El Extraño (54 page)

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Authors: Col Buchanan

BOOK: El Extraño
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—Ten —dijo, ofreciendo la bolsa a Ash.

Ash lo miró con gesto de sorpresa, señaló a Baracha y el hombre ofreció la bolsa al Alhazií.

Baracha se mostró más reacio aún a aceptarla.

—El chico se ocupará —declaró.

De modo que Aléas se encontró con otro elemento que añadir a todas las cosas que ya acarreaba: una bolsa con una rata revoltosa en su interior.

—Para las ratas es su rey —explicó el hombre, dirigiéndose a Aléas—, Cuando él las llame, acudirán en su ayuda.

—¿Y eso cuándo ocurrirá?

—Pues... ahora.

Aléas miró en derredor y no vio nada, por supuesto tampoco ninguna rata.

—Te estamos inmensamente agradecidos —dijo Ash con aspereza, alargando una bolsa llena de monedas.

El hombre hizo otra reverencia, esta vez menos afectada, y se dio un toquecito en la copa de la chistera una vez que se la hubo encasquetado.

—Os desearía buena suerte, pero parece que eso sea un lujo en los tiempos que corren. Y de todos modos, no vale la pena desperdiciarla en unos majaretas como vosotros. Así que adiós, Ash. Espero que tengas un final glorioso.

Con esta bendición final, el hombre se marchó cojeando.

—Cuando dije que necesitábamos un ejército hablaba en el sentido literal de la palabra —masculló Baracha mientras cruzaban la calle en dirección al puente—. Ya sabes, hombres y ese tipo de cosas... hombres armados, armaduras, disciplina...

La visión periférica del trío captaba figuras que emergían y se dispersaban en la densa niebla. Las ratas ya estaban allí.

—Este ejército es mejor —repuso Ash.

Los roshuns se detuvieron ante la garita achaparrada de los centinelas que les bloqueaba el acceso al puente. Un acólito enmascarado salió de la caseta con la mano apoyada sobre la empuñadura de su espada. Empezó a hablar, pero su voz se apagó abruptamente cuando Ash le hundió un cuchillo que giró violentamente en su vientre empujándolo hacia arriba para perforarle el pulmón.

El anciano retiró el acero y el aire salió despedido de la herida con un silbido. El acólito se desplomó de costado, jadeando detrás de la máscara como un pez fuera del agua.

Baracha pasó por encima de él y se introdujo en la garita. Se oyó el fragor de una breve refriega y el Alhazií emergió de la caseta con el semblante adusto. El trío de roshuns enfiló por el puente.

Aléas todavía llevaba la bolsa de lona en la mano, aunque ya no le daba tirones, pues el rey rata había dejado de revolverse. Echó un vistazo por encima del hombro y atisbo una masa informe siguiéndolos. La torre se erguía delante de ellos; entre sus muros, ojos furtivos observaban su aproximación. Los tramos bajos del templo estaban recorridos por aspilleras que sobresalían de su fachada vertical para que los arqueros pudieran disparar hacia abajo. Aléas se las veía y se las deseaba para caminar con normalidad cargado como iba bajo la túnica.

Se detuvieron al pie de la torre, frente a la enorme puerta de hierro. Se abrió una ventanita a la altura de la cintura por la que sólo se veía oscuridad.

Aléas procedió según las instrucciones: abrió la bolsa rompiendo el pelo que la mantenía cerrada y arrojó el bicho por el agujero.

Casi de inmediato las ratas emergieron de la niebla y se precipitaron hacia la puerta. Los roshuns se echaron a un lado, apartándose a golpes del torrente de ratas que les trepaban por las piernas. Los animales fueron hacinándose contra la puerta como un montón de hojarasca hasta que consiguieron deslizarse por la ventanita abierta.

—¡Humo! —pidió Ash, agitando una mano abierta.

Aléas se hurgó en la túnica buscando una de las bolsitas con corteza de jupe y semillas de barris y la tiró hacia el maestro roshun.

Los gritos se propagaron por el interior de la torre. Se oyeron voces de alarma y sonó una campana tañida con ímpetu.

El anciano se agachó y prendió la mecha de la bolsita con una cerilla. La dejó caer en el suelo y de ella empezaron a emanar nubes de humo blanco que se sumaron al amparo natural que ya les proporcionaba la niebla. Una flecha se hizo añicos a los pies de Aléas, que sin pensárselo dos veces levantó su ballesta de doble disparo, apuntó a una aspillera a unos seis metros de altura y apretó el gatillo. Desde otra aspillera un rifle escupió una nube de humo y una bala de plomo; ésta cortó el aire a toda velocidad y nadie tuvo noticia de ella hasta que repararon en la ruta sangrienta que había seguido a través de la oreja izquierda de Baracha.

—¡Aléas! —se desgañitó su maestro. Aléas se dio la vuelta y volvió a disparar.

Mientras él se hallaba ocupado en la tarea de responder a los disparos, Ash y Baracha se afanaban en sacarle uno de los dos minúsculos barriletes de pólvora que llevaba colgados bajo la túnica, Baracha ignorando la oreja destrozada que le colgaba en jirones sangrantes del costado de la cabeza.

—Eres como mi madre haciendo nudos —gruñó el Alhazií a Ash mientras ambos trataban de desatar con grandes dificultades el minúsculo barrilete del cuerpo de Aléas.

Los disparos no cesaban. El ruido era ensordecedor y saltaban astillas en torno a sus pies. Al fin se desprendió el barrilete.

Aléas recargó su ballesta y se acurrucó a un lado de la puerta, consciente de que en cualquier momento los alcanzarían con sus rifles, ya los envolviera el humo o no. No obstante, reparó en los gritos procedentes de las aspilleras y en los soldados que chillaban espantados: las ratas ya habían llegado hasta ellos.

—¡Necesitamos más! ¡Hay que usar los dos barriletes! —La voz áspera de su maestro se oyó por encima del estrépito de los disparos.

Sin embargo, Ash no le hizo caso y depositó el barrilete de madera pegado a la puerta, mojó la mecha con agua y se escabulló.

—¡Alejaos! —bramó Baracha, y el trío se arrojó desde el puente a los cimientos de hormigón que lo sostenían.

La mecha era corta, pero pareció pasar una eternidad mientras esperaban que el agua actuara. El barrilete de pólvora estaba hecho de una pieza de madera hueca con un orificio del diámetro de un dedo en la parte superior, sellado con un denso pegote de brea semisólida. La mecha asomaba por ese orificio y cuando succionara el agua que la empapaba y llegara al contenido del barrilete, éste detonaría al contacto repentino con el líquido.

De pronto, la explosión. Con un estruendo disonante se levantó un remolino de aire que estalló sobre sus cabezas, seguido por una nube de humo negro y pestilente y un breve chaparrón de astillas y ratas que se precipitaron sobre el agua del foso. Sin dejar de toser, los roshuns levantaron la cabeza. La puerta seguía intacta.

Baracha saltó al puente con un grito de desesperación y sacudió los brazos en dirección a la puerta. Una bala pasó rozándole la cabeza; sin embargo, el Alhazií no se amilanó, sino que se enderezó y levantó la vista con gesto ceñudo.

Ash también se encaramó de un brinco al puente y ayudó a Aléas a subir a lo que quedaba de la estructura de madera. El estallido todavía retiñía en sus oídos. Pero no había tiempo para pensar. A través del humo vio que los tablones del puente habían volado por los aires y apenas si quedaban los cimientos de hormigón, a la vista y fuliginosos; también la puerta estaba ennegrecida y con unas abolladuras tremendas, pero, por lo demás, seguía igual. Ash se adelantó, acariciando la funda de su espada, a Baracha y Aléas. Lanzó una mirada con las cejas enarcadas al aprendiz. Aléas se encorvó para recargar su ballesta.

Llegaron más disparos y una bala raspó el hombro del Alhazií antes de rebotar en el hormigón y pasar rozando la rodilla derecha de Aléas.

—¡Por lo más sagrado!—rugió Baracha con una ira desbordada—, ¿Es que no podéis apuntar a otro por una vez?

Arrebató la ballesta a Aléas y apuntó a una aspillera de la que todavía emanaba una nube de humo. Disparó dos flechas, se oyó un alarido de dolor y arrojó de vuelta el arma a su discípulo.

—¿Ahora qué?—inquirió Baracha, volviéndose a Ash—. Te dije que teníamos que usar los dos barriletes.

Ash se llevó un dedo a los labios para hacer callar al gigantón roshun. Luego atravesó la nube de humo que empezaba a disiparse, apoyó una mano contra el portillo combado y entreabierto de la puerta principal y empujó con todo el peso de su cuerpo.

La puerta se derrumbó hacia dentro y cayó desplomada sobre el suelo con un ruido seco.

Los maestros roshuns se deslizaron al interior con Aléas tras ellos, que caminaba renqueando por culpa de la carga. Dentro sólo encontraron humo y oscuridad. Un acólito se retorcía tirado en el suelo, sumergido en un mar de ratas. Los roshuns lo bordearon sin mirarlo.

Los viles orificios de las aspilleras recorrían las paredes del amplio vestíbulo. Al fondo había otra puerta, pero ésta estaba abierta y daba a una gran cámara profusamente iluminada con lámparas de gas en la que encontraron varios zels con las riendas atadas a unos postes. Junto a ellos había un puñado de carros vacíos. Dos de las paredes estaban recorridas por sendos abrevaderos y, a juzgar por el olor, la caballeriza no debía de andar lejos. De la cámara partían varios pasillos y los roshuns eligieron el que tenían justo enfrente. Ash marchaba en cabeza y Aléas en la cola.

El pasillo desembocaba en el santuario inferior del Templo de los Suspiros, la zona abierta más extensa que había en toda la torre. Las paredes eran de color carne; un altar para sacrificios hecho de piedra blanca se atisbaba al fondo de la sala, sumido en un círculo de luz de lámparas de gas atenuadas. Dos hileras de columnas de mármol rosa recorrían el santuario en toda su longitud; las columnas se elevaban hasta el penumbroso y alto techo abovedado con frisos que representaban escenas de Mann: imágenes que reflejaban buena parte del caos que en ese preciso momento reinaba debajo.

Un caos causado por el pánico y la desesperación por escapar del torrente de bichos enloquecidos que se apelotonaban sobre cualquier cosa que se moviera. Los acólitos, cubiertos de ratas, corrían por el santuario como envueltos en llamas. Algunos se tiraban rodando por el suelo intentando aplastar a sus agresores. Los roshuns, por su parte, observaban en medio del tumulto sin que nadie los molestara.

—No esperaba que fuera tan fácil —bromeó Baracha, algo que sólo a un alhazií se le ocurriría decir con una oreja desprendida de la cabeza.

Las ratas les despejaron un camino en medio del desconcierto. En cada rincón del templo había encajada una escalera de caracol: tres de ellas llevaban a pisos superiores. Sin embargo, la que tenían más próxima, a su derecha, conducía a un piso inferior. Los roshuns se movieron alrededor de ella, indecisos, escudriñando la penumbra de debajo.

—Los aposentos de los esclavos —dijo Ash.

—¿Cómo lo sabes?

—Por el mal olor.

Los roshuns se reunieron en el fondo del santuario, en el borde de un estanque poco profundo que aislaba el altar del resto del templo. Se tomaron un momento para debatir la situación.

—¿Crees que Kirkus sigue en la Cámara de las Tormentas? —inquirió Baracha, justo cuando un acólito pasaba histérico por delante de él y se zambullía en el estanque. Los roshuns no le prestaron ninguna atención.

—No tenemos más remedio que confiar en ello.

—Debe haber un ascensor en algún lado —observó Baracha—, Todas estas torres tienen uno. ¿Lo veis?

—¡Allí! —exclamó Aléas, haciendo un gesto hacia una puerta que sólo se intuía en la pared que se levantaba detrás del altar.

—Entonces probaremos con el ascensor —repuso Baracha—. Si tenemos que abrirnos paso con las armas planta a planta, nunca llegaremos arriba.

—De acuerdo.

Ash enfiló por la pasarela que se desplegaba por encima del agua; todavía no había necesitado desenfundar la espada. A Baracha no le importó mojarse los pies y se metió directamente en el estanque. Aléas también eligió el puente.

La puerta de doble hoja del ascensor era pequeña, de hierro fundido, y permanecía firmemente cerrada. No se veía ningún orificio para una llave ni cualquier otro mecanismo de apertura. —Palanca —dijo Baracha, chasqueando los dedos con la mano extendida.

Aléas se puso a hurgar debajo de su túnica hasta que Baracha perdió la paciencia y le desgarró la prenda dejando al descubierto los arneses; arrancó la palanca de las correas y se dispuso a forzar la puerta.

Sin embargo, seguía sin abrirse.

—Hay que volarla —gruñó el Alhazií, devolviendo la palanca a su pupilo.

Ash asintió. Colocaron el segundo barrilete de pólvora apoyado contra la puerta y empaparon la mecha. 

—¡Alejaos! —bramó Baracha.

Los roshuns se escabulleron en busca de cobijo, y esta vez tuvieron la sensatez de taparse los oídos.

Cuando el humo se disipó, la puerta destrozada dejó a la vista un hueco que se prolongaba hacia arriba sumido en penumbra. En un costado, un cable metálico tenso subía y se perdía en la oscuridad y junto a él una escalera vertical de hierro que ascendía por la pared del hueco.

—Esperaba subir en el ascensor —se lamentó Aléas con sequedad.

—Treparemos —repuso Baracha con su voz retumbante.

Aléas iba el último, apretando los dientes por el esfuerzo que le exigía pasar una mano de un peldaño de hierro al siguiente con todo el peso que llevaba encima. La luz que penetraba desde abajo por el vano de la puerta sólo iluminaba el tramo inicial del hueco del ascensor, de modo que el resto quedaba oculto por la oscuridad, y el aprendiz, que lastrado por la carga avanzaba más despacio que los maestros, ya había perdido de vista a Ash, que encabezaba la partida seguido a cierta distancia por Baracha. El hueco apestaba a grasa y estaba lleno de polvo, así que Aléas tenía que detenerse continuamente para estornudar.

Al cabo de un rato tuvo que parar para recuperar el aliento. El aire le irritaba la garganta y los pulmones le ardían. Se limpió la nariz con la manga, pasó un brazo alrededor de un peldaño y se cogió las manos para mantenerse sujeto. Aléas era fuerte y estaba en forma, pero dudaba de sus posibilidades para culminar aquella ascensión. Ash y Baracha ya estaban demasiado lejos para que les alcanzara la luz que entraba por el hueco de la puerta que habían hecho volar por los aires. Sin embargo, sus ojos ya se habían habituado a la oscuridad y vislumbraba la figura menguante de su maestro sobre su cabeza.

No tenía otra opción que continuar, así que reemprendió la escalada.

Antes de alcanzar a su maestro tuvo que detenerse cuatro veces más para descansar, con un gran desgaste de fuerzas entremedias. Baracha se había detenido y lo esperaba suspendido de la escalera en medio de la oscuridad.

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