El evangelio según Jesucristo (38 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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María de Magdala estaba también allí y murmuraba, Jesús, Jesús, pero no era por él por quien lo decía, pues sabía que el Señor lo había guardado para otro momento, no para una vulgar tormenta en el mar, sin más consecuencias que unos cuantos ahogados, decía Jesús Jesús, como si decirlo pudiera servir de algo a los pescadores, que esos, sí, parecía que allí iban a cumplir su suerte. Jesús, en la barca, viendo el desánimo y la confusión de las tripulaciones, y que las olas saltaban por encima de la borda y lo inundaban todo, y que los mástiles se partían llevándose por los aires las velas sueltas, y que la lluvia caía en torrentes que sólo ellos bastarían para hundir una nave del emperador, Jesús, viendo todo esto, se dijo, No es justo que mueran estos hombres y quede yo con vida, sin contar con que el Señor seguro que me lo reprocharía Podías haber salvado a los que estaban contigo y no los salvaste, no te bastó lo de tu padre, el dolor de este recuerdo hizo saltar a Jesús, y entonces, de pie, firme y seguro como si debajo lo sostuviera un sólido suelo, gritó, Cállate, e iba esto para el viento, Aquiétate, y esto para el mar, apenas dijo estas palabras se calmaron el mar y el viento, las nubes del cielo se apartaron y el sol apareció como una gloria, que lo es y siempre lo ha de ser, al menos para quien vive menos que él. No se puede imaginar la alegría en aquellos barcos, los besos, los abrazos, las lágrimas de alegría en tierra, los de aquí no sabían por qué había acabado tan rápidamente la tempestad, los de allí, como resucitados, no pensaban sino en su vida a salvo, y si algunos exclamaron Milagro, milagro, en aquellos primeros momentos no se dieron cuenta de que alguien tenía que haber sido su autor. Pero de repente se hizo el silencio en el mar, los otros barcos rodeaban al de Simón y Andrés, y los pescadores miraban todos a Jesús, mudos de asombro porque, pese al estruendo de la tempestad, oyeron los gritos, Cállate, Aquiétate, y allí está él, Jesús, el hombre que había gritado, el que ordenaba a los peces que salieran de las aguas para los hombres, el que ordenaba a las aguas que no llevaran a los hombres a los peces. Jesús estaba sentado en el banco de los remeros, con la cabeza baja, con una difusa y contradictoria sensación de triunfo y de desastre, como si, habiendo subido hasta el punto más alto de una montaña, en el mismo instante comenzara el melancólico e inevitable descenso. Pero ahora, en círculo, los hombres esperaban una palabra suya, no bastaba haber dominado el viento y amansado las aguas, tenía que explicarles cómo lo pudo hacer un simple galileo hijo de carpintero, cuando el propio Dios parecía haberlos abandonado al frío abrazo de la muerte. Se levantó Jesús entonces y dijo, Esto que acabáis de ver no lo he hecho yo, las voces que alejaron la tempestad no fueron dichas por mi boca, yo sólo soy la lengua de que se sirvió Dios para hablar, acordaos de los profetas. Dijo Simón, que en la misma barca estaba, Así como hizo venir la tempestad, el Señor podía haber mandado que se fuera, y nosotros diríamos el Señor la trajo, el Señor se la llevó, pero fueron tu voluntad y tus palabras las que nos salvaron la vida cuando, ante los ojos de Dios, la creíamos perdida, Dios lo hizo, volvió a decir, no yo.

Dijo entonces Juan, el hijo menor de Zebedeo, probando de esta manera que no era tan simple de espíritu, Sin duda lo hizo Dios, pues en él moran toda la fuerza y todo el poder, pero lo hizo por mediación de ti, de donde saco la conclusión de que Dios quiere que te conozcamos, Ya me conocíais, De aparecer aquí llegado de nadie sabe dónde, de llenar nuestras barcas de peces, no sabemos cómo, Soy Jesús de Nazaret, hijo de un carpintero que murió crucificado por los romanos, durante un tiempo fui pastor del mayor rebaño de ovejas y cabras que se haya visto, ahora, con vosotros, y quizá hasta mi muerte, soy pescador.

Dijo Andrés, el hermano de Simón, Nosotros sí que debemos estar contigo, porque si a un hombre común, como tú dices ser, le fueron dados tales poderes y el poder de usarlos, pobre de ti, porque tu soledad será más pesada que una piedra atada al cuello. Dijo Jesús, Quedaos conmigo si el corazón os lo pide, pero no digáis a nadie nada de lo que aquí ha pasado, porque aún no ha llegado el tiempo de que el Señor confirme la voluntad que quiere ejecutar en mí, si, como dice Juan, quiere Dios que me conozcáis. Dijo entonces Tiago, el hijo mayor de Zebedeo, tan poco simple, en definitiva, como su hermano, No creas que el pueblo va a callar, míralos allí en la orilla, mira cómo te esperan para aclamarte, y algunos, de impaciencia, empujan ya barcos al agua para unirse a nosotros, pero aunque consiguiéramos moderar su entusiasmo, aunque los convenciésemos para que guardaran, si pueden, el secreto, tú tendrás la certeza de que, en cualquier momento, incluso no deseándolo tú, se manifestará Dios, más que por tu presencia, por tu mediación. Dejó Jesús caer su cabeza, era una representación viva de la tristeza y el abandono, y dijo, Estamos todos en manos del Señor, Tú más que nosotros, dijo Simón, porque él te ha preferido, pero nosotros estaremos contigo, Hasta el fin, dijo Juan, Hasta cuando tú quieras, dijo Andrés, Hasta donde podamos, dijo Tiago. Se acercaban los barcos que venían de la orilla, gesticulaban los que iban dentro, se multiplicaban las bendiciones y las alabanzas y Jesús, resignado, dijo, Vamos, el vino está en el vaso, hay que beberlo. No buscó a María de Magdala, sabía que ella esperaba en tierra, como siempre, que ningún milagro alteraría la constancia de esa espera, y una alegría grata y humilde sosegó su corazón.

Cuando desembarcó, más que abrazarla se abrazó a ella, escuchó, sin sorpresa, lo que María de Magdala le dijo con un murmullo junto a la oreja, su rostro contra la barba mojada, Perderás la guerra, no tienes otro remedio, pero ganarás todas las batallas, y luego, juntos, saludando él a un lado y a otro a los circunstantes que lo aclamaban como a un general que regresa vencedor de su primer combate, subieron, acompañados de los amigos, el empinado camino que conducía a Cafarnaún, la aldea donde vivían Simón y Andrés, en cuya casa, de momento, habitaban.

Acertó Tiago al decir que no creía que el conocimiento público del milagro de la tempestad calmada pudiera quedar limitado a los que fueron testigos de él. En pocos días no se hablaba de otra cosa en aquellos andurriales, aunque, caso extraño, no siendo este mar, como ya se ha dicho, una inmensidad, y pudiendo, desde un punto alto y con el aire limpio, verse por entero de margen a margen y de extremo a extremo, ocurrió que en Tiberíades, por ejemplo, nadie se enteró de que hubiera temporal, y cuando alguien llegó con la nueva de que uno que estaba con los pescadores de Cafarnaún hizo cesar, con su voz, una tempestad, la respuesta fue, Qué tempestad, lo que dejó sin habla al informador. Que hubo realmente tempestad no se podía dudar, ahí estaba para afirmarlo y jurarlo el miedo que pasaron los protagonistas del episodio, directos e indirectos, incluyéndose unos arrieros de Safed y Caná, que andaban por allí tratando de sus negocios. Fueron ellos quienes llevaron la noticia al interior, matizada según los arrebatos de la imaginación de cada uno, pero no pudieron alcanzar todo el territorio, y esto de las noticias ya sabemos cómo es, van perdiendo convicción con el tiempo y la distancia, y cuando la nueva, que ya lo era tan poco, llegó a Nazaret, no se sabía si hubo milagro realmente, o si fue apenas una feliz coincidencia entre una palabra lanzada al viento y un viento que se cansó de soplar. Corazón de madre, sin embargo, no se equivoca, y a María le bastaron los casi extintos ecos de un prodigio del que ya se empezaba a dudar, para, en su corazón, tener la seguridad de que lo obró el hijo ausente. Lloró por los rincones el orgullo de su ínfima autoridad materna, que le hizo ocultar a Jesús la aparición del ángel y las revelaciones de que portaba, creyendo que un simple recado de media docena de palabras reticentes haría regresar a casa a quien de ella salió con su propio corazón sangrando.

No tenía María junto a ella, para desahogarse de tristezas tan amargas y dolorosas, a su hija Lisia, que entre tanto se había casado y vivía en la aldea de Caná. A Tiago no se atrevería a hablarle, que ese volvió furioso tras el encuentro con el hermano, sin callar lo de la mujer con quien Jesús estaba, Podría ser su madre, y la pinta que tenía, de mujer con mucha experiencia de la vida y de otras cosas que no menciono, aunque, la verdad sea dicha, la propia experiencia de Tiago era escasísima en términos de comparación, en este agujero del mundo que es su aldea. Así que María se desahogó con José, ese hijo que, por el nombre y las maneras, más le recordaba al marido, pero José no pudo consolarla, Madre, estamos pagando lo que hicimos, y mi temor, yo que vi a Jesús y le oí, es que sea para siempre, que desde donde está no vuelva nunca, Sabes lo que de él se dice, que habló con una tempestad y que ella se calmó al oírlo, También sabíamos que con su poder llenaba de pescado las barcas de los pescadores, nos lo dijeron ellos mismos, Tenía razón el ángel, Qué ángel, preguntó José, y María le contó todo cuanto con ellos había acontecido, desde la aparición del mendigo que echó en la escudilla la tierra luminosa hasta lo del ángel de su sueño. Esta conversación no la tuvieron en casa, que allí no era posible, siendo aún la familia tan numerosa, esta gente, siempre que quiere hablar de asuntos sigilosos, va al desierto, donde, si cuadra, puede incluso encontrar a Dios. Estaban así charlando cuando vio José pasar a lo lejos, en las colinas a las que la madre daba la espalda, un rebaño de ovejas y cabras con su pastor.

Le pareció que el rebaño no era grande, ni alto el pastor, por eso vio y calló. Y cuando la madre dijo, Nunca más veré a Jesús, respondió, pensativo, Quién sabe.

Tenía razón José. Pasado un tiempo, cosa de un año, llegó un recado de Lisia para su madre, invitándola, en nombre de los suegros, a ir a Caná, a la boda de una cuñada suya, hermana del marido, y que llevara con ella a quien quisiera, que todos serían bienvenidos. Siendo ella la invitada, tenía derecho a elegir la compañía, pero como, por respeto, no quería abusar, puesto que hay pocas cosas tan deprimentes como una viuda con muchos hijos, decidió llevar con ella sólo a dos, a su preferido de ahora, José, y a Lidia, que por ser niña, nunca le estaban de más fiestas y distracciones. Caná no está lejos de Nazaret, poco más de una hora de camino de las nuestras, y con este tiempo de suave otoño, habría sido un paseo de los más apacibles aunque no fuese una boda el motivo del viaje. Salieron de casa apenas nació el sol, para poder llegar a Caná con tiempo de que María ayude a las últimas tareas de un acto ceremonial y festivo en el que el trabajo está en proporción directa de la gente que se alegra y divierte. Vino Lisia al encuentro de la madre y de los dos hermanos con afectuosas demostraciones, se informaron unos del bienestar y salud y otros de la salud y el bienestar, y como el trabajo urgía, María y ella se acercaron a la casa del novio, donde, según costumbre, se celebraría la fiesta, iban a cuidar de los calderos, con las demás mujeres de la familia. José y Lidia se quedaron en el patio, jugando con los de su edad, los chicos jugando con los chicos, las chicas bailando con las chicas, hasta el momento en que advirtieron que empezaba la ceremonia. Corrieron todos, ahora sin mayor discriminación de sexos, tras los hombres que acompañaban al novio, sus amigos, que llevaban las antorchas tradicionales, y esto en una mañana así, de luz tan resplandeciente, lo que, por lo menos, deberá servir para demostrar que una lucecilla más, aunque sea de un hachón, nunca es de despreciar por mucho que el sol brille. Los vecinos, con alegre semblante, aparecían saludando en las puertas, guardando las bendiciones para un rato después, cuando el cortejo regresara trayendo a la novia. No llegaron José y Lidia a ver el resto, que tampoco iba a ser gran novedad para ellos, pues ya habían tenido en su tiempo una boda en la familia, el novio llamando a la puerta y pidiendo ver a la novia, ella apareciendo, rodeada de sus amigas, también éstas con luces, aunque modestas, simples lamparillas como a mujeres conviene, que un hachón es cosa de hombre por el fuego y por las dimensiones, y después el novio levantando el velo de la novia y dando un grito de júbilo ante el tesoro que había encontrado, como si en estos últimos doce meses, que tantos eran los que el noviazgo duraba, no la hubiera visto mil veces, y con ella ido a la cama cuando le apeteció. No vieron estos números José y Lidia porque, de pronto, mirando él por casualidad hacia una calle larga, vio aparecer al fondo dos hombres y una mujer y, con la sensación de estar viviéndolo por segunda vez, reconoció a su hermano y a la mujer que con él andaba. Gritó a la hermana, Mira, es Jesús, y corrieron ambos en aquella dirección, pero de repente se detuvo José, recordando a su madre y recordando la dureza con que el hermano lo recibió en el mar, no a él, claro está, sino al recado de que con Tiago era portador, y pensando que luego tendría que explicarle a Jesús por qué procedía así, dio la vuelta.

Al doblar la esquina de la calle, se volvió a mirar y, mordido por los celos, vio al hermano levantando en los brazos a Lidia como si fuera una pluma y a ella cubriéndole la cara de besos, mientras la mujer y el otro hombre sonreían. Con los ojos nublados por lágrimas de frustración, José corrió, corrió, entró en la casa, atravesó el patio a saltos para evitar los manteles y las vituallas dispuestas en el suelo y en mesitas bajas, llamó, Madre, madre, lo que nos salva es que cada uno tenga su propia voz, pues no faltarían madres que se volvieran para ver a un hijo que no era suyo, sólo miró María, miró y comprendió cuando José le dijo, Ahí viene Jesús, ella lo sabía ya.

Palideció, se puso roja, sonrió, se quedó seria y pálida de nuevo, y el resultado de todas estas alteraciones fue llevarse una mano al pecho como si le fallara el corazón y retroceder dos pasos como si hubiera tropezado con un muro.

Quién viene con él, preguntó, porque tenía la seguridad de que alguien lo acompañaba, Un hombre y una mujer, y Lidia, que se quedó con ellos, La mujer es la que tú viste, Sí, madre, pero al hombre no lo conozco. Se acercó Lisia, curiosa, sin adivinar lo que ocurría, Qué pasa, madre, Tu hermano está aquí y viene al casamiento, Jesús está en Caná, Lo ha visto José. No fueron tan patentes los alborozos de Lisia, pero se le abrió el rostro en una sonrisa que parecía no acabar nunca, y murmuró, Mi hermano, digamos, para quien no lo sepa, que esto es una manifestación de alegría, una sonrisa como la de Lisia y un murmullo que vale otro tanto, Vamos a verlo, dijo, Vete tú, yo me quedo aquí, se defendió la madre, y dirigiéndose a José, Vete con tu hermana. Pero José no quiso ser segundo en los abrazos en los que Lidia fue primera y, porque Lisia sola no se atrevía, se quedaron los tres allí, como acusados a la espera de una sentencia, inciertos sobre la misericordia del juez, si las palabras juez y misericordia tienen cabida en este caso.

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