El gran espectáculo secreto (69 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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La escena era peor dentro. Todo el interior había perdido su solidez y estaba siendo atraído inexorablemente hacia algún punto central. No le costó demasiado dar con ese punto, pues el mundo entero, se reblandecía y convergía hacia él.

El Jaff, por supuesto, se hallaba en el centro. Delante de él, un boquete en la sustancia de la realidad misma, que enviaba sendas llamadas a los vivos y a los no vivos. Jo-Beth no veía lo que había al otro lado del boquete, pero podía adivinarlo. La
Esencia;
el mar de los sueños; y, en él, una isla de la que Howie y su padre le habían hablado donde el tiempo y el espacio eran leyes ridículas, y los espíritus paseaban.

Pero si ése era el caso, y el Jaff había conseguido su ambición, de usar el Arte para acceder al milagro, ¿por qué estaba tan
asustado?
¿Por qué trataba de retirarse de la vista misma del milagro, desgarrándose las manos con los dientes para forzarlas a desprenderse de la materia que sus propios dedos habían penetrado?

Jo-Beth oía que su razón le decía: «Vuelve, vuelve mientras te sea posible.» La atracción de lo que acechaba al otro lado del boquete se había apoderado de ella. Podría resistir un poco de tiempo, pero la ventana se hacía más y más pequeña. Lo que no podía resistir, sin embargo, era el ansia que la indujo a entrar en la casa.
Quería ver el dolor de su padre.
No se trataba de un deseo dulce, propio de una hija, pero tampoco el Jaff era el más dulce de los padres. Al contrario, la había hecho sufrir, y también a Howie. Había corrompido a Tommy-Ray hasta hacerle casi irreconocible. Había destruido el corazón y la vida de su madre. Jo-Beth quería verle sufrir, y no conseguía apartar los ojos de esa escena. La automutilación del Jaff era cada vez más enloquecida; escupía pedazos de sus propios dedos, echando la cabeza atrás y adelante, negándose a sí mismo lo que veía más allá del boquete que el Arte había hecho.

Jo-Beth oyó una voz a su espalda que pronunciaba su nombre, y miró a su alrededor hasta que vio a una mujer a la que no conocía de nada, pero que Howie le había descrito, que le hacía señas de acercarse a la seguridad brindada por el umbral. Jo-Beth hizo caso omiso de esa llamada; ella quería ver cómo el Jaff se autodestruía por completo, o verle arrastrado por su propia maldad. Hasta ese momento no se había dado cuenta de cuánto lo odiaba, de lo limpia que se sentiría en el instante que él desapareciera del Mundo.

La voz de Tesla había encontrado oídos además de los de Jo-Beth. Asido al suelo, a un par de metros del Jaff, sobre la decreciente isla de solidez que aún rodeaba al Artista, Grillo oyó la llamada de Tesla y se volvió —contra la llamada de la Esencia— para mirarla. Se sentía el rostro rezumando sangre, pues el boquete atraía hacia sí todos los líquidos de su cuerpo. La cabeza le retumbaba, como si estuviera a punto de reventar. El boquete le sorbía las lágrimas, le arrancaba las pestañas. De la nariz le manaban dos chorros de sangre, que corrían, rostro abajo, hacia el boquete.

Ya había visto casi toda la sala desaparecer en la Esencia. Rochelle había sido de los primeros en caer en el boquete, dejando a su espalda todo lo que su cuerpo drogado poseía en el Mundo. Sagansky y su noqueado enemigo también habían desaparecido. Y el resto de los invitados a continuación, a pesar de los esfuerzos realizados por correr a la puerta. Los cuadros, arrancados de las paredes; y, luego, el yeso, dejando al descubierto las tablas que cubría; y, en ese momento, las tablas mismas se curvaban, obedeciendo a la llamada. Grillo hubiera ido por el mismo camino si no hubiese sido porque la sombra del Jaff le ofrecía una débil solidez en pleno mar caótico.

No,
mar
no. Mar era lo que Grillo había entrevisto al otro lado del boquete, dejando avergonzada cualquier otra imagen de esa palabra.

La Esencia era el mar; el primero, el que no tenía fondo. Grillo había renunciado a toda esperanza de escapar a sus llamadas. Se había acercado demasiado a su orilla para poder apartarse de él. La resaca se había llevado ya consigo toda la sala, y pronto se le llevaría también a él.

Pero, cuando vio a Tesla, Grillo osó, de repente, concebir la esperanza de sobrevivir a esa catástrofe. Y si quería aprovechar esa débil oportunidad tendría que apresurarse. La poca protección que el Jaff le brindaba decrecía por momentos; y, al ver que Tesla le tendía la mano, Grillo alargó a su vez la suya. La distancia era demasiado grande, y Tesla no podía arriesgarse a penetrar más en la sala sin perder su asidero a la relativa solidez de la puerta.

Abandonó su intento, y retrocedió unos pasos, alejándose del umbral.

«No me desertes ahora —pensó Grillo—. No me des esperanza para abandonarme después.»

No la conocía si pensaba así. Tesla no había hecho más que retroceder para liberar su cinturón de las trabillas de los pantalones, y en seguida regresó al umbral, dejando que la atracción de la Esencia estirase del cinturón y lo pusiera al alcance de Grillo.

Y él lo cogió.

Afuera, en el campo de batalla, Howie encontró los restos de la luz que Benny Patterson había sido. Casi no quedaba huella del muchacho, pero sí la suficiente para que Howie lo reconociese. Se arrodilló junto a él, pensando que era una estupidez lamentar la desaparición de algo tan transitorio y tan desprovisto de objeto como aquel sueño, Benny Patterson.

Puso la mano sobre el rostro del muchacho, pero ya se estaba disolviendo, y se disgregó en el aire como brillante polen bajo los dedos de Howie. Angustiado, levantó la vista y vio a Tommy-Ray a la entrada del jardín de «Coney Eye», camino ya de la casa. Detrás de él, quieto junto a la puerta, había un hombre a quien Howie no conocía. Y detrás de los dos se levantaba un muro de polvo gimiente, que seguía a Tommy-Ray en forma de nube.

Sus pensamientos fueron de Benny Patterson a Jo-Beth. ¿Dónde estaría? En la confusión de aquellos últimos minutos se había olvidado de ella. Ni por un instante dudó de que Jo-Beth era el objetivo de Tommy-Ray.

Howie se levantó y fue a cortar el paso a su enemigo, al que vio muy cambiado. Ya no era el esplendoroso y atezado héroe que había conocido en la Alameda, ni mucho menos. Ahora aparecía salpicado de sangre, los ojos hundidos en las cuencas.


¡Padre!
—gritó Tommy-Ray, echando la cabeza hacia atrás.

El polvo que pisaba los talones a Tommy-Ray saltó sobre Howie en cuanto estuvo lo bastante cerca de éste para tocarlo. Y lo que bullía en él: rostros hinchados por el odio, bocas como túneles, le echaron a un lado a empujones, sin mostrar el menor interés por su insignificante vida, siguiendo su camino en pos de objetivos más urgentes. Howie cayó por tierra, cubriéndose la cabeza con los brazos hasta que todos hubieron pasado sobre él. Lo que palpitaba en el polvo, fuera lo que fuese, tenía pies. Cuando quedó libre de ellos, Howie se levantó. Tommy-Ray y la nube que le seguía ya habían desaparecido en el interior de la casa.

El oyó la voz de Tommy-Ray por encima del estruendo del Arte.


¡Jo-Beth!
—rugió.

Howie comprendió que Jo-Beth estaba en el interior de la casa, pero lo que no comprendía era por qué había entrado. De todas formas lo urgente era llegar a ella: antes de Tommy-Ray, o el hijo de puta se la llevaría.

Mientras corría hacia la puerta principal, observó que el extremo de la tormenta de polvo desaparecía, engullido por una fuerza del interior de la casa.

Esa fuerza se hizo visible en cuanto Howie cruzó el umbral. Vio entonces las últimas y caóticas huellas de la nube absorbidas por un remolino que quería tragarse la casa entera. Delante de él, con las manos apenas reconocibles, se erguía el Jaff. Howie entrevió sólo la escena, porque Tesla lo llamó en seguida.

—¡Ayúdame, Howie!
¡Howie! ¡Por
Dios bendito, ayúdame!

Con una mano estaba agarrada a la parte interior de la puerta, cuya geometría se había desvencijado, y con la otra se asía a alguien que estaba a punto de ser engullido por el torbellino. Howie llegó a ella en tres zancadas, una granizada de basura pasó rozándole del escalón que acababa de pisar, y cogió la mano de Tesla; al hacerlo, reconoció la figura que estaba de pie, a un metro de distancia de ella, más cerca aún del boquete que el Jaff había abierto: ¡Jo-Beth!

El reconocimiento fue como un grito. Jo-Beth se volvió hacia él, medio cegada por la avalancha de escombros. Cuando sus ojos se encontraron, Howie vio a Tommy-Ray acercarse a ella. La máquina había sufrido una gran tunda, pero todavía tenía poder. Howie tiró de Tesla, y con ella, del hombre al que estaba tratando de salvar del caos ávido, y se los llevó al vestíbulo. Ésta fue la oportunidad que Tommy-Ray necesitaba para apoderarse de Jo-Beth, lanzándose sobre ella con la fuerza suficiente para levantarla en vilo.

Howie vio el terror en los ojos de Jo-Beth cuando perdió el equilibrio, y los brazos de Tommy-Ray cerrarse en torno a ella en ceñidísimo abrazo. Entonces, la Esencia se tragó a ambos, aspirándolos sala adentro, pasando junto a su padre, y más lejos, misterio adentro.

Howie
lanzó
un aullido.

Detrás de él, Tesla gritaba su nombre, pero Howie desoyó la llamada. Sus ojos permanecían fijos en el lugar por el que Jo-Beth había desaparecido, y dio un paso hacia la puerta. La fuerza le empujaba. Dio un paso más, vagamente consciente de que Tesla le gritaba que se detuviera, que volviera antes de que fuese demasiado tarde.

¿No sabía Tesla que había sido demasiado tarde el momento después de ver a Jo-Beth? Todo se había perdido.

Un tercer paso, y el remolino lo arrebató. La sala dio vueltas en torno a él. Durante un instante vio al enemigo de su padre, abriendo, jadeante, la boca; luego, el boquete, más abierto todavía.

Y así fue como Howie desapareció por donde su bella Jo-Beth lo había hecho, en la Esencia.

—¡Grillo! —¿Qué?

—¿Puedes tenerte en pie?

—Creo que sí. —Lo intentó dos veces, sin conseguirlo, y a Tesla no le quedaban fuerzas para levantarle y llevarle hasta la puerta del jardín.

—Un momento —pidió Grillo. Sus ojos, no por primera vez, volvieron hacia la casa de donde acababan de escapar.

—No hay nada que ver, Grillo —dijo ella.

Esto no era cierto, en absoluto. La fachada parecía salida de una película fantástica, con la puerta absorbida por una fuerza interior, y las ventanas siguiendo por el mismo camino. Y dentro, ¿quién sabía?

Cuando llegaron al coche, vieron una figura que salía de todo aquel caos, y quedaba iluminada por la luz de la luna. Era el Jaff. El mero hecho de haber estado al borde de la Esencia y resistido sus oleadas era la prueba de su poder, pero esa resistencia le había salido muy cara. Sus manos estaban reducidas a muñones de carne roída; los restos de la izquierda le colgaban en jirones de los huesos de la muñeca. Su rostro aparecía tan brutalmente devorado como ellas, pero no por dientes, sino por lo que había visto. Con los ojos inexpresivos y devastado, el Jaff anduvo vacilante hacia la puerta del jardín. Harapos de oscuridad, los últimos
terata
lo seguían.

Tesla hubiese querido preguntar a Grillo qué había visto de la Esencia, pero se dijo que no era el momento adecuado. Le bastaba con verle vivo y saber que más tarde se lo contaría. Carne en un Mundo en el que la carne se perdía a cada momento. Vivo, cuando la vida terminaba con cada exhalación y recomenzaba con cada aliento robado.

En el abismo intermedio era donde estaba el
peligro,
y más que nunca. Tesla no dudaba de que había ocurrido lo peor, y que, en algún lugar lejano de la Esencia, los Uroboros del Iad estaban aguzando su envidia y lanzándose a través del mar y de los sueños.

Séptima Parte:
Almas a cero
I

Presidentes, mesías, brujos. Papas, santos y lunáticos habían tratado, a lo largo del milenio, de acceder a la Esencia a base de dinero, asesinatos, drogas o flagelaciones; casi todos ellos fracasaron. El mar de los sueños seguía más o menos intacto, y su existencia continuaba siendo un exquisito rumor, nunca probado, y tanto más potente por esta misma razón. La especie dominante en el Cosmos había conservado la poca cordura que le quedaba visitando el mar en sueños, tres veces en la vida, y dejaban ésta deseosos de más. Su ansia los impulsaba vida adelante; les dolía, les infundía ira, los empujaba a hacer el bien en la esperanza, con frecuencia inconsciente, de recibir, a cambio, acceso más asiduo a la Esencia. Los inducía a hacer el mal movidos por la estúpida sospecha de que sus enemigos les cortaban el acceso a la Esencia, enemigos que conocían el secreto, pero no lo decían. Les hacía inventar dioses. Y también destruirlos.

Los pocos que emprendieron el viaje que en ese momento hacían Howie, Jo-Beth, Tommy-Ray y veintidós invitados a la fiesta de Buddy Vance no eran viajeros accidentales, sino que habían sido escogidos por la Esencia misma para sus propósitos, y acudieron (la mayoría de ellos) bien preparados.

Howie, por su parte, no estaba ni más ni menos preparado que cualquier pedazo de madera arrojado al fondo del abismo. Primero fue lanzado a través de círculos de energía, y luego se vio sumido en algo que parecía el centro de un trueno, en el cual, el relámpago despertaba breves fuegos luminosos en torno a él. Todos los ruidos de la casa desaparecieron en el momento en que penetró en aquel abismo, así como todos los escombros y basuras que habían entrado con él. Impotente para dirigirse u orientarse, lo único que podía hacer era caer nube adentro, mientras el relámpago se hacía menos frecuente y más luminoso, y los oscuros pasadizos se volvían más y más profundos, hasta que llegó a preguntarse si tendría ojos cerrados, y si la oscuridad, junto con aquella sensación de caída que la acompañaba, estaría sólo en su mente. De ser así, se sentía contento con ese abrazo. Sus pensamientos también caían, concentrándose de momento, en imágenes que salían de la oscuridad y le parecían sólidas, por más que él estuviese casi seguro de que eran simples creaciones de su mente.

Conjuró el rostro de Jo-Beth un y otra vez, siempre volviendo la vista para mirarla por encima del hombro. Recitó palabras de amor dirigidas a ella; palabras sencillas, que tenía la esperanza de que Jo-Beth oyera. Pero, si las oyó, no le acercaron más a ella. Eso no le sorprendió. Tommy-Ray se hallaba disuelto en la misma nube mental que él y Jo-Beth atravesaban, y los hermanos gemelos tenían derechos (que se remontaban al útero materno) sobre sus hermanas. Habían flotado juntos en el primer mar, de modo que sus mentes y sus cordones umbilicales se entrelazaron. Howie no envidiaba nada de Tommy-Ray —ni su belleza, ni su sonrisa—, nada, excepto su intimidad con Jo-Beth, por encima del sexo, del deseo, e, incluso, de la respiración. Sólo le cabía la esperanza de estar con Jo-Beth al final de su vida, de la misma manera que Tommy-Ray había estado con ella al principio, cuando la edad eliminara el sexo, el deseo y, por último, hasta la respiración.

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