—Si ustedes no mandan algo más…
El cura sonrió.
—Lleve la criatura a dormir, que se está cayendo de sueño.
—No se preocupe; ya no se duerme. ¿Verdad, Pedrito, que ya no te duermes?
El niño volvió a murmurar algo y se apretó fuertemente a su madre. Sonsoles se retiró.
El alcalde tomó la palabra:
—Diga usted, Sánchez; ¿en la feria quiénes estaban?
—Según a qué hora. Porque la cosa ha ocurrido, al parecer, de una forma imprevista. Seguramente las dos parejas se han puesto en persecución de los malhechores. Y en el campo, ya sabe usted, no se puede precisar nada.
—De la Comandancia han comunicado algo.
—Sí, pero hasta que se sepa… Yo creo que si ustedes aguardan… lo sabremos en seguida. No pueden tardar en comunicárnoslo. Una u otra pareja nos llamarán.
—Pues esperaremos —añadió el cura.
Los tres quedaron silenciosos.
El cura combinó en su vaso café, coñac y agua. Bebió la mezcla de un sorbo.
—Hace un calor endiablado.
—A la noche se formará una tormenta —afirmó el alcalde.
El patio del castillo tenía una media rodaja de sombra. En la sombra estaba tumbado un perro, con el vientre pegado a la tierra, resollando agitadamente.
Ernesta entró en la casa de Sonsoles.
—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo? ¿Por qué han venido el cura y el alcalde, Sonsoles? Di: ¿ha ocurrido algo?
—No ha ocurrido nada que yo sepa, Ernesta; han venido porque tendrán que resolver algún asunto. Ya sabes, otras veces también suelen subir.
—Pero a esta hora… No, Sonsoles, no; algo ha debido ocurrir. Tú tienes que saberlo, tú tienes que saberlo…
—No seas tan nerviosa, mujer. No ha ocurrido nada, o por lo menos yo no sé nada. Si lo supiera, te lo diría. ¡Cómo no te lo iba a decir!
Sonsoles acompañó hasta la puerta a Ernesta. Le empujaba suavemente de la espalda.
—Te prometo que en cuanto sepa algo, te llamo.
Felisa estaba descolgando la ropa, puesta a secar en la galería.
—¿Qué pasa —dijo—, qué le pasa a esa chiquilla, Sonsoles?
—Nada, nada, que está nerviosa.
—Y ¿porqué está nerviosa?
—Yo qué sé. Dice… bueno ahora te lo cuento.
Pedro, el hijo de Sonsoles, se acercó a la sombra donde el perro dormitaba. Le tiró de una oreja. El perro hizo un movimiento extraño. Se levantó y se fue a tender a unos pasos. Pedro se acercó de nuevo y volvió a molestarle. El perro aulló y se levantó, pero esta vez no se tendió a los pocos metros en el suelo; se quedó plantado con la cabeza baja, esperando el movimiento del chico. El chico fue hacia él y le dio una patada. El perro trotó cansinamente hacia la luz. Sonsoles gritó a su hijo:
—Niño, no tengas mala entraña, deja al perro descansar.
El niño se alejó. El perro dio la vuelta y se volvió a tender en el mismo lugar que ocupaba la primera vez.
Felisa y Sonsoles conversaban.
—¿Qué le pasaba a Ernesta?
Sonsoles movió la cabeza a un lado y a otro. Preocupó el gesto.
—Le pasaba lo que me pasa a mí. Está… no sé cómo decírtelo… algo ha debido de ocurrir… algo grave. El señor cura y el alcalde no hubieran venido.
—Tú, entonces… tú crees… No, no ha debido de ocurrir nada. No, no nos debemos preocupar. Además, tú y yo tenemos a los nuestros aquí.
—Sí, es verdad, los nuestros están aquí, pero podrían estar en el campo.
Felisa miró hacia la muralla.
—No tengo razón; podrían estar, como tú dices, en el campo.
Las dos mujeres cambiaron palabras casi murmuradas. Sonsoles explicaba detenidamente:
—Quisiera cambiar. Marcharnos a algún sitio diferente. Estas piedras, no sé… a cualquiera volverían loco. Estas piedras, este calor, este no estar sobre el mundo…
Paseaban a lo largo de la galería…
* * *
Cuando Sonsoles llegó al pueblo de su padre, no fue bien recibida por sus tíos. Sin embargo, la casa se le pobló de sensaciones y recuerdos de su infancia. Veía, donde la vista no alcanzaba a columbrar, los amigables, tiernos, presentes, aunque remotos, instantes de descubrimientos infantiles. Allí estaban aguardándola los irreproducibles cantos que solamente el recuerdo guarda en su arca de los años. Cada cosa, cada objeto, cada pequeña, brevísima brizna de lo que le fue familiar, se transformaba en algo que cobraba realidad y crecía hasta embargarla y trasladarla a lo pasado. Fue conquistando el presente a través del pasado y olvidó lo que debía olvidar.
Sonsoles comenzó una nueva vida, unida al pasado por la infancia. Volvió sobre sí y se reconquistó. Recogió de sus lejanas experiencias un como poso de serenidad.
Pedro Sánchez estaba en el puesto del pueblo.
Un día, Sonsoles habló con Pedro Sánchez. Fueron palabras simples y tímidas las que cambiaron. Volvieron a conversar. Volvieron a verse a menudo. Llegaron a llenar la charla casi cotidiana de dudas y reticencias. Primero se les iba en un intercambio formal de preguntas y respuestas. Luego las preguntas cobraron sentido y fueron haciéndose, dentro de su vaguedad y falta de importancia, maduras y como minadas de algo oculto y común que los acercaba. Al fin, aquella niebla fue tomando cuerpo adensándose, compenetrándolos dentro de su formación. Pedro Sánchez y Sonsoles fueron novios poco tiempo. Un verano se casaron. Los parientes se alegraron. La boda coincidió con el traslado de Pedro a otro puesto.
* * *
Sonsoles arreglaba la ropa de un armario. La llamaron desde la puerta. Era una voz con un dejo hombruno, que ella inmediatamente atribuyó a María. María entró.
María Ruiz estaba casada con el guardia Baldomero Ruiz. No tenían hijos. María estaba disgustada en el castillo porque no podía ejercer de maestra, y sus conversaciones versaban siempre sobre el mismo tema: lo bien que ella y su marido podrían vivir en caso de que les coincidieran las obligaciones de él con una vacante de maestra. María Ruiz mostraba domésticamente cierto descuido en el vestir; sin embargo, cuando los domingos bajaban al pueblo a oír misa, ella era siempre la mejor vestida. En el castillo no la preocupaban las formas.
María se acercaba a los cuarenta años de edad; su marido era más joven. Tenía unos labios perfilados, delgados, como si la boca se la hubieran partido de un tajo, y cuando se reía mostraba unos dientes largos, amarillos, que producían en el que los contemplaba cierto malestar. María hablaba mal de todo el mundo por sistema y era la que llevaba o traía al castillo los chismes del pueblo.
Alguna vez Carmen, la mujer de Cecilio Jiménez, había dicho de María que parecía una escoba con faldas. María, delgada y con el pelo normalmente enmarañado, parecía una escoba, pero una escoba a medio vestir, mostrando sus descarnadas piernas bajo unas faldas muy cortas; mostrando su descarnado pecho en un escote muy abierto.
María Ruiz le dijo a Sonsoles:
—Buenas tardes, querida. ¿Tú sabes qué demonios han venido a hacer aquí el cura y el berzas del alcalde?
Sonsoles continuó su labor. Pidió a María:
—¿Quieres hacerme el favor de acercarme las sábanas esas?
María se las acercó. Añadió:
—¿Tú sabes a qué han venido?
—Sé lo mismo que tú. Llevan media hora con Pedro y no me he enterado de nada.
—Poco bueno puede traer esa gente. Deberías ir a enterarte. Pregúntale a Pedro.
—Y ¿por qué no vas tú?
María cambió de tono.
—Oye, ¿tú qué crees que traerán entre manos?
—Pues no lo sé. Hace un rato me lo preguntó también Ernesta. Sé lo mismo que vosotras: nada.
En el Cuerpo de Guardia sonó el timbre del teléfono. Pedro Sánchez cogió el aparato.
—Sí… ¿Quién?… ¿Todavía no se sabe? ¿No lo han comunicado? ¿Herido?… ¿Muerto?… ¿Que no se sabe? Gracias.
El cura y el alcalde prestaban atención a la conversación telefónica. El hijo de Pedro Sánchez entró en el momento en que su padre colgaba el teléfono.
—Papá, papá, ¿me puedo ir con los demás a explorar la acequia?
El cura le interrumpió.
—Calla, niño.
El chiquillo se asustó. Pedro Sánchez le conminó.
—Vete de aquí, Pedrito.
—¿Puedo ir a la acequia?
—Sí, vete.
Pedro Sánchez se sentó de golpe en la silla.
—Nada claro, ¿eh? —dijo el alcalde.
Pedro Sánchez le miró fijamente. Sintió odio por aquel hombre. Guardó las apariencias.
El cura se levantó. Le imitó el alcalde.
—Nosotros nos vamos. Si tienen nuevas noticias, hacen el favor de llamarnos al Ayuntamiento.
Pedro Sánchez se ajustó las cartucheras.
—Voy con ustedes hasta la puerta.
—Muchas gracias.
El cura marchaba en medio, entre el guardia y el alcalde. Al llegar a la puerta, donde Ruipérez montaba la guardia, el cura le dijo:
—Ha sido una desgracia, pero el criminal las pagará. Adiós, no dejen de avisar.
—A sus órdenes. Muy buenas tardes.
Quedaron solos los guardias. Ruipérez preguntó, muy excitado:
—¿A quién fue?
—Por teléfono me han dicho que hay confusión. Las dos parejas salieron al campo.
En la acequia los niños exploraban entre su rara vegetación. Habían descubierto un sapo. Con dos palos lo alzaron al ribazo. Pedro gritaba:
—No lo toquéis, que os meará. Si os mea, os quedaréis calvos.
Uno de los hijos de Ruipérez empujó al sapo con el pie.
—¡Qué va a mear, qué va a mear! ¡Tonterías!
—¡Que sí —afirmó Pedro—, que si os mea os quedaréis calvos!
—Tú lo que tienes, es miedo —afirmó otro chico.
—A que no lo coges con la mano como yo…
Los chicos se rieron. Uno de ellos atravesó con un palo el cuerpo blando, edredonado del sapo y se lo acercó a la cara a Pedro.
—Que te mea, que te mea, chacho.
* * *
Sonsoles y Pedro llegaron al pueblo un mediodía de primavera. El autobús que los dejó en la plaza, siguió por la carretera, larga, recta y estrecha, que partía hacia el verdor de los campos desde la misma puerta del Ayuntamiento. El autobús se fue empequeñeciendo en la distancia, en la contemplación de Sonsoles, que lo seguía con alegría y nostalgia a un mismo tiempo. Castilla verde y la alegría en el autobús. Ruidos del motor, conversaciones de los pasajeros, tumulto en las paradas, líos de ropas, sacos, aves domésticas… El conductor, impasible, contestaba con monosílabos a las preguntas de dos aldeanos jóvenes que venían de la capital. Sonsoles ayudó a su marido a transportar el equipaje. Hicieron frecuentes paradas hasta llegar al castillo. Cuando vio el castillo, su grandeza, su solemne asentamiento sobre el cerro, preguntó a Pedro:
—¿Y ahí vamos a vivir?
—Ahí. ¿Te parece mal?
—No, Pedro, pero asusta tener que vivir en un sitio tan grande.
Pedro se rió.
—Acabará pareciéndote chiquito. Ya lo verás.
Comenzó a parecerle pequeño el castillo a los pocos días de vivir en él. Las mujeres de los compañeros de Pedro la trataban cariñosamente. Le hicieron confidencias. Con el tiempo fueron cambiando, trasladándose. De alguna solamente conservaba un recuerdo borroso, un detalle insignificante, un algo esencial que le servía para su identificación en el recuerdo. El castillo fue un almacén de hastío, un derrumbamiento de horizontes, para Sonsoles. Preguntaba:
—Pedro, ¿sabes cuándo te trasladarán?
—He vuelto a hacer una instancia.
—¿Y no tienes noticias?
—No. El cabo me dijo que había rumores en la Comandancia de posibles traslados.
Sonsoles cruzaba los brazos sobre el pecho.
—Ojalá fuera mañana. Ojalá fuera ahora mismo.
Cuando nació el hijo, Sonsoles se serenó. Deseaba marcharse, pero no tan anhelosamente. Deseaba marcharse por otras razones.
Iba pasando el tiempo. La vida transcurría lenta y simple. Pedro se olvidaba de sus instancias. Salía al campo; volvía.
Volvía unas veces mojado, otras sudoroso, siempre cansado.
—Sonsoles, ¿hay agua caliente?
—Sí, la tengo preparada.
—Sonsoles, ¿ha llegado el periódico?
—Sí.
Pedro metía los pies en un barreño, fumaba y leía concienzudamente el periódico. No dejaba nada por leer. De pronto interrumpía el silencio.
—¿Has visto esto, Sonsoles?
—No, no he leído nada.
—Los aliados avanzan, pero no podrán con Alemania. A última hora Hitler sacará alguna arma secreta. Ya lo has de ver. —Y hacía comentarios—. Alemania es un pueblo muy disciplinado. Un pueblo que sabe lo que quiere. Si nosotros fuéramos como ellos, volveríamos a conquistar el mundo.
Doblaba el periódico cuando el llanto del niño en la cuna llegaba a sus oídos.
—¿Qué le pasa a la criatura?
—¡Qué quieres que le pase!
—Llora; tendrá hambre, o se habrá ensuciado.
Reclinaba la cabeza y contemplaba sus pies en el agua con sal del barreño.
—Algo debe de funcionarle mal a Alemania; los demás no podrían con ella. Es un pueblo muy disciplinado, un pueblo de auténticos soldados…
—Deja ya a Alemania, hombre. Anda, saca los pies del cacharro y dime qué quieres cenar.
Y otro año.
Llegaba aterido. El campo estaba blanco de escarcha. Por encima de la neblina brillaba alta la luna.
—¿Está la cena?
—Esperándote.
—Como siga este tiempo, se va a helar hasta el mar.
Entraba la mujer de un compañero.
—¡Hola, Pedro! Frío, ¿eh?
—Sí, mucho —contestaba de mala gana.
—Buen oficio habéis escogido. En el invierno os heláis en el campo y en el verano os achicharráis.
—Peores los hay.
Y otro año, cuando ya el niño corría de una a otra habitación.
—Estáte quieto, Pedrito, y no molestes más a tu padre.
—Déjalo, mujer, que no me molesta.
En la cabeza de Sonsoles aparecieron las primeras canas. El trabajo cotidiano, monótono, igual, la desgastaba suave, paulatinamente…
Pedro, el hijo, corría por el patio del castillo. Buscaba grillos con los compañeros, hacía cruces de paja, guardaba hojas secas, apretaba la nieve hasta hacer bolas.
Los domingos bajaban a oír misa al pueblo. Solían quedarse un rato si el tiempo era bueno, charlando en los soportales de la plaza o delante de la iglesia. Los guardias con los hombres, que les hablaban con gran respeto. Las mujeres con las vecinas, en conversaciones domésticas o sobre futuras fiestas, que, concebían en la imaginación grandiosas y luego eran, en realidad, diminutas y aburridas.