El evangelio según Jesucristo (22 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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Cenó con los de la casa y luego durmió en el cobertizo del patio, porque no había allí mejor acomodo para huéspedes de paso. Mediada la noche, el sueño volvió a acometerlo, pero con una diferencia del que venía soñando, y era que el padre y los soldados no se aproximaban tanto, ni siquiera el morro del caballo apareció tras la esquina, pero no se engañe quien juzgue que por esto fueron menores la agonía y el pavor, pongámonos en el lugar de Jesús, soñar que nuestro propio padre, aquel que nos dio el ser, viene ahí con la espada desenvainada para matarnos. Nadie en la casa se enteró de la pasión que a pocos pasos se representaba, Jesús, incluso durmiendo, había aprendido ya a dominar el miedo, la conciencia acosada le ponía, como último recurso, la mano en la boca y los gritos vibraban terriblemente, pero en silencio, sólo en el interior de su cabeza. A la mañana siguiente, Jesús compartió la primera comida del día, agradeciendo y alabando luego a sus bienhechores con una compostura tan seria y palabras tan apropiadas que toda la familia, sin excepción, se sintió por unos momentos como participando de la inefable paz del Señor, aunque no pasaban ellos de ser unos desconsiderados samaritanos. Se despidió Jesús y partió, llevando en sus oídos la última oración pronunciada por el dueño de la casa, fue ésta, Bendito seas tú, Señor nuestro Dios, rey del universo, que diriges los pasos del hombre, a lo que respondió él rezando a aquel mismo Señor, Dios y Rey que provee todas las necesidades, demostración que la experiencia de la vida viene haciendo todos los días persuasivamente, conforme a la justísima regla de la proporción directa, que manda dar más a quien más tiene.

Lo que faltaba del camino para llegar a Jerusalén no fue tan fácil. En primer lugar, hay samaritanos y samaritanos, lo que quiere decir que ya en este tiempo no bastaba una golondrina para hacer primavera y que, cuando menos, se precisan dos, de las golondrinas hablamos, no de las primaveras, con la condición de que sean macho y hembra fértiles y que tengan descendencia. Las puertas a las que Jesús fue llamando no volvieron a abrirse, y el remedio del viajero fue dormir por ahí, solo, una vez bajo una higuera, de esas de ancha copa y un poco rastreras como una saya rodada, otra vez protegido por una caravana a la que se unió y que, estando lleno el caravasar próximo, tuvo, felizmente para Jesús, que armar campamento en campo abierto. Dijimos felizmente porque, cuando solo y sin compañía viajaba Jesús por los desiertos montes, el pobre joven fue asaltado por dos maleantes, cobardes y sin perdón, que le robaron el poco dinero que tenía, siendo ésta la causa de que no pudiera acogerse Jesús a albergues y hospedajes que, según las leyes de un sano comercio, no dan techo sin pago ni albergue sin dinero. Lástima fue que allí no hubiera alguien para apiadarse, para mirar el desamparo del pobrecillo cuando los ladrones se fueron, para colmo riéndose de él, con todo aquel cielo encima y las montañas rodeándolo, el infinito universo desprovisto de significación moral, poblado de estrellas, ladrones y crucificadores. Y no nos contraponga, por favor, el argumento de que un chiquillo de trece años nunca tendría la sapiencia científica o el prurito filosófico, ni siquiera la mera experiencia de la vida que tales reflexiones presupondrían, y que éste, en especial, pese a venir informado por sus estudios en la sinagoga y una declarada agilidad mental, sobre todo en los diálogos en que tomó parte, no habrá justificado, en dichos y en hechos, la particular atención de que le hacemos objeto.

Hijos de carpinteros no faltan en estas tierras, tampoco faltan hijos de crucificados, pero, suponiendo que otro de ellos hubiera sido elegido, no dudemos que, quienquiera que fuese, tanta abundancia de materias aprovechables nos hubiera dado ese como éste nos está dando. En primer lugar porque, como ya no es secreto para nadie, todo hombre es un mundo, bien por las vías de lo trascendente, bien por las vías de lo inmanente, y en segundo lugar porque esta tierra siempre fue distinta de las otras, basta ver la cantidad de gente de alta, media o baja condición que por aquí anduvo predicando o profetizando, empezando por Isaías y acabando por Malaquías, nobles, sacerdotes, pastores, de todo ha habido un poco, por eso conviene que seamos prudentes en nuestras opiniones, los humildes comienzos del hijo de un carpintero no nos dan derecho a pronunciar juicios prematuros que, al parecer definitivos, pueden comprometer una carrera. Este muchacho que va camino de Jerusalén, cuando la mayoría de los de su edad aún no arriesgan un pie fuera de la puerta, quizá no sea exactamente un águila de perspicacia, un portento de inteligencia, pero es merecedor de nuestro respeto, tiene, como él mismo declaró, una herida en el alma y, no permitiéndole su naturaleza esperar que la sane el simple hábito de vivir con ella, hasta llegar a cerrarse esa cicatriz benévola que es el no pensar, se fue a buscar por el mundo, quién sabe si para multiplicar sus heridas y hacer con todas ellas juntas un único y definitivo dolor.

Es posible que estas suposiciones parezcan inadecuadas, no sólo a la persona sino también al tiempo y al lugar, osando imaginar sentimientos modernos y complejos en la cabeza de un aldeano palestino nacido tantos años antes de que Freud, Jung, Groddeck y Lacan vinieran al mundo, pero nuestro error, permítasenos la presunción, no es ni craso ni escandaloso, si tenemos en cuenta el hecho de que abundan, en los escritos que a estos judíos sirven de alimento espiritual, ejemplos tales y tantos que nos autorizan a pensar que un hombre, sea cual sea la época en que viva o haya vivido, es mentalmente contemporáneo de otro hombre de otra época cualquiera. Las únicas e indudables excepciones conocidas fueron Adán y Eva, y no por haber sido el primer hombre y la primera mujer, sino porque no tuvieron infancia. Y que no vengan la biología y la psicología a protestar de que en la mentalidad de un hombre de Cromagnon, para nosotros inimaginable, ya estaban iniciados los caminos que habían de llevar a la cabeza que hoy cargamos sobre los hombros. Es un debate que nunca podría caber aquí, porque de aquel hombre de Cromagnon no se habla en el libro del Génesis, que es la única lección sobre los inicios del mundo por donde Jesús aprendió.

Distraídos por estas reflexiones, no del todo desdeñables en relación a las esencialidades del evangelio que venimos explicando, nos olvidamos de acompañar, como sería nuestro deber, lo que aún faltaba del viaje del hijo de José a Jerusalén, a cuya vista ahora mismo acaba de llegar, sin dinero, pero a salvo, con los pies castigados por la larga jornada, pero tan firme de corazón como cuando salió por la puerta de su casa, hace tres días. No es ésta la primera vez que viene, por eso no se le exalta el corazón más de lo que es de esperar de un devoto para quien su dios ya se le ha hecho familiar, o de eso va en camino. Desde este monte, llamado Getsemaní, que es lo mismo que decir de los Olivos, se ve, desdoblado magníficamente, el discurso arquitectónico de Jerusalén, templo, torres, palacios, casas de vivir, y tan próxima parece estar la ciudad de nosotros que tenemos la impresión de poder alcanzarla con los dedos, a condición de haber subido la fiebre mística tan alto que el creyente y padeciente de ella acabe por confundir las flacas fuerzas de su cuerpo con la potencia inagotable del espíritu universal. La tarde va a su fin, el sol cae por el lado del mar distante. Jesús comenzó a descender hacia el valle, preguntándose a sí mismo dónde dormirá esta noche, si dentro, si fuera de la ciudad, las otras veces que vino con el padre y la madre, en tiempo de Pascua, se quedó con la familia en tiendas fuera de los muros, mandadas armar benévolamente por las autoridades civiles y militares para acogida de peregrinos, separados todos, no sería preciso decirlo, los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres, los menores igualmente separados por sexos. Cuando Jesús llegó a las murallas, ya con el primer aire de la noche, estaban las puertas a punto de cerrarse pero los guardianes le permitieron entrar, tras él retumbaron las trancas de los grandes maderos, si Jesús tuviera alguna afligida culpa en la conciencia, de esas que en todo van encontrando indirectas alusiones a los errores cometidos, tal vez le viniera la idea de una trampa en el momento de cerrarse, unos dientes de hierro clavándose en la pierna de la presa, un capullo de baba envolviendo la mosca. Pero, a los trece años, los pecados no pueden ser ni muchos ni terribles, todavía no es el momento de matar ni robar, de levantar falso testimonio, de desear a la mujer del prójimo, ni su casa, ni sus campos, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su jumento, ni nada que le pertenezca, y siendo así, este muchacho va puro y sin mancha de error propio, aunque lleve ya perdida la inocencia, que no es posible ver la muerte y continuar como antes. Las calles se van quedando desiertas, es la hora de la cena en las familias, sólo quedan fuera los mendigos y los vagabundos, pero incluso esos ya se van recogiendo a los cobijos de sus gremios respectivos, a sus refugios corporativos, pronto empezarán a recorrer la ciudad las patrullas de soldados romanos en busca de los autores de desórdenes que hasta en la propia capital del reino de Herodes Antipas vienen a cometer sus protervias e iniquidades, pese a los suplicios que les esperan si son sorprendidos, como en Séforis se vio. En el fondo de la calle aparece una de esas rondas de noche iluminándose con hachones, desfilando entre un tintineo de escudos y de espadas, al compás de los pies calzados con sandalias de guerra. Oculto en un tabuco, el muchacho esperó a que la tropa desapareciera, luego buscó un sitio para dormir. Lo encontró, como calculaba, en las sempiternas obras del templo, un espacio entre dos grandes piedras ya aparejadas, sobre las cuales había una losa que hacía las veces de techo. Allí comió el último bocado de pan duro y mohoso que le quedaba, acompañándolo con unos pocos higos que sacó del fondo de la alforja. Tenía sed, pero se resignó a pasar sin beber. Al fin, tendió la estera, se tapó con el pequeño cobertor que formaba parte de su equipaje de viajero y, enroscado para protegerse del frío que entraba por un lado y otro del precario abrigo, pudo quedarse dormido. Estar en Jerusalén no le impidió soñar, pero no fue ganancia de poca monta el que, tal vez por la tan próxima presencia de Dios, el sueño se limitase a la repetición de las conocidas escenas, confundidas con el desfile de la ronda que había encontrado. Despertó cuando el sol acababa de nacer. Se arrastró fuera de su agujero, frío como una tumba, y, enrollado en la manta, miró ante él el caserío de Jerusalén, casas bajas, de piedra, tocadas por la luz rosada. Entonces, con una solemnidad mayor, por ser pronunciadas por boca del chiquillo que todavía es, dijo su oración, Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que, por el poder de tu misericordia, así me has restituido, viva y constante, mi alma. Ciertos momentos hay en la vida que deberían quedar fijados, protegidos del tiempo, no sólo consignados, por ejemplo, en este evangelio, o en pintura, o modernamente en foto, cine y video, lo que realmente interesaba era que el propio que los vivió o hizo vivir pudiese permanecer para siempre jamás a la vista de sus venideros, como sería, en este día de hoy, que fuéramos hasta Jerusalén para ver, con nuestros ojos visto, a este muchachito, Jesús hijo de José, enrollado en la corta manta de pobre, mirando las casas de Jerusalén y dando gracias al Señor por no haber perdido el alma aún esta vez.

Estando su vida en el principio, qué son trece años, es de prever que el futuro le haya reservado horas más alegres o tristes que ésta, más felices o desgraciadas, más amenas o trágicas, pero éste es el instante que recogeríamos para nosotros, la ciudad dormida, el sol parado, la luz intangible, un muchachito mirando las casas, enrollado en una manta, con una alforja a sus pies y el mundo todo, el de cerca y el de lejos, suspenso, a la espera. No es posible, se ha movido ya, el instante vino y pasó, el tiempo nos lleva hasta donde una memoria se inventa, fue así, no fue así, todo es lo que digamos que fue. Jesús camina ahora por las estrechas calles que se van llenando de gente, porque todavía es temprano para ir al Templo, los doctores, como en todas las épocas y lugares, no aparecen hasta más tarde. Ya no nota el frío, pero el estómago da señales, dos higos que le quedaban sirvieron sólo para abrir el flujo de saliva, el hijo de José tienen hambre.

Ahora sí le hace falta el dinero que le robaron aquellos malvados, pues la vida en la ciudad no es como la holganza de andar silbando por los campos a ver lo que dejaron los labradores que cumplen las leyes del Señor, verbi gratia, Cuando procedas a la siega de tu campo y te olvides algún haz, no vuelvas atrás para llevártelo, cuando varees tus olivos, no vuelvas para recoger lo que quedó en las ramas, cuando vendimies tu viña, no la repases para llevarte los racimos que quedaron, todo esto lo deberás dejar para que lo recojan los extranjeros, el huérfano y la viuda, recuerda que has sido esclavo en tierras de Egipto.

Pues bien, a esta gran ciudad, a pesar de que en ella Dios mandó edificar su morada terrestre, a Jerusalén no llegaron estos humanitarios reglamentos, razón por la que, para quien no traiga dineros en la bolsa, ni treinta ni tres, el remedio será siempre pedir, con el riesgo probable de verse rechazado por importuno, o robar, con el ciertísimo peligro de acabar sufriendo castigo de flagelación y cárcel, si no punición peor. Robar, este muchacho no puede, pedir, este muchacho no quiere, va posando los ojos aguados en las pilas de panes, en las pirámides de frutas, en los alimentos cocinados expuestos en tenderetes a lo largo de las calles y a punto está de desmayarse, como si todas las insuficiencias nutritivas de estos tres días, descontando la mesa del samaritano, se hubieran reunido en esta hora dolorosa, verdad es que su destino está en el Templo, pero el cuerpo, aunque defiendan lo contrario los partidarios del ayuno místico, recibirá mejor la palabra de Dios si el alimento ha fortalecido en él las facultades del entendimiento.

Tuvo suerte, un fariseo que venía de paso dio con el desfallecido mozo y de él se apiadó, el injusto futuro se encargará de difundir la pésima reputación de esta gente, pero en el fondo eran buenas personas, como se probó en este caso, Quién eres, le preguntó, y Jesús respondió, Soy de Nazaret de Galilea, Tienes hambre, el muchacho bajó los ojos, no necesitaba hablar, se le leía en la cara, No tienes familia, Sí, pero he venido solo, Te has escapado de casa, No, y realmente no se había escapado, recordemos que la madre y los hermanos le despidieron, con mucho amor, a la puerta de la casa, el que no se hubiera vuelto ni una sola vez no era señal de que huyera, así son nuestras palabras, decir un Sí o un No es, de todo, lo más simple y, en principio, lo más convincente, pero la pura verdad mandaría que se empezase dando una respuesta así medio dubitativa, Bueno, huir, huir, lo que se llama huir, no he huido, pero, y en este punto tendríamos que volver a oír toda la historia, lo que, tranquilicémonos, no sucederá, en primer lugar porque el fariseo, no teniendo que volver a aparecer, no necesita conocerla, en segundo lugar porque nosotros la conocemos mejor que nadie, basta pensar en lo poco que saben unas de otras las personas más importantes de este evangelio, véase que Jesús no lo sabe todo de su madre y de su padre, María no lo sabe todo del marido y del hijo y José, estando muerto, no sabe nada de nada.

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