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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (13 page)

BOOK: El general en su laberinto
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Tratando de impedir el desastre final, el general volvía a Santa Fe con un cuerpo de tropa, y esperaba reunir otros en el camino para empezar una vez más los esfuerzos de integración. Entonces había dicho que aquél era su momento decisivo, tal como había dicho cuando se fue a impedir la separación de Venezuela. Un poco más de reflexión le habría permitido comprender que desde casi veinte años atrás no hubo un instante de su vida que no fuera decisivo. «Toda la iglesia, todo el ejército, la inmensa mayoría de la nación estaba por mí», escribiría más tarde, rememorando aquellos días. Pero a pesar de todas estas ventajas, dijo, ya se había probado repetidas veces que cuando se alejaba del sur para marchar al norte, y viceversa, el país que dejaba se perdía a sus espaldas, y nuevas guerras civiles lo arruinaban. Era su destino.

La prensa santanderista no desperdiciaba ocasión de atribuir las derrotas militares a sus desafueros nocturnos. Entre otros muchos infundíos destinados a menguar su gloria, se publicó en Santa Fe por esos días que no había sido él sino el general Santander quien comandó la batalla de Boyacá, con la cual se selló la independencia el 7 de agosto de 1819, a las siete de la mañana, mientras él se complacía en Tunja con una dama de mala fama de la sociedad virreinal.

En todo caso, la prensa santanderista no era la única que evocaba sus noches libertinas para desacreditarlo. Desde antes de la victoria se decía que por lo menos tres batallas se habían perdido en las guerras de independencia sólo porque él no estaba donde debía sino en la cama de una mujer. En Mompox, durante otra visita, pasó por la calle del medio una caravana de mujeres de diversas edades y colores, que dejaron el aire saturado de un perfume envilecido. Montaban a la amazona, y llevaban sombrillas de raso estampado y vestidos de sedas primorosas, como no se habían visto otras en la ciudad. Nadie desmintió la suposición de que eran las concubinas del general que se le adelantaban en el viaje. Suposición falsa, como tantas otras, pues sus serrallos de guerra fueron una de las muchas fábulas de salón que lo persiguieron hasta más allá de la muerte.

No eran nuevos aquellos métodos de las informaciones torcidas. El mismo general los había utilizado durante la guerra contra España, cuando ordenó a Santander que imprimiera noticias falsas para engañar a los comandantes españoles. De modo que ya instaurada la república, cuando él le reclamó al mismo Santander el mal uso que hacía de su prensa, éste le contestó con su sarcasmo exquisito:

«Tuvimos un buen maestro, Excelencia».

«Un mal maestro», replicó el general, «pues usted recordará que las noticias que inventamos se volvieron contra nosotros».

Era tan sensible a todo cuanto se dijera de él, falso o cierto, que no se repuso nunca de ningún infundio, y hasta la hora de su muerte estuvo luchando por desmentirlos. Sin embargo, fue poco lo que se cuidó de ellos. Como otras veces, también en su paso anterior por Mompox se jugó la gloria por una mujer.

Se llamaba Josefa Sagrario, y era una momposina de alcurnia que se abrió paso a través de los siete puestos de guardia, embozada con un hábito de franciscano y con el santo y seña que José Palacios le había dado: "Tierra de Dios". Era tan blanca que el resplandor de su cuerpo la hacía visible en la oscuridad. Aquella noche, además, había logrado superar el prodigio de su hermosura con el de su ornamento, pues se había colgado por el frente y por la espalda del vestido una coraza hecha con la fantástica orfebrería local. Tanto, que cuando él quiso llevarla en brazos a la hamaca, apenas si pudo levantarla por el peso del oro. Al amanecer, después de una noche desmandada, ella sintió el espanto de la fugacidad, y le suplicó que se quedara una noche más.

Fue un riesgo inmenso, pues según los servicios confidenciales del general, Santander tenía dispuesta una conjura para quitarle el poder y desmembrar a Colombia. Pero se quedó, y no una noche. Se quedó diez, y fueron tan felices que ambos llegaron a creer que de veras se amaban más que nadie jamás en este mundo.

Ella le dejó su oro. «Para tus guerras», le dijo. Él no lo usó por el escrúpulo de que era una fortuna ganada en la cama, y por tanto mal habida, y se la dejó en custodia a un amigo. La olvidó. En su última visita a Mompox, después del empacho de las guayabas, el general hizo abrir el cofre para verificar el inventario, y sólo entonces lo encontró en la memoria con su nombre y su fecha.

Era una visión de prodigio: la coraza de oro de Josefa Sagrario compuesta por toda clase de primores de orfebrería con un peso total de treinta libras. Había además un cajón con veintitrés tenedores, veinticuatro cuchillos, veinticuatro cucharas, veintitrés cucharitas, y unas tenazas pequeñas para coger el azúcar, todo de oro, y otros útiles domésticos de gran valor, también dejados bajo custodia en diversas ocasiones, y también olvidados. En el desorden fabuloso de los caudales del general, esos hallazgos en los sitios menos pensados habían terminado por no sorprender a nadie. El dio instrucciones de que incorporaran los cubiertos a su equipaje, y que el baúl de oro le fuera devuelto a su dueña. Pero el padre rector de San Pedro Apóstol lo dejó atónito con la noticia de que Josefa Sagrario vivía desterrada en Italia por conspirar contra la seguridad del estado.

«Vainas de Santander, por supuesto», dijo el general.

«No, general», dijo el párroco. «Los desterró usted mismo sin darse cuenta por las peloteras del año de veintiocho».

Dejó el cofre de oro donde estaba, mientras se aclaraban las cosas, y no se preocupó más por el destierro. Pues estaba seguro, según dijo a José Palacios, de que Josefa Sagrario iba a regresar en el tumulto de sus enemigos proscritos tan pronto como él perdiera de vista las costas de Cartagena.

«Ya Casandro debe estar haciendo sus baúles», dijo.

En efecto, muchos desterrados empezaron a repatriarse tan pronto como supieron que él había emprendido el viaje a Europa. Pero el general Santander, que era un hombre de cavilaciones parsimoniosas y determinaciones insondables, fue uno de los últimos. La noticia de la renuncia lo puso en estado de alerta, pero no dio señales de regresar, ni apresuró los ávidos viajes de estudio que había emprendido por los países de Europa desde que desembarcó en Hamburgo en octubre del año anterior. El 2 de marzo de 1831, estando en Florencia, leyó en
Il Journal du Com
merce
que el general había muerto. Sin embargo, no inició su lento regreso hasta seis meses después, cuando un nuevo gobierno le restableció sus grados y honores militares, y el congreso lo eligió en ausencia presidente de la república.

Antes de zarpar de Mompox, el general hizo una visita de desagravio a Lorenzo Cárcamo, su antiguo compañero de guerras. Sólo entonces supo que estaba enfermo de gravedad, y que se había levantado la tarde anterior sólo para saludarlo. A pesar de los estragos de la enfermedad, tenía que forzarse para dominar el poder de su cuerpo, y hablaba a truenos, mientras se secaba con las almohadas un manantial de lágrimas que fluía de sus ojos sin relación alguna con su estado de ánimo.

Se lamentaron juntos de sus males, se dolieron de la frivolidad de los pueblos y las ingratitudes de la victoria, y se ensañaron contra Santander, que fue siempre un tema obligado para ellos. Pocas veces el general había sido tan explícito. Durante la campaña de 1813, Lorenzo Cárcamo había sido testigo de un violento altercado entre el general y Santander, cuando éste se negó a obedecer la orden de cruzar la frontera para liberar a Venezuela por segunda vez. El general Cárcamo seguía pensando que aquél había sido el origen de una amargura recóndita que el curso de la historia no hizo más que recrudecer.

El general creía, al contrario, que ése no fue el final sino el principio de una grande amistad. Tampoco era cierto que el origen de la discordia fueran los privilegios regalados al general Páez, ni la desventurada constitución de Bolivia, ni la investidura imperial que el general aceptó en el Perú, ni la presidencia y el senado vitalicios con que soñó para Colombia, ni los poderes absolutos que asumió después de la Convención de Ocaña. No: no fueron ésos ni otros tantos los motivos que causaron la terrible ojeriza que se fue agriando a través de los años, hasta culminar con el atentado del 25 de septiembre. «La verdadera causa fue que Santander no pudo asimilar nunca la idea de que este continente fuera un solo país», dijo el general. «La unidad de América le quedaba grande». Miró a Lorenzo Cárcamo tendido en la cama como en el último campo de batalla de una guerra perdida desde siempre, y puso término a la visita.

«Claro que nada de esto vale nada después de muerta la difunta», dijo.

Lorenzo Cárcamo lo vio levantarse, triste y desguarnecido, y se dio cuenta de que los recuerdos le pesaban más que los años, igual que a él. Cuando le retuvo la mano entre las suyas, se dio cuenta además de que ambos tenían fiebre, y se preguntó de cuál de los dos sería la muerte que les impediría verse otra vez.

«¡Se echó a perder el mundo, viejo Simón», dijo Lorenzo Cárcamo.

«Nos lo echaron a perder», dijo el general. «Y lo único que queda ahora es empezar otra vez desde el principio».

«Y lo vamos a hacer», dijo Lorenzo Cárcamo.

«Yo no», dijo el general. «A mí sólo me falta que me boten en el cajón de la basura».

Lorenzo Cárcamo le dio de recuerdo un par de pistolas en un precioso estuche de raso carmesí. Sabía que al general no le gustaban las armas de fuego, y que en sus escasos lances personales se había encomendado a la espada. Pero aquellas pistolas tenían el valor moral de haber sido usadas con fortuna en un duelo por amor, y el general las recibió emocionado. Pocos días después, en Turbaco, había de alcanzarlo la noticia de que el general Cárcamo había muerto.

El viaje se reanudó con buenos augurios al caer la tarde del domingo 21 de mayo. Más impulsados por las aguas propicias que por los bogas, los champanes dejaban atrás los precipicios de pizarra y los espejismos de los playones. Las balsas de troncos que ahora encontraban en número mayor parecían más veloces. Al contrario de las que vieron los primeros días, en éstas habían construido casitas de ensueño con tiestos de flores y ropa puesta a secar en las ventanas, y llevaban gallineros de alambre, vacas de leche, niños decrépitos que se quedaban haciendo señales de adiós a los champanes mucho después de que habían pasado. Viajaron toda la noche por un remanso de estrellas. Al amanecer, brillante bajo los primeros soles, avistaron la población de Zambrano.

Bajo la enorme ceiba del puerto los esperaba don Cástulo Campillo, llamado El Nene, que tenía en su casa un sancocho costeño en honor del general. La invitación se inspiraba en la leyenda de que en su primera visita a Zambrano él había almorzado en una fonda de mala muerte en el peñón del puerto, y había dicho que aunque sólo fuera por el suculento sancocho costeño tenía que regresar una vez al año. La dueña de la fonda se impresionó tanto con la importancia del comensal, que mandó a pedir platos y cubiertos prestados a la casa distinguida de la familia Campillo. No eran muchos los pormenores que el general recordaba de aquella ocasión, ni él ni José Palacios estaban seguros de que el sancocho costeño fuera lo mismo que el hervido de carne gorda de Venezuela. Sin embargo, el general Carreño creía que era lo mismo, y que en efecto lo habían comido en el peñón del puerto, pero no durante la campaña del río sino cuando estuvieron allí tres años antes en el bote de vapor. El general, cada vez más inquieto con las goteras de su memoria, aceptó el testimonio con humildad.

El almuerzo para los granaderos de la guardia fue bajo los grandes almendros del patio de la casa señorial de los Campillo, y servido sobre tablas de madera con hojas de plátano en vez de manteles. En la terraza interior, dominando el patio, había una mesa espléndida para el general y sus oficiales y unos pocos invitados, puesta con todo rigor a la manera inglesa. La dueña de casa explicó que la noticia de Mompox los había sorprendido a las cuatro de la madrugada, y apenas si habían tenido tiempo de sacrificar la res mejor criada de sus potreros. Allí estaba, cortada en presas suculentas y hervida a fuego alegre en grandes aguas, junto con todos los frutos de la huerta.

La noticia de que le tenían listo un agasajo sin anuncio previo le había avinagrado el humor al general, y José Palacios tuvo que apelar a sus mejores artes de conciliador para que aceptara desembarcar. El ambiente acogedor de la fiesta le compuso el ánimo. Elogió con razón el buen gusto de la casa y la dulzura de las jóvenes de la familia, tímidas y serviciales, que atendieron la mesa de honor con una fluidez a la antigua. Elogió, sobre todo, la pureza de la vajilla y el timbre de los cubiertos de plata fina con los emblemas heráldicos de alguna casa arrasada por la fatalidad de los nuevos tiempos, pero comió con los suyos.

La única contrariedad se la causó un francés que vivía al amparo de los Campillo, y que asistió al almuerzo con unas ansias insaciables de demostrar ante tan insignes huéspedes sus conocimientos universales sobre los enigmas de esta vida y la otra. Lo había perdido todo en un naufragio, y ocupaba la mitad de la casa desde hacía casi un año con su séquito de ayudantes y criados, a la espera de unos auxilios inciertos que debían llegarle de la Nueva Orleáns. José Palacios supo que se llamaba Diocles Atlantique, pero no pudo establecer cuál era su ciencia ni el género de su misión en la Nueva Granada. Desnudo y con un tridente en la mano habría sido igual al rey Neptuno, y tenía bien establecida en el pueblo una reputación de grosero y desaliñado. Pero el almuerzo con el general lo excitó de tal modo que llegó a la mesa recién bañado y con las uñas limpias, y vestido en el bochorno de mayo como en los salones invernales de París, con la casaca azul de botones dorados y el pantalón a rayas de la vieja moda del Directorio.

Desde el primer saludo sentó una cátedra enciclopédica en un castellano limpio. Contó que un condiscípulo suyo en la escuela primaria de Grenoble acababa de descifrar los jeroglíficos egipcios después de catorce años de insomnio. Que el maíz no era originario de México sino de una región de la Mesopotamia, donde se habían encontrado fósiles anteriores a la llegada de Colón a las Antillas. Que los asirios obtuvieron pruebas experimentales de la influencia de los astros en las enfermedades. Que al contrario de lo que decía una enciclopedia reciente, los griegos no conocieron los gatos hasta el 400 antes de Cristo. Mientras pontificaba sin tregua sobre éstos y otros muchos asuntos, sólo hacía pausas de emergencia para lamentarse de los defectos culturales de la cocina criolla.

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