—Con la ventaja —dijo Hunt— de que estamos más cerca de los valores morales de los griegos.
—Ja, ja. Un comentario maravillosamente incisivo —comentó Chevi.
Sus cualidades de actor me sorprendieron. Roger Clarkson, el primer oficial de caso, solía describirlo como algo más que un mediocre actor aficionado, pero Roger no había presenciado una improvisación como ésta. Chevi se había apoderado del pobre doctor Saavedra, lo habitaba.
—Señor —dijo Chevi—, espero que mis observaciones no lo ofendan, pero he sido testigo de la manera perentoria en que desalentó el interés, indudablemente ambicioso, que la señorita La Lengua demostró en relación con Benito Nardone. Debo aclarar que, en mi modesta opinión, usted está seriamente equivocado. —Libertad asintió—. Benito Nardone es un hombre del pueblo que por exigencias de su carrera política se ha visto obligado a abandonar a sus viejos amigos. Si logra ser presidente de este país, necesitará restaurar su credibilidad con el populacho. Esto sólo puede ser satisfecho por Libertad La Lengua. Ella es una mujer del pueblo que se ha convertido en una dama, igual que él en un caballero...
—Esa es una comparación disparatada —lo interrumpió Hunt.
Más tarde, Hunt me dijo que todo lo que Nardone necesitaba era una puta que todavía llevase encima el olor de su jefe de Policía.
El modestamente telepático Chevi lo interrumpió a su vez.
—Supongo, señor, que usted sentirá cierta preocupación natural por la ira del actual protector de esta dama, pero le aseguro que el personaje en cuestión se sentiría honrado de perder el amor de su vida y sacrificarlo por el futuro salvador del Uruguay.
—Sí —dijo Libertad—, Pedro aceptará la pérdida.
—Querida mía —dijo Hunt—, no me gustaría desalentar a nadie.
—Al principio, muchos argentinos no creyeron en Juan Perón y su Evita —dijo Libertad—. Sin embargo, esa gran dama cambió la historia, en buena medida.
—Estoy absolutamente de acuerdo —dijo Hunt—, y estoy seguro de que por intermedio de sus numerosas relaciones llegará usted a conocer a Benito y lo deslumbrará personalmente, como ha deslumbrado a muchos tipos importantes. Quizá llegue el día en que sus sueños se vuelvan realidad. Sin embargo, no puedo ayudarla directamente, pues ése no sería un papel apropiado para mí como huésped de su país que soy. —Había terminado de preparar los martinis y le entregó la copa con una sonrisa—. Permítame ofrecer un brindis por su belleza.
—Por su belleza —dijo Chevi, bebiéndose su martini de una sentada.
—Y otro brindis —prosiguió Hunt—, por Pedro Peones, un tipo espléndido, fuerte, sabio, de elevadas motivaciones.
Nos reímos todo lo que pudimos. Llegó la comida, que no era buena. Un pescado blando frito en un aceite algo rancio, servido con un arroz demasiado hecho. La comida no haría mucha mella en los martinis.
Chevi se encontraba en un estado de ánimo que ya había aprendido a reconocer. En el piso franco, me estaría preparando para una de sus rabietas.
—De todas las cosas sobre la tierra que sangran y crecen —dijo en inglés—, la hierba más estropeada es la mujer.
—¿Qué? —preguntó Hunt.
—Es de Eurípides —dijo Chevi—, de la traducción de
Medea
hecha por el profesor Gilbert Murray.
—Excelente —dijo Hunt.
Chevi levantó su copa.
—Lo felicito por sus martinis.
—Gracias —dijo Hunt, y vació la copa de un trago.
Nunca lo había visto beber tanto en el almuerzo. Sin duda necesitaba de todos sus recursos para no mostrarse interesado en Libertad.
La dama no se había dado por vencida. Me dirigió una mirada, y yo, sumiso, no pude sino asentir, como si estuviera a su servicio. Luego me tocó el tobillo con su pie.
Chevi se limitó a sonreír.
—¿Se da cuenta —preguntó— cuánto respeto siento por los estadounidenses? Valoro su gran poder y su seguridad.
—Acaba de expresar una opinión con la que estoy completamente de acuerdo —dijo Hunt.
—Por eso lamento tanto —dijo Chevi— que no podamos mantener conversaciones profundas con sus compatriotas. Hay en ellos cierta impermeabilidad.
—Conversar no vale de nada, solemos decir —comentó Hunt.
—Por el contrario —replicó Chevi—, yo prefiero citar a mis amados griegos: «Forjad vuestra lengua en un yunque de verdad, y lo que levante vuelo, aunque sólo sea una chispa, tendrá peso».
—¿Sófocles? —preguntó Hunt.
—No, señor.
—¿Píndaro?
—Por supuesto.
—Ahora recuerdo —dijo Hunt— una de las observaciones más jugosas de Tucídides. Acaba de acudir a mi memoria. En una paráfrasis, por supuesto.
—Las paráfrasis son aceptables, señor. Después de todo, Tucídides no es un poeta —respondió Chevi.
—El imperio tiene tres enemigos mortales —dijo Hunt—. El primero es la compasión, el segundo es el espíritu del trato equitativo, y el tercero el placer de la discusión. —Levantó una mano—. Ahora bien, mi país es único. Aceptamos el yugo de imperio que la historia nos ha impuesto, pero hacemos todos los esfuerzos posibles por quebrar las tres reglas férreas de la tiranía. Tratamos de ser compasivos. Bajo penosas circunstancias, intentamos ser justos, y, finalmente, reconozco que como bebedor me gusta una buena discusión.
No creo que estuviera borracho, sino autoembriagado. Los dos lo estaban. Era como si estuviesen a punto de amarse, o de abrazarse para arrojarse por un acantilado, pero, bajo el influjo de los dos martinis dobles, habían perdido todo interés en Libertad y en mí.
Por mi parte, debo confesar que estaba lo bastante borracho para refrenar mi impulso de decir, con orgullo: «Howard, éste es nuestro agente número uno, AV/ISPA». Nunca más beberé ginebra sobre un suelo resbaladizo.
—Sin embargo, los imperios —estaba diciendo Chevi—, deben renunciar a una relación estable entre dioses y hombres, ya que la naturaleza de ambos es gobernar cuando pueden hacerlo.
—De acuerdo —dijo Hunt—. Evidente.
—Por supuesto, si hay un solo Dios, los condenará por presumidos.
—
Hubris
—dijo Hunt—. No creo que mi país padezca de eso. Jamás olvide que si estamos en el siglo de los Estados Unidos, es sencillamente porque nos vemos obligados a ello. Una buena nación de alabarderos que ha aceptado la carga de liderar la guerra contra el comunismo, la guerra del cristianismo contra el materialismo.
—No, señor —dijo Chevi—. El comunismo es sólo su excusa. Tienen un imperio que perder, pero no saben quién lo ganará.
—Señor —dijo Hunt—, ¿está usted sugiriendo que somos odiados allí donde menos lo esperamos?
—Sí.
—Bien, los ingleses llamaban a eso «carga de poder». Ahora nos toca a nosotros soportarla. Le diré, doctor Saavedra —dijo Hunt con toda la dignidad implícita en la gran claridad del alcoholismo—, que no querríamos una amistad por demasiado poco.
Libertad bostezó.
—¿Aburrida? —le preguntó Hunt.
—No —dijo Libertad—. Deberíamos ir a mi ático y dedicarnos brindis mutuos.
—De verdad —dijo Chevi— no sé si me gustaría vivir en su imperio. Algunas veces lo veo como una comunidad de abejas que se aferran al líder en un éxtasis de entusiasmo y patriotismo.
—¿Seguimos con los griegos? —preguntó Hunt.
—No se sabe dónde termina Tucídides y empiezo yo. Después de todo, sólo soy el doctor Saavedra —dijo Chevi.
—Doctor —dijo Hunt—, sus últimos comentarios con respecto a mi país son pura basura.
—Con su permiso. Soy Saavedra Morales, un griego leal a Roma, un epígono del nuevo imperio, un acólito de Batista y Nardone. Políticamente hablando, estoy con usted. Eso se debe a que sólo tengo una vida y, después de considerarlo, usted y los suyos me reportan no pocas ventajas. Pero cuando hayamos desaparecido en las largas sombras de la historia, su lado, que es ahora mi lado, no ganará, sino que perderá. ¿Puede decirme por qué?
—No puedo concebir por qué. Según usted, ni siquiera sabemos contra quién peleamos.
—No lo saben. Usted y su pueblo jamás nos entenderán. Somos más profundos. Conocemos el cambio de la marea. Cuando en 1956 ese revolucionario único, Fidel Castro, llegó a Cuba, sólo perdió a doce de sus hombres. Fue emboscado por las tropas de Batista. Perseguido de día, perseguido de noche. Castro y su gente se escondieron entre campesinos pobres. A la quinta noche, Fidel dijo: «Los días de la dictadura están contados». Él sabía. Podía ver, Por la benevolencia de los rostros de los campesinos que los cobijaron, que Cuba estaba lista para un cambio profundo. Usted, señor, jamás podrá entendernos.
—Pero usted afirma que está conmigo —dijo Hunt—. Si está conmigo, ¿quién diablos es
nosotros
?
—Puede burlarse de mi uso de los pronombres, pero yo vivo en el medio de ellos.
Nosotros
son los pueblos morenos. Sí, comandante, los oscuros. Latinos, musulmanes, africanos, orientales. Esos somos
nosotros
. Usted jamás nos entenderá. No comprende que necesitamos el honor. Deseamos alzarnos sobre la vergüenza. Vea, señor. Hay momentos en que las personas como yo sienten que se han hundido tanto que no pueden recobrar el honor. Si lucho por ejecutar un acto bueno o valiente, aun cuando tenga éxito, descubro que todo lo que puedo recibir en mi corazón por un acto tan meritorio es una remisión temporal de la presencia constante de la vergüenza. Mi honor se ha perdido para siempre.
Hunt asintió sabiamente. Se necesitaría una ola más grande que la encarnación del doctor Saavedra para arrastrarlo.
—No es nuestra civilización estadounidense la causante de su sufrimiento, sino sus propios pecados, amigo —dijo mientras le alcanzaba a Chevi su martini. Después llenó su propia copa con el resto de lo que quedaba en la jarra—. Remitámonos a los hechos. Usted, sentado aquí, bebe mi alcohol y hace un gran discurso ceremonial sobre los morenos. Bien, ¿qué sabe usted, amigo? La piel oscura puede reflejar algo oscuro y autodestructivo en el alma. La intuición divina quizás está tratando de decirnos algo. ¿Oyó hablar alguna vez de los hijos de Ham?
—Sí, señor, es una superioridad racial a la que siempre se llega —respondió Chevi.
—No, señor —dijo Hunt—. Es apropiada. Me gustaría relatarle una historia.
Chevi hizo un ademán lánguido con una mano. Finalmente, la influencia de la ginebra había descendido sobre él.
—Usted habla, yo escucho —dijo.
—No se está apagando, ¿verdad, amigo?
—Adelante —dijo Chevi.
—Se refiere a mi padre —dijo Hunt—, de modo que podemos relajarnos un poco.
—Le pido perdón, señor.
—Aceptado. Puedo decirle que mi padre fue un hombre honorable —dijo Hunt—. Un abogado. Con los años llegó a ser juez. Un buen padre. Le enseñó a su hijo a pescar, a boxear, a montar a caballo, a usar un arma. Una vez, cuando yo tenía diez años, íbamos en coche por un camino lateral por los Everglades, en Florida.
—Sí —dijo Libertad—, cerca de Miami.
—De pronto topamos con una gran víbora de cascabel que tomaba el sol en la orilla de una zanja. Mi padre detuvo el coche y me dijo que sacara del maletero mi flamante escopeta de repetición, calibre 22, comprada el día anterior a mi cumpleaños. Descubrí, sin embargo, que era demasiado pesada para sostenerla, apuntar y disparar. Antes de que pudiera asustarme, mi padre cogió el arma, apuntó a la cabeza del reptil, y me alentó para que apretase el gatillo. Todavía hoy la piel de esa víbora está en una pared de mi casa. —Asintió—. Y todavía hoy recuerdo los lazos de confianza y amistad que me unían a mi padre a los diez años.
Kittredge, yo estaba bastante borracho, pero no tan obnubilado para no recordar que Hunt había usado una versión más larga del mismo discurso —porque puedes estar segura de que eso es lo que es— hace un par de noches en la estancia, después de que Nardone le pidiera que dirigiese unas palabras al grupo allí reunido. Pensé que era una torpeza por parte de Hunt repetirlo tan pronto delante de mí, pero pasó la prueba con un guiño. Tenía los ojos iluminados por la ginebra; créeme si te digo que era una figura verdaderamente luminosa.
—Sí —continuó Hunt—, mi padre era un hombre valiente. En una ocasión su socio en el bufete de Florida se fugó a La Habana con varios miles de dólares. Mi padre sacó su automática Browning del cajón del escritorio, se la puso en el bolsillo, compró un pasaje en «Pan Am» y esa misma noche tomó un avión rumbo a La Habana. Una vez allí, recorrió los bares hasta que dio con su socio en el Sloppy Joe's. Se dirigió a él, extendió la mano para que le entregase el dinero y recibió todo lo que aún no se había gastado en mujeres, bebida y juego. Un hombre compasivo, mi padre. No denunció a su ex socio. Años más tarde, a veces compartía una copa con él.
—Fenomenal —dijo Libertad.
—Muy bien —dijo Hunt—. Hoy en día, en Carrasco, a dos manzanas de mi casa, vive el coronel Jacobo Arbenz, que acaba de regresar de Checoslovaquia, detrás del Telón de Acero. Hablo de él porque hace cuatro años contribuí a derrocarlo, a él y a su gobierno procomunista.
—Qué golpe, maestro —comentó Libertad.
—Ahora el coronel Arbenz y yo nos saludamos en el club de golf. Éstos son tiempos curiosos, liberales diríase, pero nunca aceptaré a ese caballero con sus simpatías por el comunismo como a mi verdadero vecino. Siempre recordaré a mi padre. Verán, el padre del coronel Arbenz se suicidó. Se llenó la boca de agua, se llevó una pistola a los labios, y apretó el gatillo. Este modo de autodestrucción asegura el más prodigioso desarreglo posterior al hecho.
La última frase es la traducción casi literal de lo que Hunt dijo en español, y debo agregar que no pudo evitar sonreír, a pesar de la expresión de desagrado que había en el rostro de Libertad.
—Señores, señorita, relato este hecho no para regodearme con la desgracia familiar del coronel Arbenz, sino para señalar que la diferencia entre nuestros padres está relacionada con la diferencia entre las distintas filosofías de libertad y autoritarismo.
»De modo que le digo a usted, doctor Saavedra, que rechazo su concepto de que mi país llegue jamás a privar a los distintos pueblos y naciones que dice representar de algo que se asemeja tanto a la esencia humana inviolable como el honor mismo. No, señor. Verá, fue mi padre quien fomentó en mí el interés por los griegos, y fue por ello que más adelante, ya en la universidad, me dediqué al estudio de los clásicos. Hasta me obligó a memorizar una gran declaración de Aristóteles. Sí, señor, Aristóteles me dijo que hay una vida superior a la Humanidad, una vida que los hombres sólo pueden encontrar si descubren dentro de sí mismos ese algo especial que es divino. ¿Está lo bastante sobrio para seguirme? Cito: «No escuchéis a quienes os exhortan a limitaros a los modestos pensamientos humanos. No. Vivid, en cambio, de acuerdo con lo superior que hay dentro de vosotros. Pues aunque pueda ser pequeño en poder y en valor, es más elevado que el resto».