El gran espectáculo secreto (66 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Eve aprovechó la oportunidad para andar hacia la puerta. A su espalda oyó las voces de los dos hombres, cada vez más altas y airadas. Volvió la cabeza y vio que estaban asustando a los bailarines, girando el uno alrededor del otro, con los puños cerrados. Sagansky fue el primero en asestar el golpe, tirando a Frankl como un muñeco contra el piano. Los vasos que éste había ido dejando sobre el mueble se desparramaron, rompiéndose ruidosamente. Entonces, Sagansky dio un salto hacia Eve.


Te llaman
—dijo, asiéndola del brazo, y tirando de ella.

Eve dio un paso atrás, para evitarle, mas sus piernas cedieron; pero, antes de que cayera al suelo, se sintió levantada en vilo por dos brazos, y oyó la voz de Lobo:

—Debieras de venir con nosotros.

Trató de protestar, pero su boca se negaba a emitir sonidos que no fueran jadeos. La llevaron medio en volandas
por
la pista de baile, mientras ella trataba de explicar que no podía abandonar a Grillo, pero sin llegar a decir nada con claridad. Vio el rostro de Rochelle pasar ante ella, como si flotase, luego el aire se enfrió contra su rostro. Esa impresión sirvió sólo para desorientarla más todavía.

—Ayudadla…, ayudadla —oyó decir a Lobo, y antes que pudiera darse cuenta de dónde se encontraba, la echaron cuan larga era sobre el asiento de cuero de imitación. Y Lobo entró detrás de ella.

—Grillo… consiguió decir, al cerrarse la portezuela.

Su perseguidor se hallaba casi junto al coche, pero era demasiado tarde, porque éste arrancaba ya camino de la puerta del jardín.

—¡Ésta ha sido la fiesta más jodidamente siniestra a la que he asistido mi vida! —exclamó Lobo—. ¡Vámonos de aquí lo antes posible!

«Lo siento, Grillo —pensó Eve, cuando comenzaba a perder el conocimiento—. Que te vaya bien todo.»

En la puerta del jardín, Clark hizo seña a la limusina de Lobo de que saliera y se volvió para echar una ojeada a la casa.

—¿Cuántos quedan? —preguntó a Rab.

—Unos cuarenta —respondió Rab, mirando la lista—. No nos pasaremos aquí toda la noche.

Los coches que esperaban a los demás invitados y que no habían tenido sitio para estacionar en la colina, estaban abajo, en Grove, dando vueltas, en espera de la orden radiada de subir a recoger a sus pasajeros. Era algo a lo que sus conductores estaban muy acostumbrados, y su aburrimiento solía aliviarse con charlas y bromas de coche a coche. Pero aquella noche no había cotilleo sobre la vida sexual de los pasajeros, o bromas cachondas acerca de lo que los chóferes iban a hacer en cuanto llegasen a casa. La mayor parte del tiempo, las ondas de radio estaban silenciosas, como si los conductores no quisieran denunciar su situación. Y si el silencio se rompía era debido a que alguien quería hacer alguna observación indiferente sobre la ciudad.

—Esto es un poblacho de mierda —dijo uno de ellos—, parece un jodido cementerio.

Rab le hizo callar.

—Si no tienes nada mejor que decir, no hables —le advirtió.

—¿Qué te pasa, hombre? —respondió el otro—: ¿es que te ponen nervioso los fantasmas?

Una llamada de otro coche los interrumpió.

—Clark, ¿estás ahí?

—Sí, ¿quién llama?


¿Estás ahí?

El contacto era malo, y cada vez peor. La voz del otro coche se disgregaba en la estática.

—Aquí abajo se está levantando una jodida tormenta de polvo… —decía el otro conductor—. No sé si me oyes bien, pero es que ha salido de no sé dónde.

—Dile que se vaya de ahí —ordenó Rab—. ¡Clark! ¡Díselo!

—¡Te oigo! ¡Oye! ¿Conductor?
¡Sal de ahí! ¡Sal de ahí!

—¿Me oye alguien? —aulló el otro, pero su mensaje quedó casi ahogado bajo el aullido de un torbellino de viento.

—¡Conductor! ¡Que te salgas de ahí inmediatamente, cojones!

—¿Puede alguien…?

En lugar del resto de la pregunta, el ruido del coche al deshacerse, y la voz del conductor rota en el estrépito de la catástorfe.


¡Mierda!
—dijo Clark—. ¿Sabe alguno de vosotros quién era ése? ¿O
dónde
estaba?

No recibió respuesta de los otros coches. Aun cuando supieran lo que les preguntaba, no hubo quien se aventurase a ofrecer ayuda. Rab se quedó mirando a los árboles que flanqueaban la carretera, cuesta abajo, hasta la ciudad.

—¡Se acabó! —exclamó—. Ya basta de tanta mierda. Me voy de aquí.

—Sólo quedamos nosotros —le recordó Clark.

—Si tienes sentido común, también tú te irás —le dijo Rab, tironeándose de su corbata para desanudarla—. No sé lo que está ocurriendo aquí, la verdad, pero deja, que los ricos se las arreglen como puedan.

—Estamos de servicio.

—¡Yo he terminado el mío! —dijo Rab—. ¡No me pagan bastante para aguantar esta mierda! ¡Toma! —Le tiró la radio a Clark; el aparato escupía ruido blanco.

—¿Lo oyes? —añadió Rab—: ¡Esto es el caos! ¡Y es lo que se nos viene encima!

En la ciudad, a los pies de la colina, Tommy-Ray aminoró la velocidad de su coche para echar un vistazo a la limusina destrozada. Los fantasmas se habían limitado a levantarla del suelo y a lanzarla por los aires. En ese momento tiraban del conductor, que seguía en su asiento. Si no había sido informado de que pronto iría a reforzar sus filas, los fantasmas no tardaron en ponerle en antecedentes, al reducir, con gran violencia, su uniforme a harapos, y haciendo lo mismo con su cuerpo, una vez desnudado.

Tommy-Ray había alejado de la colina a la nube de fantasmas con el fin de darse tiempo para pensar bien su plan de entrada en la casa. No quería que la humillación sufrida en el bar se repitiese: si los vigilantes lo zarandeaban, la catástrofe tenía que ser inmediata. Cuando su padre le viera en su nueva encarnación del Chico de la Muerte, tenía que ser como verdadero dueño de la situación. Pero esa esperanza desaparecía con excesiva rapidez pues, cuanto más tiempo tardase en volver, tanto más indóciles se volverían los fantasmas. Ya habían demolido la iglesia luterana del Príncipe de la Paz, demostrando, como si tal demostración hiciera falta, que la piedra era tan fácil de destruir como la carne. Una parte de él, la que odiaba a Palomo Grove hasta sus mismos cimientos, quería dejarles que destruyeran todo lo que allí había, que no dejaran en la ciudad piedra sobre piedra, pero sabía que, si cedía a esa tentación, perdería todo poder sobre ellos. Además, en algún lugar de Grove, había un ser humano al que Tommy-Ray quería preservar del mal: Jo-Beth. Una vez desencadenada la tormenta, los fantasmas no harían distinciones, y la vida de Jo-Beth correría tanto peligro como las de los demás.

Sabiendo que restaba muy poco tiempo para que la impaciencia de los fantasmas se desatase y acabaran destruyendo Grove de todas formas, Tommy-Ray condujo en dirección a casa de su madre. Si Jo-Beth se encontraba en la ciudad, estaría en casa; y en el caso de que ocurriera lo peor, se la llevaría consigo para devolvérsela al Jaff, el cual sabría mejor que nadie cómo dominar la tormenta.

La casa de su madre, como la mayor parte de las casas de la calle, mejor dicho, de todo Grove, estaba a oscuras. Tommy-Ray detuvo el coche y se apeó. La tormenta, no contenta ya con ir en pos de él, se le adelantó, zarandeándole.

—Apartaos —ordenó a los ansiosos rostros que revoloteaban a su alrededor—. Tendréis todo lo que queréis, absolutamente todo, pero tenéis que dejar en paz esta casa y a la gente que hay en ella,
dejadles en paz,
¿entendido?

Ellos captaron la fuerza de sus sentimientos, y Tommy-Ray oyó sus risas, burlándose de tan ridículas sensibilidades. Pero él seguía siendo el Chico de la Muerte y le debían fidelidad, aunque fuese una fidelidad cada vez menor. La tormenta se apartó calle abajo; aunque se detuvo a poca distancia, esperando.

Tommy-Ray cerró de golpe la portezuela del coche y anduvo hacia la casa volviéndose para mirar a la calle y asegurarse de que
ellos
no iban a engañarle. Llamó a la puerta.

—¡Mamá! —gritó—. Soy yo, Tommy-Ray, mamá, tengo llave de la puerta, pero no entraré si no me das permiso. No quiero hacerte daño.

Oyó ruido al otro lado de la puerta.

—¿Eres tú, mamá? Por favor, contesta.

—¿Qué quieres?

—Que me dejes entrar, quiero verte. Por favor, déjame verte.

Oyó los cerrojos correrse, y la puerta se abrió. Su madre vestía de negro, con el cabello suelto.

—Estaba rezando —dijo.

—¿Por mi? —preguntó Tommy-Ray.

Ella no contestó.

—¿A que sí? ¿A que rezabas por mí?

—No has debido volver, Tommy-Ray.

—Ésta es mi casa —dijo él. Ver a su madre le hería más de lo que había creído posible. Después de las revelaciones del viaje a la Misión (el perro y la mujer), y con lo sucedido en la Misión y los horrores del viaje de vuelta, Tommy-Ray se creía al abrigo del sentimiento que le atenazaba en ese momento: una tristeza que lo ahogaba.

—Quiero entrar —pidió, sabiendo, mientras lo decía, que no había regreso posible.

El seno de la familia nunca le había parecido un sitio muy apetecible para reposar la cabeza. En cambio sí que le apetecía reposarla en el de Jo-Beth. Y sus pensamientos fueron ahora a ella.

—¿Dónde está? —preguntó.

—¿Quién?

—Jo-Beth.

—Aquí, no —respondió su madre.

—¿Dónde?

—No lo sé.

—No me mientas.
¡Jo-Beth!
—comenzó a gritar—.
¡Jo-Beth!

—Aunque estuviera…

Pero Tommy-Ray no la dejó terminar. Pasó junto a ella, cruzando el umbral.

—¡Jo-Beth! ¡Jo-Beth! ¡Soy yo, Tommy-Ray! ¡Te necesito, Jo-Beth! ¡Te necesito, niña!

Ya daba igual si la llamaba niña o le decía que quería besarla, o lamerle el coño; eso carecía de importancia porque era amor, y el amor era la única defensa, suya o de cualquier otra persona, contra el polvo y el viento y todo lo que aullaba en su interior: necesitaba a Jo-Beth más que nunca. Hizo caso omiso de los gritos de su madre, y comenzó a buscar a su hermana por la casa, de habitación en habitación. Cada una de ellas tenía su propio aroma y cada aroma despertaba en él un cúmulo de recuerdos, de frases que había dicho, cosas que había hecho o sensaciones sentidas en este sitio o en aquél, y que ahora lo inundaban con sólo asomar la cabeza por el vano de las puertas.

Jo-Beth no se encontraba en la planta baja, de modo que Tommy-Ray subió la escalera, abriendo las puertas de golpe a lo largo del descansillo: primero la de Jo-Beth; luego, la de su madre; finalmente, la suya. Su habitación, tal y como la había dejado. La cama, sin hacer; el armario ropero, abierto; la toalla, en el suelo. Mirando desde la puerta se dio cuenta de que lo que veía eran las cosas de un chico que, a todos los efectos, estaba muerto. El Tommy-Ray que se había echado en aquella cama, en la que se había masturbado, sudado, dormido y soñado con Zuma y Topanga, no existía ya. La suciedad de la toalla y los cabellos que se veían en la almohada eran todo lo que quedaba de él. Y no dejaba buen recuerdo tras de sí.

Los ojos se le arrasaron en lágrimas. ¿Cómo era posible que sólo media semana antes aún estuviera vivo y dedicado a sus cosas, y ahora, en cambio, fuera tan distinto que ya no se hallaba en su casa ni podía volver nunca más? ¿Qué era lo que había deseado con tanto afán que acabó por arrancarle de sí mismo? Nada de lo que tenía, eso, desde luego. Era inútil ser el Chico de la Muerte: sólo miedo y huesos. Y el haber conocido a su padre: ¿de que le servía? El Jaff le había tratado bien al principio, pero eso era una treta para convertirle en su esclavo. Sólo Jo-Beth le quería. Jo-Beth lo había buscado, y tratado de curarle; se había esforzado por decirle lo que él no quería oír. Sólo Jo-Beth podría remediarlo todo de nuevo, volverlo todo a su ser, hacerle de nuevo coherente, salvarle.


¿Dónde está?

Su madre se hallaba al final de la escalera. Tenía las manos cruzadas y lo miraba. Más oraciones. Siempre rezando.


¿Dónde está, mamá? Tengo que verla.

—No es tuya —dijo su madre.


¡Katz!
—gritó Tommy-Ray, bajando la escalera—.
¡Katz la tiene!

—Jesús dijo: Soy la resurrección, y la vida…

—Respóndeme, ¿dónde están? Si no lo haces, no respondo…

—… aquel que creyere en Mí…


¡Mamá!

—… aunque estuviera muerto…

Ella había dejado la puerta abierta y el polvo comenzaba a soplar el umbral. Al principio, en cantidades insignificantes, luego mayores. Tommy-Ray sabía lo que eso significaba, lo que anunciaba. El séquito de los fantasmas comenzaba a avivarse. Su madre miró a la puerta, y a la ventosa oscuridad que se cernía ante ella. Pareció darse cuenta de que algo fatal se avecinaba. Sus ojos, cuando se volvieron a mirar a su hijo, se llenaron de lágrimas.

—¿Por qué tenía que ser así? —preguntó en voz baja.

—No fui yo quien lo quiso.

—Con lo guapo que eras, hijo mío. A veces pensé que podría salvarte.

—Todavía soy guapo —dijo él.

Ella movió la cabeza. Sus lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Tommy-Ray volvió la vista a la puerta, que el viento cerraba y abría.

—¡Fuera! —ordenó.

—¿Qué hay ahí? —preguntó ella—. ¿Es tu padre?

—Será mejor que no lo sepas —dijo Tommy-Ray.

Él corrió escaleras abajo para tratar de cerrar la puerta, pero el viento se hacía más y más fuerte, y entraba violentamente en la casa. Las lámparas comenzaron a agitarse. Los objetos de adorno caían de las estanterías. Cuando Tommy-Ray llegó al pie de la escalera casi todas las ventanas de la casa se rompieron.


¡Fuera he dicho!
—volvió a ordenar Tommy-Ray a gritos.

Pero los fantasmas habían esperado demasiado. La puerta saltó de sus goznes, arrojada contra la pared del vestíbulo, y rompiendo el espejo. Y los fantasmas entraron aullando tras ella. Su madre chilló al verlos, rostros tensos y hambrientos, manchas de ansia en plena tormenta. Cuencas vacías, estómagos abiertos. Al oír el grito de la mujer cristiana, volvieron su veneno contra ella. Tommy-Ray aulló un aviso a su madre; pero los polvorientos dedos desgarraron sus palabras, y las dejaron reducidas a pura incoherencia; después volaron contra la garganta de su madre. Tommy-Ray corrió hacia ella, pero la tormenta se apoderó de él, lo tiró con violencia contra la puerta. Los fantasmas seguían entrando. Tommy-Ray se vio arrojado hacia fuera del umbral, sus rostros raudos, contra la marea. Tras él oyó un nuevo chillido de su madre, mientras, con otra sacudida, todas las ventanas que quedaban intactas en la casa reventaron. Astillas de cristal lo cubrieron, y huyó de aquella lluvia, aunque no consiguió salir indemne de ella.

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