El fantasma de Harlot (23 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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Se lo dije.

—¿Tu preferida? —preguntó.

—Literatura —respondí.

—¿Cuál es la mejor novela que has leído este año?


Retrato de una dama
. Debíamos leerla para la clase de inglés, pero me gustó mucho.

Él asintió con expresión agria.

—Henry James es tan extenso como el desierto de Mojave. Una lástima. Si le pusieran el corazón de Hemingway sería un escritor equiparable a Stendhal o Tolstoi.

—Sí, señor —dije. Yo era muy mentiroso. Había sacado una A por mi trabajo sobre
Retrato de una dama
, aunque sólo había repetido unas apreciaciones críticas que había leído en alguna parte. El libro que más me había gustado aquel año era
El baile de los malditos
. Un personaje me había atraído especialmente, Noah Ackerman, el judío.

—Vayamos a caminar mañana — dijo —. Tu padre quiere que te lleve a escalar. Me han dicho que hay una roca adecuada para principiantes en unos acantilados a los que llaman Otter. Elegiremos una ruta conveniente.

—Sí, señor.

Yo deseaba que lo que él llamaba los acantilados Otter fueran otros que los que yo conocía. Éstos eran de roca negra, se elevaban unos doscientos cincuenta metros y caían abruptamente al mar. A veces, durante la marea alta, la resaca era fuerte en la bahía de los Franceses, y se podía oír el gruñido de las aguas negras desde los acantilados. De hecho, la cuesta era tan empinada que nunca me atreví a mirar desde el borde hacia abajo.

—Nunca he escalado una roca —dije, y de inmediato lamenté haberlo hecho.

—Mañana sabrás un poco más de lo que sabes hoy.

—Sí, señor.

—Tu padre me ha pedido que sea tu padrino.

Asentí. Mi temor instantáneo al pensar en el día siguiente ya había puesto en funcionamiento el registro más bajo de mi voz. No podía volver a decir «sí, señor» pues sonaría como un silbido.

—Debo informarte —dijo— que a punto estuve de rehusar. —Me paralizó con la mirada—. Se debe tener un íntimo interés personal para ser padrino de alguien.

—Es verdad, me imagino —grazné.

—Los íntimos intereses personales no son algo que me gusten.

Asentí.

—Por otra parte, estimo a tu padre. Nadie sabrá cuan buena fue su hoja de servicios en la guerra hasta que ciertos secretos puedan ser revelados.

—Sí, señor.

Yo estaba radiante. Sentí tanta felicidad ante la confirmación de las cualidades de mi padre, que de pronto tomé conciencia del valor familiar y agradecí que su sangre corriera por mis venas.

—Algún día —dijo con sequedad— deberás tratar de igualarlo.

—Nunca —repliqué—, pero me propongo intentarlo.

—Harry —dijo, pronunciando mi nombre por primera vez—, eres afortunado por llevar esa carga. Esto es algo que no digo a la gente con frecuencia, pero dado que tú y yo estamos embarcados en una aventura especial, al menos personalmente hablando, debo informarte que un padre a quien uno admira excesivamente puede ser menos gravoso que el crecer sin padre. El mío murió en Colorado, de un disparo accidental.

—Lo siento.

—Yo tenía once años cuando ocurrió. Debo decir que no crecí sin él. Siempre fue una presencia en mi vida.

Pasaron unos cuantos años antes de que Kittredge me contara que David Montague, el padre de Harlot, había sido muerto una noche por su esposa, mientras David entraba en el dormitorio conyugal. Nunca se aclaró si había perdido las llaves y estaba entrando por la ventana o si lo hacía por la puerta. Había mucha sangre en el suelo. O bien, como aseguraba la madre de Harlot, se había arrastrado desde la ventana hasta la puerta mortalmente herido, o bien ella lo había arrastrado desde la puerta hasta la ventana y luego otra vez hasta la puerta para sustentar la historia de que su repentina aparición por la ventana le había hecho creer que se trataba de un intruso. Tengo entendido que al padre de Ty Cobb le dispararon en circunstancias similares, y hay quienes creen que esto explica la salvaje rapacidad de Ty Cobb. Si ésa es la fórmula que genera una determinación tan férrea, no sé por qué no podría aplicársele a Harlot.

Fiel a su promesa, al día siguiente me llevó a los acantilados de Otter. La noche anterior no pude dormir. Primero tenía la esperanza de que lloviese, luego de que no lloviese. Estaba seguro de que el señor Montague diría que la esencia del montañismo era aceptar las cosas tal cual eran. Si la roca estaba resbaladiza, lo intentaríamos de todos modos. Así que empecé a rezar para que no lloviera.

A las seis y media de la mañana estaba brumoso, pero yo conocía muy bien el clima de Mount Desert y sabía que hacia las ocho aclararía. Para evitar el desayuno en familia, nos detuvimos en un bar y tomamos huevos y café. Comí como si formara parte de mi sombrío deber; la yema y los bizcochos sabían a sulfuro y azufre. Después del desayuno cogimos la carretera que discurría junto a la costa oriental de Mount Desert. Mientras viajábamos le señalé lugares muy familiares para mí — Beehive, Sand Beach, Thunder Hole, la montaña Gorham—, como un guía enseñando el camino que lo conduce a su hora postrera. O al menos eso creía yo. Escalar rocas era algo familiar para mí, aunque sólo en sueños. Siempre sabía cuándo el sueño se tornaba pesadilla, pues entonces aparecía aferrándome a una pared.

Aparcamos. Caminamos unos cien metros por un sendero abierto en el bosque, y de repente dimos con el precipicio de un acantilado. Nuestra vista se abrió al retumbo y el siseo del Atlántico que allá abajo golpeaba contra las rocas. Miré rápidamente en esa dirección. No era mejor que estar de pie en el borde del tejado de un edificio de siete pisos de altura, sin barandilla. Mi impulso fue preguntarle al señor Montague si ése era el lugar correcto.

Él exploraba: sus botas estaban a doce centímetros del abismo. Comenzó a caminar a grandes pasos, frunciendo el entrecejo y cloqueando. Mientras él comparaba una pendiente con otra, yo permanecía sentado junto al equipo de montañismo, sin valor y, según me pareció, sin piernas. La piedra sobre la que me había sentado era de un tono rosa pálido y parecía amistosa, pero el precipicio era gris oscuro y su fondo negro. Una noche, años después, en los
Grandes Almacenes
de Saigón, tuve un atroz ataque de ansiedad mientras miraba las piernas abiertas de una prostituta vietnamita. Su vagina abierta me parecía tan siniestra como una orquídea exótica. Sólo entonces me di cuenta de que el contraste entre sus pétalos rosados y sus hojas casi negras me había recordado los terribles minutos transcurridos mientras aguardaba a que Harlot encontrase el mejor lugar para comenzar mi instrucción.

Por fin dio con el lugar exacto.

—Éste servirá —dijo, desató la correas de su equipo, sacó del bolso dos cuerdas de nailon, enrolladas, y constató la resistencia de unos árboles cercanos al borde—. Descenderemos con una cuerda doble —anunció—. Es fácil. A los principiantes les gusta. A mí, me aterra.

De alguna manera eso me tranquilizó.

—¿Por qué? —logré preguntar.

—Hay que depender de cosas externas a uno —contestó, como si ésa fuese la única respuesta posible—. No hay manera de saber cuándo puede ceder un arbolito como éste.

Estaba tomando precauciones. No intentaré describir todo lo que hizo, pero vi que, por medio de una larga eslinga anclaba un extremo de la cuerda doble no sólo al árbol sino también a una roca cercana a éste. Las distintas ataduras convergían a través de un aro ovalado de cromo más pequeño que la palma de mi mano, que sabía se llamaba carabina.

—¿Usará pitones? —le pregunté, tratando de ofrecer la garantía de estar bien informado.

—No será necesario —dijo—. No para esto.

Aunque él era mayor, ambos nos comportábamos como si tuviésemos dieciséis años. Lo que no facilitaba para nada las cosas, ya que él era incomparablemente superior.

—Muy bien, tú espera aquí —dijo cuando hubo acabado— y yo bajaré, inspeccionaré todo, y volveré. Entonces lo harás tú.

Me parecía difícil de creer que él fuera a subir y bajar por el acantilado con el mismo aire de naturalidad que tomaría un ascensor para inspeccionar unos cuantos pisos. Sin embargo, dio un fuerte tirón al anclaje de su cuerda doble y, satisfecho al encontrarlo seguro, con una vuelta de la cuerda alrededor de la cintura, se detuvo en el borde del acantilado y dijo:

—Encontrarás que ésta es la parte más difícil del descenso. Simplemente suelta un poco de cuerda y confía tu culo al vacío. Luego, vuelve a apoyarte en la cuerda. —Cosa que hizo, colocando la suela de los zapatos en el borde e inclinándose hacia atrás hasta que sus piernas extendidas estuvieron en línea paralela al suelo—. Ahora — dijo—, basta caminar hacia abajo, paso a paso. Mantén firmes las piernas, los pies contra la roca, y suéltate cuando sea necesario.

Hizo una serie de movimientos lentos, simulando la técnica paso-a-paso de un principiante. La actuación duró muy poco, ya que, aburrido por la lentitud del método, dio un gritito, tomó impulso con los pies para separarse de la roca, y aflojó de una vez tres metros de cuerda. Cuando rebotó contra la pared, apoyándose con las puntas de los pies, ya había bajado un buen trecho, y con tres o cuatro saltos parecidos llegó abajo y se irguió sobre una saliente de piedra lisa, negra y húmeda.

Se quitó la cuerda de alrededor de la cintura y me gritó que la subiese. Luego empezó a trepar. Pareció no llevarle más tiempo que si hubiera subido cinco o seis tramos de escalera.

—Buena roca —dijo—. Te divertirás.

No pronuncié palabra. Pensé en cada una de las excusas que podía dar. Que no había dormido bien. Que mi operación me provocaba mareos cuando menos lo esperaba. Que preferiría hacerlo más lentamente. ¿No podíamos ensayar antes en un tramo que no requiriese cuerdas? Abajo, doblando a muerto contra las rocas, la resaca reverberaba entre mis temores.

No dije nada. Mi propia destrucción era, ahora, superior a mis posibles quejas para librarme de la situación. Como no podía hallar una excusa para sobrevivir, permanecí tan pasivo como un mártir ante la hoguera; no era más que un cuerpo inerte que soportaba cómo ajustaban la cuerda a su alrededor. Más tarde habría gran despliegue de aparatos, pero en esta ocasión se limitó a atar un extremo de una cuerda alrededor de mi cintura y dejó caer el resto del rollo en el suelo a su lado. Cogió otra cuerda, la dobló y la pasó a través de la carabina atada al árbol, después de lo cual la hizo pasar a través de dos carabinas atadas a mi arnés en la cintura; estas carabinas servirían como freno, me explicó, durante el descenso. Pasó la cuerda doble por debajo de mi muslo y luego alrededor de mi tronco hasta el otro brazo. Así, sosteniendo cada extremo de este abrazo de serpiente, guiando la cuerda suelta con una mano y usando la otra para mantener el equilibrio, me apresté para abandonar el borde de la roca.

Poner los talones sobre un saliente e inclinarse hacia atrás en el vacío, sujeto apenas por una cuerda, es equiparable al aullido que uno oye en su niñez al caer de la cama. Se descubre que la voz es la de uno. Mis primeros pasos, con los pies apretados contra la roca vertical, eran tan torpes como si mis piernas fuesen postes de cemento.

Fue sólo después de descender cinco o seis pasos cuando comencé a entender que realmente podía llegar a hacerlo; de hecho, fue mucho más fácil que aprender a usar las muletas.

¡Cuan secreta era la superficie de la roca, sin embargo! Cada agujero era la cuenca de un ojo; cada grieta, una puerta entreabierta. Rostros de intrincada benignidad y malevolencia me miraban desde las líneas y protuberancias de la roca. Me sentía como si estuviese descendiendo por el flanco de Leviatán. Sin embargo, tan grande era mi alivio al poder llevar a cabo estos actos, que antes de llegar abajo tomé varias veces impulso con las piernas e intenté pasar la cuerda por la carabina doble de mi cintura. Estoy seguro de que estos esfuerzos no se diferenciaban demasiado del temblor de la garganta de un cachorro de seis semanas preparándose para dar el primer ladrido.

Llegué al saliente. Más abajo la resaca bullía, y la piedra negra y húmeda bajo mis zapatillas tenía la consistencia aceitosa del suelo de un garaje. Solté la cuerda de la carabina doble y sólo entonces me di cuenta de que todo ese tiempo había estado sujeto por el arnés al rollo de cuerda que sostenía el señor Montague. Si algo hubiera salido mal, y yo hubiese perdido el equilibrio, el señor Montague habría estado allí para sostenerme mediante la segunda conexión. Ahora mi miedo inicial me pareció absurdo. Comenzaba a aprender que el miedo era una escalera cuyos peldaños hay que pisar, uno por uno; en la cima (como probablemente diría el señor Montague) aguardaba el Juicio Final.

En seguida él cayó verticalmente en cuatro largos enviones y llegó hasta mi lado en el saliente.

—Este ascenso será una prueba para ti —dijo—. Sin embargo, es razonable. Sólo se trata de aprender un vocabulario nuevo.

—¿Qué quiere decir? —musité.

Contemplé la pendiente, y mi miedo regresó. Me sonrió apenas; era la primera vez que lo hacía desde su llegada.

—Verás que he escogido una pared con unas cuantas cavidades. —Sin cogerse de ninguna cuerda, empezó a subir—. Trata de memorizar mi recorrido cuando subas —me gritó desde veinte metros más arriba—, pero no padezcas si lo pierdes. Parte de la diversión consiste en subir por los lugares que uno encuentra por sí mismo. —Y diciendo esto comenzó a ascender por la roca en una serie continua de movimientos fáciles y llegó a la cima antes de que yo volviera a percatarme de que la cuerda que rodeaba mi cintura seguía en su lugar mientras su otro extremo estaba sujeto a algún árbol, más allá del borde de la roca, donde no podía verse. El señor Montague apareció en el borde, unos cien metros de agonía más arriba, sentado muy cómodamente con los pies colgando y una sola vuelta de cuerda —la misma con la cual me amarraría— alrededor de su cintura.

—¿No hay peligro de que lo arrastre conmigo si caigo? —pregunté.

Mi voz surgió como un graznido razonablemente claro, pero el esfuerzo fue análogo al de lanzar el peso.

—Estoy anclado al árbol. —Me dedicó una amplia sonrisa—. Empieza de una vez. Te enviaré pistas por paloma mensajera.

Yo empezaba a entender qué era lo que lo animaba. El temor de otros puede saber a caviar.

¿Cómo hablar de la belleza que surge del temor que uno tiene por la roca? Yo estaba libre de culpa. Entendía la lógica de Dios: la semilla de la compasión debe encontrarse en la áspera cascara del requerimiento.

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