El fantasma de Harlot (170 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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»Sin embargo, una vez en Girón, y después de que hubiesen leído mi Diario y conocido mi verdadera identidad, uno de la Contrainteligencia me dijo: «Anime, tienes algo que pagar por todo lo que nos has hecho. ¿Quieres morir como un héroe, rápidamente, con un disparo? ¿Sí? Pues entonces coopera. Declara que los estadounidenses traicionaron a la Brigada. Si no nos ayudas, tendrás una muerte lenta y dolorosa».

Anime se negó a firmar tal declaración, de modo que sus captores lo llevaron a La Habana, donde lo encerraron en una celda subterránea cuyas paredes estaban cubiertas de colchones. Allí le quitaron la camisa, lo sujetaron por los brazos y las piernas a una silla, y con un foco permanentemente encendido dirigido hacia sus ojos, lo interrogaron durante tres días.

No todas las voces eran airadas. A veces, alguien le decía que la Revolución estaba dispuesta a perdonarlo por sus errores; luego venían otros que lo amenazaban. Obligado a mirar el foco, no vio la cara de ninguno de ellos. Alguna voz furiosa decía: «Muchos cubanos inocentes murieron por la vanidad de este hombre». Uno de los interrogadores le puso una fotografía delante de los ojos. Vio un campo cubierto de cadáveres que lo miraban fijamente.

«Te voy a matar, soplapollas», dijo la voz furiosa. Artime sintió el cañón de una pistola contra los labios. Nos miró a Howard y a mí.

—Conservé la calma. No podía creerlo. Me dije: «Así se sienten los caballos salvajes cuando les ponen la brida en la boca. Sí, la brida es el ejercicio de la voluntad de Dios». Luego, un hombre se dirigió al que me amenazaba y con voz suave le dijo: «Vete de aquí. Estás empeorando las cosas». El hombre, furioso, replicó: «No me iré. La Revolución me da tanto derecho a estar aquí como a ti». Siguieron discutiendo, hasta que finalmente el malo se marchó. Entonces, el bueno dijo: «Está muy perturbado porque a su hermano lo mataron en Girón».

—¿Se sintió en algún momento a punto de desmoronarse? —preguntó Hunt.

—Nunca —respondió Artime—. Yo no creía que fuese a salir vivo de allí, de modo que no había razón para desmoronarse. —Asintió con la cabeza—. Al tercer día me metieron en una celda, y allí me visitó un hombre llamado Ramiro Valdés, el jefe de Castro de G-2.

A Valdés pareció preocuparle el aspecto de Artime, sobre todo las quemaduras de cigarrillos en el cuerpo. «¿Quiénes fueron sus interrogadores? —preguntó — . Los castigaremos. La Revolución quiere revolucionarios, no fanáticos. Por favor, Manuel, descríbalos.» «Comandante —dijo Artime—, nunca les vi la cara. Olvidémoslo.»

—Me habría gustado localizar a esos hijos de puta —dijo Hunt, con voz ronca.

—No —dijo Artime—. Por supuesto, no creí una sola palabra de lo que Valdés decía. Sabía que quería establecer una buena relación conmigo. Luego empezaría a conversar. Pero yo no era la persona indicada para esas intenciones. Mi situación como prisionero me parecía menos real que mi propia psicología. Sentía que Dios estaba poniendo a prueba a Manuel Artime. Si pasaba la prueba, Cuba sería digna de ser liberada.

—¿Cuál fue la prueba más difícil a la que tuvo que enfrentarse? —pregunté.

Asintió, como si le gustara la pregunta.

—Valdés ordenó que me llevasen una buena cena a la celda. Pollo con arroz y frijoles negros. Me había olvidado cuánto me gusta comer. Jamás nada me pareció tan sabroso, y por un momento no me sentí preparado para morir. Comencé a pensar en lo hermosa que es la vida. En la vida simple y bella de los pollos en el corral, de esos mismos pollos a uno de los cuales me estaba comiendo. Pero entonces me dije: «No, me están poniendo a prueba», y ya no sentí tanta ternura por la carne blanca del pollo. De repente, pensé: «Tengo un alma inmortal, y este pollo no. No debo sucumbir a la tentación».

Pero después de haber pasado un año en prisión, Anime tendría que hacer frente a una prueba aún más dura. Estaba aguardando el veredicto de la corte; ya se había acostumbrado a estar vivo, de modo que se le ocurrió que su negativa a colaborar en el juicio iba a traer como consecuencia su sentencia de muerte.

—En ese momento me di cuenta de que nunca tendría un hijo. Para un cubano, eso es muy triste. Cuando un hombre se siente insatisfecho, no está preparado para el fin. Por lo tanto, pedí a un guardia lápiz y papel. Quería escribir lo que iba a decir cuando me fusilaran. Pensé que concentrarme en aquello me ayudaría a resistir la tentación de desear seguir con vida. Decidí que las palabras que les diría a mis verdugos serían las siguientes: «Los perdono. Y les recuerdo que Dios existe. Su presencia me permite morir amándolos. Viva Cristo Rey. Viva Cuba libre». Eso me libró de la tentación.

Poco después, fue a visitarlo Fidel Castro. Según el relato de Artime, seis días después del juicio, Castro llegó a la prisión a las dos de la madrugada y despertó a Pepe San Román, quien se puso de pie en ropa interior no sin antes bostezarle en la cara.

—¿Qué clase de gente son ustedes? —preguntó Castro—. No lo entiendo. Confían en los norteamericanos. Ellos convierten a nuestras mujeres en putas y a nuestros políticos en gángsters. ¿Qué habría pasado si hubiesen vencido? Los americanos estarían aquí. Tendríamos que vivir con la esperanza de que, si visitasen Cuba lo bastante a menudo, les enseñaríamos a follar.

—Prefiero tratar con un norteamericano antes que con un ruso —respondió San Román.

—Les pido que no desperdicien su vida. La Revolución los necesita. Hemos luchado contra ustedes, de modo que sabemos que en la Brigada hay muchos hombres valientes.

—¿Por qué no dijo usted eso en el juicio? —preguntó Pepe San Román—. Nos llamó gusanos. Ahora me despierta para decirme que somos valientes. Déjenos dormir tranquilos. Ya hemos tenido bastante.

—¿Ya han tenido bastante? Por Dios, hombre, me pregunto si tienen ganas de vivir.

—Estamos de acuerdo en algo. Yo no quiero vivir. Los Estados Unidos han jugado conmigo, y ahora usted juega conmigo. Mátennos, pero deje de jugar.

Castro se marchó. Luego fue a la celda de Anime. Cuando lo vio en la puerta, Artime pensó que el Líder Máximo lo visitaba para ordenar su ejecución.

—¿Viene para avergonzarme ante sus hombres? —le preguntó Artime.

—No —respondió Castro—. La única razón por la que no lo visité antes es que sabía que estaba débil a consecuencia del tiempo que pasó en los pantanos. No deseo que piense que quiero burlarme de usted. En realidad, he venido para preguntarle cómo se encuentra.

—Muy bien. Aunque no tanto como usted. Se lo ve más gordo que cuando estaba en las montañas.

Castro sonrió.

—En nuestra Revolución no todos comemos igual, todavía. He venido a preguntarle qué espera.

—La muerte.

—¿La muerte? ¿Así interpreta la Revolución? Si estoy aquí es porque queremos sacar lo mejor de cada uno. Su bando busca mejorar la condición de aquellos que ya han obtenido mucho. Mi bando espera mejorar la suerte de quienes no tienen nada. En ese sentido, yo diría que mi bando es más cristiano que el suyo. Qué lástima que no sea usted comunista.

—Qué lástima que usted no sea demócrata.

—Artime, le demostraré que está equivocado. Verá, no vamos a matarlo. Si consideramos las circunstancias, eso es muy democrático. Aceptamos la existencia de una corriente de opinión que busca destruirnos. ¿No le parece eso generoso? La Revolución les perdona la vida. Han sido condenados a treinta años de cárcel, pero ni siquiera tendrán que cumplir la sentencia. Ya que para el gobierno de los Estados Unidos son ustedes tan valiosos, estamos dispuestos a cobrar un rescate. En cuatro meses, todos se habrán ido.

Bien, como todos sabemos, tardamos ocho.

Hacia el fin de la velada, Artime cambió de tema de conversación.

—La verdadera lucha todavía está por comenzar —dijo.

—No creo que esté en condiciones de volver a la acción tan rápido —replicó Hunt.

—Físicamente, aún debemos reponernos. Pero pronto estaremos preparados. Siento lástima por aquel que cree que podrá detenernos.

—Jack Kennedy puede detenerlos —dijo Hunt—. Según él, es obsceno no negociar con dos direcciones a la vez. Le advierto, Manuel, que he oído rumores de que la Casa Blanca está lista para hacer un trato con Castro.

—El diablo —dijo Artime— es un hombre que tiene la cabeza puesta al revés.

Hunt asintió.

—Jack, el sonriente —dijo.

Hunt ha cambiado, Kittredge. Está cargado de odio, por una parte hacia los comunistas, y por otra porque sus logros no han sido debidamente reconocidos. Ahora su odio atraviesa la piel de lo que antes era cortesía y urbanidad. Cuando aflora lo desagradable, huele mal. Hunt no es la clase de persona que debería revelar esa faceta de su personalidad.

—Muchos de nosotros —dijo Artime— no tenemos una idea clara de los Kennedy. Por ejemplo, Bobby, el hermano, me invitó en una ocasión a esquiar. No puedo decir que no sienta simpatía por él. Cuando advirtió que yo no sabía esquiar, pero estaba dispuesto a precipitarme montaña abajo hasta caerme, se echó a reír con ganas. «Ahora he visto el fuego sobre el hielo», me dijo.

—Los Kennedy son expertos en deslumbrar a quienes quieren tener de su lado —comentó Hunt.

—Con todo respeto, don Eduardo, le diré que creo que el hermano del presidente se toma a Cuba muy en serio. Dice que tiene nuevos planes, y quiere que yo los dirija.

—Le aconsejo que planee sus propias operaciones —dijo Hunt—. Si consigue financiación privada, y se libra del gobierno, conozco gente cuya ayuda le sería de más utilidad que la de Kennedy.

—Detesto las cosas complicadas —dijo Artime — . El presidente ha dicho: «La bandera será devuelta un día a una Habana libre». Para mí, eso significa un compromiso total con nuestra causa.

Hunt sonrió y bebió un sorbo de su coñac.

—Repito sus palabras: el diablo es un hombre con la cabeza puesta al revés.

Anime volvió a suspirar.

—No puedo ocultar el hecho de que mi gente está dividida con respecto a los Kennedy.

—¿Es verdad que algunos no querían entregarle la bandera de la Brigada a Kennedy?

—Estábamos divididos. Esa es la verdad. Yo mismo tenía dudas. Debo admitir que después de que Bobby me llevó a esquiar, los Kennedy me gustan más.

—¿Está usted seguro? —preguntó Hunt—. La bandera que le dieron a Jack, ¿era la original, o un duplicado?

Anime pareció apesadumbrado.

Me miró de reojo, pero Hunt hizo un ademán con la mano, como diciéndole: «Hable con tranquilidad; es uno de los nuestros». Me sorprendió. Hunt no es la clase de entusiasta que deposita su confianza en alguien tan marginal a sus propósitos como yo.

—¿Era una copia? —insistió. Anime inclinó la cabeza.

—Llegamos a un compromiso. Hicimos un duplicado de la bandera. Al presidente Kennedy se le entregó la falsa. No me hace feliz haberlo engañado. Parte de la fuerza que pusimos en esa bandera puede perderse.

Hunt pareció curiosamente satisfecho. Ahora que lo escribo, creo saber por qué. Como la historia no fue una confidencia, sino que yo estaba presente, creo que ahora se siente libre de divulgarla. Kittredge, no tengo hacia Jack Kennedy unos sentimientos definidos, pero la animosidad de Hunt me preocupa mucho.

Más tarde, esa misma noche, tuve un sueño extraordinario en el que Fidel Castro y Manuel Anime tenían un debate.

—Usted, Castro —le decía Artime—, no comprende la naturaleza de la fe. No estoy aquí para defender a los ricos. Pero debo tener compasión por ellos, pues Dios no se muestra caritativo con su codicia. Dios ahorra su misericordia especial para los pobres. En el cielo, toda injusticia se revierte. Usted, Fidel, dice que trabaja para los pobres, pero comete asesinatos en su nombre. Usted sella su revolución con sangre. Ciega a los pobres con su materialismo, y de esa manera no les permite ver a Dios.

—Manuel —le respondía Castro—, evidentemente, nuestros puntos de vista son opuestos. Uno de los dos tiene que estar equivocado. Por lo tanto, permítame tratar su proposición sobre esa base. Si estoy equivocado, entonces todas las personas a quienes he perjudicado en esta vida serán recompensadas en el cielo. Si, por otra parte, no hay un Dios para castigar a los ricos y a los injustos en la otra vida, ¿que puede decir usted acerca de todos los pobres campesinos nuestros asesinados por sus soldados? Ustedes los mataron porque temían que el comunismo pudiese triunfar en Cuba. En ese caso, sus fuerzas no sólo habrán desperdiciado sus vidas, sino también las nuestras.

»Por eso, Manuel —proseguía Castro—, elija mi camino. Desde un punto de vista lógico, sin importar cuál de los dos esté en lo cierto, usted sale mejor parado.

Kittredge, ese sueño terminaba de una manera muy curiosa. La voz de Bill Harvey rugía de repente interrumpiendo el diálogo:

—Los dos están equivocados —gritaba—. La justicia no existe. Sólo existe El Juego.

Esas dos últimas palabras reverberaron en mi mente hasta que finalmente desperté.

¿Has sabido algo del Salvaje Bill? Aquí circula el rumor de que ha sido transferido —¿o degradado?— a Italia como jefe de estación.

Tuyo, siempre,

HARRY

25

15 de febrero de 1963

Queridísimo Harry:

No me sorprende que hayas soñado con Bill Harvey, porque se ha estado hablando mucho de su situación. Como sabrás, el director McCone estaba dispuesto a echarlo de la Agencia, hasta que Dick Helms acudió en su ayuda. Helms puede ser el hombre más frío que conozco, pero es leal con los suyos, y en la práctica eso remplaza a la compasión. De todos modos, intentó impedir de varias maneras que McCone despidiese a Harvey en el acto: le habló de lo contentos que se sentirían el KGB y el DGI si Harvey tuviera que renunciar, además del descorazonamiento de los oficiales jóvenes y sus efectos sobre el espíritu de iniciativa. Para satisfacer no sólo la mente de McCone, sino también su corazón, Helms se refirió también a las tensiones internas que acumulan los oficiales superiores a lo largo de una carrera de crisis continuas y sacrificio económico personal. McCone, que después de los años que pasó en la Corporación Bechtel debe de ser más rico que Midas, redujo finalmente la sentencia a un permiso para ausentarse. Dick le dijo entonces a Harvey que se tomase un mes de descanso, con la seguridad de que le será adjudicado un cargo apropiado apenas McCone salga del país. A nuestro nuevo director de Inteligencia le encanta hacer largos viajes con su flamante esposa a estaciones lejanas. Allí es recibido como un maharajá. Se hospeda en una suite del mejor hotel, disfruta de siete días de golf, oye lo que quiere oír de los empleados de la estación (ahora que goza de los laureles ganados con el asunto de los misiles), y deja los pequeños detalles a Helms. Me recuerda a un zorro en el gallinero. Helms dirige la Agencia (con la maravillosa ayuda de Hugh), pero tan calladamente que estoy segura de que tú y los demás oficiales jóvenes no os habéis enterado de lo de Harvey. Helms cumplió su promesa, con lo que el Salvaje Bill estuvo de regreso en Langley antes de Navidad, cómodamente instalado en un rincón oscuro del departamento de Italia. Allí se quedará el tiempo suficiente para aprender los rudimentos de su nuevo destino, que será el de jefe de estación en Roma. (Asumirá tan pronto como McCone haga un nuevo viaje a África, Asia o Australia.) Es muy distinto de ser jefe de la división de la Rusia soviética, pero, dadas las circunstancias, no debería haber quejas.

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