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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (2 page)

BOOK: El general en su laberinto
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«Es por esas flores de panteón», dijo.

Como siempre, pues siempre encontraba algún culpable imprevisto de sus desgracias. Manuela, que lo conocía mejor que nadie, le hizo señas a José Palacios para que se llevara el florero con los nardos marchitos de la mañana. El general volvió a tenderse en la cama con los ojos cerrados, y ella reanudó la lectura en el mismo tono de antes. Sólo cuando le pareció que él se había dormido puso el libro en la mesa de noche, le dio un beso en la frente abrasada por la fiebre, y le susurró a José Palacios que desde las seis de la mañana estaría para una última despedida en el sitio de Cuatro Esquinas, donde empezaba el camino real de Honda. Luego se embozó con una capa de campaña y salió en puntillas del dormitorio. Entonces el general abrió los ojos y le dijo con voz tenue a José Palacios:

«Dile a Wilson que la acompañe hasta su casa».

La orden se cumplió contra la voluntad de Manuela, que se creía capaz de acompañarse sola mejor que con un piquete de lanceros. José Palacios la precedió con un candil hasta los establos, en torno de un jardín interior con una fuente de piedra, donde empezaban a florecer los primeros nardos de la madrugada. La lluvia hizo una pausa y el viento dejó de silbar entre los árboles, pero no había ni una estrella en el cielo helado. El coronel Belford Wilson iba repitiendo el santo y seña de la noche para tranquilizar a los centinelas tendidos en las esteras del corredor. Al pasar frente a la ventana de la sala principal, José Palacios vio al dueño de casa sirviendo el cale al grupo de amigos, militares y civiles, que se aprestaban para velar hasta el momento de la partida.

Cuando volvió a la alcoba encontró al general a merced del delirio. Le oyó decir frases descosidas que cabían en una sola: «Nadie entendió nada». El cuerpo ardía en la hoguera de la calentura, y soltaba unas ventosidades pedregosas y fétidas. El mismo general no sabría decir al día siguiente si estaba hablando dormido o desvariando despierto, ni podría recordarlo. Era lo que él llamaba "mis crisis de demencia". Que ya no alarmaban a nadie, pues hacía más de cuatro años que las padecía, sin que ningún médico se hubiera arriesgado a intentar alguna explicación científica, y al día siguiente se le veía resurgir de sus cenizas con la razón intacta. José Palacios lo envolvió en una manta, dejó el candil encendido en el mármol del tocador, y salió del cuarto sin cerrar la puerta para seguir velando en la sala contigua. Sabía que él se restablecería a cualquier hora del amanecer, y se metería en las aguas yertas de la bañera tratando de restaurar las fuerzas estragadas por el horror de las pesadillas.

Era el final de una jornada fragorosa. Una guarnición de setecientos ochenta y nueve húsares y granaderos se había sublevado, con el pretexto de reclamar el pago de tres meses de sueldos atrasados. La razón de verdad fue otra: la mayoría de ellos era de Venezuela, y muchos habían hecho las guerras de liberación de cuatro naciones, pero en las semanas recientes habían sido víctimas de tantos vituperios y tantas provocaciones callejeras, que tenían motivos para temer por su suerte después de que el general saliera del país. El conflicto se arregló mediante el pago de los viáticos y mil pesos oro, en vez de los setenta mil que los insurrectos pedían, y éstos habían desfilado al atardecer hacia su tierra de origen, seguidos por una turbamulta de mujeres de carga, con sus niños y sus animales caseros. El estrépito de los bombos y los cobres marciales no alcanzó a acallar la gritería de las turbas que les azuzaban perros y les tiraban ristras de buscapiés para discordarles el paso, como no lo hicieron nunca con una tropa enemiga. Once años antes, al cabo de tres siglos largos de dominio español, el feroz virrey donjuán Sámano había huido por esas mismas calles disfrazado de peregrino, pero con sus baúles repletos de ídolos de oro y esmeraldas sin desbravar, tucanes sagrados, vidrieras radiantes de mariposas de Muzo, y no faltó quien lo llorara desde los balcones y le tirara una flor y le deseara de todo corazón mar tranquila y próspero viaje.

El general había participado en secreto en la negociación del conflicto, sin moverse de la casa donde vivía de prestado, que era la del ministro de guerra y marina, y al final había mandado con la tropa rebelde al general José Laurencio Silva, su sobrino político y ayudante de gran confianza, como prenda de que no habría nuevos disturbios hasta la frontera de Venezuela. No vio el desfile bajo su balcón, pero había oído los clarines y los redoblantes, y el barullo de la gente amontonada en la calle, cuyos gritos no alcanzó a entender. Les dio tan poca importancia, que mientras tanto revisó con sus amanuenses la correspondencia atrasada, y dictó una carta para el Gran Mariscal don Andrés de Santa Cruz, presidente de Bolivia, en la cual le anunciaba su retiro del poder, pero no se mostraba muy seguro de que su viaje fuera para el exterior. «No escribiré una carta más en el resto de mi vida», dijo al terminarla. Más tarde, mientras sudaba la fiebre de la siesta, se le metieron en el sueño los clamores de tumultos distantes, y despertó sobrecogido por un reguero de petardos que lo mismo podían ser de insurgentes que de polvoreros. Pero cuando lo preguntó le contestaron que era la fiesta. Así no más: «Es la fiesta, mi general». Sin que nadie, ni el mismo José Palacios, se hubiera atrevido a explicarle qué fiesta sería.

Sólo cuando Manuela se lo contó en la visita de la noche supo que eran las gentes de sus enemigos políticos, los del partido demagogo, como él decía, que andaban por la calle alborotando contra él a los gremios de artesanos, con la complacencia de la fuerza pública. Era viernes, día de mercado, lo cual hizo más fácil el desorden en la plaza mayor. Una lluvia más recia que la de costumbre, con relámpagos y truenos, dispersó a los revoltosos al anochecer. Pero el daño estaba hecho. Los estudiantes del colegio de San Bartolomé se habían tomado por asalto las oficinas de la corte suprema de justicia para forzar un juicio público contra el general, y habían destrozado a bayoneta y tirado por el balcón un retrato suyo de tamaño natural, pintado al óleo por un antiguo abanderado del ejército libertador. Las turbas borrachas de chicha habían saqueado las tiendas de la Calle Real y las cantinas de los suburbios que no cerraron a tiempo, y fusilaron en la plaza mayor a un general de almohadas de aserrín que no necesitaba la casaca azul con botones de oro para que todo el mundo lo reconociera. Lo acusaban de ser el promotor oculto de la desobediencia militar, en un intento tardío de recuperar el poder que el congreso le había quitado por voto unánime al cabo de doce años de ejercicio continuo. Lo acusaban de querer la presidencia vitalicia para dejar en su lugar a un príncipe europeo. Lo acusaban de estar fingiendo un viaje al exterior, cuando en realidad se iba para la frontera de Venezuela, desde donde planeaba regresar para tomarse el poder al frente de las tropas insurgentes. Las paredes públicas estaban tapizadas de papeluchas, que era el nombre popular de los pasquines de injurias que se imprimían contra él, y sus partidarios más notorios permanecieron escondidos en casas ajenas hasta que se apaciguaron los ánimos. La prensa adicta al general Francisco de Paula Santander, su enemigo principal, había hecho suyo el rumor de que su enfermedad incierta pregonada con tanto ruido, y los alardes machacones de que se iba, eran simples artimañas políticas para que le rogaran que no se fuera. Esa noche, mientras Manuela Sáenz le contaba los pormenores de la jornada borrascosa, los soldados del presidente interino trataban de borrar en la pared del palacio arzobispal un letrero escrito con carbón: "Ni se va ni se muere". El general exhaló un suspiro.

«Muy mal deben andar las cosas», dijo, «y yo peor que las cosas, para que todo esto hubiera ocurrido a una cuadra de aquí y me hayan hecho creer que era una fiesta».

La verdad era que aun sus amigos más íntimos no creían que se iba, ni del poder ni del país. La ciudad era demasiado pequeña y su gente demasiado cominera para no conocer las dos grandes grietas de su viaje incierto: que no tenía dinero suficiente para llegar a ninguna parte con un séquito tan numeroso, y que habiendo sido presidente de la república no podía salir del país antes de un año sin un permiso del gobierno, y ni siquiera había tenido la malicia de solicitarlo. La orden de hacer el equipaje, que él dio de un modo ostensible para ser oído por quien quisiera, no fue entendida como una prueba terminante ni por el mismo José Palacios, pues en otras ocasiones había llegado hasta el extremo de desmantelar una casa para fingir que se iba, y siempre fue una maniobra política certera. Sus ayudantes militares sentían que los síntomas del desencanto eran demasiado evidentes en el último año. Sin embargo, otras veces había ocurrido, y el día menos pensado lo veían despertar con un ánimo nuevo, y retomar el hilo de la vida con más ímpetus que antes. José Palacios, que siempre siguió de cerca estos cambios imprevisibles, lo decía a su manera: «Lo que mi señor piensa, sólo mi señor lo sabe».

Sus renuncias recurrentes estaban incorporadas al cancionero popular, desde la más antigua, que anunció con una frase ambigua en el mismo discurso con que asumió la presidencia: "Mi primer día de paz será el último del poder". En los años siguientes volvió a renunciar tantas veces, y en circunstancias tan disímiles, que nunca más se supo cuándo era cierto. La más ruidosa de todas había sido dos años antes, la noche del 25 de septiembre, cuando escapó ileso de una conjura para asesinarlo dentro del dormitorio mismo de la casa de gobierno. La comisión del congreso que lo visitó en la madrugada, después de que él pasó seis horas sin abrigo debajo de un puente, lo encontró envuelto en una manta de lana y con los pies en un platón de agua caliente, pero no tan postrado por la fiebre como por la desilusión. Les anunció que la conjura no sería investigada, que nadie sería procesado, y que el congreso previsto para el Año Nuevo se reuniría de inmediato para elegir otro presidente de la república.

«Después de eso», concluyó, «yo abandonaré Colombia para siempre».

Sin embargo, la investigación se hizo, se juzgó a los culpables con un código de hierro, y catorce fueron fusilados en la plaza mayor. El congreso constituyente del 2 de enero no se reunió hasta dieciséis meses después, y nadie volvió a hablar de la renuncia. Pero no hubo por esa época visitante extranjero, ni contertulio casual ni amigo de paso a quien él no le hubiera dicho: «Me voy para donde me quieran».

Las noticias públicas de que estaba enfermo de muerte no se tenían tampoco como un indicio válido de que se iba. Nadie dudaba de sus males. Al contrario, desde su último regreso de las guerras del sur, todo el que lo vio pasar bajo los arcos de flores se quedó con el asombro de que sólo venía para morir. En vez de Palomo Blanco, su caballo histórico, venía montado en una mula pelona con gualdrapas de estera, con los cabellos encanecidos y la frente surcada de nubes errantes, y tenía la casaca sucia y con una manga descosida. La gloria se le había salido del cuerpo. En la velada taciturna que le ofrecieron esa noche en la casa de gobierno permaneció acorazado dentro de sí mismo, y nunca se supo si fue por perversidad política o por simple descuido que saludó a uno de sus ministros con el nombre de otro.

No bastaban sus aires de postrimerías para que creyeran que se iba, pues desde hacía seis años se decía que estaba muñéndose, y sin embargo conservaba entera su disposición de mando. La primera noticia la había llevado un oficial de la marina británica que lo vio por casualidad en el desierto de Pativilca, al norte de Lima, en plena guerra por la liberación del sur. Lo encontró tirado en el suelo de una choza miserable improvisada como cuartel general, envuelto en un capote de barragán y con un trapo amarrado en la cabeza, porque no soportaba el frío de los huesos en el infierno del mediodía, y sin fuerzas siquiera para espantar las gallinas que picoteaban en torno suyo.

Después de una conversación difícil, atravesada por ráfagas de demencia, despidió al visitante con un dramatismo desgarrador:

«Vaya y cuéntele al mundo cómo me vio morir, cagado de gallinas en esta playa inhóspita», dijo.

Se dijo que su mal era un tabardillo causado por los soles mercuriales del desierto. Se dijo después que estaba agonizando en Guayaquil, y más tarde en Quito, con una fiebre gástrica cuyo signo más alarmante era un desinterés por el mundo y una calma absoluta del espíritu. Nadie supo qué fundamentos científicos tenían estas noticias, pues él fue siempre contrario a la ciencia de los médicos, y se diagnosticaba y recetaba a sí mismo basado en
La médecine
á votre manière
, de Donostierre, un manual francés de remedios caseros que José Palacios le llevaba a todas partes, como un oráculo para entender y curar cualquier trastorno del cuerpo o del alma.

En todo caso, no hubo una agonía más fructífera que la suya. Pues mientras se pensaba que muriera en Pativilca, atravesó una vez más las crestas andinas, venció en Junín, completó la liberación de toda la América española con la victoria final de Ayacucho, creó la república de Bolivia, y todavía fue feliz en Lima como nunca lo había sido ni volvería a serlo jamás con la embriaguez de la gloria. De modo que los anuncios repetidos de que por fin se iba del poder y del país porque estaba enfermo, y los actos formales que parecían confirmarlo, no eran sino repeticiones viciosas de un drama demasiado visto para ser creído.

Pocos días después del regreso, al final de un agrio consejo de gobierno, tomó del brazo al mariscal Antonio José de Sucre. «Usted se queda conmigo», le dijo. Lo condujo al despacho privado, donde sólo recibía a muy pocos elegidos, y casi lo obligó a sentarse en su sillón personal.

«Ese lugar es ya más suyo que mío», le dijo.

El Gran Mariscal de Ayacucho, su amigo entrañable, conocía a fondo el estado del país, pero el general le hizo un recuento detallado antes de llegar a sus propósitos. En breves días había de reunirse el congreso constituyente para elegir al presidente de la república y aprobar una nueva constitución, en una tentativa tardía de salvar el sueño dorado de la integridad continental. El Perú, en poder de una aristocracia regresiva, parecía irrecuperable. El general Andrés de Santa Cruz se llevaba a Bolivia de cabestro por un rumbo propio. Venezuela, bajo el imperio del general José Antonio Páez, acababa de proclamar su autonomía. El general Juan José Flores, prefecto general del sur, había unido a Guayaquil y Quito para crear la república independiente del Ecuador. La república de Colombia, primer embrión de una patria inmensa y unánime, estaba reducida al antiguo virreinato de la Nueva Granada. Dieciséis millones de americanos iniciados apenas en la vida libre quedaban al albedrío de sus caudillos locales.

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