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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (6 page)

BOOK: El general en su laberinto
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«Es otra vez como la noche de San Juan de Payara», dijo. «Sin Reina María Luisa, por desgracia».

José Palacios conocía de sobra aquella evocación. Se refería a una noche de enero de 1820, en una localidad venezolana perdida en los llanos altos del Apure, adonde había llegado con dos mil hombres de tropa. Había liberado ya del dominio español dieciocho provincias. Con los antiguos territorios del virreinato de la Nueva Granada, la capitanía general de Venezuela y la presidencia de Quito, había creado la república de Colombia, y era a la sazón su primer presidente y general en jefe de sus ejércitos. Su ilusión final era extender la guerra hacia el sur, para hacer cierto el sueño fantástico de crear la nación más grande del mundo: un solo país libre y único desde México hasta el Cabo de Hornos.

Sin embargo, su situación militar de aquella noche no era la más propicia para soñar. Una peste súbita que fulminaba a las bestias en plena marcha había dejado en el Llano un reguero pestilente de catorce leguas de caballos muertos. Muchos oficiales desmoralizados se consolaban con la rapiña y se complacían en la desobediencia, y algunos se burlaban incluso de la amenaza que él había hecho de fusilar a los culpables. Dos mil soldados harapientos y descalzos, sin armas, sin comida, sin mantas para desafiar los páramos, cansados de guerras y muchos de ellos enfermos, habían empezado a desertar en desbandada. A falta de una solución racional, él había dado la orden de premiar con diez pesos a las patrullas que prendieran y entregaran a un compañero desertor, y de fusilar a éste sin averiguar sus razones.

La vida le había dado ya motivos bastantes para saber que ninguna derrota era la última. Apenas dos años antes, perdido con sus tropas muy cerca de allí, en las selvas del Orinoco, había tenido que ordenar que se comieran a los caballos, por temor de que los soldados se comieran unos a otros. En esa época, según el testimonio de un oficial de la Legión Británica, tenía la catadura estrafalaria de un guerrillero de la legua. Llevaba un casco de dragón ruso, alpargatas de arriero, una casaca azul con alamares rojos y botones dorados, y una banderola negra de corsario izada en una lanza llanera, con la calavera y las tibias cruzadas sobre una divisa en letras de sangre: "Libertad o muerte".

La noche de San Juan de Payara su atuendo era menos vagabundo, pero su situación no era mejor. Y no sólo reflejaba entonces el estado momentáneo de sus tropas, sino el drama entero del ejército libertador, que muchas veces resurgía engrandecido de las peores derrotas y, sin embargo, estaba a punto de sucumbir bajo el peso de sus tantas victorias. En cambio, el general español don Pablo Morillo, con toda clase de recursos para someter a los patriotas y restaurar el orden colonial, dominaba todavía amplios sectores del occidente de Venezuela y se había hecho fuerte en las montañas.

Ante ese estado del mundo, el general pastoreaba el insomnio caminando desnudo por los cuartos desiertos del viejo caserón de hacienda transfigurado por el esplendor lunar. La mayoría de los caballos muertos el día anterior habían sido incinerados lejos de la casa, pero el olor de la podredumbre seguía siendo insoportable. Las tropas no habían vuelto a cantar después de las jornadas mortales de la última semana y él mismo no se sentía capaz de impedir que los centinelas se durmieran de hambre. De pronto, al final de una galería abierta a los vastos llanos azules, vio a Reina María Luisa sentada en el sardinel. Una bella mulata en la flor de la edad, con un perfil de ídolo, envuelta hasta los pies en un pañolón de flores bordadas y fumando un cigarro de una cuarta. Se asustó al verlo, y extendió hacia él la cruz del índice y el pulgar.

«De parte de Dios o del diablo», dijo, «¡qué quieres!»

«A ti», dijo él.

Sonrió, y ella había de recordar el fulgor de sus dientes a la luz de la luna. La abrazó con toda su fuerza, manteniéndola impedida para moverse mientras la picoteaba con besos tiernos en la frente, en los ojos, en las mejillas, en el cuello, hasta que logró amansarla. Entonces le quitó el pañolón y se le cortó el aliento. También ella estaba desnuda, pues la abuela que dormía en el mismo cuarto le quitaba la ropa para que no se levantara a fumar, sin saber que por la madrugada se escapaba envuelta con el pañolón. El general se la llevó en vilo a la hamaca, sin darle tregua con sus besos balsámicos, y ella no se le entregó por deseo ni por amor, sino por miedo. Era virgen. Sólo cuando recobró el dominio del corazón, dijo:

«Soy esclava, señor».

«Ya no», dijo él. «El amor te ha hecho libre».

Por la mañana se la compró al dueño de la hacienda con cien pesos de sus arcas empobrecidas, y la liberó sin condiciones. Antes de partir no resistió la tentación de plantearle un dilema público. Estaba en el traspatio de la casa, con un grupo de oficiales montados de cualquier modo en bestias de servicio, únicas sobrevivientes de la mortandad. Otro cuerpo de tropa estaba reunido para despedirlos, al mando del general de división José Antonio Páez, quien había llegado la noche anterior.

El general se despidió con una arenga breve, en la cual suavizó el dramatismo de la situación, y se disponía a partir cuando vio a Reina María Luisa en su estado reciente de mujer libre y bien servida. Estaba acabada de bañar, bella y radiante bajo el cielo del Llano, toda de blanco almidonado con las enaguas de encajes y la blusa exigua de las esclavas. Él le preguntó de buen talante:

«¿Te quedas o te vas con nosotros?»

Ella le contestó con una risa encantadora:

«Me quedo, señor».

La respuesta fue celebrada con una carcajada unánime. Entonces el dueño de la casa, que era un español convertido desde la primera hora a la causa de la independencia, y viejo conocido suyo, además, le aventó muerto de risa la bolsita de cuero con los cien pesos. El la atrapó en el aire.

«Guárdelos para la causa, Excelencia», le dijo el dueño. «De todos modos, la moza se queda libre».

El general José Antonio Páez, cuya expresión de fauno iba de acuerdo con su camisa de parches de colores, soltó una carcajada expansiva.

«Ya ve, general», dijo. «Eso nos pasa por meternos a libertadores».

Él aprobó lo dicho, y se despidió de todos con un amplio círculo de la mano. Por último le hizo a Reina María Luisa un adiós de buen perdedor, y jamás volvió a saber de ella. Hasta donde José Palacios recordaba, no transcurría un año de lunas llenas antes de que él le dijera que había vuelto a vivir aquella noche, sin la aparición prodigiosa de Reina María Luisa, por desgracia. Y siempre fue una noche de derrota.

A las cinco, cuando José Palacios le llevó la primera tisana, lo encontró reposando con los ojos abiertos. Pero trató de levantarse con tal ímpetu que estuvo a punto de irse de bruces, y sufrió un fuerte acceso de tos. Permaneció sentado en la hamaca, sosteniéndose la cabeza con las dos manos mientras tosía, hasta que pasó la crisis. Entonces empezó a tomarse la infusión humeante, y el humor se le mejoró desde el primer sorbo.

«Toda la noche estuve soñando con Casandro», dijo.

Era el nombre con que llamaba en secreto al general granadino Francisco de Paula Santander, su grande amigo de otro tiempo y su más grande contradictor de todos los tiempos, jefe de su estado mayor desde los principios de la guerra, y presidente encargado de Colombia durante las duras campañas de liberación de Quito y el Perú y la fundación de Bolivia. Más por las urgencias históricas que por vocación, era un militar eficaz y valiente, con una rara afición por la crueldad, pero fueron sus virtudes civiles y su excelente formación académica las que sustentaron su gloria. Fue sin duda el segundo hombre de la independencia y el primero en el ordenamiento jurídico de la república, a la que impuso para siempre el sello de su espíritu formalista y conservador.

Una de las tantas veces en que el general pensó renunciar, le había dicho a Santander que se iba tranquilo de la presidencia, porque «lo dejo a usted, que es otro yo, y quizás mejor que yo». En ningún hombre, por la razón o por la fuerza de los hechos, había depositado tanta confianza. Fue él quien lo distinguió con el título de El Hombre de las Leyes. Sin embargo, aquel que lo había merecido todo estaba desde hacía dos años desterrado en París por su complicidad nunca probada en una conjura para matarlo.

Así había sido. El miércoles 25 de septiembre de 1828, al hilo de la medianoche, doce civiles y veintiséis militares forzaron el portón de la casa de gobierno de Santa Fe, degollaron a dos de los sabuesos del presidente, hirieron a varios centinelas, le hicieron una grave herida de sable en un brazo al capitán Andrés Ibarra, mataron de un tiro al coronel escocés William Fergusson, miembro de la Legión Británica y edecán del presidente, de quien éste había dicho que era valiente como un César, y subieron hasta el dormitorio presidencial gritando vivas a la libertad y mueras al tirano.

Los facciosos habían de justificar el atentado por las facultades extraordinarias de claro espíritu dictatorial que el general había asumido tres meses antes, para contrarrestar la victoria de los santanderistas en la Convención de Ocaña. La vicepresidencia de la república, que Santander había ejercido durante siete años, fue suprimida. Santander se lo informó a un amigo con una frase típica de su estilo personal: «He tenido el placer de quedar sumido bajo las ruinas de la constitución de 1821». Tenía entonces treinta y seis años. Había sido nombrado ministro plenipotenciario en Washington, pero aplazó el viaje varias veces, tal vez esperando el triunfo de la conspiración.

El general y Manuela Sáenz iniciaban apenas una noche de reconciliación. Habían pasado el fin de semana en la población de Soacha, a dos leguas y media de allí, y habían vuelto el lunes en coches separados después de una disputa de amor más virulenta que las habituales, porque él era sordo a los avisos de una confabulación para matarlo, de la que todo el mundo hablaba y en la que sólo él no creía. Ella había resistido en su casa a los recados insistentes que él le mandaba desde el palacio de San Carlos, en la acera de enfrente, hasta esa noche a las nueve, cuando después de tres recados más apremiantes, se puso unas pantuflas impermeables sobre los zapatos, se cubrió la cabeza con un pañolón, y atravesó la calle inundada por la lluvia. Lo encontró flotando bocarriba en las aguas fragantes de la bañera, sin la asistencia de José Palacios, y si no creyó que estuviera muerto fue porque muchas veces lo había visto meditando en aquel estado de gracia. Él la reconoció por los pasos y le habló sin abrir los ojos.

«Va a haber una insurrección», dijo.

Ella no disimuló el rencor con la ironía.

«Enhorabuena», dijo. «Pueden haber hasta diez, pues usted da muy buena acogida a los avisos».

«Sólo creo en los presagios», dijo él.

Se permitía aquel juego porque el jefe de su estado mayor, quien ya les había dicho a los conjurados cuál era el santo y seña de la noche para que pudieran burlar la guardia del palacio, le dio su palabra de que la conspiración había fracasado. Así que surgió divertido de la bañera.

«No tenga cuidado», dijo, «parece que a los muy maricones se les enfrió la pajarilla».

Estaban iniciando en la cama los retozos del amor, él desnudo y ella a medio desvestir, cuando oyeron los primeros gritos, los primeros tiros, y el trueno de los cañones contra algún cuartel leal. Manuela lo ayudó a vestirse a toda prisa, le puso las pantuflas impermeables que ella había llevado puestas sobre los zapatos, pues el general había mandado a lustrar su único par de botas, y lo ayudó a escapar por el balcón con un sable y una pistola, pero sin ningún amparo contra la lluvia eterna. Tan pronto como estuvo en la calle encañonó con la pistola amartillada a una sombra que se le acercaba: «¡Quién vive!» Era su repostero que regresaba a casa, adolorido por la noticia de que habían matado a su señor. Resuelto a compartir su suerte hasta el final, estuvo escondido con él entre los matorrales del puente del Carmen, en el arroyo de San Agustín, hasta que las tropas leales reprimieron la asonada.

Con una astucia y una valentía de las que ya había dado muestra en otras emergencias históricas, Manuela Sáenz recibió a los atacantes que forzaron la puerta del dormitorio. Le preguntaron por el presidente, y ella les contestó que estaba en el salón del consejo. Le preguntaron por qué estaba abierta la puerta del balcón en una noche invernal, y ella les dijo que la había abierto para ver qué eran los ruidos que se sentían en la calle. Le preguntaron por qué la cama estaba tibia, y ella les dijo que se había acostado sin desvestirse en espera del presidente. Mientras ganaba tiempo con la parsimonia de las respuestas, fumaba con grandes humos un cigarro de carretero de los más ordinarios, para cubrir el rastro fresco de agua de colonia que aún permanecía en el cuarto.

Un tribunal presidido por el general Rafael Urdaneta había establecido que el general Santander era el genio oculto de la conspiración, y lo condenó a muerte. Sus enemigos habían de decir que esta sentencia era más que merecida, no tanto por la culpa de Santander en el atentado, como por el cinismo de ser el primero que apareció en la plaza mayor para darle un abrazo de congratulación al presidente. Este estaba a caballo bajo la llovizna, sin camisa y con la casaca rota y empapada, en medio de las ovaciones de la tropa y del pueblo raso que acudía en masa desde los suburbios clamando la muerte para los asesinos. «Todos los cómplices serán castigados más o menos», le dijo el general en una carta al mariscal Sucre. «Santander es el principal, pero es el más dichoso, porque mi generosidad lo defiende». En efecto, en uso de sus atribuciones absolutas, le conmutó la pena de muerte por la del destierro en París. En cambio, fue fusilado sin pruebas suficientes el almirante José Prudencio Padilla, quien estaba preso en Santa Fe por una rebelión fallida en Cartagena de Indias.

José Palacios no sabía cuándo eran reales y cuándo eran imaginarios los sueños de su señor con el general Santander. Una vez, en Guayaquil, contó que lo había soñado con un libro abierto sobre la panza redonda, pero en vez de leerlo le arrancaba las páginas y se las comía una por una, deleitándose en masticarlas con un ruido de cabra. Otra vez, en Cúcuta, soñó que lo había visto cubierto por completo de cucarachas. Otra vez despertó dando gritos en la quinta campestre de Monserrate, en Santa Fe, porque soñó que el general Santander, mientras almorzaba a solas con él, se había sacado las bolas de los ojos que le estorbaban para comer, y las había puesto sobre la mesa. De modo que en la madrugada cerca de Guaduas, cuando el general dijo que había soñado una vez más con Santander, José Palacios no le preguntó siquiera por el argumento del sueño, sino que trató de consolarlo con la realidad.

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