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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (8 page)

BOOK: El general en su laberinto
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Se despidió de todos con un fuerte apretón de manos, como lo hacía siempre al levantarse de la mesa para indicar que el juego no había lastimado los afectos, y volvió al dormitorio. José Palacios se había dormido en el suelo, pero se incorporó al verlo entrar. Él se desvistió a toda prisa, y empezó a mecerse desnudo en la hamaca, con el pensamiento encabritado, y su respiración se iba haciendo más ruidosa y áspera a medida que más pensaba. Cuando se sumergió en la bañera estaba tiritando hasta la médula, pero entonces no era de fiebre ni de frío, sino de rabia.

«Wilson es un truchimán», dijo.

Pasó una de sus noches peores. Contrariando sus órdenes, José Palacios previno a los oficiales por si fuera necesario llamar a un médico, y lo mantuvo envuelto en sábanas para que sudara la fiebre. Dejó varias empapadas, con treguas momentáneas que luego lo precipitaban en una crisis de espejismos. Gritó varias veces: «¡Que callen esos pífanos, carajos!» Pero nadie pudo ayudarlo esta vez porque los pífanos se habían callado desde la medianoche. Más tarde encontró al culpable de su postración.

«Me sentía muy bien», dijo, «hasta que me sugestionaron con el cabrón indio de la camisa».

La última etapa hasta Honda fue por una cornisa escalofriante, en un aire de vidrio líquido que sólo una resistencia física y una voluntad como las suyas hubieran podido soportar después de una noche de agonía. Desde las primeras leguas se había retrasado de su posición habitual para cabalgar junto al coronel Wilson. Este supo interpretar el gesto como una invitación a olvidar los agravios de la mesa de juego, y le ofreció el brazo en posición de halconero para que él apoyara su mano. De ese modo hicieron juntos el descenso, el coronel Wilson conmovido por su deferencia, y él respirando mal con las últimas fuerzas, pero invicto en la montura. Cuando terminó el tramo más abrupto, preguntó con una voz de otro siglo:

«¿Cómo estará Londres?»

El coronel Wilson miró el sol, casi en el centro del cielo, y dijo:

«Mal, general».

Él no se sorprendió, sino que volvió a preguntar con la misma voz:

«¿Y eso por qué?»

«Porque allá son las seis de la tarde, que es la peor hora de Londres», dijo Wilson. «Además, debe estar cayendo una lluvia sucia y muerta, como agua de sapos, porque la primavera es nuestra estación siniestra».

«No me diga que ha derrotado a la nostalgia», dijo él.

«Al contrario: la nostalgia me ha derrotado a mí», dijo Wilson. «Ya no le opongo la menor resistencia».

«Entonces, ¿quiere o no quiere volver?»

«Ya no sé nada, mi general», dijo Wilson. «Estoy a merced de un destino que no es el mío».

Él lo miró directo a los ojos, y dijo asombrado:

«Eso tendría que decirlo yo».

Cuando volvió a hablar, su voz y su ánimo habían cambiado. «No se preocupe», dijo. «Pase lo que pase nos iremos para Europa, aunque sólo sea por no privar a su padre del gusto de verlo». Luego, al cabo de una reflexión lenta, concluyó:

«Y permítame decirle una última cosa, mi querido Wilson: de usted podrían decir cualquier cosa, menos que sea un truchimán».

El coronel Wilson se le rindió una vez más, acostumbrado a sus penitencias gallardas, sobre todo después de una borrasca de naipes o de una victoria de guerra. Siguió cabalgando despacio, con la mano febril del enfermo más glorioso de las Américas agarrada de su antebrazo como un halcón de cetrería, mientras el aire empezaba a hervir, y tenían que espantar como si fueran moscas unos pájaros fúnebres que revoloteaban sobre sus cabezas.

En lo más duro de la pendiente se cruzaron con una partida de indios que llevaban a un grupo de viajeros europeos en sillas colgadas en las espaldas. De pronto, poco antes de que terminara el descenso, un jinete enloquecido pasó a todo galope en la misma dirección que ellos. Llevaba una caperuza colorada que casi le tapaba el rostro, y era tal el desorden de su prisa que la mula del capitán Ibarra estuvo a punto de desbarrancarse de espanto. El general alcanzó a gritarle: «¡Fíjese por donde anda, carajos!» Lo siguió hasta perderlo de vista en la primera curva, pero estuvo pendiente de él cada vez que reaparecía en las vueltas más bajas de la cornisa.

A las dos de la tarde coronaron la última colina, y el horizonte se abrió en una llanura fulgurante, al fondo de la cual yacía en el sopor la muy célebre ciudad de Honda, con su puente de piedra castellana sobre el gran río cenagoso, con sus murallas en ruinas y la torre de la iglesia desbaratada por un terremoto. El general contempló el valle ardiente, pero no dejó traslucir ninguna emoción, salvo por el jinete de la caperuza colorada que en aquel momento atravesaba el puente con su galope interminable. Entonces se le volvió a encender la luz del sueño.

«Dios de los pobres», dijo. «Lo único que podría explicar semejante apuro es que lleve una carta para Casandro con la noticia de que ya nos fuimos».

V

A pesar de la advertencia de que no hubiera manifestaciones públicas a su llegada, una alegre cabalgata salió a recibirlo en el puerto, y el gobernador Posada Gutiérrez preparó una banda de músicos y juegos de pólvora para tres días. Pero la lluvia desbarató la fiesta antes de que la comitiva llegara a las calles del comercio. Fue un aguacero prematuro de una violencia arrasadora, que desempedró las calles y desbordó las aguas en los barrios pobres, pero el calor se mantuvo imperturbable. En la confusión de los saludos alguien volvió a incurrir en la tontería eterna: «Aquí hace tanto calor que las gallinas ponen los huevos fritos». Este desastre habitual se repitió sin ninguna variación en los tres días siguientes. En el letargo de la siesta, una nube negra que descendía de la cordillera se plantaba sobre la ciudad, y se desventraba en un diluvio instantáneo. Luego volvía a brillar el sol en el cielo diáfano con la misma inclemencia de antes, mientras las brigadas cívicas despejaban las calles de los escombros de la creciente, y empezaba a concentrarse en las crestas de los cerros la nube negra de mañana. A cualquier hora del día o de la noche, adentro o afuera, se oía resollar el calor.

Postrado por la fiebre, el general soportó a duras penas la bienvenida oficial. El aire hervía a borbotones en el salón del cabildo, pero él salió del paso con una plática de obispo escaldado que pronunció muy despacio y con la voz a rastras, sin levantarse de la poltrona. Una niña de diez años con alas de ángel y un traje de volantes de organza recitó de memoria, ahogándose en la prisa, una oda a las glorias del general. Pero se equivocó, volvió a empezarlo por donde no era, se le traspapeló sin remedio, y sin saber qué hacer fijó en él sus ojitos de pánico. El general le hizo una sonrisa de complicidad y le recordó los versos en voz baja:

El brillo de su espada

es el vivo reflejo de su gloria.

En los primeros años de su poder, el general no desperdiciaba ocasión de hacer banquetes multitudinarios y espléndidos, e incitaba a sus invitados a comer y a beber hasta la embriaguez. De ese pasado regio le quedaban los cubiertos personales con su monograma grabado, que José Palacios le llevaba a los convites. En la recepción de Honda aceptó ocupar la cabecera de honor, pero sólo se tomó una copa de oporto, y apenas si probó la sopa de tortuga de río que le dejó un regusto desdichado.

Se retiró temprano al santuario que le tenía listo en su casa el coronel Posada Gutiérrez, pero la noticia de que al día siguiente esperaban el correo de Santa Fe le espantó el poco sueño que le quedaba. Presa de la zozobra volvió a pensar en su desgracia después de la tregua de tres días, y volvió a atormentar a José Palacios con preguntas viciosas. Quería saber qué había ocurrido desde que él se fue, cómo sería la ciudad con un gobierno distinto del suyo, cómo sería la vida sin él. En alguna ocasión de pesadumbre había dicho: «América es un medio globo que se ha vuelto loco». Aquella primera noche de Honda hubiera tenido más razón para creerlo.

La pasó en vilo, crucificado por los zancudos, pues se negaba a dormir con mosquitero. A veces daba vueltas y vueltas hablando solo por el cuarto, a veces se mecía con grandes bandazos en la hamaca, a veces se enrollaba en la manta y sucumbía a la calentura, desvariando casi a gritos en un pantano de sudor. José Palacios veló con él, contestando a sus preguntas, dándole la hora a cada instante con sus minutos contados, sin necesidad de consultar los dos relojes de leontina que llevaba prendidos de los ojales del chaleco. Le meció la hamaca cuando él no se sintió con fuerzas para impulsarse solo, y espantó los zancudos con un trapo hasta que consiguió dormirlo más de una hora. Pero despertó de un salto poco antes del amanecer, cuando oyó ruido de bestias y voces de hombres en el patio, y salió en camisa de dormir para recibir el correo.

En la misma recua llegó el joven capitán Agustín de Iturbide, su edecán mexicano, retrasado en Santa Fe por un inconveniente de última hora. Llevaba una carta del mariscal Sucre, que era un lamento entrañable por no haber llegado a tiempo a las despedidas. En el correo llegó también una carta escrita dos días antes por el presidente Caycedo. El gobernador Posada Gutiérrez entró poco después en el dormitorio con los recortes de los periódicos dominicales, y el general le pidió que le leyera las cartas, pues todavía la luz era exigua para sus ojos.

La novedad era que en Santa Fe había escampado el domingo, y numerosas familias con sus niños invadieron los potreros con canastos de lechón asado, sobrebarriga al horno, morcillas de arroz, papas nevadas con queso tundido, y almorzaron sentadas en la hierba bajo un sol radiante que no se había visto en la ciudad desde los tiempos del ruido. Este milagro de mayo había disipado el nerviosismo del sábado. Los alumnos del Colegio de San Bartolomé habían vuelto a echarse a la calle con el sainete demasiado visto de las ejecuciones alegóricas, pero no encontraron ninguna resonancia. Se dispersaron aburridos antes del anochecer, y el domingo cambiaron las escopetas por los tiples y se les vio cantando bambucos por entre la gente que se calentaba al sol en los potreros, hasta que volvió a llover sin ningún anuncio a las cinco de la tarde, y se acabó la fiesta.

Posada Gutiérrez interrumpió la lectura de la carta.

«Ya nada de este mundo puede salpicar vuestra gloria», le dijo al general. «Digan lo que digan, Su Excelencia seguirá siendo el más grande de los colombianos hasta en los confines del planeta».

«No lo dudo», dijo el general, «si bastó con que me fuera para que el sol volviera a brillar».

Lo único que le indignó de la carta fue que el propio encargado de la presidencia de la república incurriera en el abuso de llamar liberales a los partidarios de Santander, como si fuera un término oficial. «No sé de dónde se arrogaron los demagogos el derecho de llamarse liberales», dijo. «Se robaron la palabra, ni más ni menos, como se roban todo lo que les cae en las manos». Saltó de la hamaca, y siguió desahogándose con el gobernador mientras medía la habitación de un extremo al otro con sus trancos de soldado.

«La verdad es que aquí no hay más partidos que el de los que están conmigo y el de los que están contra mí, y usted lo sabe mejor que nadie», concluyó. «Y aunque no lo crean, nadie es más liberal que yo».

Un emisario personal del gobernador llevó más tarde el recado verbal de que Manuela Sáenz no le había escrito porque los correos tenían instrucciones terminantes de no recibir sus cartas. Lo había mandado la propia Manuela, quien en la misma fecha dirigió al presidente encargado una carta de protesta por la prohibición, y ése fue el origen de una serie de provocaciones de ida y vuelta que había de terminar para ella con el destierro y el olvido. Sin embargo, al contrario de lo que esperaba Posada Gutiérrez, que conocía de cerca los tropiezos dé aquel amor atormentado, el general sonrió con la mala noticia.

«Estos conflictos son el estado natural de mi amable loca», dijo.

José Palacios no ocultó su disgusto por la falta de consideración con que fueron programados los tres días de Honda. La invitación más sorprendente fue un paseo a las minas de plata de Santa Ana, a seis leguas de allí, pero más sorprendente fue que el general la aceptara, y mucho más sorprendente que descendiera a una galería subterránea. Peor aún: en el camino de regreso, a pesar de que tenía fiebre alta y la cabeza a punto de estallar por la jaqueca, se echó a nadar en un remanso del río. Lejos estaban los días en que apostaba a cruzar un torrente llanero con una mano amarrada, y aun así ganarle al nadador más diestro. Esta vez, de todos modos, nadó sin fatiga durante media hora, pero quienes vieron su costillar de perro y sus piernas raquíticas no entendieron que pudiera seguir vivo con tan poco cuerpo.

La última noche, el municipio le ofreció un baile de gala, al que se excusó de asistir por el cansancio del paseo. Recluido en el dormitorio desde las cinco de la tarde, dictó a Fernando la respuesta para el general Domingo Caycedo, y se hizo leer varias páginas más de los episodios galantes de Lima, de alguno de los cuales había sido el protagonista. Después tomó el baño tibio y se quedó inmóvil en la hamaca, oyendo en la brisa las ráfagas de música del baile en su honor. José Palacios lo hacía dormido cuando le oyó decir:

«¿Te acuerdas de ese vals?»

Silbó varios compases para revivir la música en la memoria del mayordomo, pero éste no lo identificó. «Fue el vals más tocado la noche que llegamos a Lima desde Chuquisaca», dijo el general. José Palacios no lo recordaba, pero no olvidaría jamás la noche de gloria del 8 de febrero de 1826. Lima les había ofrecido aquella mañana una recepción imperial, a la que el general correspondió con una frase que repetía sin falta en cada brindis: «En la vasta extensión del Perú no queda ya ni un solo español». Aquel día estaba sellada la independencia del continente inmenso que él se proponía convertir, según sus propias palabras, en la liga de naciones más vasta, o más extraordinaria, o más fuerte que ha aparecido hasta el día sobre la tierra. Las emociones de la fiesta se le quedaron asociadas al valse que había hecho repetir cuantas veces fueron necesarias, para que ni una sola de las damas de Lima se quedara sin bailarlo con él. Sus oficiales, con los uniformes más deslumbrantes que se vieron en la ciudad, secundaron su ejemplo hasta donde les alcanzaron las fuerzas, pues todos eran valseadores admirables, cuyo recuerdo perduraba en el corazón de sus parejas mucho más que las glorias de guerra.

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