Read El evangelio según Jesucristo Online
Authors: José Saramago
Jesús sostiene la punta de la cuerda que había unido el cordero a la reata, el animal miró a su nuevo amo y baló, hizo me-e-e-e de aquella manera tímida y trémula de los corderos que van a morir jóvenes por amarlos tanto los dioses. Este sonido, oído sabe Dios cuántas veces a lo largo de su novel actividad de pastor, conmovió el corazón de Jesús hasta el punto de hacerle sentir que se le disolvían de pena los miembros, allí estaba, como nunca antes de esta manera absoluta, señor de la vida y de la muerte de otro ser, este cordero blanco, inmaculado, sin voluntad ni deseos, que alzaba hacia él un hocico interrogador y confiado, se le veía la lengua rosada cuando balaba, y era rosado bajo los mechones de lana el interior de las orejas, y rosadas también las uñas, que nunca llegarán a endurecerse y transformarse en cascos, todavía tienen un nombre común con el hombre. Jesús acarició la cabeza del cordero, que correspondió levantándola y rozándole la palma de la mano con el hocico húmedo, haciéndolo estremecerse. El encanto se deshizo como había empezado, al fondo del camino, del lado de Emaús, aparecían ya otros peregrinos en tropel, un revuelo de túnicas, alforjas y bordones, con otros corderos y otras alabanzas al Señor. Jesús tomó su cordero en brazos, como a un niño, y empezó a caminar.
No había vuelto a Jerusalén desde aquel distante día en que aquí lo trajo la necesidad de saber cuánto valen culpas y remordimientos, y cómo se han de soportar en vida, si divididos, como los bienes de la herencia, o por entero guardados, como cada uno su propia muerte. La multitud de las calles parecía un río de barro pardusco que iba a desaguar en la gran explanada frontera a la escalinata del Templo. Con el corderillo en brazos, Jesús asistía al desfile de la gente, unos que iban, otros que venían, aquéllos llevando los animales al sacrificio, estos ya sin ellos, con rostro alegre y gritando Aleluia, Hosanna, Amén, o sin decirlo, por no ser propio de la ocasión, como tampoco será propio que saliera alguien gritando Evoé o Hip hip hurra, aunque en el fondo, las diferencias entre estas expresiones no sean tan grandes como parecen, las empleamos como si fuesen quintaesencia de lo sublime y luego, con el paso del tiempo y del uso, al repetirlas, nos preguntamos, Para qué sirve esto, y no sabemos responder.
Sobre el Templo, la alta columna de humo, enroscada, continua, mostraba a toda la tierra de alrededor que cuantos allí habían ido a sacrificar eran directos y legítimos descendientes de Abel, aquel hijo de Adán y Eva que al Señor, en aquel tiempo, ofreció los primogénitos de su rebaño y las grasas de ellos, con favorable recepción, mientras su hermano Caín, que no tenía para presentar más que simples frutos de la tierra, vio que el Señor, sin que hasta hoy se haya sabido el porqué, desvió de ellos los ojos y a él no lo miró. Si ésta fue la causa de que Caín matara a Abel, podemos hoy vivir descansados, que no se matarán estos hombres unos a otros, pues todos sacrifican, por igual, lo mismo, es cosa de ver cómo crepitan las grasas y cómo rechinan las carnes, Dios, en sus empíreas alturas, respira complacido los olores de aquella carnicería. Jesús apretó el corderillo contra su pecho, no comprende por qué no acepta Dios que en su altar se derrame un cuenco de leche, zumo de la existencia que pasa de un ser a otro, o que en él se esparza, con gesto de sembrador, un puñado de trigo, materia entre todas sustantiva del pan inmortal. Su cordero, que hace poco fue oferta admirable de un viejo a un muchacho, no verá ponerse el sol este día, ya es tiempo de subir las escaleras del Templo, tiempo de conducirlo al cuchillo y al fuego, como si no fuese merecedor de vivir o hubiera cometido, contra el eterno guardián de los pastos y de las fábulas, el crimen de beber del río de la vida.
Entonces Jesús, como si una luz hubiera nacido dentro de él, decidió, contra el respeto y la obediencia, contra la ley de la sinagoga y la palabra de Dios, que este cordero no morirá, que lo que le había sido dado para morir seguirá vivo, y que, habiendo venido a Jerusalén para sacrificar, de Jerusalén partirá más pecador de lo que entró, como si no le bastasen las faltas antiguas, ahora cae en otra más, el día llegará, porque Dios no olvida, en que tendrá que pagar por todas ellas. Durante un momento, el temor del castigo lo hizo dudar, pero la mente, en una rapidísima imagen, le representó la visión aterradora de un mar de sangre infinito, la sangre de los innumerables corderos y otros animales sacrificados desde la creación del hombre, que para eso mismo fue puesta la humanidad en este mundo, para adorar y sacrificar.
Hasta tal punto lo perturbaron estas imaginaciones que le pareció ver la escalinata del Templo inundada de rojo, corriendo la sangre en cascadas de peldaño en peldaño, y él mismo allí, con los pies en la sangre, levantando al cielo, degollado, muerto, a su cordero. Abstraído, parecía que Jesús estuviese en el interior de una burbuja de silencio, pero de repente estalló la burbuja, se rompió en pedazos y se encontró de nuevo sumergido en medio del barullo de gritos, de oraciones, de llamadas, de cánticos, de las voces patéticas de los corderos y, en un instante que hizo que todo callase, el mugido profundo, tres veces repetido, del chofar, el largo y retorcido cuerno de carnero hecho trompeta. Envolviendo al cordero en la alforja, como para defenderlo de una amenaza ahora inminente, Jesús corrió fuera de la explanada, se perdió en las calles más estrechas, sin preocuparse de en qué dirección iba. Cuando se recuperó, estaba en el campo, había salido de la ciudad por la puerta del norte, la de Ramalá, la misma por donde entró cuando venía de Nazaret. Se sentó bajo un olivo, al borde del camino, y sacó al cordero de la alforja, nadie se sorprendería al verlo allí, pensarían, Está descansando de la caminata, ganando fuerzas para ir al Templo a llevar el cordero, qué bonito es, no sabremos, nosotros, si en la idea de quien lo pensó el bonito es el cordero o es Jesús. Tenemos nuestra propia opinión, que los dos lo son, pero, si tuviéramos que votar, así, a primera vista, daríamos el voto al cordero, aunque con una condición, que no crezca.
Jesús está tumbado de espaldas, sostiene la punta de la cuerda para que el cordero no huya, innecesaria precaución, que las fuerzas del pobrecillo están agotadas, no es sólo la poca edad, es también la agitación, el ir y venir, este continuo traer y llevar, sin hablar ya del poco alimento que le dieron esta mañana, que no conviene ni es decente que vaya a morir alguien, sea borrego o mártir, con la barriga llena. Tumbado está Jesús, poco a poco se le fue calmando la respiración, y mira al cielo entre las ramas del olivo que el viento mueve suavemente, haciendo danzar sobre sus ojos los rayos del sol que pasan por los intersticios de las hojas, debe ser más o menos la hora sexta, la luz cenital reduce las sombras, nadie diría que la noche vendrá a apagar, con su lento soplo, este deslumbramiento de ahora.
Jesús ya descansó, ahora le habla al cordero, Te voy a llevar al rebaño, dice, y empieza a levantarse. Por el camino pasa gente, otras personas vienen atrás, y cuando Jesús posa los ojos en éstas se lleva un sobresalto, su primer movimiento es huir, pero no lo hará, cómo iba a atreverse, si quien se aproxima es su madre y algunos de sus hermanos, los mayores, Tiago, José y Judas, también viene Lisia, pero esa es mujer, lleva mención aparte, no la que le correspondería si siguiéramos el orden de nacimientos, entre Tiago y José. No lo han visto aún.
Jesús baja al camino, lleva otra vez el cordero en brazos, quizá para tenerlos ocupados.
Quien primero repara en él es Tiago, alza un brazo, después habla precipitadamente con la madre y María mira, ahora apresuran todos el paso, por eso Jesús se siente obligado a hacer también su parte de camino, aunque transportando al cordero no puede correr, cuesta tanto tiempo explicarlo que parece como si no quisiéramos que estos se encuentren, pero no es eso, el amor maternal, fraternal y filial les daría alas, sin embargo hay reservas, cierta contención incómoda, sabemos cómo se separaron, no sabemos qué efectos han causado tantos meses de alejamiento y falta de noticias. Andando, siempre se acaba por llegar, ahí están ellos, frente a frente, Jesús dice, Tu bendición, madre, y la madre dice, El Señor te bendiga, hijo. Se abrazaron, luego les tocó el turno a los hermanos, Lisia la última, luego, tal como habíamos previsto, nadie supo qué decir, no iba María a preguntarle al hijo, Qué sorpresa, tú por aquí, ni él a la madre, Esto es lo último que se me hubiera ocurrido pensar, tú en la ciudad, a qué has venido, el cordero de uno y el cordero de los otros, que lo traían, hablaban por ellos, es la Pascua del Señor, la diferencia es que uno va a morir y el otro ya se ha salvado. Nunca tuvimos noticias tuyas, dijo por fin María, y en este momento se le abrieron las fuentes de los ojos, era su primogénito el que allí estaba, tan alto, la cara ya de hombre, con unos inicios de barba, y la piel oscura de quien lleva una vida bajo el sol, cara al viento y al polvo del desierto. No llores, madre, tengo un trabajo, soy pastor, Pastor, Sí, Creía que habrías seguido el oficio que te enseñó tu padre, Pues acabé de pastor, eso es lo que soy, Cuándo volverás a casa, Ah, eso no lo sé, un día, Al menos, ven con tu madre y tus hermanos, vamos al Templo, No voy al Templo, madre, Por qué, aún tienes ahí tu cordero, Este cordero no va al Templo, tiene algún defecto, Ningún defecto, pero este cordero morirá cuando le llegue su hora natural, No te entiendo, No necesitas entenderme, si salvo a este cordero es para que alguien me salve a mí, Entonces, no vienes con la familia, estaba ya de vuelta, Adónde vas, voy al lugar al que pertenezco, al rebaño, Y por dónde anda, Está ahora en el valle Ayalón, Por dónde queda ese valle de Ayalón, Del otro lado, Del otro lado de qué, De Belén.
María retrocedió un paso, se quedó pálida, se podía ver cómo había envejecido, pese a tener sólo treinta años, Por qué hablas de Belén, preguntó, Porque fue allí donde encontré al pastor, mi patrón, Quién es, y antes de que el hijo tuviera tiempo de responder, dijo a los otros, Seguid, esperadme a la puerta, luego cogió a Jesús de la mano, lo condujo a la orilla del camino, Quién es, preguntó de nuevo, No lo sé, respondió Jesús, tiene nombre, Si lo tiene, no me lo ha dicho, le llamo Pastor, nada más, Cómo es, Muy alto, Dónde estabas cuando lo encontraste, En la cueva donde nací, Quién te llevó hasta allí, Una esclava llamada Zelomi que estuvo en mi nacimiento, Y él, Él, qué, Qué te dijo, Nada que tú no sepas. María se dejó caer al suelo como si una mano poderosa la hubiera empujado, Ese hombre es un demonio, Cómo lo sabes, te lo dijo él, No, la primera vez que lo vi me dijo que era un ángel, pero que no se lo dijera a nadie, Cuándo lo viste, El día en que tu padre supo que estaba embarazada de ti, apareció en nuestra puerta como un mendigo y dijo que era un ángel, Lo volviste a ver, en el camino, cuando tu padre y yo fuimos a Belén a censarnos, en la cueva donde naciste y la noche después del día en que te fuiste de casa, entró en el patio, yo pensé que serías tú, pero era él, lo vi por la rendija de la puerta arrancando el árbol que estaba al lado de la entrada, recuerdas, el árbol que nació en el sitio donde se enterró el cuenco con la tierra que brillaba, Qué cuenco, qué tierra, Nunca lo has sabido, fue el cuenco que el mendigo me dio antes de irse, una tierra que brillaba dentro del cuenco donde comió lo que le di, Si de la tierra hizo luz, sería realmente un ángel, Al principio creí que lo sería, pero también el diablo tiene sus artes. Jesús se había sentado al lado de su madre dejando libre al cordero, Sí, ya he comprendido que, cuando uno y otro están de acuerdo, no se puede distinguir a un ángel del Señor de un ángel de Satán, dijo, quédate con nosotros, no vuelvas con ese hombre, te lo pide tu madre, Le he prometido que volvería, cumpliré mi palabra, Promesas al diablo, sólo para engañarlo, ese hombre, que no es hombre, lo sé, ese ángel o ese demonio, me acompaña desde que nací y quiero saber por qué, Jesús, hijo mío, ven al Templo con tu madre y tus hermanos, lleva ese cordero al altar como es tu obligación y su destino y pídele al Señor que te libre de posesiones y de malos pensamientos, Este cordero morirá en su día, Éste es su día de morir, Madre, los corderos que de ti nacieron tendrán que morir, pero tú no querrás que mueran antes de su tiempo, Los corderos no son hombres, mucho menos si esos hombres son hijos, Cuando el Señor mandó a Abraham que matase a su hijo Isaac, no se notaba la diferencia, Soy una simple mujer, no sé responderte, sólo te pido que abandones esos malos pensamientos, Madre, los pensamientos son lo que son, sombras que pasan, no son ni buenos ni malos en sí, sólo las acciones cuentan, Alabado sea el Señor que me dio un hijo sabio, a mí, que soy una pobre ignorante, pero sigo diciéndote que esa no es ciencia de Dios, también se aprende con el Diablo, Y tú estás en su poder, Si por su poder se salva este cordero, algo se habrá ganado hoy en el mundo. María no respondió.
Volviendo de la puerta de la ciudad, Tiago se acercaba.
Entonces María se levantó, Encontré a mi hijo y volví a perderlo, dijo, y Jesús respondió, Si no lo tenías perdido, no lo has perdido ahora. Metió la mano en la alforja, sacó el dinero que había reunido, de limosnas todo, Es cuanto tengo, tantos meses para tan poco, trabajo por la comida, Mucho debes de querer a ese hombre que te gobierna para que con tan poco te contentes, El Señor es mi pastor, No ofendas a Dios, tú, que vives con un demonio, Quién sabe, madre, quién sabe, quizá sea un ángel servidor de otro dios que vive en otro cielo, El Señor dijo Yo soy el Señor, no tendrás a otro más que a mí, Amén , remató Jesús.
Tomó al cordero en brazos y dijo, Ahí viene Tiago, adiós, madre, y María dijo, Hasta parece que quieras más a ese cordero que a tu familia, En este momento, sí, respondió Jesús. Sofocada de dolor y de indignación, María lo dejó y corrió al encuentro del otro hijo. No se volvió nunca hacia atrás.
Por el lado de fuera de las murallas, ahora por otro camino, atravesando los campos, Jesús empezó la larga bajada hacia el valle de Ayalón. Se detuvo en una aldea, compró, con el dinero que la madre no quiso aceptar, algún alimento, pan e higos, leche para él y para el cordero, era leche de oveja, diferencias, si las había, no se notaban, al menos en este caso es posible aceptar que una madre bien valga por otra.
A quien le extrañase verlo por allí a aquellas horas, gastando dinero con un cordero que ya tendría que estar muerto, podríamos responderle que este muchacho, antes, era dueño de dos corderos, que uno de ellos fue sacrificado y está en la gloria del Señor, y que a éste lo rechazó el mismo Señor por sufrir un defecto, una oreja rasgada, Mire, Pero la oreja está entera, dijeron, Pues si lo está, yo mismo la desgarraré, diría Jesús, y, poniéndose el cordero sobre los hombros, seguiría su camino. Avistó el rebaño cuando ya la última luz de la tarde declinaba, más deprisa ahora porque el cielo se había ensombrecido con oscuras nubes bajas. Se respiraba en la atmósfera la tensión que anuncia las tormentas y, para confirmarlo, el primer relámpago desgarró los aires en el momento preciso en que el rebaño apareció ante los ojos de Jesús. No llovió, era una de aquellas tormentas que llamamos secas, que asustan más que las otras porque ante ellas nos sentimos realmente sin defensa, sin la cortina, por decirlo de alguna forma, y que nunca imaginaríamos protectora, de la lluvia y del viento, en verdad esta batalla es un enfrentamiento directo entre un cielo que se rasga y atruena y una tierra que se estremece y se crispa, impotente para responder a los golpes. A cien pasos de Jesús, una luz deslumbrante, insoportable, hendió de arriba abajo un olivo, que se incendió de inmediato, ardiendo con fuerza, como una antorcha de nafta. El choque y el estruendo de la tormenta, como si el cielo se hubiese rasgado de una vez, de horizonte a horizonte, tiraron a Jesús al suelo, sin conocimiento. Cayeron otros dos rayos, uno aquí, otro allá, como dos decisivas palabras, y después, poco a poco, los truenos empezaron a oírse más distantes, hasta perderse en un murmullo amable, una conversación de amigos entre el cielo y la tierra. El cordero, que había salido ileso de la caída, se acercó, pasado el susto, y vino a tocar con la boca la boca de Jesús, no gruñó ni olfateó, fue sólo un roce y fue, quiénes somos nosotros para dudarlo, suficiente.