Read El evangelio según Jesucristo Online
Authors: José Saramago
Dijo el ángel, Un hombre bueno que ha cometido un crimen, no imaginas cuántos hombres buenos lo han hecho antes que él, porque los crímenes de los hombres buenos no tienen número y, al contrario de lo que se piensa, son los únicos que no pueden ser perdonados.
Dijo María, Qué crimen ha cometido mi marido. Dijo el ángel, Tú lo sabes, no quieras ser tan criminal como él. Dijo María, Juro. Dijo el ángel, No jures, o, si no, jura si quieres, que un juramento pronunciado ante mí es como un soplo de viento que no sabe adónde va. Dijo María, Qué hemos hecho nosotros. Dijo el ángel, Fue la crueldad de Herodes la que hizo desenvainar los puñales, pero vuestro egoísmo y cobardía fueron las cuerdas que ataron los pies y las manos de las víctimas. Dijo María, Qué podía hacer yo. Dijo el ángel, Tú, nada, que lo supiste demasiado tarde, pero el carpintero podía haberlo hecho todo, avisar a la aldea de que venían de camino los soldados para matar a los niños, había tiempo suficiente para que los padres se los llevaran y huyesen, podían, por ejemplo, ir a esconderse en el desierto, huir a Egipto, a la espera de que muriese Herodes, que poco le falta ya. Dijo María, No se le ocurrió. Dijo el ángel, No, no se le ocurrió, pero eso no es disculpa. Dijo María, llorando, tú, que eres un ángel, perdónalo. Dijo el ángel, No soy ángel de perdones. Dijo María, perdónalo. Dijo el ángel, Ya te he dicho que no hay perdón para este crimen, antes sería perdonado Herodes que tu marido, antes se perdonará a un traidor que a un renegado.
Dijo María, Y qué podemos hacer. Dijo el ángel, Viviréis y sufriréis como todas las gentes. Dijo María, Y mi hijo, Dijo el ángel, Sobre la cabeza de los hijos caerá siempre la culpa de los padres, la sombra de la culpa de José oscurece ya la frente de tu hijo. Dijo María, Desgraciados de nosotros. Dijo el ángel, Así es, y no tendréis remedio.
María inclinó la cabeza, apretó más al hijo contra sí, como para defenderlo de las prometidas desventuras, y cuando volvió a mirar ya el ángel no estaba. Pero esta vez, y al contrario de lo que antes sucediera, cuando se aproximaba, no se oyeron pasos, Se fue volando, pensó María. Luego se levantó, fue hasta la entrada de la cueva a ver si se notaba rastro aéreo del ángel, o si venía ya José.
La niebla se había disipado, lucían metálicas las primeras estrellas, de la aldea seguían llegando lamentos. Y entonces un pensamiento de presunción desmedida, de tal vez pecaminoso orgullo, sobreponiéndose a las negras advertencias del ángel, hizo volver la cabeza a María, si la salvación de su hijo no habría sido un gesto de Dios, debe de tener un significado el que alguien escape a la dura muerte cuando allí al lado otros que tuvieron que morir ya nada pueden hacer sino esperar una ocasión para preguntarle al mismo Dios, Por qué nos mataste, y se contentarán con la respuesta, cualquiera que ésta sea. No duró mucho el delirio de María, al instante siguiente imaginaba que podría estar meciendo a un hijo muerto, como ahora sin duda les ocurría a las madres de Belén, y para beneficio de su espíritu y salvación de su alma, las lágrimas volvieron a sus ojos corriendo como fuentes. Así estaba cuando José llegó, lo oyó llegar, pero no se movió, no le importaba que él se enfadase, María estaba ahora llorando con las otras mujeres, todas sentadas en círculo, con los hijos en el regazo, a la espera de la resurrección.
José la vio llorar, comprendió, y se calló.
Dentro de la cueva, José no puso reparo alguno al ver el candil encendido. Las brasas, en el suelo, se habían cubierto de una fina capa de ceniza, pero, en el interior del fuego, entre ellas, palpitaba aún, buscando fuerzas, la raíz de una llama.
Mientras iba descargando el burro, dijo José, Ya no hay peligro, se han ido los soldados, lo mejor que podemos hacer nosotros es pasar la noche aquí, partiremos mañana antes de que salga el sol, iremos por un atajo y donde no haya atajo, por donde podamos.
María murmuró, Tantos niños muertos, y José, bruscamente, Cómo lo sabes, es que has ido a contarlos, preguntó, y ella, Los recuerdo, recuerdo a algunos, Pues da gracias a Dios porque el tuyo esté vivo, Se las daré, Y no me mires como si hubiera hecho algo malo, No te miraba, No me hables en ese tono que parece de juez, Me quedaré callada, si lo prefieres, Sí, es mejor que te calles. José ató el asno al comedero, aún había en el fondo algo de paja, el hambre del animal no debe de ser grande, realmente este burro se ha dado la gran vida con el comedero lleno y tomando el sol, pero que se vaya preparando, que ya le falta poco para volver a las duras penas de la carga y el trabajo. María acostó al niño y dijo, Voy a espabilar la lumbre, Para qué, La cena, no quiero fuego que atraiga a la gente, puede pasar alguien del pueblo, comeremos de lo que haya y como esté. Así lo hicieron. El candil de aceite iluminaba como un espectro a los cuatro habitantes de la cueva, el burro, inmóvil como una estatua, con el morro sobre la paja, pero sin tocarla, el niño durmiendo, mientras el hombre y la mujer engañaban el hambre con unos higos secos. María dispuso las esteras en el suelo arenoso, lanzó sobre ellas el cobertor y, como todos los días, esperó hasta que se acostó el marido.
Antes, José fue a la boca de la cueva, a acechar de nuevo la noche, todo estaba en paz en la tierra y en el cielo, de la aldea ya no venían gritos ni lamentos, ahora las sucumbidas fuerzas de Raquel no llegaban más que para gemir y suspirar, dentro de las casas, con la puerta y el alma cerradas. José se tendió en su estera, agotado de pronto como nunca lo estuvo en su vida, de tanto correr, de temer tanto, no podía decir que gracias a su esfuerzo salvara la vida de su hijo, los soldados cumplieron rigurosamente las órdenes recibidas, matar a los niños de Belén, sin añadir por su parte un mínimo de diligencia en la acción militar, como buscar en las cuevas de alrededor por si algunos fugitivos se hubieran escondido allí, o bien, falta que constituyó un gravísimo error táctico, si en ellas vivieran habitualmente familias completas. En general, a José no le molestaba el hábito de María de acostarse sólo cuando él ya estaba dormido, pero hoy no podía soportar la idea de estar hundido en el sueño, con la cara descubierta, sabiendo que su mujer velaba y que quizá lo miraría sin piedad.
Dijo, No quiero que te quedes ahí, acuéstate. María obedeció, fue primero a ver, como hacía siempre, si el burro estaba bien atado y luego, suspirando, se acostó en la estera, cerró fuertemente los ojos, que el sueño viniera cuando pudiese, ella ya había renunciado a ver. Mediada la noche, José tuvo un sueño. Iba cabalgando por un camino que bajaba en dirección a una aldea de la que ya se veían las primeras casas, iba de uniforme y con todos los pertrechos militares encima, armado de espada, lanza y puñal, soldado entre soldados, y el comandante le preguntaba, Tú adónde vas, carpintero, a lo que respondía él, orgulloso de conocer tan bien la misión que le habían encargado, Voy a Belén a matar a mi hijo, y, cuando lo dijo, despertó con un estertor abominable, el cuerpo crispado, torcido de terror, María preguntándole, Qué te pasa, qué ha ocurrido, y él, temblando, sólo sabía repetir, No, no, no, de repente su aflicción se desató en llanto convulsivo, en sollozos que despedazaban su pecho, María se levantó, fue a buscar el candil, iluminó el rostro del marido, Estás enfermo, preguntó, pero él se tapaba la cara con las manos, Llévate eso de aquí, mujer, ahora mismo, y, todavía sollozando, se levantó de la estera y corrió hacia el comedero a ver cómo estaba el hijo, Está bien, señor José, no se preocupe, realmente es un chiquillo que no da ningún trabajo, un buenazo, un panzacontenta, un comeyduerme, aquí reposa, tan tranquilo como si no acabara de escapar por milagro de una muerte horrible, imagínese, acabar a manos del propio padre que le dio el ser, ya sabemos que ese es destino del que nadie se libra, pero hay maneras y maneras. Con el pavor de que se repitiese el sueño, José no volvió a la estera, se enrolló en un cobertor y se sentó a la entrada de la cueva, al abrigo de un roquedal que formaba una especie de cobertizo, y como la luna ya iba alta, lanzaba sobre la abertura una sombra negrísima que la pálida luz del candil, dentro, ni siquiera tocaba. El propio rey Herodes si por allí pasara, sobre las espaldas de los esclavos, rodeado de sus legiones de bárbaros sedientos de sangre, diría tranquilamente, No os molestéis en buscar, seguid adelante, aquello es piedra y sombra de piedra, nosotros buscamos carne fresca y vida apenas iniciada. José se estremeció al pensar en el sueño, se preguntó qué sentido podría tener, la verdad, patente a la faz de los cielos que todo lo ven, es que había venido corriendo como un loco por el camino abajo, vía dolorosa sólo él sabía hasta qué punto, saltando cercas y pedruscos, como buen padre acudió a defender a su hijo, y he aquí que el sueño lo mostraba con figura y apetitos de verdugo, bien cierto es el proverbio que dice que en los sueños no hay firmeza, Esto es cosa del demonio, pensó, e hizo un gesto de conjuro. Como viniendo de la garganta de un ave invisible, un silbido pasó por el aire, también podría haber sido una señal de pastor, pero éstas no son horas, cuando todo el ganado duerme y sólo los perros velan. Sin embargo, la noche, tranquila y distante, alejada de los seres y de las cosas, con esa suprema indiferencia que imaginamos propia del universo, o la otra, absoluta, del vacío que quede, si algo es el vacío, cuando esté cumplido el último fin de todo, la noche ignoraba el sentido y el orden razonable que parecen regir este mundo en las horas en las que todavía creemos que él fue hecho para recibirnos, y a nuestra locura. En la memoria de José, poco a poco, el sueño terrible fue volviéndose irreal, absurdo, lo desmentía esta noche y esta palidez lunar, lo desmentía el niño que dormía en el comedero, sobre todo lo desmentía el hombre despierto que él era, señor de sí y, en lo posible, de sus pensamientos, ahora piadosos y pacíficos, pero también capaces de engendrar un monstruo, como la gratitud a Dios porque los soldados habían dejado con vida a su hijo querido, por ignorancia y dejadez, es verdad, ellos, que a tantos mataron. La misma noche cubre al carpintero José y a las madres de los niños de Belén, de los padres no hablamos, ni de María, que no son aquí llamados, por más que no podamos discernir los motivos de tal exclusión.
Pasaron las horas tranquilas y, cuando la madrugada dio su primera señal, José se levantó, cargó el burro, y en poco tiempo, aprovechando el último resplandor de la luna antes de que el cielo se aclarase, la familia completa, Jesús, María y José, se puso en camino, de regreso a Galilea.
Dejando por una hora la casa de los señores, donde dos niños habían sido muertos, la esclava Zelomi fue de madrugada a la cueva, segura de que lo mismo le habría ocurrido al niño que ayudó a nacer. La encontró abandonada, sólo huellas de pasos y de cascos del asno, sobre la ceniza brasas casi apagadas, ningún vestigio de sangre. Ya no está aquí, dijo, se ha salvado de esta primera muerte.
Pasaron ocho meses desde el feliz día en que José llegó a Nazaret con la familia, sanos y salvos los humanos, pese a los muchos peligros, menos bien el burro que cojeaba un poco de la mano derecha, cuando llegaron noticias de que el rey Herodes había muerto en Jericó, en uno de sus palacios, donde se retiró agonizante, caídas las primeras lluvias, para huir de las crueldades del invierno, que en Jerusalén no ahorra rigores a la gente de salud delicada. Decían también los avisos que el reino, huérfano de tan gran señor, se había dividido entre tres de los hijos que le quedaron después de las razias familiares, a saber, Herodes Filipo, que gobernará los territorios que están al este de Galilea, Herodes Antipas, que tendrá vara de mando en Galilea y Perea, y Arquelao, a quien correspondieron Judea, Samaria e Idumea. Un día de estos, un arriero de paso, de esos con gracia para contar historias, tanto reales como inventadas, hará, a la gente de Nazaret, el relato del funeral de Herodes, del que fue, juraba, testigo presencial, Iba metido en un sarcófago de oro, cuajado de pedrerías, la carroza de la que tiraban dos bueyes blancos era también dorada, cubierta de paños de púrpura, y de Herodes, también envuelto en púrpura, no se distinguía más que el bulto y una corona en el lugar de la cabeza, los músicos iban detrás, tocando pífanos, y las plañideras detrás de los músicos, todos tenían que respirar el hedor que les daba de lleno en las narices, a orilla del camino estaba yo, a punto de salírseme el estómago por la boca, y luego venía la guardia real, a caballo, al frente de la tropa, armada de lanzas, espadas y puñales, como si fuesen a la guerra, pasaban y no acababan de pasar, como una serpiente a la que no le vemos ni la cabeza ni la cola y que al moverse es como si no tuviera fin, y el corazón se nos llena de miedo, así era aquella tropa que marchaba tras un muerto, pero también hacia su propia muerte, la de cada uno, que hasta cuando parece retrasarse siempre acaba llamando a nuestra puerta, Es la hora, dice ella, puntual, sin diferencia, igual con el rey que con el esclavo, uno que iba allá delante, carne muerta y corrompida, en la cabeza del cortejo, otros en la cola de la procesión, comiéndose el polvo de un ejército entero, vivos aún, pero ya en busca, todos ellos, del lugar donde quedarse para siempre. Este arriero, por lo visto, bien podría estar, peripatético, paseando bajo los capiteles corintios de una academia que arreando burros por los caminos de Israel, durmiendo en caravasares hediondos o contando historias a los rústicos de las aldeas como ésta de Nazaret.
Entre los asistentes, en la plaza enfrente de la sinagoga, estaba José, que pasaba por casualidad y se quedó escuchando, no fue mucha la atención que prestó en principio a los pormenores descriptivos del cortejo fúnebre, o sí, alguna había prestado, pero pronto se barrió toda cuando el aedo pasó abiertamente al estilo elegíaco, realmente el carpintero tenía fundadas y cotidianas razones para ser más sensible a esa cuerda del arpa que a cualquier otra.
Bastaba mirarlo, que esta cara no engaña, una cosa era su antigua compostura, gravedad y ponderación, con las que intentaba compensar sus pocos años, y otra cosa, muy distinta, peor, es esta expresión de amargura que prematuramente le está cavando arrugas a un lado y otro de la boca, profundas como tajos no cicatrizados. Pero lo que hay de realmente inquietante en el rostro de José es la expresión de su mirada, o mejor sería decir la falta de expresión, pues sus ojos dan idea de estar muertos, cubiertos por una polvareda de ceniza, bajo la cual, como una brasa inextinguible, brillase un fulgor inflamado de insomnio.