Read El evangelio según Jesucristo Online
Authors: José Saramago
Está sentado en una piedra, al lado, sobre otra piedra, el candil encendido ilumina débilmente las paredes rugosas, la mancha más oscura de los carbones en el sitio de la hoguera, las manos caídas, flojas, el rostro serio, Nací aquí, pensaba, dormí en aquel comedero, en esta piedra en la que ahora estoy sentado se sentaron mi padre y mi madre, aquí estuvimos escondidos mientras los soldados de Herodes andaban matando niños, por más que haga no conseguiré oír el grito de vida que di al nacer, tampoco oigo los gritos de muerte de los niños y de los padres que los veían morir, nada viene a romper el silencio de esta cueva donde se juntaron un principio y un fin, pagan los padres por las culpas que tuvieron, los hijos por las que acabaron teniendo, así me lo explicaron en el Templo, pero si la vida es una sentencia y la muerte una justicia, entonces nunca hubo en el mundo gente más inocente que aquella de Belén, los niños que murieron sin culpa y los padres que esa culpa no tuvieron, ni gente más culpable habrá habido que mi padre, que calló cuando debería haber hablado, y ahora éste que soy, a quien le fue perdonada la vida para que conociese el crimen que le perdonó la vida, aunque no tenga otra culpa, ésta me matará. En la penumbra de la cueva Jesús se levantó, parecía como si quisiera huir pero no dio más de dos pasos inciertos, se le doblaron de pronto las piernas, sus manos acudieron a los ojos para sostener las lágrimas que rompían, pobre muchacho, allí enroscado y revolcándose en el polvo como si sintiese un dolor infinito, he aquí que lo vemos sufriendo el remordimiento de aquello que no hizo, pero de lo que, mientras viva, será, oh incurable contradicción, el primer culpable. Este río de agónicas lágrimas, digámoslo ya, dejará para siempre en los ojos de Jesús una marca de tristeza, un continuo, húmedo y desolado brillo, como si, en cada momento, hubiera acabado de llorar. Pasó el tiempo, fuera fue poniéndose el sol, se hicieron más largas las sombras de la tierra, preanunciando la gran sombra que de lo alto descenderá con la noche, y la mudanza del cielo hasta en el interior de la cueva podía notarse, las tinieblas ya cercan y sofocan la mínima almendra luminosa del candil, cierto es que se le está acabando el aceite, así también será cuando el sol esté apagándose, entonces los hombres se dirán los unos a los otros, Estamos perdiendo la vista, y no saben que los ojos ya no les sirven de nada.
Jesús duerme ahora, lo rindió el misericordioso cansancio de estos días, la muerte terrible del padre, la herencia de la pesadilla, la confirmación resignada de la madre y, luego, el penoso viaje a Jerusalén, el Templo aterrador, las palabras sin consuelo proferidas por el escriba, el descenso a Belén, el destino, la esclava Zelomi llega desde el fondo del tiempo para traerle el conocimiento final, no es sorprendente que el cuerpo extenuado hubiera hecho que el mísero espíritu cayera con él, ambos parecían reposar, pero ya el espíritu se mueve y en sueños hace que el cuerpo se levante para ir ambos a Belén, y allí, en medio de la plaza, confesar la tremenda culpa, Yo soy, dirá el espíritu con la voz del cuerpo, aquel que trajo la muerte a vuestros hijos, juzgadme, condenad este cuerpo que os traigo, el cuerpo del que soy ánimo y alma, para que lo podáis atormentar y torturar, pues sabido es que sólo por el castigo y por el sacrificio de la carne se podrá alcanzar la absolución y el premio del espíritu. En el sueño están las madres de Belén con los hijos muertos en los brazos, sólo uno de ellos está vivo y la madre es aquella mujer que encontró Jesús con el niño en brazos, es ella quien responde, Si no puedes restituirles la vida, cállate, ante la muerte no hay palabras. El espíritu, humillándose, se recogió en sí mismo como una túnica doblada tres veces, entregando el cuerpo inerme a la justicia de las madres de Belén, pero Jesús no llegará a saber que podría sacar de allí el cuerpo salvo, era lo que la mujer que todavía llevaba en brazos al niño vivo se disponía a anunciarle, Tú no tienes la culpa, vete, cuando lo que a él le pareció un repentino y ofuscante resplandor inundó la cuerva y lo despertó de golpe, Dónde estoy, fue su primer pensamiento, y levantándose con dificultad del suelo, los ojos lagrimosos, vio a un hombre alto, gigantesco, con una cabeza de fuego, pero pronto se dio cuenta de que lo que le pareció cabeza era una antorcha alzada en la mano derecha casi hasta el techo de la cueva, la cabeza verdadera estaba un poco más abajo, por el tamaño podía ser la de Goliat, pero la expresión del rostro no tenía nada de furor guerrero, más bien era la sonrisa complacida de quien, habiendo buscado, halló. Jesús se levantó y retrocedió hasta la pared de la cueva, ahora podía ver mejor la cara del gigante, que al fin no lo era tanto, sólo un palmo más alto que los hombres más altos de Nazaret, las ilusiones ópticas, sin las que no hay prodigios ni milagros, no son un descubrimiento de nuestra época, basta ver que el propio Goliat no acabó jugando al baloncesto sólo porque nació antes de tiempo. Quién eres, preguntó el hombre, pero se notaba que era sólo para iniciar la charla. Colocó la antorcha en una grieta de la roca, dejó contra la pared dos palos que llevaba, uno pulido por el uso, de gruesos nudos, otro que parecía acabado de desgajar del árbol, aún con la corteza, y luego se sentó en la piedra mayor, componiendo sobre los hombros el amplio manto en que se envolvía. Soy Jesús de Nazaret, respondió el muchacho, Y qué has venido a hacer aquí, si eres de Nazaret, Soy de Nazaret pero he nacido en esta cueva, he venido para ver el sitio donde nací, Donde naciste fue en la barriga de tu madre y ahí no podrás volver jamás. Por no oídas antes, así tan crudas, las palabras hicieron ruborizarse a Jesús que se calló. Te has escapado de casa, preguntó el hombre. El muchacho vaciló como si estuviese reflexionando en su interior si realmente podría llamarse fuga su marcha y acabó por responder, Sí, No te entendías con tus padres, Mi padre ha muerto ya, Ah, dijo el hombre, pero Jesús experimentó una extraña e indefinible sensación, la de que él ya lo sabía, y no sólo esto, sino que sabía también todo lo demás, lo que había sido dicho y lo que aún estaba por decir. No has respondido a mi pregunta, insistió el hombre, A cuál, Si no te entendías con tus padres, Eso es cosa mía, Háblame con respeto, muchacho, o tomo el lugar de tu padre para castigarte, aquí no te oiría ni Dios, Dios es ojo, oreja y lengua, lo ve todo, lo oye todo, y si no lo dice todo es porque no quiere, Qué sabes tú de Dios, chiquillo, Sé lo que he aprendido en la sinagoga, En la sinagoga no habrás oído decir nunca que Dios es un ojo, una oreja y una lengua, La conclusión es mía, si Dios no fuese eso no sería Dios, Y por qué crees tú que Dios es un ojo y una oreja y no dos ojos y dos orejas como tú y como yo, Para que un ojo no pudiera engañar al otro ojo y una oreja a la otra oreja, para la lengua no es necesario, es una sola, La lengua de los hombres también es doble, tanto sirve para la verdad como para la mentira, A Dios no le es permitido mentir, Quién se lo impide, El mismo Dios, o se negaría a sí mismo, Ya lo has visto, A quién, A Dios, Algunos lo han visto y lo anunciaron. El hombre se mantuvo en silencio mirando al muchacho como si buscara en él unos rasgos conocidos, luego dijo, Sí, es cierto, algunos creyeron haberlo visto. Hizo una pausa y prosiguió ahora con una sonrisa de malicia, No has llegado a responderme, Responderte a qué, A si te llevabas bien con tus padres, Salí de casa porque quería conocer mundo, Tu lengua conoce el arte de mentir, muchacho, pero sé bien quién eres, eres hijo de un carpintero de obra basta llamado José y de una cardadora de lana llamada María, Cómo lo sabes, Lo supe un día y no lo he olvidado, Explícate mejor, Soy pastor, hace muchos años que ando por ahí con mis ovejas, mis cabras y el bode y el carnero para cubrirlas, estaba por estos sitios cuando viniste al mundo y seguía aquí cuando vinieron a matar a los niños de Belén, te conozco desde siempre, como ves. Jesús miró al hombre con temor y preguntó, Cómo te llamas, Para mis ovejas no tengo nombre, Yo no soy una oveja tuya, Quién sabe, Dime cómo te llamas, Si te empeñas en darme un nombre, llámame Pastor, con eso basta para que venga, si me llamas, Quieres llevarme contigo de ayudante, Estaba esperando que me lo pidieras, Y qué, Te recibo en mi rebaño. El hombre se levantó, tomó la antorcha y salió al aire libre. Jesús lo siguió. Era noche cerrada, todavía no había salido la luna. Juntas, a la entrada de la cueva, sin más ruido que el leve tintineo de las campanillas de algunas, las ovejas y las cabras, tranquilas, parecían haber estado a la espera de la conclusión de la charla entre su pastor y el ayudante nuevo.
El hombre levantó el hachón para mostrar las cabezas negras de las cabras, los hocicos blancuzcos de las ovejas, los lomos secos y escurridos de unas, las redondas y felpudas grupas de otras, y dijo, Éste es mi rebaño, procura no perder ni uno solo de estos animales.
Sentados a la boca de la cueva, bajo la luz inestable de la antorcha, Jesús y el pastor comieron del queso y del pan duro que llevaba en las alforjas. Luego el pastor fue adentro y trajo el palo nuevo, el que tenía aún la corteza. Encendió una hoguera y, en poco tiempo, moviendo hábilmente el palo entre las llamas, le fue quemando la corteza hasta hacerla saltar en largas tiras, después alisó toscamente los nudos. Lo dejó enfriar un poco y volvió a meterlo en la lumbre, ahora moviéndolo más deprisa, sin dar tiempo a que las llamas lo quemasen, oscureciendo de este modo y fortaleciendo la epidermis de la madera, como si sobre la joven vara se hubiesen anticipado los años.
Cuando llegó al final de su trabajo, dijo, Aquí tienes, fuerte y derecho, tu cayado de pastor, es tu tercer brazo.
Pese a no ser de manos delicadas, Jesús tuvo que soltar el palo, que cayó al suelo, tan caliente estaba.
Cómo lo puede aguantar él, pensó, y no encontró respuesta. Cuando nació la luna, entraron en la cueva para dormir. Unas pocas ovejas y cabras entraron también y se acostaron al lado de ellos.
Alboreaba el primer lucero de la mañana cuando el pastor sacudió a Jesús, diciéndole, Levántate, basta ya de dormir, el ganado está hambriento, de aquí en adelante tu trabajo será llevarlo a los pastos, nunca en tu vida harás nada más importante. Lentamente, porque la marcha iba regulada por el paso trabado y menudo del rebaño, yendo el pastor delante y el ayudante detrás, se fueron todos, humanos y animales, en una fresca y transparente madrugada que parecía no tener prisa de hacer nacer el sol, celosa de una claridad que era como la de un mundo recién comenzado.
Mucho más tarde, una mujer mayor, que apenas podía andar ayudándose de un bordón como una tercera pierna, vino de las escondidas casas de Belén y entró en la caverna. No se quedó muy sorprendida al no hallar allí a Jesús, probablemente ya nada tendrían que decirse el uno al otro. En la media oscuridad habitual de la cueva brillaba la almendra luminosa del candil que el pastor había cargado nuevamente de aceite.
Dentro de cuatro años Jesús encontrará a Dios. Al hacer esta inesperada revelación, quizá prematura a la luz de las reglas del buen narrar antes mencionadas, lo que se pretende es tan sólo disponer convenientemente al lector de este evangelio a dejarse entretener con algunos vulgares episodios de la vida pastoril, aunque estos, lo adelantamos ya para que tenga disculpa quien sienta la tentación de saltárselos, nada sustancial aportan a la materia principal. No obstante, cuatro años siempre son cuatro años, sobre todo en una edad de tan grandes mudanzas físicas y mentales, ellas son el cuerpo que crece de esta desatinada manera, ellas son la barba que empieza a sombrear una piel ya de sí morena, ellas son la voz que se vuelve profunda y gruesa como una piedra rodando por la falda de una montaña, ellas son la tendencia al devaneo y al soñar despierto, cosas siempre censurables, especialmente cuando hay deberes de vigilancia que cumplir, es el caso de los centinelas en cuarteles, castillos y campamentos, por ejemplo, o, por no salirnos de la historia, de este novel ayudante de pastor a quien fue dicho que no podía perder de vista las cabras y ovejas del patrón. Que, a decir verdad, no se sabe quién es.
Pastorear, en este tiempo y en estos lugares, es trabjo para siervo o esclavo torpe, obligado, bajo pena de castigo, a dar constante y puntual cuenta de la leche, del queso y de la lana, sin hablar ya del número de cabezas de ganado, que siempre deberá estar en aumento, para que puedan decir los vecinos que los ojos del Señor contemplan con benignidad al piadoso propietario de bienes tan profusos, el cual, si quiere estar conforme con las reglas del mundo, más deberá fiarse de la benevolencia del Señor que de la fuerza genesíaca de los cubridores de su rebaño. Extraño es, sin embargo, que Pastor, que así quiso él que lo llamáramos, no parezca tener amo que lo gobierne, pues en estos cuatro años no vendrá nadie al desierto a recoger la lana, la leche o el queso, ni el mayoral dejará el ganado para ir a dar cuenta de su obligación. Todo estaría bien si el pastor fuese, en el sentido conocido y acostumbrado de la palabra, el dueño de estas cabras y de estas ovejas, pero es muy difícil creer que realmente lo sea quien, como él, desperdicia cantidades de lana que superan todo lo imaginable y, por lo visto, sólo trasquila para que no se ahoguen de calor las ovejas, o quien aprovecha la leche, si la aprovecha, sólo para fabricar el queso de cada día y cambiar la que sobra por higos, támaras y pan, o quien, finalmente, enigma de los enigmas, no vende cordero o cabrito de su rebaño, ni siquiera en tiempos de Pascua, cuando, por el aumento de la demanda, alcanzan muy buen precio. No es de admirar, pues, que el rebaño crezca y crezca sin parar, como si, con el entusiasmo de quien sabe garantizada una duración justa de vida, cumpliese aquella famosa orden que el Señor dio, quizá poco seguro de la eficacia de los dulces instintos naturales, Creced y multiplicaos. En esta grey insólita y vagabunda se muere de vejez y es el propio Pastor, en persona, quien, serenamente, ayuda a morir, matándolos, a los animales que por dolencia o senilidad ya no pueden acompañar al rebaño.
Jesús, la primera vez que tal cosa aconteció después de que empezase a trabajar para el pastor, protestó contra aquella fría crueldad, pero él respondió simplemente, O los mato, como siempre he hecho, o los dejo abandonados para que mueran solos por estos desiertos, o retengo el rebaño y me quedo aquí a la espera de que mueran, sabiendo que si tardan días en morir, se acabarán los pastos, que no son suficientes para los que todavía están vivos, dime cómo procederías tú si estuvieses en mi lugar y si, como yo, fueses señor de la vida y de la muerte de tu rebaño. Jesús no supo qué responder y, para cambiar de tema, preguntó, Si no vendes la lana, si tenemos más leche y más queso de lo que necesitamos para vivir, si no haces comercio de corderos y cabritos, para qué quieres el rebaño y lo dejas crecer así, hasta el punto de que un día, si continúas, acabará cubriendo todos estos montes, llenando la tierra entera, y Pastor respondió, El rebaño estaba aquí, alguien tenía que cuidar de él y defenderlo de la codicia ajena, y me tocó a mí, Aquí, dónde, Aquí, allí, en todas partes, Quieres decir, si no me engaño, que el rebaño siempre estuvo, siempre fue, Más o menos, Fuiste tú quien compró la primera oveja y la primera cabra, No, Quién fue, Las encontré, no sé si fueron compradas, y ya eran rebaño cuando las encontré, Te las dieron, Nadie me las dio, las encontré, me encontraron ellas, Entonces, eres el dueño, No soy el dueño, nada de lo que existe en el mundo me pertenece, Porque todo pertenece al Señor, debías saberlo, Tú lo dices, Cuánto tiempo hace que eres pastor, Ya lo era cuando naciste tú, Desde cuándo, No lo sé, tal vez cincuenta veces la edad que tienes, Sólo los patriarcas de antes del diluvio vivieron tantos años o más, ningún hombre de los de ahora puede esperar tan larga vida, Lo sé muy bien, Si lo sabes, pero insistes en que has vivido todo ese tiempo, admitirás que yo piense que no eres hombre, Lo admito. Aunque Jesús, que tan bien encaminado venía en el orden y secuencia del interrogatorio, como si en la cartilla socrática hubiese aprendido las artes de la mayéutica analítica, aunque Jesús preguntase, qué eres, entonces, ya que hombre no eres, es muy probable que Pastor condescendiese a responderle con aire de quien no quiere dar extrema importancia al asunto, Soy un ángel, pero no se lo digas a nadie. Ocurre esto muchas veces, no hacemos las preguntas porque aún no estábamos preparados para oír las respuestas, o, simplemente, por tener miedo de ellas. Y, cuando encontramos valor suficiente para hacerlas, es frecuente que no nos respondan, como hará Jesús cuando un día le pregunten, Qué es la verdad.