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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (179 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Pero ahora llevo meses viviendo bajo las órdenes de un capitalista blanco, Dix Butler, que algún día será muy rico, porque está hecho con la madera de los que amasan fortunas. Lo que hace siempre es para sí, y me he dado cuenta de que eso es peor. En nombre de su principio, que es él mismo: «Aquello que me hace sentir bien es el bien». Ernest Hemingway, ¿verdad? Y fue debido a ese principio que di con mi cabeza dentro de una taza llena de mierda. Para mayor información, dirigirse a Dix Butler. Perdóname. A Frank Castle. Dile a Frank Castle que el DGI conoce su verdadero nombre. Dix Butler. Ayer mismo se lo proporcioné. ¿Cómo lo sé? Porque él me lo dijo cuando hacíamos el amor. Sí, he tenido una relación con Dix Butler. ¿Te sorprende? Yo, que solía ser uno de los principales sementales blancos en Harlem y Montevideo, he perdido toda conexión con mi hombría. Sí, estos últimos años, de hecho, después de trabajar para ti. Pero entonces abandoné Uruguay con el rabo entre las piernas. No era más que un traidor hijo de puta. En Miami seguí siéndolo, hasta que se transformó en un hábito cotidiano. Para mi alma, mi culo llegó a ser más importante que mi pene. ¿Por qué? No es ningún misterio. La virilidad es orgullo. Y yo era un montón de mierda. ¿Qué es el honor para un montón de mierda? El culo, sí señor. Si te digo todo esto, Peter, perdón, Robert Charles, rey de los inocentes, es porque sé que te escandalizará. Quiero escandalizarte. Eres tan ingenuo... Prodigiosamente ingenuo, pero intentas dirigir el mundo. Arrogante, ingenuo, incompetente, santurrón. Me juzgarás adversamente porque soy homosexual, pero tú lo eres más que ninguno de nosotros, aunque jamás lo reconocerás, ni a ti mismo, porque no te atreves a llevarlo a la práctica. Tú eres homosexual de la misma manera que los estadounidenses son bárbaros, aunque no lo practican abiertamente. Van a la iglesia. Y tú trabajas para tu país para no tener que mirarte al espejo con ojos escrutadores. No, miras a través de tu espejo-ventana de la CIA para poder espiar a los demás.

Me voy a Cuba lleno de miedo. ¿Y si los comunistas cubanos comunes y corrientes resultan ser tan estúpidos como los miembros del partido en Uruguay? Los Estados Unidos son el país ideal para la mierda. Incluso para la mierda como yo. Y me preocupa la posibilidad de que Fidel Castro no se haya sobrepuesto a su propia malignidad, siga siendo inmaduro y no esté dispuesto a reconocer que hizo mal en aceptar los misiles. Pero lo descubriré. Ya no podré ser indulgente con las dos mitades de mi naturaleza. Considera mi acto como un sacrificio personal. El comunismo triunfará hasta el punto en que la naturaleza humana pueda nadar a través de su propia mierda. Me siento como un pionero.

Suerte, buen hombre. Quiero que sepas que nunca dejaré de apreciarte. A pesar de todo, como dicen los ingleses.

Adiós,

CHEVI

Terminé de leer la carta. Su contenido seguía hirviendo en mi cabeza cuando sonó el teléfono. ¿Sería por algún matiz en el tono de la llamada que supe que era el señor Eusebio Fuertes quien la hacía?

—¿Dónde estás?

—Al otro lado de la calle. Te he visto entrar. Estaba esperando. ¿Has leído mi carta?

—Sí.

—¿Puedo ir a verte?

—Sí.

Fue todo lo que pude decir. Me había puesto a temblar. En una ocasión, estando en Maine, en una pared de roca del lado de los Acantilados, mis rodillas comenzaron a temblar de un modo que Harlot describió de inmediato como «estilo máquina de coser». Ahora me temblaban las manos. Sabía el motivo de la visita de Chevi.

Entró con expresión de alegría, como si hubiera accedido a ese estado de libertad de toda consecuencia que es indiferente al veredicto. Me vería obligado a tomar una decisión. Podía detenerlo, o darle permiso para marcharse a Cuba. Ambas opciones resultaban intolerables.

—Sí —me dijo—. He venido a decirte adiós. Mientras escribía la carta, pensaba que no lo haría. Sentía desprecio por ti. No quería verte. Pero ahora he terminado con todo eso. —Miró a su alrededor—. ¿No tienes algo de beber? —Me dedicó una sonrisa perversa—. ¿Un ron cubano?

Le entregué una botella de ron puertorriqueño, y un vaso. Mis manos, por suerte, no me traicionaron.

—¿Sabes por qué he venido? —preguntó.

—Creo que sí.

—¿Puedo agregar un pensamiento? Tú tienes vicios, Roberto, y muchos defectos, pero, ahora que he manifestado mi resentimiento, sigo considerándote un hombre decente. Por lo tanto, si me marchase sin despedirme violaría tu decencia. Y la mía. Creo que en el universo existe una economía de buena voluntad. Una economía que no es inextinguible.

—No —dije—, tú quieres que te arreste. De ese modo podrás encontrar un poco de paz. Hallarás una justificación para tu amargura. De lo contrario, quieres que te dé mi bendición. Entonces tendrás el placer de saber que por fin lograste conseguir que yo... —No sabía cómo decirlo—. Que yo violara la confianza de otros.

—Sí —dijo—. Tú y yo somos iguales.

—Vete al diablo.

—No puedes arrestarme. Veo que no puedes.

—Vete —dije—. Aprende todo lo que puedas acerca de Cuba. Volverás a nosotros, y entonces valdrás más.

—Estás equivocado —dijo—. Me convertiré en un decidido enemigo de tu país. Porque si me dejas ir, sabré que ya no crees en tu propia función.

¿Estaría en lo cierto? Sentí una furia insoportable. En ese momento pude haber sido físicamente tan poderoso como mi padre. Por cierto, no sentía otro temor que el de matar a Chevi, como digno hijo del Consejero Hubbard, con mis propias manos. Sí, lo haría pedazos, pero no podía entregarlo a nadie más. Era mi creación. Aun así, me resultaba imposible liberar mi mente de una mezcla horrenda de imágenes. Mientras contemplaba su acicalada presencia en mi sala, seguía viendo su cabeza metida en la taza del water de Butler.

—Haz el favor de irte —insistí—. No voy a arrestarte.

Apuró el vaso de ron y se puso de pie. Estaba pálido. ¿Podré sostener que era cristiano desear que se fuera a La Habana convencido a medias?

—Salud, caballero —dijo.

Finalmente, se marchó, y al cabo de diez minutos yo seguía maldiciendo. Tenía el dolor de saber que acababa de echar sobre mí una nueva obsesión. Sentía temor. Cuando unos días más tarde fui a Washington, el clima de la capital me pareció pesado, como cuando se aproxima un huracán a Miami, y no se trata de una observación menor: a pesar de sus vicios, Washington no tiene fama de que sus recintos sean frecuentados por fantasmas, ni de poseer una atmósfera misteriosa y espectral. Pero eso sentí. Había traicionado a la Agencia. Este sentimiento creció tanto que por fin ingresé en la matemática de la fe. El pecado y la penitencia se enfrentaban en las ecuaciones de mi mente. Hice un nuevo juramento: desde ese día, por mucho que la ansiedad o la falta de convicción me abrumasen, consagraría por entero mis esfuerzos al asesinato de Fidel Castro.

34

El día previo a nuestra partida a París, Cal recibió un mensaje por radio de onda corta proveniente de uno de sus agentes en La Habana. Se le informaba que la noche anterior, 19 de noviembre, Fidel Castro había visitado ajean Daniel en el hotel donde se hospedaba y mantenido una entrevista de seis horas con él.

Si bien no nos enteraríamos de los conceptos intercambiados por los dos hombres hasta que
The New Republic
publicó un artículo en dos entregas, los días 7 y 14 de diciembre, aquel 20 de noviembre mi padre no dejó de especular ni por un instante.

—Esta reunión —dijo Cal— tuvo lugar debido a lo que Kennedy dijo en Miami hace dos noches: «Esto, y nada más que esto, nos separa». Ésa es la razón por la que Castro vio a Daniel.

Como guardé silencio, mi padre siguió hablando.

—¿Te sientes tan mal como yo a causa de esto? —preguntó.

—Bien, la noticia otorga una finalidad específica a nuestro viaje.

—Sí —dijo Cal—, no iremos a dorar la píldora, ¿verdad?

Varias semanas después, yo leería hasta la última palabra que, según Jean Daniel, pronunció Fidel Castro el 19 de noviembre. Ya era mediados de diciembre, y me encontraría del otro lado de mi juramento. No pude por menos que preguntarme cómo me habría sentido de haber conocido el contenido de la entrevista de Daniel antes de viajar a París. ¿Habría creído en las palabras de Castro? En ese caso, ¿habría estado dispuesto a decirle a mi padre que no podía tratar con Cubela de buena fe? Y si él me lo pedía, ¿renunciaría a la Agencia? Para diciembre, ya no sabía cómo me habría sentido en noviembre, pues todas las perspectivas se habían alterado. Pensar en renunciar no era más que un pesar débil. No es fácil abandonar una profesión, así como no lo es aceptar la amputación de un miembro.

The New Republic
, 14 de diciembre de 1963

por Jean Daniel

En la «Perla de las Antillas, perfumada de ron e impregnada de triunfante sensualidad», como se describe a Cuba en los folletos de turismo estadounidenses que aún es posible encontrar en los hoteles de La Habana, pasé tres semanas intensas y repletas de trabajo, siempre pensando que no llegaría a conocer a Fidel Castro. Hablé con agricultores, escritores y pintores, militantes y contrarrevolucionarios, ministros y embajadores. Pero Fidel permanecía inaccesible. Me lo habían advertido: no tenía deseos de recibir a periodistas, y menos aún a periodistas occidentales. Ya había abandonado las esperanzas cuando la noche de la fecha programada para mi partida, Fidel vino a verme al hotel. Se había enterado de mi entrevista con el presidente. Subió a mi habitación a las diez de la noche y se fue a la mañana siguiente. Aquí sólo me referiré a la parte de la entrevista que constituye una respuesta a las observaciones de John F. Kennedy.

Fidel escuchaba con un interés apasionado; se tiraba de la barba, se echaba la gorra de paracaidista hacia atrás, se ajustaba su guerrera de
maquis
, mientras me hacía el blanco de las mil chispas maliciosas que despedían sus vivaces y profundos ojos... Me hizo repetir ciertas observaciones, sobre todo aquellas en las que Kennedy manifestaba su crítica al régimen de Batista, y por último aquellas en que acusaba a Fidel de haber estado a punto de ocasionar una guerra fatal para la Humanidad.

Cuando dejé de hablar, esperaba una explosión. Pero me enfrenté a un silencio prolongado, y luego a una exposición tranquila, serena, por momentos humorística, y siempre cuidadosa. No sé si Fidel habrá cambiado, o si las caricaturas que aparecen en la Prensa de Occidente, que lo presentan como un demente furioso, responden a una realidad anterior. Sólo sé que en ningún momento Castro abandonó su compostura y equilibrio...

«Creo que Kennedy es sincero —declaró Castro—; creo, también, que hoy su expresión de sinceridad podría tener un significado político. Explicaré lo que quiero decir. No he olvidado las tácticas maquiavélicas y los malos entendidos, los intentos de invasión, las presiones, el chantaje, la organización de una contrarrevolución, el bloqueo y, sobre todo, las medidas de represalia impuestas mucho antes de que existiera como pretexto y coartada el comunismo. Pero siento que heredó una situación difícil; no creo que un presidente de los Estados Unidos pueda ser realmente libre, y creo que actualmente Kennedy está sintiendo el impacto de esa falta de libertad. También creo que ahora él entiende hasta qué punto ha sido engañado, por ejemplo, con respecto a cuál sería la reacción de Cuba ante el intento de invasión en la bahía de Cochinos. Creo, también, que es un hombre realista; ahora se da cuenta de que es imposible pretender que con sólo agitar la varita mágica pueda hacer que desaparezcamos nosotros y la situación explosiva de América Latina...

»Ésa puede ser la actual situación. Pero hace más de un año, seis meses antes de que se instalaran los misiles en Cuba, habíamos recibido una cantidad de información advirtiéndonos que una nueva invasión estaba en marcha...

»¿Qué podía hacerse? ¿Cómo podíamos impedirla? Kruschov nos preguntó qué queríamos. Le respondimos: "Hacer lo que sea necesario para convencer a los Estados Unidos de que un ataque contra Cuba sería lo mismo que un ataque contra la Unión Soviética". Pensamos en una proclama, una alianza, en ayuda militar convencional. Los rusos nos explicaron su preocupación: primero, querían salvar la revolución cubana (en otras palabras, su honor socialista ante los ojos del mundo), y al mismo tiempo, evitar un conflicto mundial. Según su razonamiento, si la ayuda militar convencional era el alcance de su ayuda, los Estados Unidos podrían instigar una invasión, en cuyo caso Rusia tomaría represalias, lo que provocaría, inevitablemente, una guerra mundial...

«Estoy aquí para decir que los rusos no querían, ni quieren, la guerra. Basta visitar su país, observar cómo trabajan, compartir sus preocupaciones económicas, admirar sus esfuerzos por mejorar el nivel de vida de los trabajadores, para comprender de inmediato que están muy, muy lejos de cualquier idea de provocación o dominio. Sin embargo, la Rusia soviética se enfrentó a dos alternativas: una guerra absoluta inevitable si se atacaba la revolución cubana, o el nesgo de una guerra si los Estados Unidos se negaban a retroceder ante los misiles. Optaron por la solidaridad socialista y el riesgo de la guerra.

»En esas circunstancias, ¿cómo podríamos los cubanos habernos rehusado a compartir los riesgos corridos para salvarnos? En el análisis final, era una cuestión de honor, ¿no lo cree usted así? ¿No cree usted que el honor desempeña un papel en la política? Usted piensa que somos románticos, ¿verdad? Quizá lo seamos. ¿Por qué no? De todos modos, somos militantes. En una palabra, decidimos aceptar el emplazamiento de los misiles. Y aquí podría agregar que para nosotros los cubanos, no había mucha diferencia entre morir a consecuencias de un bombardeo convencional o por una bomba de hidrógeno. No obstante, no estábamos jugando con la paz del mundo. Los Estados Unidos eran los que ponían en peligro la paz de la Humanidad al usar la amenaza de guerra para sofocar la revolución...»

La conversación pasó a girar en torno a la Alianza para el Progreso impulsada por Kennedy en América Latina.

«En cierto sentido —dijo Castro—, fue una buena idea, marcó cierto progreso, un esfuerzo por adecuarse al curso extraordinariamente veloz de los acontecimientos en América Latina. Pero las buenas ideas de Kennedy no van a dar resultado. Durante años la política estadounidense ha sostenido a las oligarquías latinoamericanas. De pronto aparece en la escena un presidente que intenta dar a los diversos países latinoamericanos la impresión de que los Estados Unidos ya no respaldan a los dictadores. ¿Qué sucede entonces? Los monopolios piensan que sus intereses pueden verse comprometidos; el Pentágono piensa que las bases estratégicas están en peligro; las oligarquías poderosas de todos los países latinoamericanos alertan a sus amigos estadounidenses; sabotean la nueva política. En resumen, Kennedy tiene a todo el mundo en su contra.»

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