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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (4 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Veamos si puedo explicarlo. Hacer el amor con Kittredge era —lo diré una vez más— un sacramento. No me siento cómodo cuando intento hablar de ello. En cambio, cuando hablo de Chloe puedo decirlo todo. Éramos como niños en un granero: Chloe incluso olía a tierra y heno. Pero abrazar a Kittredge era una ceremonia.

No quiero decir que fuésemos solemnes o medidos. Si no sentíamos un verdadero deseo, podíamos pasarnos un mes sin hacer el amor. No obstante, cuando sucedía, sucedía de verdad. Después de todos nuestros años juntos, seguíamos lanzándonos el uno sobre el otro. Kittredge, por cierto, era tan feroz como uno de esos animales del bosque, de garras y dientes afilados y piel hermosa, que no se pueden domesticar del todo. A veces, en el peor de los casos, me sentía como un gato macho con un mapache. Mi lengua (en una oportunidad la llave del cielo del diablo) raras veces estaba en su pensamiento. Nuestro acto estaba más bien subordinado a corrernos al mismo tiempo, crueldad con crueldad, amor con amor. Cuando destellaba el relámpago y nuestras almas se estremecían al unísono, yo veía a Dios. Después venían la ternura y el dulcísimo conocimiento doméstico de cuan raros y maravillosos éramos el uno con el otro. Con Chloe, por supuesto, no era así en absoluto. Con Chloe todo era precipitado, prepararse para la venta, luego el pozo surtidor y descubrir petróleo juntos. Cuando me recuperaba me sentía caído y viscoso y fértil como la tierra. Uno puede cultivar flores en su propio culo. Mientras conducía, con el corazón en la boca y el hielo del camino en mis dedos congelados, supe nuevamente qué era lo que Chloe me daba. Igualdad. No teníamos nada en común excepto nuestra igualdad. Si nos convocaban para ser juzgados, podíamos acudir tomados de la mano. Nuestros cuerpos se correspondían en profundidad, y sentíamos el afecto de zanahorias y guisantes en la misma sopa de carne. Nunca había conocido a una mujer que fuera tan físicamente igual a mí como Chloe.

Kittredge, por su parte, era la ex consorte de un noble caballero, ahora un noble caballero lisiado. Yo me sentía como el escudero de un romance medieval. Mientras mi caballero luchaba en las cruzadas, yo entretenía a su dama. Si bien habíamos hallado la manera de forzar la cerradura de su cinturón de castidad, yo aún tenía que subir la escalera. Podíamos contemplar juntos el relámpago y las estrellas, pero el dormitorio seguía siendo su alcoba. Nuestro éxtasis era tan austero como el brillo de las luces fosforescentes sobre las aguas del Mame. Yo no veía la Creación, sino que tenía visiones esporádicas del cielo. Con Chloe me sentía como uno más del equipo con su enorme tráiler.

Conduciendo en una noche tan insegura como aquélla —con el aguanieve a punto de convertirse en hielo— no había manera de meditar mucho tiempo. Los pensamientos saltaban ante mí. Fue así como vi que Chloe tenía la forma de una esposa, mientras que Kittredge seguía siendo mi dama. En la mayor parte de las relaciones amorosas, un beso puede hacernos recordar una boca que hemos conocido. Lubrica el matrimonio tener una esposa que nos haga recordar a otras mujeres. Muchas uniones conyugales son meras sublimaciones de orgías en las que uno jamás ha participado. Con Kittredge difícilmente disfrutaría de la promiscuidad de hacer el amor a una mujer que podría servir como sustituía de muchas.

Una vez, alrededor de un mes después de casarnos, me dijo:

—No hay nada peor que quebrantar los votos. Siempre he pensado que el universo se sostiene gracias a las pocas promesas solemnes que se cumplen. Hugh era horrendo. No se podía confiar en su palabra. Sé que no debería decirte esto, querido, pero cuando tú y yo empezamos, me pareció todo un logro. Supongo que era lo más valiente que había hecho hasta entonces.

—Nunca seas tan valiente conmigo —le dije, y no era una amenaza.

En el inseguro centro de mi voz, le estaba suplicando.

—No lo seré, jamás.

Bien podría haber tenido los ojos de un ángel si no hubiese sido por aquel trazo de niebla en el azul. Era una filósofa que siempre estaba tratando de percibir objetos a gran distancia.

—No —dijo—, hagamos una promesa. Honestidad absoluta entre nosotros. Si cualquiera de los dos tiene una relación con otra persona, debe decírselo al otro.

—Lo prometo —dije.

—Por Dios, con Hugh nunca estaba segura. ¿Será ésa una de las razones por las que se aferró a ese espantoso nombre de Harlot? Ramera. —Se interrumpió. Hiciera lo que hiciese, Harlot estaba ahora atado a una silla de ruedas —. Pobre Gobby —dijo por fin.

Cualquier compasión que pudiese sentir todavía por él estaba en ese apodo.

—¿Por qué Gobby?

Con Kittredge había un tiempo para cada cosa. Nunca se lo había preguntado antes.

—La vieja bestia de Dios. Ése es su nombre.

—Uno de sus nombres, de todos modos.

—Ah, querido. Me encanta poner nombres a la gente. Al menos a la gente que quiero. Es la única forma permitida de ser promiscuo. Ponernos miles de nombres.

Con los años me había enterado de algunos. Hugh tenía un bigote fino, de pelo entrecano, típico de un coronel inglés de caballería. Kittredge solía llamarlo Trimsky. «Tan brillante como León Trotski —decía—, pero diez veces mejor.» Más tarde descubrí que esa vez no había sido original. Fue Allen Dulles quien lo bautizó así. Fue durante la guerra, cuando Hugh trabajaba en Londres para la OSS. Al parecer, Dulles se lo dijo a Kittredge el día de la boda. Kittredge había estado loca por Allen Dulles desde que lo conoció en una fiesta en Georgetown a la que la llevaron sus padres durante las vacaciones de Pascua en su segundo año en Radcliffe. Ay, pobres los muchachos de Harvard que trataron de deslumbrar a Kittredge una vez que Allen Dulles le dio un beso en la mejilla para despedirse.

Poco tiempo después de la boda comenzó a usar el nombre de Trimsky para llamar a Hugh Tremont Montague. Él, a la vez, le ponía apodos. Uno era Ketchum, por Ketchum, Idaho (pues el nombre completo de Kittredge era Hadley Kittredge Gardiner; el primer nombre había sido tomado de Hadley Richardson, la primera mujer de Hemingway, a quien el padre de Kittredge, Rodman Knowles Gardiner, había conocido en París en los años veinte, y que, según él, era la «mujer más simpática del mundo»).

Me llevó bastante tiempo aprender la metamorfosis de los nombres de mi amada. Ketchup se evitó, pero por asociación de ideas, Ketchum pasó a ser durante un tiempo Pelirroja, lo que era perfecto, ya que el pelo de Kittredge era negro como el ala de un cuervo (y la piel blanca como el mármol). Supe cuánto podía llegar a sufrir un amante cuando Kittredge me confesó que, en noches notables, Hugh Montague la llamaba Llamarada. Quizá las personas de Inteligencia cambiaban los nombres como los muebles de una habitación.

De todos modos, Gobby era el apodo posmarital.

—Aborrecía —decía Kittredge— la idea de que no podía confiar en la honestidad personal de Gobby. ¿Prometes, querido, que habrá honestidad entre nosotros?

—La habrá.

En el recuerdo, el coche patinó durante un tiempo más largo de lo que se tarda en contarlo. La pared del bosque, en un costado, se me vino encima y el automóvil se desvió cuando giré el volante, de modo que me precipité peligrosamente a través del carril, hacia la otra pared de pinos en el borde opuesto de la carretera, que de repente se convirtió en el lado más próximo. Pensé por un instante que había muerto y era un diablo, porque la cabeza parecía puesta al revés; miraba, camino abajo, la curva de la que acababa de salir. Luego, tan lentamente como si estuviera en el mar en medio de un remolino, el camino empezó a dar vueltas. Interminablemente. Me sentía como una mota de polvo en una mesa giratoria. De pronto, el coche y yo empezamos a avanzar hacia delante otra vez. Había patinado noventa grados a la derecha, luego había dado una vuelta de trescientos sesenta grados en sentido contrario a las manecillas del reloj, no, de noventa grados más hasta encontrarme avanzando en forma recta, por fin, después de un giro de cuatrocientos cincuenta grados. Pero estaba más allá del miedo. Me sentía aturdido, como si hubiera caído de la ventana de un décimo piso y aterrizado en una red de bomberos. «Millones de criaturas —dije en voz alta al coche vacío— caminan por la tierra sin ser vistas, cuando estamos despiertos o dormidos.» Después de lo cual, mientras avanzaba a cuarenta kilómetros por hora, demasiado débil y eufórico como para detenerme, agregué, en honor a los versos que acababa de recitar: «Milton,
El paraíso perdido
». Entonces pensé que hacía un par de horas que Chloe y yo nos habíamos levantado de la cama para ir a un bar a tomar una copa de despedida. Nos sentamos en un reservado cuyos asientos de cuero de imitación rojo tenían agujeros por los que asomaba el relleno. Justo después de que nos trajeran las bebidas, tiré sin querer una de las copas con un movimiento del brazo; el cristal se rompió en pedazos tan intolerablemente pequeños que pareció que nada podía mantenernos unidos por más tiempo. Debido a ello Chloe y yo caímos en una desusada depresión, y en ese abatimiento seguíamos sumidos en el momento de decirnos adiós. La infidelidad flotaba en el ambiente como un fantasma horrendo.

Me puse a pensar en los millones de criaturas invisibles que caminaban por la tierra. ¿Susurrarían al oído de Kittredge mientras dormía, igual que una vez, hacía ya once años, me habían convocado a mí cuando ella se aprestaba a cortarse las venas? ¿Quién dirigía los sistemas de espionaje que regían en el océano de los espíritus? Para no causar una conmoción, un espía necesitaba pensamientos delgados como rayos láser. El espía que copiaba documentos secretos semana tras semana y año tras año, ¿podía librarse del miedo espantoso de que este mar sobrenatural de fechorías pudiera filtrarse en el sueño del hombre capaz de apresarlo?

En la zona de descanso había una cabina telefónica. Detuve el coche. Sentía pánico de hablar con Kittredge. De pronto, me pareció que si no me comunicaba con ella de inmediato, la última barrera entre nuestras mentes se desplomaría.

¿Qué puede aproximarse más a la era del hielo que una cabina telefónica corroída y picada de viruelas en una carretera congelada de Maine? Me vi obligado a pedir auxilio a la telefonista, que tuvo problemas para repetir el número de mi tarjeta de crédito. Movía las piernas para mantener el calor. Pasó un rato antes de que la maquinaria de la compañía telefónica surgiese de su gélido sopor. El teléfono sonó cuatro, cinco, seis veces y luego me estremecí de amor al oír el sonido de la voz de Kittredge. Recordé de pronto cómo mi corazón había reaccionado con igual júbilo una noche oscura en Vermont, cuando solo en una canoa vi que una galaxia de luz iluminaba cada ondulación de las negras aguas de la laguna al asomar la luna llena en la confluencia de dos redondas colinas. Con la certidumbre de un druida sentí que mi corazón se exaltaba. Conocí una extraña paz. Así también, la voz de Kittredge dio tranquilidad a los afligidos túneles de mi aliento. Era como si nunca antes hubiera oído su voz. Nadie podrá decir que no amaba a mi mujer, pues después de once años de matrimonio era capaz todavía de descubrir sus maravillas. La mayor parte de los tonos de voz me llegan a través de filtros y pantallas acústicas. Oigo a personas que controlan la laringe para transmitir calor o frío, honestidad, confianza, censura, aprobación. Tenemos voces falsas, aunque apenas lo sean. Después de todo, nuestro discurso es el primer instrumento de nuestra voluntad.

La voz de Kittredge surgió de su ser como una flor que se abre, sólo que yo nunca supe cuál era la primera floración. Su voz era tan sorprendente cuando estaba enojada como cuando expresaba amor; nunca estaba prevenida para un cambio de sentimientos. Sólo los que tienen la convicción (por modesta que sea) de que son una parte indispensable del universo, pueden hablar con esa falta de consideración por el modo en que los demás reciben su tono de voz.

—Harry, me alegra que llames. ¿Te encuentras bien? Hoy he tenido tantos presentimientos...

—Estoy bien. Pero la carretera es un desastre. Ni siquiera he llegado a Bucksport.

—¿Realmente estás bien? Suenas como si te acabaras de afeitar la nuez de Adán.

Reí con tanta fuerza como un empresario japonés turbado. Ella solía decir que si no fuera por mi prominente nuez de Adán yo sería tan alto, apuesto y moreno como Gary Cooper o Gregory Peck.

—Estoy bien —insistí—. Creo que necesitaba hablar contigo.

—Yo era quien necesitaba hablar contigo. ¿A que no imaginas lo que ha llegado hoy? Un telegrama de nuestro amigo. Es desmoralizador. Después de mostrarse agradable durante tanto tiempo, ahora parece totalmente trastornado.

Estaba hablando de Harlot.

—Bien —dije—, no puede ser tan malo. ¿Qué dice?

—Te lo diré después. —Hizo una pausa—. Harry, quiero que me prometas algo.

—Sí. —Lo sabía por el tono de su voz—. ¿Qué presentimiento tienes?

—Conduce con mucho cuidado. La marea está muy alta esta noche. Por favor, llámame apenas llegues al muelle. Desde aquí puedo oír cómo ruge el agua.

No, su voz no ocultaba nada. Los tonos volaban en todas las direcciones como si estuviera afanándose en un bote zarandeado por las olas.

—Tengo los pensamientos más extraños —dijo—. ¿No acabas de tener un patinazo terrible?

—Nunca he tenido uno peor —respondí.

Los cristales de la cabina telefónica estaban cubiertos de hielo, pero aun así el sudor corría por mi espalda. ¿Cuán cerca de mí podía estar sin enterarse del tumulto real?

—Estoy bien, te lo repito. Creo que lo peor ya ha pasado. O al menos eso me parece. —Me arriesgué—. ¿Se te ha ocurrido alguna otra idea?

—Estoy obsesionada con una mujer —dijo.

Asentí resueltamente. Me sentía como un boxeador que no está seguro de cuál de las dos manos de su oponente debería respetar más.

—¿Obsesionada con una mujer? —pregunté.

—Una mujer muerta —dijo Kittredge.

Podrán imaginar el alivio que sentí.

—¿De la familia?

—No.

Cuando murió la madre de Kittredge, me desperté más de una noche y vi a Kittredge sentada junto a la cama, con la espalda vuelta hacia mí, hablando animadamente con la pared desnuda en la cual (no se avergonzaba de decirlo) veía a su madre. (Cuánto tenía esto que ver con mi sueño deformado —llamémoslo así— de Augustus Farr es, por supuesto, una buena pregunta.) Sin embargo, en aquellas ocasiones estaba claro: Kittredge entraba en una especie de trance. Tal vez se encontraba totalmente despierta, pero sin reparar en mi existencia. Cuando a la mañana siguiente le contaba alguno de estos episodios, no sonreía ni me miraba con ceño. Mi relato de sus acciones no la perturbaba. Le parecía propio del reino de la noche que hubiera ocasiones en que los muertos que en vida habían estado cerca de uno hablaran desde el más allá. Por supuesto que su hijo Christopher nunca había vuelto, pero el golpe que había recibido prácticamente lo había destrozado. Su muerte era diferente. Había caído en el abismo sin fondo de la vanidad paterna. De este modo, su desaparición era definitiva, inalcanzable para cualquiera. Éste era el modo en que razonaba Kittredge.

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