, un camino de muertos iniciado. De lejos, sentado en medio de las ovejas y confundido con ellas, el pastor lo miraba.

Pasados dos días, Jesús se fue de casa. Durante este tiempo, se podrían contar las palabras que pronunció y las noches las pasó en claro, porque no podía dormir. Imaginaba la horrible matanza, los soldados entrando en las casas y rebuscando en las cunas, las espadas golpeando o clavándose en los tiernos cuerpos descubiertos, las madres en locos gritos, los padres bramando como toros encadenados, se imaginaba a sí mismo también, en una cueva que nunca había visto, y en esos momentos, como densas y lentas olas que lo sumergieran, sentía el deseo inexplicable de estar muerto, al menos de no estar vivo. Le obsesionaba una pregunta que no hizo a su madre, cuántos fueron los niños muertos, él imaginaba que habrían sido muchos, unos sobre otros amontonados, como corderos degollados y arrojados al monte, a la espera de la gran hoguera que los iría consumiendo y llevando al cielo convertidos en humo.

Pero, no habiendo hecho la pregunta en su momento, le parecía ahora de mal gusto, si entonces esta expresión se usaba, ir a su madre y decirle, Madre, el otro día me olvidé de preguntarte cuántos habían sido los niños que pasaron de ésta a mejor vida en Belén, y ella respondería, Ay, hijo, no pienses en eso, que ni a treinta llegaron, y si murieron fue porque el Señor así lo quiso, que en su poder estaba evitarlo si conviniese. Jesús se preguntaba a sí mismo, incesantemente, Cuántos, miraba a sus hermanos y preguntaba, Cuántos, quería saber qué cantidad de cuerpos muertos fue necesario poner en el otro platillo para que el fiel de la balanza declarase equilibrada su vida salvada.

En la mañana del segundo día, Jesús le dijo a su madre, No tengo paz ni descanso en esta casa, quédate tú con mis hermanos, yo me voy. María alzó las manos al cielo, llorosa y escandalizada, Qué es esto, qué es esto, abandonar un hijo primogénito a su madre viuda, dónde se ha visto, adiós mundo, cada vez peor, por qué, por qué si ésta es tu casa y tu familia, cómo vamos a vivir nosotros si tú no estás, y dijo Jesús, Tiago sólo tiene un año menos que yo, él se encargará de todo, como lo habría hecho yo al faltar tu marido, Mi marido era tu padre, No quiero hablar de él, no quiero hablar de nada más, dame tu bendición para el viaje si quieres, de todas formas me voy, Y adónde irás, hijo mío, No lo sé, tal vez a Jerusalén, tal vez a Belén, a ver la tierra donde nací, Pero allí nadie te conoce, Mejor para mí, dime, madre, qué crees que me harían si supieran quién soy, Cállate, que te oyen tus hermanos, Un día también ellos sabrán la verdad, Y ahora, por esos caminos, con los romanos que andan buscando guerrilleros de Judas, vas al encuentro del peligro, Los romanos no son peores que los soldados del otro Herodes, seguro que no caerán sobre mí espada en mano para matarme ni me clavarán en una cruz, no he hecho nada, soy inocente, También lo era tu padre y ya ves lo que le ocurrió, Tu marido murió inocente, pero no vivió inocente, Jesús, el demonio está hablando por tu boca, Cómo puedes tú saber que no es Dios quien habla por mi boca, No pronunciarás el nombre de Dios en vano, Nadie puede saber cuándo es pronunciado en vano el nombre del Señor, no lo sabes tú, no lo sé yo, sólo el Señor hará la distinción y nosotros no comprendemos sus razones, Hijo mío, Di, No sé adónde has ido a buscar esas ideas, esa ciencia, tan joven, Y yo no sabría decírtelo, tal vez los hombres nazcan con la verdad dentro de sí y si no la dicen es porque no creen que sea la verdad, Realmente te quieres ir, Sí, quiero irme, Y volverás, No lo sé, Si quieres, si esto te atormenta, vete a Belén, a Jerusalén, al Templo, habla con los doctores, pregúntales, ellos te iluminarán y tú volverás con tu madre y tus hermanos que te necesitan, No prometo volver, Y de qué vivirás, tu padre no duró lo bastante para enseñarte el oficio todo, Trabajaré en el campo, seré pastor, pediré a los pescadores que me dejen ir con ellos al mar, No quieras ser pastor, Por qué, No lo sé, es un sentir mío, Seré lo que tenga que ser y ahora, madre, No puedes irte así, tengo que prepararte comida para el camino, dinero hay poco, pero algo habrá, llévate la alforja de tu padre, suerte que él la dejó aquí, Me llevaré la comida, pero la alforja no, Es la única que tenemos en casa, tu padre no tenía lepra ni sarna que se te peguen, No puedo, Un día llorarás por tu padre y no lo tendrás, Ya he llorado, Llorarás más y entonces no querrás saber qué culpas tuvo, a estas palabras de su madre ya no respondió Jesús. Los hermanos mayores se le acercaron preguntando, te vas de verdad, nada sabían de las razones secretas de la conversación entre la madre y él, Tiago dijo, Me gustaría ir contigo, a éste le gustaba la aventura, el riesgo, los viajes, un horizonte diferente, Tienes que quedarte, respondió Jesús, alguien tendrá que cuidar de nuestra madre viuda, le salió la palabra sin querer, incluso se mordió el labio como para retenerla, pero lo que no pudo retener fueron las lágrimas, el recuerdo vivo de su padre, inesperado, lo alcanzó como un chorro de luz insoportable.

Jesús partió después de haber comido con toda la familia reunida. Se despidió de los hermanos, uno por uno, se despidió de la madre que lloraba, le dijo, sin entender por qué, De un modo u otro, siempre volveré, y echándose la alforja al hombro, atravesó el patio y abrió la cancela que daba al camino. Allí se detuvo, como si reflexionase sobre lo que estaba a punto de hacer, dejar la casa, la madre, los hermanos, cuántas y cuántas veces, en el umbral de una puerta o de una decisión, un súbito y nuevo argumento, o que como tal ha sido configurado por la ansiedad del momento, nos hace enmendar la mano, dar lo dicho por no dicho. Así lo pensó también María, ya una jubilosa sorpresa empezaba a reflejarse en su cara, pero fue sol de poca duración, porque el hijo, antes de volverse atrás, posó la alforja en el suelo, al cabo de una larga pausa durante la cual pareció debatir en su intimidad un problema de solución difícil.

Jesús pasó entre los suyos sin mirarlos y entró en la casa.

Cuando volvió a salir, instantes después, llevaba en la mano las sandalias del padre. Callado, manteniendo los ojos bajos, como si el pudor o una oculta vergüenza no le dejasen enfrentarse con otra mirada, metió las sandalias, en la alforja y, sin más palabras o gestos, salió. María corrió hacia la puerta, fueron con ella todos los hijos, los mayores haciendo como que no le daban mucha importancia al caso, pero no hubo gestos de despedida, porque Jesús no se volvió ni una vez. Una vecina que pasaba y presenció la escena, preguntó, Adónde va tu hijo, María, y María respondió, Ha encontrado trabajo en Jerusalén, va a quedarse allí durante un tiempo, es una descarada mentira, como sabemos, pero en esto de mentir y decir la verdad hay mucho que opinar, lo mejor es no arriesgar juicios morales perentorios porque, si damos tiempo al tiempo, siempre llega un día en el que la verdad se vuelve mentira y la mentira verdad.

Aquella noche, cuando todos en la casa estaban durmiendo, menos María, que pensaba en cómo y dónde estaría a aquella hora su hijo, si a salvo en un caravasar, si a cubierto de un árbol, si entre las piedras de un berrocal tenebroso, si en poder de los romanos, que no lo permita el Señor, oyó ella que rechinaba la cancela del camino y el corazón le dio un salto, Es Jesús que vuelve, pensó, y la alegría la dejó, en el primer momento, paralizada y confusa, Qué debo hacer, no quería ir a abrirle la puerta así, con modos de triunfadora, Al fin, ya ves, tanta crudeza contra tu madre y ni una noche has aguantado fuera, sería una humillación para él, lo más apropiado sería quedarse quieta y callada, fingir que estaba durmiendo, dejarlo entrar, si él quería acostarse silencioso en la estera sin decir, Aquí estoy, mañana fingiré asombro ante el regreso del hijo pródigo, que no será menor la alegría por ser breve la ausencia, la ausencia es también una muerte, la única e importante diferencia es la esperanza. Pero él tarda tanto en llegar a la puerta, quién sabe si en los últimos pasos se detuvo y vaciló, este pensamiento no puede María soportarlo, allí está la grieta de la puerta desde donde podrá mirar sin ser vista, tendrá tiempo de volver a la estera si el hijo se decide a entrar, estará a tiempo de correr a detenerlo si se arrepiente y vuelve atrás. De puntillas, descalza, María se aproximó y miró.

Estaba de luna la noche, el suelo del patio refulgía como agua. Una silueta alta y negra se movía lentamente, avanzando en dirección a la puerta, y María, apenas la vio, se llevó las manos a la boca para no gritar. No era su hijo, era, enorme, gigantesco, inmenso, el mendigo cubierto de andrajos como la primera vez y también como la primera vez, ahora quizá por efecto de la luna, súbitamente vestido de trajes suntuosos que un soplo poderoso agitaba. María, temerosa, permanecía agarrada a la puerta, Qué quiere, qué quiere, murmuraban sus labios trémulos, y de pronto no supo qué pensar, el hombre que dijo ser un ángel se desvió hacia un lado, estaba junto a la puerta, pero no entraba, lo que sí se oía era su respiración y luego un ruido como de algo que se desgarrara, como si una herida inicial de la tierra estuviera abriéndose cruelmente hasta convertirse en boca abisal.

María no necesitó abrir ni preguntar para saber lo que ocurría tras de la puerta. La silueta maciza del ángel volvió a aparecer, durante un instante tapó con su gran cuerpo el campo de visión de María y luego, sin mirar a la casa, se alejó hacia la cancela, llevándose consigo, entera, de la raíz a la hoja más extrema, la planta enigmática nacida, trece años antes, en el mismo lugar donde enterraron la escudilla. La cancela se abrió y se cerró, entre un movimiento y otro el ángel se transformó y apareció el mendigo, desapareció quienquiera que fuese al otro lado del muro, arrastrando las largas hojas como una serpiente emplumada, ahora sin sombra de ruido, como si lo que sucedió no hubiese sido más que sueño e imaginación.

María abrió la puerta lentamente y, temerosa, se asomó. El mundo, desde el alto e inaccesible cielo, era todo claridad. Allí cerca, junto a la pared de la casa, estaba el negro agujero de donde la planta fue arrancada y, a partir del borde hasta la cancela, un rastro de luz mayor centelleaba como una vía láctea, si ese nombre tenía entonces, que el de Camino de Santiago no puede ser, pues quien ha de darle el nombre es por ahora un muchachito de Galilea, más o menos de la edad de Jesús, sabe Dios dónde estarán, uno y otro, a estas horas. María pensó en su hijo, pero sin que esta vez sintiera el corazón oprimido por el miedo, nada malo podría ocurrirle bajo un cielo así, bello, sereno, insondable, y esta luna, como un pan hecho de luz, alimentando las fuentes y las savias de la tierra. Con el alma tranquila, María atravesó el patio, pisando sin temor las estrellas del suelo, y abrió la cancela. Miró fuera, vio que el rastro acababa poco más allá, como si la potencia iridiscente de las hojas se hubiera extinguido o, delirio nuevo de la fantasía de esta mujer que ya no podrá invocar la disculpa de estar grávida, como si el mendigo hubiera recobrado su figura de ángel, usando al fin, por tratarse de ocasión muy especial, sus alas. María ponderó íntimamente estos raros sucesos y los encontró sencillos, naturales y justificados, tanto como estar viendo sus propias manos a la luz de la luna. Regresó entonces a casa, tomó del gancho de la pared el candil y fue a iluminar la amplia boca que en la tierra había dejado la planta arrancada. En el fondo estaba la escudilla vacía. Metió la mano en el agujero y la sacó fuera, era la escudilla común que recordaba, sólo con un poquito de tierra dentro, pero apagadas sus lumbres, un prosaico utensilio doméstico que regresaba a sus originales funciones, de ahora en adelante volverá a servir la leche, el agua y el vino, de acuerdo con el apetito y lo que haya para echarle, muy cierto es lo que se ha dicho, que cada persona tiene su hora y cada cosa su tiempo.

Jesús gozó del abrigo de un techo en ésta su primera noche de viajero. El crepúsculo le salió al camino a la vista de una aldehuela que se alza poco antes de la ciudad de Jenin, y su suerte, que tan malos anuncios le viene prometiendo y cumpliendo desde que nació, quiso, por esta vez, que los moradores de la casa, donde, sin mucha esperanza, se presentó pidiendo posada, fuesen gente compasiva, de la que pasaría el resto de su vida presa de remordimientos si dejara a un muchacho como éste a la intemperie toda la noche, más en una época tan perturbada de guerras y asaltos, cuando por nada se crucifican almas y se acuchilla a niños inocentes.

Jesús declaró a sus bondadosos alojadores que venía de Nazaret y que iba a Jerusalén, pero no repitió la mentira avergonzada que alcanzó a oír en boca de su madre, que iba a trabajar en un oficio, sólo dijo que llevaba recado de interrogar a los doctores del Templo sobre un punto de la Ley que mucho importaba a su familia. Se sorprendió el dueño de la casa de que misión de tanta importancia hubiera sido encomendada a mancebo tan joven, aunque, como claramente se veía, ya entrado en la madurez religiosa, y Jesús explicó que tuvo que ser así, dado que él era el varón mayor de la familia, pero sobre el padre no dijo una palabra.

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