El evangelio según Jesucristo (39 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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Asomó Jesús a la puerta, traía a Lidia en brazos y venía María de Magdala atrás, pero antes había entrado Andrés, que él era el otro hombre de la compañía, pariente del novio, como pronto se supo, y decía a los que acudieron, risueños, a recibirlo, No, Simón no puede venir, y mientras unos estaban tan felices con este encuentro de familia, otros, allí mismo, se miraban por encima de un abismo, preguntándose cuál sería el primero en poner un pie en el delicado y frágil puente que, pese a todo, seguía uniendo un lado con el otro. No diremos, como dijo un poeta, que lo mejor del mundo son los niños, pero gracias a ellos logran dar a veces los adultos, sin desdoro de su orgullo, ciertos difíciles pasos, aunque después se venga a ver que el camino no iba más allá. Lidia se soltó de los brazos de Jesús y corrió hacia su madre, y fue como en el teatro de marionetas, un movimiento obligó al otro, y los dos a un tercero, Jesús avanzó hasta su madre y la saludó, conjuntamente a los hermanos, con las palabras de quien todos los días se encuentra, sobrias y sin emoción. Hecho esto, siguió adelante, dejando a María como una transida estatua de sal y perdidos a los hermanos. María de Magdala fue tras él, pasó al lado de María de Nazaret y las dos mujeres, la honesta y la impura, se miraron fugazmente sin hostilidad ni desprecio, más bien con una expresión de mutuo y cómplice reconocimiento que sólo a los entendidos en los laberínticos meandros del corazón femenino es dado comprender. Ya venía cerca el cortejo, se oían los gritos y las palmas, el ruido trémulo y vibrante de las panderetas, los sonidos dispersos y finos de las arpas, el ritmo de las danzas, un griterío de gentes que hablaban al mismo tiempo, un instante después el patio estaba lleno, los novios entraron como en volandas, entre vivas y aplausos, y se adelantaron a recibir las bendiciones de los padres y de los suegros, que los estaban esperando. María, que se había quedado allí, también los bendijo, como bendijera tiempo atrás a su hija Lisia, ahora, como entonces, sin tener a su lado ni marido ni primogénito que ocupase, en poder y autoridad, su lugar. Se sentaron todos, a Jesús le fue ofrecido un lugar de importancia, porque Andrés, con disimulo, informó a sus parientes de que aquél era el hombre que atraía a los peces hacia las redes y que domaba las tempestades, pero Jesús rechazó el honor y se sentó con los otros, quedando en un extremo de las filas de los convidados. A Jesús lo servía María de Magdala, que nadie preguntó quién era, alguna vez se acercó Lisia, y él, en los modos, no hizo diferencias entre una y otra. María atendía en el lado opuesto, con frecuencia, entre las idas y venidas, se cruzaba con María de Magdala, cambiaban la misma mirada, pero no hablaban, hasta que la madre de Jesús hizo a la otra una señal para acercarse a un rincón del patio, y le dijo sin más preámbulo, Cuida a mi hijo, que un ángel me dijo que le esperan grandes trabajos y yo no puedo hacer nada por él, Lo cuidaré, lo defendería con mi vida si ella mereciera tanto, Cómo te llamas, Soy María de Magdala y fui prostituta hasta conocer a tu hijo. María se quedó callada, en su mente se ordenaban, uno a uno, ciertos hechos del pasado, el dinero y lo que acerca de él habían querido insinuar las medias palabras de Jesús, el relato irritado de su hijo Tiago y sus opiniones sobre la mujer que acompañaba al hermano, y sabiéndolo ahora todo, dijo, Yo te bendigo, María de Magdala, por el bien que a mi hijo Jesús has hecho, hoy y para siempre te bendigo. María de Magdala se acercó para besarle el hombro, en señal de respeto, pero la otra María abrió sus brazos, la abrazó y abrazadas permanecieron las dos, en silencio, hasta que se separaron y volvieron al trabajo, que no podía esperar.

La fiesta continuaba, de las cocinas, en corriente incesante, venía la comida, de las ánforas corría el vino, la alegría se soltaba en cantos y danzas, cuando, de repente, la alarma corrió secretamente del mayordomo hasta los padres de los novios, Que se nos acaba el vino, avisaba. El pesar y la confusión cayeron sobre ellos, como si el techo se les viniera encima. Y ahora, qué vamos a hacer, cómo vamos a decirles a nuestros invitados que se ha acabado el vino, no se hablará mañana de otra cosa en todo Caná, Mi hija, se lamentaba la madre de la novia, cómo se van a burlar de ella de aquí en adelante, que en su boda hasta vino faltó, no merecíamos esta vergüenza, qué mal comienzo de vida. En las mesas escurrían el fondo de las copas, algunos invitados miraban alrededor buscando a quién debiera estar sirviéndoles, y María, ahora que ya había transmitido a otra mujer los encargos, deberes y obligaciones que el hijo se negaba a recibir de sus manos, quiso en un relámpago de inteligencia tener su propia demostración de los anunciados poderes de Jesús, después de lo cual podría recogerse en su casa y al silencio, como quien ya ha terminado su misión en el mundo y sólo espera que de él vengan a retirarla. Buscó con los ojos a María de Magdala, la vio cerrar lentamente los párpados y hacer un gesto de asentimiento y, sin más demora, se acercó al hijo y le dijo, en el tono de quien está seguro de no tener que decirlo todo para ser entendido, No tienen vino. Jesús volvió lentamente la cara hacia la madre, la miró como si ella le hubiera hablado desde muy lejos, y preguntó, Mujer, qué hay entre tú y yo, palabras éstas, tremendas, que las oyó quien allí estaba, con asombro, extrañeza, incredulidad, un hijo no trata así a la madre que le dio el ser, harán que el tiempo, las distancias y las voluntades busquen en ellas traducciones, interpretaciones, versiones, matices que mitiguen la brutalidad y, de ser posible, den lo dicho por no dicho o digan que se dijo lo contrario, así se escribirá en el futuro que Jesús dijo, Por qué vienes a molestarme con eso, o, qué tengo yo que ver contigo, o, Quién te ha mandado meterte en eso, mujer, o, Qué tenemos que ver nosotros con eso, mujer, o, Déjame a mí, no es necesario que me lo pidas, o, Por qué no me lo pides abiertamente, sigo siendo el hijo dócil de siempre, o, Haré lo que quieres, no hay desacuerdo entre nosotros. María recibió el golpe en pleno rostro, soportó la mirada que la rechazaba y, colocando al hijo entre la espada y la pared, remató el desafío diciéndoles a los servidores, Haced lo que él os diga. Jesús vio que su madre se alejaba, no dijo una palabra, no hizo un gesto para retenerla, comprendió que el Señor se había servido de ella como antes se sirvió de la tempestad o de la necesidad de los pescadores. Levantó la copa, donde aún quedaba algún vino, y dijo a los servidores, Llenad de agua esas cántaras, eran seis cántaras de barro que servían para la purificación, y ellos las llenaron hasta desbordar, que cada una de ellas tenía dos o tres medidas de cabida, Acercádmelas, dijo, y ellos así lo hicieron. Entonces Jesús vertió en cada una de las cántaras una parte del vino que quedaba en su copa y dijo, Llevádselas al mayordomo. El mayordomo, que no sabía de dónde venían las cántaras, después de probar el agua que la pequeña cantidad de vino no había llegado a teñir, llamó al novio y le dijo, todos sirven primero el vino bueno y cuando los invitados han bebido bien, se sirve el peor, tú, sin embargo, has guardado el vino bueno para el final. El novio, que nunca en su vida viera que aquellas cántaras contuvieran vino y que, además, sabía que el vino se había acabado, probó también y puso cara de quien, con mal fingida modestia, se limita a confirmar lo que tenía por cierto, la excelente calidad del néctar, un vintage, por decirlo de alguna manera. Si no fuera por la voz del pueblo, representada, en este caso, por los servidores que al día siguiente le dieron a la lengua a placer, habría sido un milagro frustrado, pues, el mayordomo, si desconocedor era de la transmutación, desconocedor seguiría, al novio le convenía, evidentemente, no decir palabra, Jesús no era persona para andar pregonando por ahí, Yo hice este milagro, y el otro, y el de más allá, María de Magdala, que desde el principio participó del enredo, tampoco iría dando publicidades, Él hizo un milagro, él hizo un milagro, y María, la madre, todavía menos, porque la cuestión fundamental era entre ella y el hijo, lo demás que ocurrió fue por añadidura, en todos los sentidos de la palabra, digan los invitados si no es así, ellos que volvieron a ver los vasos llenos.

María de Nazaret y el hijo no se hablaron más. Mediada la tarde, sin despedirse de la familia, Jesús se fue con María de Magdala por el camino de Tiberíades. Escondidos de su vista, José y Lidia lo siguieron hasta la salida de la aldea y allí se quedaron mirándolo hasta que desapareció en una curva del camino.

Comenzó entonces el tiempo de la gran espera. Las señales con las que hasta ahora el Señor se había manifestado en la persona de Jesús no pasaban de meros prodigios caseros, hábiles prestidigitaciones, pases del tipo más-rápido-que-la-mirada, en el fondo muy poco diferentes a los trucos que ciertos magos de oriente manejaban con arte mucho menos rústica, como tirar una cuerda al aire y subir por ella, sin que se viera que la punta, allá arriba, estaba sujeta a un sólido gancho o que la sujetaba la invisible mano de un genio auxiliar. Para hacer aquellas cosas, a Jesús le bastaba quererlo, pero si alguien le preguntara por qué las hacía, no sabría darle respuesta, o sólo que así fue necesario, unos pescadores sin peces, una tempestad sin recurso, una boda sin vino, realmente, aún no había llegado la hora de que el Señor empezara a hablar por su boca. Lo que se decía en las poblaciones de este lado de Galilea era que un hombre de Nazaret andaba por allí usando poderes que sólo de Dios le podrían venir, y no lo negaba, pero, presentándose él en absoluto omiso de causas, razones y contrapartidas, lo que tenían que hacer era aprovecharse y no hacer preguntas. Claro que Simón y Andrés no pensaban así, ni los hijos de Zebedeo, pero esos eran sus amigos y temían por él. Todas las mañanas, al despertarse, Jesús se preguntaba en silencio, Será hoy, en voz alta lo hacía también algunas veces, para que María de Magdala oyese, y ella se quedaba callada, suspirando, luego lo rodeaba con los brazos, lo besaba en la frente y sobre los ojos, mientras él respiraba el olor dulce y tibio que le subía por los senos, días hubo en los que volvieron a quedarse dormidos, otros en los que él olvidaba la pregunta y la ansiedad y se refugiaba en el cuerpo de María de Magdala como si entrara en un capullo del que sólo podría renacer transformado. Después iba al mar, donde lo esperaban los pescadores, muchos de ellos nunca comprenderían, y así lo dijeron, por qué no se compraba él una barca, a cuenta de ganancias futuras, y empezaba a trabajar por cuenta propia. En ciertas ocasiones, cuando en medio del mar se prolongaban los intervalos entre las maniobras de pesca, siempre necesarias aunque ahora la pesca fuera fácil y relajada como un bostezo, Jesús tenía un súbito presentimiento y su corazón se estremecía, pero sus ojos no miraban al cielo, donde es sabido que Dios habita, lo que él contemplaba con obsesiva avidez era la superficie tranquila del lago, las aguas lisas que brillaban como una piel pulida, lo que él esperaba, con deseo y temor, parecía que tendría que aparecer de las profundidades, nuestros peces, dirían los pescadores, la voz que tarda, pensaba quizá Jesús. La pesca llegaba a su fin, la barca volvía cargada y Jesús, cabizbajo, seguía otra vez a lo largo de la orilla, con María de Magdala atrás, a la búsqueda de quien precisara de sus servicios gratuitos de ojeador. Así pasaron las semanas y los meses, pasaron los años también, mudanzas que a la vista se percibieran sólo las de Tiberíades, donde crecían los edificios y los triunfos, lo demás eran las consabidas repeticiones de una tierra que en los inviernos parece morir en nuestros brazos y en las primaveras resucitar, observación falsa, engaño grosero de los sentidos, que la fuerza de la primavera sería nada si el invierno no hubiera dormido.

Y he aquí que, cuando iba Jesús por sus veinticinco años, pareció que el universo todo empezase de súbito a moverse, nuevas señales se sucedieron, unas tras otras, como si alguien, con repentina prisa, pretendiera recuperar un tiempo malgastado. A buen decir, la primera de esas señales no fue, propiamente hablando, un milagro milagro, pues no es cosa del otro mundo el que esté la suegra de Simón presa de una fiebre indefinible y que llegue Jesús a la cabecera de la cama, le ponga la mano en la frente, cualquiera de nosotros hace este gesto por impulso del corazón, sin esperanza de ver curados de ese modo rudimentario y un tanto mágico los males del enfermo, pero lo que nunca nos ha ocurrido es que sintamos la fiebre desaparecer bajo los dedos de Jesús como un agua maligna que la tierra absorbiese y redujera, y a continuación que la mujer se levante y diga, ciertamente fuera de toda lógica, Quien es amigo de mi yerno, es mi amigo, y regresó a las labores de la casa como si nada. Ésta fue la primera señal, doméstica, de interior, pero la segunda fue más reveladora, porque supuso un desafío frontal de Jesús a la ley escrita y observada, acaso justificable, teniendo en cuenta los comportamientos humanos normales, pues Jesús vive con María de Magdala sin estar casado con ella, prostituta que había sido, para colmo, por eso no debe extrañarnos que viendo cómo una mujer adúltera es apedreada, conforme a la ley de Moisés, y de eso debiendo morir, apareciera Jesús interponiéndose y preguntando, Alto ahí, quien de vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra, como si dijera, Hasta yo, si no viviese como vivo, en concubinato, si estuviese limpio de la lacra de los actos y pensamientos sucios, estaría con vosotros en la ejecución de esa justicia.

Arriesgó mucho nuestro Jesús porque podía haber ocurrido que uno o más de los apedreadores, por tener el corazón endurecido y estar empedernidos en las prácticas del pecado en general, dieran oídos de mercader a la amonestación y prosiguieran el apedreamiento, sin miedo, ellos, a la ley que estaban aplicando, destinada sólo a mujeres. Lo que Jesús no parece haber pensado, quizá por falta de experiencia, es que si nosotros nos quedamos esperando que aparezcan en el mundo esos juzgadores sin pecado, únicos, en su opinión, que tendrán derecho moral a condenar y punir, mucho me temo que crezca desmesuradamente el crimen en ese ínterin y prospere el pecado, yendo por ahí sueltas las adúlteras, ahora con éste, luego con aquél, y quien dice adúlteras, dirá el resto, incluyendo los mil nefandos vicios que determinaron que el Señor enviase una lluvia de fuego y azufre sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra, dejándolas reducidas a cenizas. Pero el mal, que nació con el mundo, y de él aprendió cuanto sabe, hermanos muy amados, el mal es como la famosa y nunca vista ave fénix, que, aunque parezca que muere en la hoguera, de un huevo que sus propias cenizas criaron vuelve a renacer. El bien es frágil, delicado, basta que el mal le lance al rostro el vaho cálido de un simple pecado para que se enturbie para siempre su pureza, para que se rompa el tallo del lirio y se marchite la flor del naranjo. Jesús le dijo a la adúltera, Márchate y no vuelvas a pecar en adelante, pero en lo íntimo iba lleno de dudas.

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