Read El evangelio según Jesucristo Online
Authors: José Saramago
No gritó ninguna orden, José no usó la vara, pero lo cierto es que el asno reanudó la marcha más vivo de ánimo, sube por su cuenta la ladera empinada que lleva a Jerusalén y va ligero, como quien ha oído decir que está el comedero lleno a su espera y también un descanso sabroso, pero lo que él no sabe es que todavía tendrá que hacer un buen trecho de camino antes de llegar a Belén, y cuando se encuentre allí percibirá que, en definitiva, las cosas no son tan fáciles como parecían, claro está que sería muy bonito poder anunciar, Veni, vidi, vinci, así lo proclamó Julio César en tiempos de su gloria, y después fue lo que se vio, a manos de su propio hijo acabó muriendo, sin más disculpa para éste que el serlo por adopción. Viene de lejos y promete no tener fin la guerra entre padres e hijos, la herencia de las culpas, el rechazo de la sangre, el sacrificio de la inocencia.
Cuando iban entrando por la puerta de la ciudad, María no pudo contener un grito de dolor, pero éste lacerante, como si una espada la hubiera atravesado. Lo oyó sólo José, tan grande era el ruido que hacía la gente, los animales bastante menos, pero todo junto resultaba una algazara de mercado que apenas dejaba oír lo que se dijera al lado.
José quiso ser sensato, No estás en condiciones de seguir, lo mejor será que busquemos posada aquí, mañana iré yo a Belén, al censo, y diré que estás de parto, luego irás tú si es necesario, que no sé cómo son las leyes de los romanos, a lo mejor es suficiente con que se presente el cabeza de familia, sobre todo en un caso como éste, y María respondió, No siento ya dolores, y así era, aquella lanzada que la hizo gritar se había convertido en unas punzadas de espino, continuas, sí, pero soportables, algo que sólo se mantenía presente, como un cilicio. Quedó José lo más aliviado que se puede imaginar, pues le inquietaba la perspectiva de tener que buscar un abrigo en el laberinto de calles de Jerusalén en circunstancias de tanta aflicción, la mujer en doloroso trabajo de parto y él, como cualquier otro hombre, aterrorizado con su responsabilidad, pero sin querer confesarlo. Al llegar a Belén, pensaba, que en tamaño e importancia no es muy distinta de Nazaret, las cosas serán sin duda más fáciles, ya se sabe que en los pueblos pequeños, donde todo el mundo se conoce, la solidaridad suele ser palabra menos vana.
Si María no se queja ya, o es que pasaron sus dolores, o es que consigue soportarlos bien, tanto en un caso como en otro, es igual, vamos a Belén. El burro recibe una palmada en los cuartos traseros, lo que, si nos fijamos bien, es menos un estímulo para que avive el paso, decisión bastante difícil en la indescriptible confusión del tránsito en que se veían atrapados, que expresión afectuosa y de alivio por parte de José. Los tenderetes invaden las estrechas callejuelas, andan de aquí para allá, codo con codo, gentes de mil razas y lenguas, y el paso, como por milagro, sólo se abre y facilita cuando en el fondo de la calle aparece una patrulla de soldados romanos o una caravana de camellos, entonces es como si se apartasen las aguas del Mar Rojo. Poco a poco, con cuidado y con paciencia, los dos de Nazaret y su burro fueron dejando atrás aquel bazar convulso y vociferante, gente ignorante y distraída a quien de nada serviría decir, Aquél que ves ahí es José, y la mujer, la que va embarazada con un vientre inmenso, sí, se llama María, van los dos a Belén, para lo del censo, bien es verdad que de nada servirán estas benévolas identificaciones nuestras, porque vivimos en una tierra tan abundante en nombres predestinados que fácilmente se encuentran por ahí Josés y Marías de todas las edades y condiciones, por así decir a la vuelta de la esquina, sin olvidar que estos a quienes conocemos no deben de ser los únicos de ese nombre a la espera de un hijo, y también, todo hay que decirlo, no nos sorprendería mucho que, a estas horas y en el entorno de estos parajes, naciesen al mismo tiempo, sólo con una calle o un sembrado por medio, dos niños del mismo sexo, varones si Dios lo quiere, que sin duda vendrán a tener destino diferentes, aunque, en una tentativa final para dar sustancia a las primitivas astrologías de esta antigua edad, viniésemos a darles el mismo nombre, Yeschua, que es como quien dice Jesús. Y que no se diga que estamos anticipándonos a los acontecimientos poniendo nombre a un niño que aún está por nacer, la culpa la tiene el carpintero que desde hace mucho tiempo lleva metido en la cabeza que ese será el nombre de su primogénito.
Salieron los caminantes por la puerta del sur, tomando el camino de Belén, ligeros de ánimo ahora porque están cerca de su destino, van a poder descansar de las largas y duras jornadas, aunque otra y no pequeña fatiga espera a la pobre María, que ella, y nadie más, tendrá el trabajo de parir el hijo, sabe Dios dónde y cómo. Y es que, aunque Belén, según las escrituras, sea el lugar de la casa y linaje de David, al que José dice pertenecer, con el paso del tiempo se acabaron los parientes, o de haberlos no tiene el carpintero noticia de ellos, circunstancia negativa que deja adivinar, cuando todavía vamos por el camino, no pocas dificultades para el alojamiento del matrimonio, pues José no puede, nada más llegar, llamar a una puerta y decir, Traigo aquí a mi hijo, que quiere nacer, que venga la dueña de la casa, toda risas y alegrías, Entre, entre, señor José, que el agua está caliente ya y la estera tendida en el suelo, la faja de lino preparada, póngase cómodo, la casa es suya. Así habría sido en la edad de oro, cuando el lobo, para no tener que matar al cordero, se alimentaba de hierbas del monte, pero esta edad es dura y de hierro, el tiempo de los milagros o pasó ya o está aún por llegar, aparte de que el milagro, por más que nos digan, no es nada bueno, si hay que torcer la lógica y la razón misma de las cosas para hacerlas mejores. A José casi le apetece ir más despacio para retrasar los problemas que le esperan, pero recuerda que muchos más problemas va a tener si el hijo nace en medio del camino, así que aviva el caminar del burro, resignado animal que, de cansado, sólo él sabe cómo va, que Dios, si de algo sabe, es de hombres, e incluso así no de todos, que sin cuenta son los que viven como burros, o aún peor, y Dios no se ha preocupado de averiguar y proveer. Le dijo a José un compañero de viaje que había en Belén un caravasar, providencia social que a primera vista resolverá el problema de instalación que venimos analizando minuciosamente, pero incluso un rústico carpintero tiene derecho a sus pudores y podemos imaginar la vergüenza que para este hombre sería ver a su propia mujer expuesta a curiosidades malsanas, un caravasar entero cuchicheando groserías, esos arrieros y conductores de camellos que son tan brutos como las bestias con que andan, o peor, en comparación, porque ellos tienen el don divino del habla y ellas no. Decide José que irá a pedir consejo y auxilio a los ancianos de la sinagoga y se sorprende por no haberlo pensado antes. Ahora, con el corazón más libre de preocupaciones, pensó que estaría bien preguntarle a María cómo iba de dolores, pero no pronunció palabras, recordemos que todo esto es sucio e impuro, desde la fecundación al nacimiento, aquel terrorífico sexo de mujer, vórtice y abismo, sede de todos los males del mundo, el interior laberíntico, la sangre y las humedades, los corrimientos, el romper de las aguas, las repugnantes secundinas, Dios mío, por qué quisiste que estos tus hijos dilectos, los hombres, naciesen de la inmundicia, cuánto mejor hubiera sido, para ti y para nosotros, que los hubieras hecho de luz y transparencia, ayer, hoy y mañana, el primero, el de en medio y el último, así igual para todos, sin diferencia entre nobles y plebeyos, entre reyes y carpinteros, sólo colocarías una señal terrible sobre aquellos que, al crecer, estuviesen destinados a volverse, sin remedio, inmundos. Retenido por tantos escrúpulos, José acabó por hacer la pregunta en un tono de media indiferencia, como si, estando ocupado con materias superiores, condescendiese a informarse de servidumbres menudas, Cómo te sientes, dijo, y era justamente la ocasión de oír una respuesta nueva, pues María, momentos antes, había empezado a notar diferencia en el tenor de los dolores que estaba experimentando, excelente palabra ésta, pero puesta al revés, porque con otra exactitud se diría que los dolores estaban, en definitiva, experimentándola a ella.
En este momento llevaban más de una hora de camino, Belén no podía estar lejos. Lo curioso es que, sin que pudieran descubrir por qué, pues las cosas no llevan siempre, conjuntamente, su propia explicación, el camino estuvo desierto desde que los dos salieran de Jerusalén, caso digno de asombro pues, estando Belén tan cerca de la ciudad, lo más natural sería que hubiese un ir y venir constante de gentes y animales. Desde el sitio donde se bifurcaba el camino, pocos estadios después de Jerusalén, un desvío para Bercheba, otro para Belén, era como si el mundo se hubiera recogido, doblado sobre sí mismo, pudiese el mundo ser representado por una persona, diríamos que se cubría los ojos con el manto, escuchando sólo los pasos de los viajeros, como escuchamos el canto de pájaros que no podemos ver, ocultos entre las ramas, ellos, pero nosotros también, porque así nos estarán imaginando las aves escondidas entre el ramaje.
José, María y el burro han venido atravesando el desierto, que desierto no es aquello que vulgarmente se piensa, desierto es toda ausencia de hombres, aunque no debamos olvidar que no es raro encontrar desiertos y secarrales de muerte en medio de multitudes. A la derecha está la tumba de Raquel, la esposa a quien Jacob tuvo que esperar catorce años, a los siete años de servicio cumplido le dieron a Lía y sólo tras otros tantos a la mujer amada, que a Belén vendría a morir, dando a luz al niño a quien Jacob daría el nombre de Benjamín, que quiere decir hijo de mi mano derecha, pero a quien ella, antes de morir, llamó, con mucha razón, Benoni, que significa hijo de mi desgracia, permita Dios que esto no sea un agüero. Ahora se distinguen ya las primeras casas de Belén, terrosas de color como las de Nazaret, pero éstas parecen amasadas de amarillo y ceniciento, lívidas bajo el sol. María va casi desmayada, su cuerpo se desequilibra a cada instante encima del serón, José tiene que acudir a ampararla, y ella, para poder sostenerse mejor, le pone el brazo sobre el hombro, qué pena que estemos en el desierto y no haya aquí nadie para ver tan bonita imagen, tan fuera de lo común. Y así van entrando en Belén.
Preguntó José, pese a todo, dónde estaba el caravasar, porque había pensado que tal vez pudieran descansar allí el resto del día y la noche, una vez que, pese a los dolores de que María seguía quejándose, no parecía que la criatura estuviera todavía para nacer.
Pero el caravasar, al otro lado de la aldea, sucio y ruidoso, mezcla de bazar y caballeriza como todos, aunque, por ser aún temprano, no estuviera lleno, no tenía un sitio recatado libre, y hacia el fin del día sería mucho peor, con la llegada de camelleros y arrieros. Se volvieron atrás los viajeros, José dejó a María en una placita entre muros de casas, a la sombra de una higuera, y fue en busca de los ancianos, como primero pensó. El que estaba en la sinagoga, un simple celador, no pudo hacer más que llamar a un chiquillo de los que andaban por allí jugando, al que mandó que guiase al forastero a uno de los ancianos, que, así esperaba, tomaría las providencias necesarias. Quiso la suerte, protectora de inocentes cuando de ellos se acuerda, que José, en esta nueva diligencia, tuviera que pasar por la plaza donde había dejado a su mujer, suerte para María, que la maléfica sombra de la higuera casi la estaba matando, falta de atención imperdonable en él y en ella, en una tierra en la que abundan estos árboles y donde todo el mundo tiene la obligación de saber lo que de malo y de bueno se puede esperar de ellos. Desde allí fueron todos en busca del anciano, que estaba en el campo y resultó que no iba a regresar tan pronto, ésta fue la respuesta que dieron a José. Entonces, el carpintero se llenó de valor y en voz alta preguntó si en aquella casa, o en otra, Si me están oyendo, en nombre del Dios que todo lo ve, alguien querría dar cobijo a una mujer que está a punto de tener un hijo, seguro que hay por ahí un cuarto recogido, las esteras las llevaba él. Y también dónde podré encontrar en esta aldea una partera para ayudar al parto, el pobre José decía avergonzado estas cosas enormes e íntimas, aún con más vergüenza al notar que se ponía rojo al decirlas. La esclava que lo recibió en el portal fue adentro con el mensaje, la petición y la protesta, se demoró y volvió con la respuesta de que no podían quedarse allí, que buscasen otra casa, pero que iba a serles difícil, que la señora mandaba decir que lo mejor para ellos sería que se recogieran en una de las cuevas de aquellas laderas. Y de la partera, preguntó José, a lo que la esclava respondió que, si la autorizaban sus amos y la aceptaba él, ella misma podría ayudar, pues no le habían faltado en la casa, en tantos años, ocasiones de ver y aprender. En verdad, muy duros son estos tiempos y ahora se confirma, que viniendo a llamar a nuestra puerta una mujer que está a punto de tener un hijo le negamos el alpendre del patio y la mandamos a parir a una cueva, como las osas y las lobas. Nos dio, sin embargo, un revolcón la conciencia y, levantándonos de donde estábamos, fuimos hasta el portal, a ver quiénes eran esos que buscaban cobijo por razón tan urgente y fuera de lo común y, cuando dimos con la dolorida expresión de la infeliz criatura, se apiadó nuestro corazón de mujer y con medias palabras justificamos la negativa por razones de tener la casa llena, Son tantos los hijos e hijas en esta casa, los nietos y las nietas, los yernos y las nueras, por eso no cabéis aquí, pero la esclava os llevará a una cueva nuestra, que tiene servicio de establo, y allí estaréis cómodos, no hay animales ahora, y, dicho esto, y oída la gratitud de aquella pobre gente, nos retiramos al resguardo de nuestro hogar, experimentando en las profundidades del alma el consuelo inefable que da la paz de la conciencia.
Con todo este ir y venir, andar y estar parado, este pedir y preguntar, fue desmayando el profundo azul del cielo y el sol no tardará en esconderse tras de aquel monte. La esclava Zelomi, que ese es su nombre, va delante guiándoles los pasos, lleva un pote con brasas para el fuego, una cazuela de barro para calentar agua y sal para frotar al recién nacido, no vaya a tener una infección. Y como de paños viene María servida y la navaja para cortar el cordón umbilical la lleva José en la alforja, a no ser que Zelomi prefiera cortarlo con los dientes, ya puede nacer el niño, al fin y al cabo un establo sirve tan bien como una casa, sólo quien nunca tuvo la felicidad de dormir en un comedero ignora que nada hay en el mundo más parecido a una cuna. El burro, al menos, no encontrará diferencia, la paja es igual en el cielo que en la tierra.