—¿Hay otros por aquí? —preguntó a un hombre grande y fornido, que estaba caído en la orilla.
—¿Otros?
—Sí, más gente… como nosotros.
El hombre tenía el mismo aire distraído y desconcertado que la mujer del «Silksheen». Parecía costarle trabajo el juntar las palabras que acababa de oír.
—
Nosotros
—subrayó Howie—, Desde la casa.
Pero no obtuvo respuesta inmediata. El otro se limitó a mirarle con ojos vidriosos. Howie renunció a seguir preguntándole y continuó la búsqueda en mejor fuente de información. Eligió a un hombre que se hallaba entre los supervivientes, pero sin mirar a la Esencia, sino playa adentro, fijándose en la torre de humo que se levantaba en el centro mismo del archipiélago. El viaje no le había dejado incólume. Había huellas de la acción de la Esencia en su cuello y en su rostro, y también a lo largo de su espalda. Se había quitado la camisa, la llevaba enrollada en la mano izquierda. Howie se acercó a él.
Esa vez no se excusó, limitándose a formular la escueta pregunta.
—Busco a una chica. Es rubia. De unos dieciocho años. ¿La ha visto usted?
—¿Qué hay arriba? —replicó el hombre, que miraba la torre—. Quiero ir a verlo.
Howie probó de nuevo.
—Busco…
—Ya le he oído.
—¿La ha visto?
—No.
—¿Sabe usted si hay más supervivientes?
La respuesta fue la misma sílaba monótona. Howie se enfureció.
—¿Pero qué cojones le pasa aquí a todo el mundo? —exclamó.
El hombre lo miró. Su rostro estaba marcado de viruelas y no era nada agraciado, pero tenía una sonrisa torcida que ni la fuerza de la Esencia no podía echar a perder.
—No se irrite —dijo—. No vale la pena.
—
Ella
sí la vale.
—¿Por qué? Todos estamos muertos.
—No necesariamente. Igual que hemos entrado aquí, podremos salir.
—¿Cómo?, ¿a
nado?
Que te den por el culo, hombre. No tengo la menor intención de meterme otra vez en esa sopa de los cojones. Preferiría morir. Por esas alturas. —Levantó nuevamente la vista, mirando a la montaña—. Allá arriba hay algo —dijo—. Algo maravilloso. Lo sé.
—Es posible.
—¿Por qué no subes conmigo?
—¿Escalando? No podrás.
—Quizá, no toda esa altura, pero puedo acercarme. Husmear.
Su apetito por el misterio de la torre resultaba animador cuando todo el mundo estaba tan letárgico, y Howie no quiso separarse de él. Aunque Jo-Beth, desde luego, no se encontraba en la montaña.
—Acompáñame parte del camino —insistió el otro—. Desde más cerca verás mejor; quizás encuentres a tu amiga.
No era mala la idea, sobre todo teniendo tan poco tiempo. La agitación del aire se hacía más palpable a cada minuto que transcurría.
—¿Por qué no? —dijo Howie.
—He estado buscando el camino más fácil. Me parece que lo mejor será que vayamos por el lado de la playa. A propósito, ¿cómo te llamas? Mi nombre es Garrett Byrne, con dos erres, y sin u. Te lo digo por si tuvieras que escribir mi nota necrológica. ¿Y tú?
—Howie Katz.
—Te estrecharía la mano, pero sucede que la mía no se puede estrechar. —Agitó el miembro envuelto en la camisa—. No sé qué me pasó en el agua, pero te aseguro que no volveré a firmar más contratos. Quizá sea mejor así, ¿quién sabe? Era un trabajo de lo más jodido.
—¿Cuál?
—Abogado de espectáculos. ¿Sabes el chiste? ¿Qué ocurre cuando tienes a tres abogados de espectáculos hundidos en mierda hasta las cejas?
—Pues no sé.
—Que no tienes mierda suficiente.
Byrne prorrumpió en una carcajada cuando lo contó.
—¿Quieres ver? —dijo, quitándose la camisa de la mano. Apenas lo parecía. Los dedos estaban pegados entre sí, e hinchados—. ¿Sabes lo que te digo? —añadió—. Creo que trata de convertirse en una polla. Después de pasarme tanto tiempo jodiendo a la gente con esta mano, metiéndosela a todos por el culo, la pobre ha acabado por entender el mensaje. Es una polla, ¿no te parece? No, no digas nada. Vamos a escalar.
Tommy-Ray sentía que el mar de los sueños actuaban sobre él mientras flotaba, pero no malgastó esfuerzos en mirar en qué consistía el cambio que se estaba efectuando en él. Se limitaba a dejar libre la furia que impulsaba aquellos cambios.
Quizás era eso —la ira y los mocos— lo que había atraído a sus fantasmas de nuevo. Empezó a notarlos como un recuerdo. Su mente los imaginaba, persiguiéndole por las desiertas carreteras de la Baja California, su nube como latas de conserva atadas al rabo de un perro. Pero en cuanto empezó a pensar en ellos, los
sintió.
Un viento frío le sopló en el rostro, la única parte de él que salía del mar. Tommy-Ray se dio cuenta entonces de lo que estaba a punto de ocurrir. Olió las tumbas, y el polvo de las tumbas. Pero hasta que el mar empezó a agitarse a su alrededor, no abrió los ojos; entonces vio la nube girando en círculos por encima de él. No era la gran tormenta de Grove, destructora de iglesias y de madres. Era una enloquecida y enana espiral de basura. Pero el mar sabía que aquella basura era suya, y comenzó a actuar con más fuerza sobre su cuerpo. Tommy-Ray sentía los miembros cada vez más pesados. El rostro le picaba con verdadera furia, y él hubiera querido decir: «Esta legión no es mía, no me echéis la culpa.» ¿De qué valía negarlo? Era el Chico de la Muerte, y seguiría siéndolo. La Esencia lo sabía, y por eso actuaba en él. Allí no había mentiras. Ni ficciones. Tommy-Ray observó a los espíritus que descendían hacia la superficie del mar, girando en torno a él. La furia del éter de la Esencia iba en aumento, y Tommy-Ray se sentía girar como una peonza, su propio movimiento le impedía moverse. Trató de levantar los brazos por encima de la cabeza, pero los sintió como diplomo, y el mar, sin más, se cerró sobre su cabeza. Abrió la boca. La Esencia le inundó la garganta; todo el organismo. En aquella confusión, arrastrado por la Esencia, engullido de pronto en todo su vasto amargor, una seguridad lo asaltó: sobre él estaba a punto de caer un mal peor que todos los que había conocido hasta entonces. Lo sintió, primero, en el pecho; luego, en el vientre y en el intestino; y, por último, en la cabeza, como una noche florecida. La noche era llamada
Jad
, y el frío que transmitía no tenía parangón con planeta alguno del sistema solar, ni siquiera en aquellos cuya lejanía del astro rey les impedía producir vida. Ninguno poseía una oscuridad tan profunda, tan asesina.
Tommy-Ray volvió a levantarse sobre la superficie. Los fantasmas habían desaparecido, pero no en la
lejanía,
sino en su interior, absorbidos por su anatomía en transformación, como parte de la obra de la Esencia. No había salvación en la noche que se aproximaba, excepto pata sus aliados. Mejor, él sería un muerto entre tantos muertos; así, al menos, tendría una leve esperanza de pasar inadvertido en el inminente holocausto.
Tomó aliento y lo expulsó en una carcajada, mientras se llevaba las transformadas manos, por pesadas que fuesen, al rostro. Éste, por fin, había adquirido la forma de su alma.
Howie y Byrne ascendieron la pendiente durante varios minutes, pero, por alto que subieran, la mejor vista estaba siempre por encima de sus cabezas: el espectáculo de la torre de humo. Y cuanto más se acercaban a ella tanto más emocionaba a Howie la obsesión de Byrne por alcanzarla. Comenzó a preguntarse, como se había preguntado ya cuando la marea le brindó su primer atisbo
de
Efemérides, qué gran misterio se escondería arriba, tan potente que era capaz de atraer hasta su umbral a los durmientes del mundo. Byrne no era nada ágil, sobre todo teniendo en cuenta que sólo disponía de una mano para ayudarse. Resbalaba constantemente. Pero no se quejaba ni murmuraba, aunque, cuanto más tropezaba, mayor era el número de cortes y rozaduras que su cuerpo recibía. Con los ojos fijos en la cima de la montaña, Byrne seguía escalando, sin parecer preocuparse en absoluto por el daño que esto pudiera causarle, siempre y cuando, a costa de ese dolor, la distancia entre él y el misterio menguara. A Howie le resultaba bastante fácil ir a su ritmo, pero debía detenerse cada pocos minutos para otear la escena que se abría a sus pies desde cada nueva atalaya. No había huella alguna de Jo-Beth en toda la extensión visible de la orilla, y Howie empezó a preguntarse si tendría sentido, después de todo, esa escalada en compañía de Byrne. La subida era cada vez más arriesgada, a medida que las rocas por las que subían se iban haciendo más y más empinadas y los puentes sobre los que cruzaban se volvían más angostos. Desde los puentes no se veía más que abismo, casi siempre con un fondo de roca pura. A veces, sin embargo, se vislumbraba un atisbo de Esencia en el fondo de esos abismos, pero el agua estaba tan agitada como ellos lejos de su orilla.
En el aire había cada vez menos espíritus, pero, cuando cruzaban un arco que no era más ancho que una tabla, una bandada de ellos pasó justo por encima de sus cabezas, y Howie vio que en el interior de cada luz brillaba una línea sinuosa, como una luminosa serpiente. «El Génesis —pensó— se equivocó de medio a medio, o nos engañó, al decir que la serpiente había sido aplastada por el talón humano. El alma era esa serpiente y sabía volar.»
La visión le hizo detenerse, y tomar una decisión.
—No subo más —dijo.
Byrne se volvió a mirarle.
—¿Por qué?
—Ya he visto toda la orilla que se puede divisar a vista de pájaro.
La vista desde allí no era, ni mucho menos, total, pero continuar la ascensión no la mejoraría. Además, las figuras en la playa que se extendía a sus pies se veían tan pequeñas que apenas las reconocía. Pocos minutos más de subida y no le sería posible distinguir a Jo-Beth entre los supervivientes.
—¿No quieres ver lo que hay ahí arriba? —preguntó Byrne.
—Por supuesto que me gustaría —respondió Howie—, pero en otra ocasión.
Sabía que su respuesta sonaba ridícula, porque no iba a tener otra oportunidad a este lado del tiempo.
—Pues, entonces, adiós —dijo Byrne.
No perdió el tiempo en más despedidas, cariñosas o secas, sino que volvió a su asunto, que era la subida. Su cuerpo chorreaba sudor y sangre, y a cada dos pasos que daba tropezaba; pero Howie sabía que sería inútil intentar disuadirle. Inútil y presuntuoso, porque, no importaba cuál hubiera sido su vida anterior —y, a juzgar por lo que él mismo decía, había sido una vida carente de caridad—, Byrne estaba aprovechando ahora su última oportunidad de entrar en contacto con la santidad. Quizá la muerte fuese la consecuencia inevitable de aquella búsqueda.
Howie volvió los ojos a la escena que se extendía a sus pies. Resiguió la línea de la playa, con la mirada, en busca del menor signo de movimiento. A su izquierda estaba el trecho de orilla de donde habían subido. Todavía veía al grupo de supervivientes, junto al mar, tan hipnotizados como antes. A su derecha estaba la mujer del «Silksheen». Las olas rompían contra la playa —su estruendo llegaba hasta los oídos de Howie—, y lo hacían con fuerza, tanta como para amenazar a la mujer del «Silksheen» con llevársela consigo. Más allá, otra vez, la playa donde Howie se había encontrado a sí mismo.
No estaba desierta, y los latidos de su corazón aumentaron el ritmo. Alguien avanzaba a trompicones por la orilla, manteniéndose lejos del mar, que avanzaba. Su cabello brillaba, incluso a tanta distancia. Podía ser Jo-Beth. Y, al reconocerla, sintió miedo por ella, porque parecía que cada paso que daba era una agonía.
De inmediato comenzó a rehacer el camino andado, la roca estaba marcada en algunos puntos por la sangre de Byrne. Desde uno de aquellos puntos, Howie se volvió para ver si lo divisaba, pero las alturas estaban oscuras, y, le parecieron desiertas. Las últimas almas que quedaban se habían alejado de la torre de humo, y, con ellas, gran parte de la luz. No había ni rastro de Byrne.
Pero le vio al volverse de nuevo. Estaba dos o tres metros por debajo de él, en la pendiente. Las heridas que había acumulado en la ascensión eran poca cosa en comparación con la última de tollas. Iba desde un lado de la cabeza hasta la cadera, y era tan profunda que le llegaba a los intestinos.
—Me caí —se limitó a decir.
—¿Todo este trecho? —preguntó Howie, maravillado de que fuese capaz de seguir en pie.
—No, bajé por mi propio pie.
—¿Cómo?
—Fácil —replicó Byrne—. Ahora soy
larvae.
—¿Qué cosa?
—Fantasma, Espíritu. Pensé que a lo mejor me habías visto caer.
—Pues no.
—Fue una larga caída, pero terminó bien. No creo que nadie se haya muerto hasta ahora en Efemérides. Eso hace que mi caso sea único, y ahora puedo establecer mis propias reglas, hacer lo que me venga en gana. Y pensé que podría bajar para ayudar a Howie… —Su calor obsesivo había sido sustituido por un aire de serena autoridad—. Tienes que darte prisa —añadió—. De pronto comprendo muchas cosas, y las noticias no son buenas.
—Algo va a ocurrir, ¿verdad?
—Los Iad están empezando a cruzar la Esencia —dijo Byrne.
Palabras que pocos minutos antes no sabía eran algo natural en sus labios.
—¿Qué son los Iad? —preguntó Howie.
—El mal inconcebible —dijo Byrne—, de modo que ni siquiera me esforzaré.
—¿Van al Cosmos?
—Sí. Quizá consigas llegar antes que ellos.
—¿Cómo?
—Confía en el mar. El mar quiere lo que tú quieras.
—¿Y qué es?
—
Salir
—dijo Byrne—; así que vete, y rápido.
—Te oigo.
Byrne se hizo a un lado, y cuando Howie pasó junto a él, le agarró del brazo con su mano buena.
—Quiero que sepas… —comenzó.
—¿Qué?
—Lo que hay en la montaña. Es
maravilloso.
—¿Digno de morir por ello?
—Cien veces. —Soltó a Howie.
—Me alegro.
—Si la Esencia sobrevive —dijo Byrne—, y
tú
sobrevives a esto, búscame. Querré hablar contigo.
—Lo haré —respondió Howie.
Comenzó a descender la pendiente a la mayor velocidad posible; su bajada oscilaba entre lo desgarbado y lo suicida. Comenzó a gritar el nombre de Jo-Beth en cuanto llegó a lo que le pareció suficiente distancia, pero su llamada no obtuvo respuesta. La cabeza rubia
no
se distraía de su contemplación. Quizás el ruido de las olas cubriera su voz. Howie llegó a la playa cubierto de sudor, confuso y fatigado, y comenzó a avanzar hacia ella.