Read El evangelio según Jesucristo Online
Authors: José Saramago
Por su parte, no sabiendo nada de los meandros de análisis demonológico en que está empeñada la mente del marido ni de las responsabilidades que le están siendo atribuidas, María intenta comprender la extraña sensación de carencia que viene experimentando desde que anunció al marido su gravidez.
No una ausencia interior, desde luego, porque de sobra sabe ella que se encuentra, a partir de ahora, y en el sentido más exacto del término, ocupada, sino precisamente una ausencia exterior, como si el mundo, de un momento a otro, se hubiese apagado o alejado de ella.
Recuerda, pero es como si estuviese recordando otra vida, que después de esta última comida y antes de tender las esteras para dormir, siempre tenía algún trabajo que adelantar, con él pasaba el tiempo, sin embargo, lo que ahora piensa es que no debería moverse del lugar en que se encuentra, sentada en el suelo, mirando la luz que la mira desde el reborde del cuenco y esperando a que el hijo nazca. Digamos, por respeto a la verdad, que su pensamiento no fue tan claro, el pensamiento, a fin de cuentas, ya por otros o por el mismo ha sido dicho, es como un grueso ovillo de hilo enrollado sobre sí mismo, flojo en unos puntos, en otros apretado hasta la sofocación y el estrangulamiento, está aquí, dentro de la cabeza, pero es imposible conocer su extensión toda, pues habría que desenrollarlo, extenderlo, y al fin medirlo, pero esto, por más que se intente o se finja intentar, parece que no lo puede hacer uno mismo sin ayudas, alguien tiene que venir un día a decir por dónde se debe cortar el cordón que liga al hombre a su ombligo, atar el pensamiento a su causa.
A la mañana siguiente, después de una noche mal dormida, despertando siempre por obra de una pesadilla donde se veía a sí mismo cayendo y volviendo a caer dentro de un inmenso cuenco invertido que era como el cielo estrellado, José fue a la sinagoga, a pedir consejo y remedio a los ancianos. Su insólito caso era tan extraordinario, aunque no pudiese imaginar hasta qué punto, faltándole, como sabemos, lo mejor de la historia, es decir, el conocimiento de lo esencial, que, si no fuese por la excelente opinión que de él tienen los ancianos de Nazaret, quizá tuviera que volverse por el mismo camino, corrido, con las orejas gachas, oyendo, como un resonante son de bronce, la sentencia del Eclesiastés con que lo habrían fulminado, Quien cree livianamente, tiene un corazón liviano, y él, pobre de él, sin presencia de espíritu para replicar, armado con el mismo Eclesiastés, a propósito del sueño que lo persiguió durante la noche entera, El espejo y los sueños son cosas semejantes, es como la imagen del hombre ante sí mismo.
Terminado, pues, el relato, se miraron los ancianos entre sí y luego todos juntos a José, y el más viejo de ellos, traduciendo en una pregunta directa la discreta suspicacia del consejo, dijo, Es verdad, entera verdad y sólo verdad lo que acabas de contarnos, y el carpintero respondió, Verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, sea el Señor mi testigo. Debatieron los ancianos largamente entre ellos, mientras José esperaba aparte, y al fin lo llamaron para anunciarle que, dadas las diferencias que persistían acerca de los procedimientos más convenientes, adoptaron la decisión de enviar tres emisarios a interrogar a María, directamente, sobre los extraños acontecimientos, averiguar quién era en definitiva aquel mendigo que nadie más había visto, qué figura tenía, qué exactas palabras pronunció, si aparecía regularmente por Nazaret pidiendo limosna, buscando de paso qué otras noticias podría dar la vecindad acerca del misterioso personaje. Se alegró José en su corazón porque, sin confesarlo, le intimidaba la idea de tener que enfrentarse a solas con su mujer, por aquel su modo particular de estar ahora, con los ojos bajos, es cierto, según manda la discreción, pero también con una evidente expresión provocativa, la expresión de quien sabe más de lo que tiene intención de decir, pero quiere que se le note. En verdad, en verdad os digo, no hay límites para la maldad de las mujeres, sobre todo de las más inocentes.
Salieron pues los emisarios, con José al frente indicando el camino, y eran ellos Abiatar, Dotaín y Zaquías, nombres que aquí se dejan registrados para eliminar cualquier sospecha de fraude histórico que pueda, tal vez, perdurar en el espíritu de aquellas gentes que de estos hechos y de sus versiones hayan tenido conocimiento a través de otras fuentes, quizá más acreditadas por la tradición, pero no por eso más auténticas. Enunciados los nombres, probada la existencia efectiva de personajes que los usaron, las dudas que aún queden pierden mucho de su fuerza, aunque no su legitimidad. No siendo cosa de todos los días, esto de salir a la calle tres emisarios ancianos, como se ponía en evidencia por la particular dignidad de su marcha, con las túnicas y las barbas al viento, pronto se juntaron alrededor algunos chiquillos que, cometiendo los excesos propios de la edad, unas risas, unos gritos, unas carreras, acompañaron a los delegados de la sinagoga hasta la casa de José, a quien el ruidoso y anunciador cortejo mucho venía molestando.
Atraídas por el ruido, las mujeres de las casas próximas aparecieron en las puertas y, presintiendo novedad, dijeron a los hijos que fuesen a ver qué ajuntamiento era aquél a la puerta de la vecina María.
Penas perdidas fueron, que entraron sólo los hombres. La puerta se cerró con autoridad, ninguna curiosa mujer de Nazaret llegó a saber hasta el día de hoy lo que pasó en casa del carpintero José. Y, teniendo que imaginar algo para alimento de la curiosidad insatisfecha, acabaron haciendo del mendigo, que nunca llegaron a ver, un ladrón de casas, gran injusticia fue, que el ángel, pero no le digáis a nadie que lo era, aquello que comió no lo robó, y además dejó regalo sobrenatural. Ocurrió que, mientras los dos ancianos de más edad continuaban interrogando a María, fue el menos viejo de los tres, Zaquías, a recoger por las inmediaciones recuerdos de un mendigo así y así, conforme a las señales dadas por la mujer del carpintero, mas ninguna vecina supo darle noticias, que no señor, ayer no pasó por aquí ningún mendigo, y si pasó no llamó a mi puerta, seguro que fue un ladrón de paso, que, encontrando la casa con gente, fingió ser pobre de pedir y se fue a otra parte, es un truco conocido desde que el mundo es mundo. Volvió Zaquías sin noticias del mendigo a casa de José cuando María repetía por tercera o cuarta vez lo que ya sabemos.
Estaban todos en el interior de la casa, ella de pie, como reo de un crimen, la escudilla en el suelo y dentro, insistente, como un corazón palpitante, la tierra enigmática, a un lado José, los ancianos sentados enfrente, como jueces y decía Dotaín, el del medio en edad, No es que no creamos lo que nos cuentas, pero repara que eres la única persona que vio a ese hombre, si hombre era, tu marido nada más sabe de él que el haberle oído la voz, y ahora aquí viene Zaquías diciéndonos que ninguna de tus vecinas lo vio, Seré testigo ante el Señor, él sabe que la verdad habla por mi boca, La verdad, sí, pero quién sabe si toda la verdad, Beberé el agua de la prueba del Señor y él manifestará si tengo culpa, La prueba de las aguas amargas es para las mujeres sospechosas de infidelidad, no pudiste ser infiel a tu marido, no te daba tiempo, La mentira, se dice, es lo mismo que la infidelidad, Otra, no esa, Mi boca es tan fiel como lo soy yo. Tomó entonces la palabra Abiatar, el más viejo de los tres ancianos, y dijo, No te preguntamos más, el Señor te pagará siete veces por la verdad que hayas dicho o siete veces te cobrará la mentira con que nos hayas engañado. Se calló y siguió callado, luego dijo, dirigiéndose a Zaquías y a Dotaín, qué haremos de esta tierra que brilla, si aquí no debe quedar como la prudencia aconseja, pues bien puede ser que estas artes sean del demonio. Dijo Dotaín, Que vuelva a la tierra de donde vino, que vuelva a ser oscura como fue antes. Dijo Zaquías, No sabemos quién fue el mendigo, ni por qué quiso ser visto sólo por María, ni lo que significa que brille un puñado de tierra en el fondo de una escudilla. Dijo Dotaín, Llevémosla al desierto y dejémosla allí, lejos de la vista de los hombres, para que el viento la disperse en la inmensidad y sea apagada por la lluvia. Dijo Zaquías, Si esta tierra es un bien, no debe ser retirada de donde está, y si es un mal, que queden sujetos a él sólo aquellos que fueron elegidos para recibirla. Preguntó Abiatar, Qué propones entonces, y Zaquías respondió, Que se excave aquí un agujero y se deposite el cuenco en el fondo, tapado para que no se mezcle con la tierra natural, un bien, aunque esté enterrado, no se pierde, y un mal tendrá menos poder lejos de la vista. Dijo Abiatar, Qué piensas tú, Dotaín, y éste respondió, Es justo lo que propone Zaquías, hagamos lo que él dice. Entonces Abiatar dijo a María, Retírate y déjanos proceder. Y adónde iré yo, preguntó ella, y José, inquieto de pronto, Si vamos a enterrar el cuenco, que sea fuera de la casa, no quiero dormir con una luz sepultada debajo. Dijo Abiatar, Hágase como dices, y a María, Te quedarás aquí. Salieron los hombres al patio, llevando Zaquías la escudilla. Poco después se oyeron golpes de azadón, repetidos y duros, era José que estaba cavando, y pasados unos minutos la voz de Abiatar que decía, Basta, ya tiene profundidad suficiente.
María miró por la rendija de la puerta, vio al marido que tapaba la escudilla con un trozo curvo de una cántara rota y luego la bajaba, hasta donde le alcanzaba el brazo, al interior de la oquedad, después se levantó y tomando otra vez el azadón, echó dentro la tierra, alisándola, por último, con los pies.
Los hombres todavía permanecieron algún tiempo en el patio, hablando unos con otros y mirando la mancha de tierra fresca, como si acabasen de esconder un tesoro y quisieran clavar en su memoria el lugar donde lo habían ocultado. Pero no era de esto de lo que hablaban, porque de pronto se oyó más fuerte la voz de Zaquías, en tono que parecía de reprensión sonriente, Vaya carpintero que me has salido, José, que ni eres capaz de hacer una cama, ahora que tienes a la mujer grávida. Se rieron los otros, y José con ellos, un tanto por complacerlos, como alguien cogido en falta y que quiere hacer como si no. María los vio encaminándose hacia la cancela y salir, y ahora, sentada en el poyete del horno, paseaba los ojos por la casa buscando un sitio donde poner la cama, si el marido se decidía a hacerla. No quería pensar en la escudilla de barro ni en la tierra luminosa, tampoco quería pensar si el mendigo sería realmente un ángel o un farsante que pretendió divertirse a costa suya. Una mujer, si le prometen una cama para su casa, lo que debe hacer es pensar dónde quedará mejor.
Fue en el paso de los días del mes de Tamus a los del mes de Av, ya se vendimiaba la uva y los primeros higos maduros empezaban a pintar entre la sombra verde de las ásperas parras, cuando estos acontecimientos ocurrieron, unos corrientes y habituales, como el que un hombre se acerque carnalmente a su mujer y pasado el tiempo diga ella a él, Estoy encinta, otros en verdad extraordinarios, como fue que las primicias del anuncio correspondieran a un mendigo que, con toda razón y probabilidad, nada tendría que ver en el caso, siendo sólo autor del hasta ahora inexplicable prodigio de la tierra luminosa, depositada fuera de alcance e investigación por la desconfianza de José y la prudencia de los ancianos. Van llegando los grandes calores, los campos están pelados, todo es rastrojo y aridez, Nazaret es una aldea parda rodeada de silencio y soledad en las sofocantes horas del día, a la espera de que llegue la noche estrellada para que se pueda oír el respirar del paisaje oculto por la oscuridad y la música que hacen las esferas celestes al deslizarse unas sobre otras. Tras la cena, José iba a sentarse al patio, en el lado derecho de la puerta, a tomar el aire, le gustaba notar su soplo en la cara y sentir en las barbas la primera brisa refrescante del crepúsculo. Cuando ya todo estaba oscuro, venía también María a sentarse en el suelo, como el marido, pero del otro lado de la puerta, y allí se quedaban los dos, un hablar, oyendo los rumores de la casa de los vecinos, la vida de las familias, que ellos aún no eran, faltándoles los hijos, Dios quiera que sea niño, pensaba José algunas veces a lo largo del día, y María pensaba, Dios quiera que sea niño, pero las razones por las que esto pensaba no eran las mismas. Crecía el vientre de María sin prisa, pasaron semanas y meses sin que se notara a las claras su estado y, no siendo ella de darse mucho con las vecinas, por modesta y discreta que era, fue general la sorpresa en la vecindad, como si hubiese aparecido gorda de la noche al día. Es posible que el silencio de María tuviese otra y más secreta razón, la de que nunca pudiera establecerse una relación entre su estado y el paso del mendigo misterioso, precaución ésta que sólo nos parecerá absurda sabiendo cómo ocurrieron las cosas, si no se diera el caso de que, en horas de relajamiento de cuerpo y espíritu, María llegara a preguntarse, pero por qué, Dios santo, al mismo tiempo aterrada por la insensatez de la duda y alterada por un estremecimiento íntimo, sobre quién sería, real y verdadero, el padre de la criatura que dentro de sí se iba formando.
Sabido es que las mujeres, en su estado interesante, son dadas a antojos y fantasías, a veces mucho peores que ésta, que mantendremos en secreto para que no caiga mancha en la buena fama de la futura madre.
El tiempo fue pasando, un lento mes siguiendo a otro, y el de Elul, ardiente como un horno, con el viento de los desiertos del sur barriendo y quemando los aires, época en que las támaras y los higos se convierten en un goteo de miel, el de Tishri, cuando las primeras lluvias de otoño ablandan la tierra y llaman a los arados a la labra de las sementeras, y fue al mes siguiente, el de Mathesvan, tiempo de varear la aceituna, cuando ya más fríos los días, decidió José carpintear un rústico camastro, porque para cama digna de ese nombre ya sabemos que no llega su ciencia, en la que María, después de esperar tanto, pueda descansar el pesado e incómodo vientre. En los últimos días del mes de Quislau y durante casi todo el de Taver, cayeron grandes lluvias, por eso tuvo José que interrumpir su trabajo en el patio, aprovechando sólo los momentos en que escampaba para labrar las piezas de gran tamaño, y recluido la mayoría del tiempo en casa, al abrigo, aunque recibiendo la luz de la puerta, raspaba y alisaba los yugos que había dejado en basto, cubriendo el suelo a su alrededor de virutas y serrín que después María barría y echaba al patio.
En el mes de Shevat florecieron los almendros, y estaban ya en el de Adar, tras las fiestas de Purim, cuando aparecieron en Nazaret unos soldados romanos de los que entonces andaban por Galilea, de poblado en ciudad, de ciudad en poblado, y otros por las demás partes del reino de Herodes, haciendo saber a las gentes que, por orden de César Augusto, todas las familias que tuviesen su domicilio en las provincias gobernadas por el cónsul Publio Sulpicio Quirino estaban obligadas a censarse, y que el censo, destinado, como otros, a poner al día el catastro de los contribuyentes de Roma, tendría que hacerse, sin excepción, en los lugares de donde estas familias fuesen originarias. A la mayor parte de la gente que se reunió en la plaza para oír el pregón, poco le importaba aquel aviso imperial, pues siendo naturales de Nazaret y residentes allí generación tras generación, allí mismo se censarían. Pero algunos, que procedían de las distintas regiones del reino, de Gaulanitide o de Samaria, de Judea, Perea o Idumea, de aquí o de allá, de cerca o de lejos, empezaron a echar cuentas sobre el viaje, unos con otros murmurando contra los caprichos de Roma y hablando del trastorno que iba a ser la falta de brazos, ahora que llegaba el tiempo de segar el lino y la cebada. Y los que tenían familias numerosas, con hijos en la primera edad o padres y abuelos ancianos y enfermos, si no tenían transporte propio suficiente, pensaban a quién podrían pedírselo prestado, o alquilar por precio justo el asno o los asnos necesarios, sobre todo si el viaje iba a ser largo y trabajoso, con mantenimiento suficiente para el camino, odres de agua si tenían que cruzar el desierto, esteras y mantas para dormir, escudillas para comer, algún abrigo suplementario, pues todavía no se fueron del todo las lluvias y el frío, y alguna vez sería necesario dormir al aire libre.