El evangelio según Jesucristo (18 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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Las fuerzas de José cedieron de golpe ante el desastre.

Como un ternero fulminado, de aquellos que vio sacrificar en el Templo, cayó de rodillas y, con las manos contra el rostro, se le soltaron de una vez todas las lágrimas que desde hacía trece años venía acumulando, a la espera del día en que pudiera perdonarse a sí mismo o tuviera que enfrentarse con su definitiva condena. Dios no perdona los pecados que manda cometer.

José no regresó al almacén, había comprendido que el sentido de sus acciones estaba perdido para siempre, ni el mundo, el propio mundo, tenía ya sentido, el sol iba naciendo y para qué, Señor, en el cielo había mil pequeñas nubes, dispersas en todas las direcciones como las piedras del desierto, Viéndolo allí, secándose las lágrimas con la manga de la túnica, cualquiera pensaría que se le había muerto un pariente entre los heridos recogidos en el almacén, y lo cierto es que José estaba llorando sus últimas lágrimas naturales, las del dolor de la vida.

Cuando, tras vagar por la ciudad durante más de una hora, aún con una última esperanza de encontrar el animal robado, se disponía a regresar a Nazaret, lo detuvieron los soldados romanos que habían rodeado Séforis. Le preguntaron quién era, Soy José, hijo de Heli, de dónde venía, De Nazaret, para dónde iba, Para Nazaret, qué hacía en Séforis, Alguien me dijo que un vecino mío estaba aquí, quién era ese vecino, Ananías, si lo había encontrado, Sí, dónde lo había encontrado, En un almacén, con otros, otros qué, Heridos, en qué parte de la ciudad, Por ahí. Lo llevaron a una plaza grande donde había ya unos cuantos hombres, doce, quince, sentados en el suelo, algunos de ellos con heridas visibles, y le dijeron, Siéntate con esos. José, dándose cuenta de que los hombres que estaban allí eran rebeldes, protestó, Soy carpintero y hombre de paz, y uno de los que estaban sentados dijo, No conocemos a este hombre, pero el sargento que mandaba la guardia de los prisioneros, no quiso saber nada, de un empujón hizo caer a José en medio de los otros, De aquí sólo saldrás para morir. En el primer momento, el doble choque, el de la caída y el de la sentencia, dejó a José sin pensamientos.

Después, cuando se recuperó, notó dentro de sí una gran tranquilidad, como si todo aquello fuese una pesadilla de la que iba a despertar y por tanto no valía la pena atormentarse con las amenazas, pues se disiparían en cuanto abriera los ojos. Entonces recordó que cuando soñaba con el camino de Belén también tenía la seguridad de despertarse y, sin embargo, empezó a temblar, se había hecho al fin clara la brutal evidencia de su destino, Voy a morir, y voy a morir inocente.

Notó que una mano se posaba en su hombro, era el vecino, Cuando venga el comandante de la cohorte, le diremos que nada tienes que ver con nosotros y él te soltará en paz, Y vosotros, Los romanos nos crucifican a todos cuando nos detienen, seguro que esta vez no va a ser diferente, Dios os salvará, Dios salva las almas, no los cuerpos.

Trajeron más hombres, dos tres, luego un grupo numeroso, unos veinte. En torno de la plaza se habían reunido algunos habitantes de Séforis, mujeres y niños mezclados con varones, se les oía el murmullo inquieto, pero de allí no podían salir mientras no lo autorizasen los romanos, ya tenían suerte de no ser sospechosos de colaborar con los rebeldes. Al cabo de algún tiempo, trajeron a otro hombre, los soldados que lo traían dijeron, No hay más por ahora, y el sargento gritó, En pie, todos. Creyeron los presos que se aproximaba el comandante de la cohorte, y el vecino de José le dijo, Prepárate, y quería decir, Prepárate para quedar libre, como si para la libertad fuera necesaria preparación, pero si alguien venía no era el comandante de la cohorte, ni llegó a saberse quién era, pues el sargento, sin pausa, dio en latín una orden a los soldados, nos faltaba decir que todo cuanto hasta ahora han dicho los romanos lo decían en latín, que no se rebajan los hijos de la Loba a aprender lenguas bárbaras, para eso están los intérpretes, pero, en este caso, siendo la conversación de los militares unos con otros, no se necesitaba traducción, rápidamente los soldados rodearon a los prisioneros, De frente, y el cortejo, delante los condenados, seguidos por la población, se encaminó hacia fuera de la ciudad. Al verse conducido así, sin tener a quien pedir merced, José alzó los brazos y dio un grito, Salvadme, que yo no soy de estos, salvadme, que soy inocente, pero vino un soldado y con el extremo de la lanza le dio un varazo que casi lo dejó tendido. Estaba perdido.

Desesperado, odió a Ananías, por cuya culpa iba a morir, pero este mismo sentimiento, después de haberlo quemado por dentro, desapareció como vino, dejando su ser como un desierto, ahora era como si pensase, No hay salida, se equivoca, la hay y falta poco para llegar. Aunque cueste creerlo, la certeza de la muerte próxima lo calmó. Miró a su alrededor a los compañeros de martirio, caminaban serenos, algunos, sí, hundidos, pero los otros con la cabeza alta. Eran, la mayoría, fariseos. Entonces, por primera vez, recordó José a sus hijos, también tuvo un pensamiento fugaz para su mujer, pero eran tantos aquellos rostros y nombres que su desvanecida cabeza, sin dormir, sin comer, los fue dejando por el camino uno tras otro, hasta que no le quedó más que Jesús, su hijo primogénito, el primero en nacer, su último castigo.

Recordó la conversación sobre el sueño, de cómo le dijo, Ni tú puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas, ahora llegaba el final del tiempo de responder y preguntar.

Fuera de la ciudad, en una pequeña loma que la dominaba, estaban clavados verticalmente, en filas de ocho, cuarenta grandes palos, suficientemente gruesos como para aguantar a un hombre.

Bajo cada uno de ellos, en el suelo, una traviesa larga, lo bastante para recibir a un hombre con los brazos abiertos. A la vista de los instrumentos de suplicio, algunos de los condenados intentaron escaparse, pero los soldados sabían su oficio, espada en mano les cortaron el paso, uno de los rebeldes intentó clavarse en la espada, pero sin resultado, que luego fue arrastrado a la primera cruz. Comenzó entonces el minucioso trabajo de clavar a los condenados cada uno en su travesero, e izarlos a la gran estaca vertical. Se oían por todo el campo gritos y gemidos, la gente de Séforis lloraba ante el triste espectáculo al que, para escarmiento, la obligaban a asistir. poco a poco se fueron formando las cruces, cada una con su hombre colgado, con las piernas encogidas, como fue dicho ya, nos preguntamos por qué, tal vez por una orden de Roma con vistas a racionalizar el trabajo y economizar material, cualquiera puede observar, hasta sin experiencia de crucifixiones, que la cruz, siendo para hombre completo, no reducido, tendría que ser alta, luego mayor gasto de madera, mayor peso que transportar, mayores dificultades de manejo, añadiéndose además la circunstancia, provechosa para los condenados, de que, quedándoles los pies al ras del suelo, fácilmente podían ser desenclavados, sin necesidad de escaleras de mano, pasando directamente, por así decirlo, de los brazos de la cruz a los de la familia, si la tenían, o de los enterradores de oficio, que no los dejarían allí abandonados. José fue el último en ser crucificado, le tocó así, y tuvo que asistir, uno tras otro, al tormento de sus treinta y nueve desconocidos compañeros y, cuando le llegó la vez, abandonada ya toda esperanza, no tuvo fuerza ni para repetir sus protestas de inocencia, quizá perdió la oportunidad de salvarse cuando el soldado que manejaba el martillo le dijo al sargento, Éste es el que decía que era inocente, el sargento dudó un momento, exactamente el instante en que José podría haber gritado, Soy inocente, pero no, se calló, desistió, entonces el sargento miró, pensaría quizá que la precisión simétrica sufriría si no se usaba la última cruz, que cuarenta es número redondo y perfecto hizo un gesto, fueron hincados los clavos, José gritó y continuó gritando, luego lo levantaron en peso, colgado de las muñecas atravesadas por los hierros, y luego más gritos, el clavo largo que perforaba sus calcáneos, oh Dios mío, éste es el hombre que creaste, alabado seas, ya que no es lícito maldecirte. De repente, como si alguien hubiera dado la señal, los habitantes de Séforis rompieron en un clamor afligido, pero no era de duelo por los condenados, en toda la ciudad estallaban incendios, las llamas, rugiendo, como un rastro de fuego griego, devoraban las casas de los habitantes, los edificios públicos, los árboles de los patios interiores.

Indiferentes al fuego, que otros soldados andaban atizando por la ciudad, cuatro soldados del pelotón de ejecución recorrían las filas de los supliciados, partiéndoles metódicamente las tibias con unas barras de hierro. Séforis ardió por completo, de punta a punta, mientras, uno tras otro, los crucificados iban muriendo. El carpintero llamado José, hijo de Heli, era un hombre joven, en la flor de la vida, acababa de cumplir treinta y tres años.

10

Cuando acabe esta guerra, y no tardará, que la estamos viendo en sus últimos y fatales estertores, se hará el recuento final de los que en ella perdieron la vida, tantos aquí, tantos allá, unos más cerca, otros más lejos y, si es cierto que con el correr del tiempo, el número de los que fueron muertos en emboscadas o batallas campales acabó perdiendo importancia u olvidándose del todo, los crucificados, unos dos mil según las estadísticas más fiables, permanecerán en la memoria de las gentes de Judea y de Galilea, hasta el punto de que se hablará de ellos bastantes años después, cuando nueva sangre sea derramada en una nueva guerra. Dos mil crucificados es mucho hombre muerto, pero más serían si los imaginamos plantados a intervalos de un kilómetro a lo largo de un camino, o rodeando, es un ejemplo, el país que ha de llamarse Portugal, cuya dimensión, en su periferia, anda más o menos por ahí. Entre el río Jordán y el mar lloran las viudas y los huérfanos, es una antigua costumbre suya, para eso son viudas y huérfanos, para llorar, después todo se reduce a esperar el tiempo de que los niños crezcan y vayan a una guerra nueva, otras viudas y otros huérfanos vendrán a relevarlos, y si mientras tanto han cambiado las modas, si el luto, de blanco, pasó a ser negro, o viceversa, si sobre el pelo, que se arrancaba a manojos, se pone ahora una mantilla bordada, las lágrimas son las mismas, cuando se sienten.

María aún no llora, pero en su alma lleva ya un presentimiento de muerte, pues su marido no ha vuelto a casa y en Nazaret se dice que Séforis fue quemada y que hay hombres crucificados.

Acompañada de su hijo primogénito, María repite el camino que José hizo ayer, con toda probabilidad, en un punto o en otro, posa los pies en la huella de las sandalias del marido, no es tiempo de lluvias, el viento es sólo una brisa suave que apenas roza el suelo, pero ya las huellas de José son como vestigios de un antiguo animal que hubiera habitado estos parajes en una extinta era, decimos, Fue ayer, y es lo mismo que si dijéramos, Fue hace mil años, el tiempo no es una cuerda que se pueda medir nudo a nudo, el tiempo es una superficie oblicua y ondulante que sólo la memoria es capaz de hacer que se mueva y aproxime. Con María y Jesús van moradores de Nazaret, algunos impulsados por la caridad, otros son curiosos, van también algunos vagos parientes de Ananías, pero esos volverán a sus casas con las dudas con que de ellas salieron, como no lo han encontrado muerto, bien puede ser que esté vivo, no se les ocurrió buscar entre los escombros del almacén, aunque de habérseles ocurrido, quién sabe si habrían reconocido a su muerto entre los muertos, todos el mismo carbón. Cuando, en medio del camino, estos nazarenos se cruzaron con una compañía de soldados enviada a su aldea para buscar huidos, algunos se volvieron atrás preocupados por la suerte de sus haberes, que nunca se puede prever lo que harán los soldados una vez que, habiendo llamado a la puerta de una casa, nadie les responde desde dentro. Quiso saber el comandante de la fuerza para qué iba a Séforis aquel tropel de rústicos, le respondieron, A ver el fuego, explicación que satisfizo al militar, pues desde la aurora del mundo siempre los incendios atrajeron a los hombres, hay incluso quien diga que se trata de una especie de llamada interior, inconsciente, una reminiscencia del fuego original, como si las cenizas pudieran tener memoria de lo que quemaron, justificándose así, según la tesis, la expresión fascinada con que contemplamos hasta la simple hoguera que nos calienta o la luz de una vela en la oscuridad del cuarto. Si fuéramos tan imprudentes, o tan osados, como las mariposas, polillas y otros animalillos alados y nos lanzásemos al fuego, todos nosotros, la especie humana en peso, quizá una combustión así de inmensa, una claridad tal, atravesando los párpados cerrados de Dios, lo despertara de su letárgico sueño, demasiado tarde para conocernos, es cierto, pero a tiempo de ver el principio de la nada, ahora que habíamos desaparecido. María, aunque con una casa llena de hijos dejados sin protección, no volvió atrás, va relativamente tranquila, pues no todos los días entran adrede soldados en una aldea para matar niños, sin contar con que estos romanos, por lo general, no sólo les permiten vivir sino que incluso les animan a crecer todo lo que puedan, luego ya veremos, depende de tener dócil el corazón y al día los impuestos. Se quedaron solos en el camino la madre y el hijo, los de la familia de Ananías, por ser media docena y venir de conversación, se fueron rezagando, y como María y Jesús no tendrían para decirse más que palabras de inquietud, el resultado es que cada uno de ellos va callado por no afligir al otro, es extraño el silencio que parece cubrirlo todo, no se oye cantar aves, el viento se detuvo, sólo el rumor de los pasos, y hasta éste se retrae, intimidado, como un intruso de buena fe que entra en una casa desierta. Séforis apareció de repente en el último recodo del camino, todavía están ardiendo algunas casas, tenues columnas de humo aquí y allá, paredes ennegrecidas, árboles quemados de arriba abajo, pero conservando las hojas, ahora con un color de herrumbre. De este lado, a nuestra mano derecha, las cruces.

María echó a correr, pero la distancia es excesiva para que pueda vencerla de una carrera, así que pronto suaviza el paso, con tantos y tan seguidos partos el corazón de esta mujer desfallece fácilmente. Jesús, como hijo respetuoso, querría acompañar a su madre, estar a su lado, ahora y en adelante, para gozar juntos la misma alegría o juntos sufrir la misma pena, pero ella avanza tan lentamente, le cuesta tanto mover las piernas, así no vamos a llegar nunca, madre, ella hace un gesto que significa, Corre tú, si quieres, y él, atajando campo a través, se lanza a una loca carrera, Padre, padre, lo dice con la esperanza de que él no esté allí, lo dice con el dolor de quien lo ha encontrado ya. Llegó a las primeras filas, algunos crucificados están colgados aún, a otros los han retirdo, están en el suelo, a la espera, son pocos los que tienen familia rodeándolos, es que estos rebeldes, en su mayor parte, han venido de lejos, pertenecen a una tropa diversa que en este lugar trabó la última y unida batalla, en este momento están definitivamente dispersos, cada uno por sí, en la inexpresable soledad de la muerte. Jesús no ve a su padre, el corazón quiere llenársele de alegría, pero la razón dice, Espera, aún no hemos llegado al final, y realmente el final es ahora, tumbado en el suelo está el padre que yo buscaba, apenas sangró, sólo las grandes bocas de las llagas en las muñecas y en los pies, parece que duermas, padre, pero no, no duermes, no podrías hacerlo con las piernas así torcidas, ya fue caridad el que te bajaran de la cruz, pero los muertos son tantos que las buenas almas que de ti cuidaron no tuvieron tiempo para enderezarte los huesos partidos. Aquel muchachito llamado Jesús está arrodillado al lado del cadáver, llorando, quiere tocarlo, pero no se atreve, mas siempre llega un momento en que el dolor es más fuerte que el temor a la muerte, entonces se abraza al cuerpo inerme, Padre, padre, dice, y otro grito se une al suyo, Ay José, ay mi marido, es María que ha llegado al fin, agotada, venía llorando ya desde lejos, porque ya desde lejos, viendo detenerse al hijo, sabía lo que la esperaba. El llanto de María redobla cuando repara en la cruel torsión de las piernas del marido, es verdad que no se sabe, después de morir, qué ocurre con los dolores sentidos en vida, en especial con los últimos, es posible que en la muerte se acabe realmente todo, pero tampoco nada nos garantiza que, al menos durante unas horas, no se mantenga una memoria del sufrimiento en un cuerpo que decimos muerto, sin que sea de excluir el que la putrefacción sea el último recurso que le queda a la materia viva para, definitivamente, liberarse del dolor. Con una dulzura, con una suavidad que en vida del marido no se atrevería a usar, María intentó reducir los lastimosos ángulos de las piernas de José, que, al quedarle la túnica, cuando lo bajaron de la cruz, un poco arremangada, le daban el aspecto grotesco de una marioneta partida en los goznes. Jesús no tocó a su padre, sólo ayudó a la madre a bajarle el borde de la túnica, e incluso así quedaban a la vista los magros tobillos del hombre, quizá, en el cuerpo humano, la parte que da una impresión más pungente de fragilidad. Los pies, porque las tibias estaban rotas, caían lateralmente, mostrando las heridas de los calcañares, de donde había que ahuyentar continuamente a las moscas que venían al olor de la sangre.

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